INCULTURACIÓN DE LA FE
EN LA CULTURA DE LA COMUNICACIÓN
NDC
 

SUMARIO: I. En fidelidad dinámica: 1. Una cultura en crisis que hay que volver a evangelizar; 2. El mundo de la comunicación, nuevo areópago; 3. Cristianos en minoría; 4. Un tiempo carismático; 5. El retorno de los mártires. II. Las nuevas dimensiones de la nueva evangelización: 1. La cultura de la comunicación social; 2. El método del diálogo; 3. El diálogo intercultural e interreligioso. III. Como contemplativos en la comunicación social: 1. Fundamento teológico de la relación contemplación-comunicación; 2. Las tres fidelidades; 3. La unidad de vida.


Hay que advertir, ante todo, que nos referimos aquí, fundamentalmente, a la «catequesis kerigmática o de carácter misionero» (cf DGC 62) y más explícitamente al primer anuncio que necesitan los no creyentes y, en su medida, los bautizados que viven en la indiferencia religiosa (cf DGC 61),
necesitados de una nueva evangelización (cf DGC 58c). A estos es a los que los medios de comunicación quieren, primordialmente, ofrecerles la buena noticia.

Ante los desafíos del tercer milenio, la Iglesia vive hoy nuevamente unas ansias y unos problemas análogos a los que caracterizaron la primera evangelización. De manera especial, vuelve a proponerse (naturalmente, de forma diversa) la misma dificultad del primer intento de inculturación de la fe, al que san Pablo se entregó en cuerpo y alma.

En cierto modo, resurgen en nuestros días los tiempos apostólicos, los días del areópago. Juan Pablo II lo pone de relieve de manera significativa en la carta apostólica Tertio millennio adveniente. A punto de concluir el siglo XX –dice el Papa–, terminada la modernidad y caídas las ideologías, «se repite en el mundo la situación del areópago de Atenas. Hoy son muchos los areópagos, y bastante diversos. Son los grandes campos de la civilización contemporánea y de la cultura, de la política y de la economía. Cuanto más se aleja Occidente de sus raíces cristianas, más se convierte en terreno de misión, en la forma de variados areópagos» (TMA 57).

Esta imagen del areópago, sugerida por el Papa, puede ayudar a encuadrar acertadamente y a desarrollar en profundidad el discurso no sólo sobre las razones y los modos de emplear los mass media, sino también sobre la necesidad de la comunicación social en el ámbito de la nueva evangelización. El ejemplo del Apóstol es especialmente adecuado en nuestros días. Todos sabemos que el intento de san Pablo de inculturar la fe en el areópago no fue entendido por los atenienses y no tuvo éxito. Fue una lección amarga, pero también saludable, y no sólo para el Apóstol de las gentes, sino también para nosotros. En el fracaso de Pablo en Atenas conviene recordar dos cosas: 1) En su intento de inculturación, Pablo actúa muy pedagógicamente; pero cuando anuncia la resurrección quema etapas: aquellos intelectuales no estaban preparados para asumir culturalmente la realidad central del cristianismo; su celo apostólico traicionó a Pablo, por eso se olvidó de la paciencia divina. 2) Pablo subraya que la evangelización es cosa de Dios; pero él salva con nuestra colaboración, como se expone a continuación.

Efectivamente, era importante que, ya desde el principio, quedara claro que la evangelización era y sigue siendo esencialmente obra de Dios. Naturalmente, hay que buscar todos los caminos posibles y usar todos los medios a disposición (incluidos los más modernos y sofisticados) para que la palabra de Dios llegue a todas partes y pueda ser escuchada, comprendida y libremente aceptada. Sin embargo –y aquí está la lección del areópago–, era necesario palpar, ya desde el comienzo del ministerio apostólico, que la evangelización debe depositar su confianza sólo en Dios y no en los medios, por más que tenga que servirse dé ellos. La teología del Concilio confirma que, para el obsequio de la obediencia de la fe a Dios que revela, «es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda» (DV 5).

Tras poner de relieve los retos principales de los nuevos tiempos, veremos que la evangelización del mundo contemporáneo –análogamente a cuanto sucedió en la experiencia de los primeros cristianos y del areópago de Atenas– pasa hoy también a través de la obra de una nueva inculturación de la fe en el lenguaje, las costumbres y la vida de la sociedad contemporánea. Esto supone un nuevo esfuerzo de inculturación en la realidad técnico-empresarial de la comunicación social. Pero ¿de qué modo? ¿Y con qué garantías apostólicas? (cf DGC 212).

Partiendo del presupuesto de que el evangelizador debe poner su confianza más en la gracia del Espíritu y en la palabra de Dios que en los medios de los que también debe servirse, es necesario reconocer, teóricamente y en la práctica, el primado absoluto de la oración y de la comunión con Dios, ser contemplativos en la comunicación social. ¿De qué modo será posible hoy realizar esta unidad de vida entre vida y acción?


I. En fidelidad dinámica

La propia Iglesia pide hoy que todos los cristianos revisen su modo de situarse en el mundo y de ser testimonios del Resucitado en nuestro tiempo. Ya el Concilio pidió, en primer lugar a los consagrados, un esfuerzo valiente de actualización para adecuar su carisma –en fidelidad creativa y dinámica al Fundador– a las nuevas situaciones de nuestro tiempo para responder así de manera más eficaz a los desafíos de la nueva evangelización.

Pues bien, mediante una lectura atenta de los signos de los tiempos (hecha con mirada de fe e iluminada por el magisterio de la Iglesia más reciente), emerge con claridad un hecho: la Iglesia está viviendo hoy una fase de purificación; es decir, atraviesa uno de esos momentos de la historia en los que Dios, que la guía de forma extraordinaria, la despoja de sus seguridades humanas para llevarla a la pureza de los orígenes y prepararla a un nuevo tiempo de gracia. En muchos aspectos, vuelven los tiempos apostólicos. Es decir, se les presentan a los cristianos de hoy (obviamente, de manera distinta) unos retos y unas situaciones análogos a los que la primitiva comunidad eclesial tuvo que hacer frente para llevar el evangelio al mundo pagano. Vuelve a tener también una actualidad extraordinaria la difícil experiencia apostólica, vivida por san Pablo al comienzo de su ministerio en el areópago de Atenas. Veamos especialmente algunas de las coincidencias más significativas1.

1. UNA CULTURA EN CRISIS QUE HAY QUE VOLVER A EVANGELIZAR. El primer signo que permite comparar nuestros tiempos con los apostólicos es el predominio en el mundo de hoy de una cultura sin Dios, que incluso podemos llamar neopagana. Efectivamente, el mundo moderno, tras haber rechazado todo vínculo entre cultura y fe (típico del llamado régimen de cristiandad), ha terminado por llevar a la sociedad contemporánea a la secularización total de la vida y de las costumbres, hasta tal punto que hoy respiramos una cultura sin Dios, materialista y consumista, que abre el camino a desviaciones morales y formas de violencia no diferentes a las del paganismo antiguo, y hasta puede que más refinadas.

La razón, tras haber tomado las distancias de la fe, reivindica una autonomía lejos de Dios y se autoproclama diosa ella misma. Se niega que la ciencia y la fe puedan encontrarse. La política y la economía niegan toda relación con la ética. La cultura dominante está impregnada de racionalismo y de laicismo; se ha abandonado la filosofía del ser para terminar en el nihilismo y en el pensamiento débil de nuestros días. El positivismo y el cientificismo, que respiramos como el aire, han terminado por eliminar del horizonte cultural todo lo que supera los sentidos o no puede ser verificado experimentalmente. La religión es considerada (o tolerada) todo lo más como mera cuestión subjetiva, pero sin interés público2.

Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede negar que la modernidad ha llevado a cabo conquistas y ha alcanzado metas extraordinarias de civilización y bienestar en muchas partes del mundo. Por tanto, la situación de la humanidad se presenta hoy ambivalente y contradictoria. Por una parte, el mundo moderno ha conseguido imponentes estructuras económicas, técnicas y sociales, ha multiplicado la cantidad de los bienes producidos, dando al hombre más tener; por otra, la pérdida de inspiración ética y espiritual ha creado nuevas formas de pobreza humana y de marginación, mortificando al hombre en su ser. Por una parte, la cultura moderna ha creado espacios y estructuras formales de libertad y democracia y ha difundido valores importantes como la laicidad, la tolerancia, el pluralismo, la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; por otra, ha desencadenado fuerzas negativas (piénsese, por ejemplo, en los nacionalismos, en las dictaduras y en los totalitarismos del siglo XX), que en muchos casos han frustrado las conquistas conseguidas. Por una parte, la civilización moderna ha creado organismos internacionales de justicia y de paz; por otra, ha multiplicado las guerras, ha acelerado la carrera de armamentos, ha engendrado la pesadilla atómica. Incluso las metas extraordinarias conseguidas por la biología, la genética y las ciencias médicas, más que razón de vida, amenazan con convertirse en ocasión de muerte.

Todo esto manifiesta el predominio de una cultura sin Dios. La cultura que hoy predomina, aunque por una parte elabora y difunde no pocos valores positivos, por otra exalta el éxito, el dinero, el sexo y el poder, desvinculados de normas morales objetivas, abriendo así el camino a desviaciones morales y a violencias de todo tipo. Es decir, a pesar de las metas logradas (que es honrado y obligado reconocer), la cultura sin Dios demuestra sobradamente su incapacidad para conseguir una sociedad humana más feliz, más libre y más justa. Y esto explica también por qué hoy —ante el desmentido histórico de las ideologías clásicas y tras el fracaso de las esperanzas de autoliberación— está renaciendo con fuerza en muchas personas la necesidad de Dios.

Desde estos elementos contradictorios es legítimo concluir que nos encontramos ante una de las crisis de cambio de época, de naturaleza estructural, que puede compararse con algunos otros cambios históricos que han tenido lugar en los últimos dos mil años. Crisis de cambio de época hubo, creemos, al final del imperio romano con la llegada del cristianismo; al final de la Edad media, cuando nació el mundo moderno, así como tras los grandes descubrimientos geográficos y las grandes revoluciones sociales y culturales, como la revolución francesa y la revolución industrial, y crisis de cambio de época está dándose hoy en la revolución tecnológica.

En efecto, como en todas las crisis recordadas, hoy es la estructura de la casa la que no se sostiene. Desaparece el proyecto de sociedad que existía porque se ha agrietado el pavimento y se han conmovido los cimientos, es decir, la homogeneidad cultural sobre la que se apoyan las instituciones. La homogeneidad cultural (fundamento de todo modelo de sociedad) desaparece cuando se pierden evidencias éticas fundamentales, es decir, cuando se deja de estar de acuerdo sobre valores irrenunciables que constituyen el corazón de la propia cultura. A su vez, la crisis ética se acompasa con la pérdida del sentido de Dios, y cuando se niega el Absoluto se cae indefectiblemente en el relativismo ético, que, como advierte Juan Pablo II, se encuentra en el origen de la crisis estructural que nos aflige (cf CA 46). Para superarla, es necesario volver a partir de Dios, de la cultura, de los cimientos y del pavimento.

2. EL MUNDO DE LA COMUNICACIÓN, NUEVO AREÓPAGO. Sin embargo, la verdadera dificultad nace justamente aquí, puesto que la cultura se ha convertido hoy en problema universal. Ya la encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) había llamado la atención sobre los procesos de mundialización, que estaban cambiando el equilibrio del mundo y el concepto mismo de desarrollo humano y económico «en la perspectiva de la interdependencia universal» (SRS 9). La desaparición imprevista de las barreras ideológicas y la desintegración del imperio soviético han acelerado los tiempos de la mundialización, lo que ha impulsado hacia una mayor unificación jurídica y política de los pueblos y hacia la globalización de los mercados.

De manera especial, la aplicación de las nuevas tecnologías a la comunicación de masas ha abierto posibilidades comunicativas inimaginables. En los últimos años ha nacido un universo comunicativo nuevo, radicalmente distinto del que hasta ayer se basaba en la prensa y en los otros mass media. No ha sido un desarrollo gradual, debido al uso progresivo de instrumentos nuevos, cada vez más sofisticados. Se ha tratado de un salto de cualidad, del que ha nacido una nueva cultura de la comunicación que, como todo permite prever, será la cultura dominante en el siglo XXI. De hecho, la llegada de la informática y de la telemática ha cambiado las categorías antropológicas preexistentes de modo semejante a como sucedió en su día con la llegada de la prensa primero y de los mass media después. Evidentemente, el nacimiento de la nueva cultura universal de comunicación, mientras por una parte impone a la Iglesia la tarea de una nueva inculturación de la fe, por otra interpela directamente a los evangelizadores (cf DGC 161-162; 206, 211-214).

Por consiguiente, se trata también de que nosotros, como hizo san Pablo, salgamos del templo y de las sacristías, donde hasta ayer (en régimen de cristiandad) estábamos acostumbrados a permanecer, a la espera de que el pueblo viniera a que lo educáramos en la fe. Es necesario, por el contrario que, al igual que hicieron los primeros apóstoles y los apóstoles de todos los tiempos recios de la Iglesia, volvamos a afrontar el areópago, las calles y las plazas, para llevar la palabra y la salvación de Dios allí donde concretamente el hombre vive, se mueve y se interroga.

En otras palabras, la evangelización —en el nuevo contexto social y cultural de nuestros días— más que como proselitismo o anexión de territorios a la Iglesia, debe entenderse —como se hizo al principio— como inculturación de la fe en los diversos ámbitos de la vida humana, para transformar desde dentro, con la luz del evangelio, las conciencias, las culturas y las estructuras de la convivencia social.

«Para la Iglesia —escribe Pablo VI en la Evangelii nuntiandi— no se trata solamente de predicar el evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, los puntos inspiradores y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación» (EN 19).

Y Juan Pablo II lo confirma insistiendo nuevamente en el ejemplo de san Pablo: «Pablo, una vez llegado a Atenas, se dirige al areópago, donde anuncia el evangelio usando un lenguaje adecuado y comprensible en aquel ambiente. El areópago representaba entonces el centro de la cultura del docto pueblo ateniense, y hoy puede ser tomado como símbolo de los nuevos ambientes donde debe proclamarse el evangelio. El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola –como suele decirse– en una aldea global» (RMi 37).

Se explica así la opción de la Iglesia de los tiempos nuevos por emprender una nueva evangelización que recalque en el presente los caminos y el método del primer anuncio cristiano. Es, pues, muy importante aclarar en qué sentido debe hablarse de la nueva inculturación de la fe, como de un elemento fundamental para la nueva evangelización del tercer milenio, y de qué modo esta nueva inculturación responde plenamente a la misión actual de la Iglesia (cf DGC 202-203; 209-214).

3. CRISTIANOS EN MINORÍA. Otro signo de los tiempos que permite hablar de reaparición de los tiempos apostólicos es el hecho de que hoy –como en el comienzo de la Iglesia– los cristianos se encuentran en minoría. Todos los sondeos y los análisis sociológicos están de acuerdo al confirmar algo que es ya un dato conocido por todos: el llamativo y generalizado descenso de la práctica religiosa y de las propias convicciones religiosas, incluso en los países y las regiones de antigua tradición cristiana, como es el nuestro3.

La religión se reduce cada día más a cuestión meramente subjetiva y privada; disminuye su incidencia social en el sentido de que la fe vivida y testimoniada públicamente se va convirtiendo poco a poco en un fenómeno de elite, reservado a grupos elegidos de fieles, al tiempo que la adhesión al evangelio y al magisterio de la Iglesia sigue perdiendo progresivamente su dimensión visible, comunitaria e inspiradora de cultura cívica.

Esta nueva situación afecta muy en serio, incluso psicológicamente, a nuestro mundo, después de los tiempos de la cristiandad, cuando la religión cristiana (especialmente en las regiones occidentales más avanzadas) era tenida en consideración por los poderes públicos, gozaba de privilegios importantes reconocidos en los Concordatos e incidía de forma explícita en la legislación y en las decisiones de las autoridades nacionales y locales.

No obstante, en modo alguno debemos resignarnos al pesimismo. Se nos invita, a pesar de todo, a aceptar serenamente y con fe el hecho de ser hoy minoría y de no poder ya contar con el apoyo de los instrumentos firmes del poder, de los privilegios y de los grandes medios económicos. La situación presente, en efecto, acerca a la Iglesia a la pobreza evangélica de los orígenes, a aquella debilidad humana a través de la cual actúa la fuerza de Dios. No es, por tanto, una situación que haya que soportar como si todo estuviera perdido, sino que hemos de valorarla como una ganancia (cf Flp 3,7ss; 2Cor 4,7ss). A la comunidad cristiana se le ofrece hoy una ocasión estupenda para experimentar la fuerza renovadora de la opción evangélica que hay que vivir proféticamente (DGC 21).

Minoría, sin embargo, no es sinónimo de marginalidad. Aun siendo minoritaria, la Iglesia nunca podrá ser marginal en el mundo porque ha sido enviada a anunciar el evangelio a todos los hombres, a todas las naciones. La levadura en la masa –usando una metáfora evangélica– es minoría en el alimento, pero no es marginal si es buena, ya que está destinada a hacer fermentar toda la masa. Del mismo modo, la sal –otra imagen evangélica– es minoría en la comida, pero su presencia no es marginal en ella si queremos que no esté insípida, pues está destinada a dar sabor a todos los alimentos. Por tanto, minoría sí, marginalidad no (cf DGC 203).

4. UN TIEMPO CARISMÁTICO. Hay un tercer signo de los tiempos que legitima hoy la comparación con los primeros tiempos apostólicos: la conciencia creciente, más aún, la experiencia de vivir un nuevo período carismático de la historia de la Iglesia, cuyo inicio se remonta, con toda evidencia, a la celebración del Vaticano II. Los elementos más significativos de este tiempo carismático son, como subraya el Papa, «una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea» (TMA 46).

En efecto, es evidente en nuestros días el descubrimiento general de la palabra de Dios como semilla viva, más aún, como Persona viviente, que llama, convierte y cura (en el alma y en el cuerpo) con la misma fuerza que en los primeros tiempos cristianos. Basta fijarse en el extraordinario florecimiento de movimientos de espiritualidad, de testimonio y de servicio evangélico, especialmente hacia los pobres y marginados, que la palabra de Dios está despertando en todo el mundo. Y ¿qué decir de los efectos extraordinarios de la oración de sanación cuya práctica se difunde cada día más en el pueblo de Dios, actualizando visiblemente, como en los tiempos antiguos, el mandato confiado directamente por Cristo a sus discípulos, cuando «los envió a anunciar el reino de Dios y curar a los enfermos» (Lc 9,2)?

Por eso Juan Pablo II, percibiendo la mano de la Providencia que orienta la historia –tanto en las dificultades como en los signos positivos de nuestro tiempo–, invita a la Iglesia a no tener miedo, sino a colaborar activamente en la purificación, pidiendo incluso perdón, si es necesario, de los errores que los cristianos han cometido. La Iglesia –escribe– «no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy» (TMA 33).

5. El. RETORNO DE LOS MÁRTIRES. Finalmente, no se puede dejar de señalar otro signo de los tiempos (sobre el que Juan Pablo II insiste frecuentemente), que induce a comparar nuestros tiempos con los apostólicos: el retorno de los mártires. «La Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires: "Sanguis martyrum, semen christianorum "... Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes —sacerdotes, religiosos y laicos— han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo... En nuestro siglo han vuelto los mártires» (TMA 37).

Así pues, para terminar, podemos decir que una atenta lectura de los signos de nuestro tiempo confirma que nos encontramos en vísperas de un tiempo importante para la Iglesia, semejante en muchos aspectos al que inauguró la era cristiana. De ahí que podamos serenamente compartir el juicio positivo (a pesar de todo) y el optimismo del Papa, basados los dos no sólo en la fe, sino también en datos históricamente reconocibles: «Si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas este es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios Padre y Señor, en su bondad y misericordia. En la proximidad del tercer milenio de la redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo» (RMi 86).

Vemos, pues, cómo ha cambiado el mundo y cómo ha cambiado la Iglesia. Así se explica la decisión del Concilio de emprender una nueva evangelización que recalque los caminos y el método del primer anuncio cristiano. Por consiguiente, es importante aclarar en qué sentido se debe hablar de la nueva inculturación de la fe como de un elemento fundamental para la evangelización en el tercer milenio.


II. Las nuevas dimensiones de la nueva evangelización

Si la nueva cultura del tercer milenio se anuncia caracterizada por la comunicación social, en un mundo cada vez más unificado, quiere decir que la nueva evangelización debe, necesariamente, tratar de conseguir una nueva inculturación de la fe en las nuevas categorías antropológicas, nacidas de la revolución tecnológica.

Esta nueva inculturación de la fe no es un reto nuevo para la Iglesia, que tuvo ya que afrontarlo muchas veces en su historia bimilenaria, pues se plantea puntualmente en cada época de crisis.

El Concilio lo recuerda explícitamente: la Iglesia, «desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo, y procuró además ilustrarlo con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el evangelio al nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización, pues así es posible expresar en todos los pueblos el mensaje cristiano de modo adecuado a cada uno de ellos, y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas» (GS 44).

Es necesario, por tanto, en primer lugar, aclarar mejor en qué consiste la nueva cultura de la comunicación social. En segundo lugar, veremos que el método de la inculturación de la fe sigue siendo esencialmente el del diálogo. En tercer lugar, concluiremos en la necesidad de abrirse a las dimensiones universales del diálogo intercultural e interreligioso.

1. LA CULTURA DE LA COMUNICACIÓN SOCIAL. Es necesario aclarar en seguida que los mass media no se pueden considerar hoy —como sucedía hasta hace algún tiempo— sólo como poderosos instrumentos técnicos que hay que poner útilmente al servicio de la difusión de la Palabra y del anuncio evangélico. En el espacio de pocos años, la comunicación de masas se ha convertido en una verdadera nueva cultura, más aún, en la cultura dominante. La increíble y rápida difusión de la comunicación multimedia) ha llevado a una nueva comprensión del mundo, de la vida y del hombre. Se trata de una visión que no está ya basada fundamentalmente en la racionalidad de los valores, sino que se la intuye más que se la razona, se la experimenta más que se la discute. La cultura de los medios de comunicación ha llevado al hombre contemporáneo a mirar más que a leer; a grabar más que a escribir. La civilización de la imagen ha suplantado en muchos casos a la civilización de la palabra.

Silvio Sassi explica con acierto de qué modo, especialmente con las nuevas tecnologías de la comunicación, se está instaurando una cultura entendida como un modo de ser y un estilo de vida. «Esta cultura –escribe–se elabora como categorías antropológicas. El espacio, el tiempo, la realidad, la ficción, la simulación, la verdad, lo verosímil, la memoria, el saber, los criterios del bien y del mal, las opciones éticas, las agregaciones, la iniciación a la vida social, la relación pedagógica, la identidad, el intercambio, la duración, la utilidad, etc., son considerados de una manera especial, cuando no valorados a través de la nueva comunicación... asumen otra fisonomía en relación con la época de lo oral, de la escritura y de los medios de comunicación»4.

De ahí que Juan Pablo II afirme acertadamente: «El trabajo de estos medios [de comunicación] no tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta, pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta nueva cultura creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos psicológicos» (RMi 37; cf DGC 20-21).

No son necesarias muchas palabras para demostrar que esta nueva cultura de las medios de comunicación es esencialmente ambigua. Comporta extraordinarias posibilidades positivas: acorta las distancias entre las personas y entre los pueblos, lo que favorece el diálogo intercultural y el mutuo intercambio de informaciones e ideas; puede ser factor de comunión, de solidaridad y de progreso humano y civil. Pero al mismo tiempo difunde una concepción de la existencia generalmente negativa, fácil y consumista; pone en tela de juicio valores irrenunciables; propone como modelo estilos de vida inspirados en pseudovalores, que en realidad son destructivos del éthos y de la conciencia; abre el camino a posibles formas de totalitarismo y colonialismo cultural, no menos deshumanizantes que los de la política y la economía.

Es, pues, decisivo que los apóstoles de los nuevos tiempos sean conscientes de esta ambigüedad, que conozcan el lenguaje y las categorías de la comunicación social, los peligros y las ventajas de su difusión, y que asuman en relación con la nueva cultura de la imagen una actitud crítica, aunque abierta y constructiva (cf DGC 161-162).

En este punto no se puede dejar de recordar el importante papel de los laicos en la evangelización, hombres y mujeres. No es exagerado afirmar que la nueva inculturación de la fe es hoy imposible sin la aportación responsable de un laicado formado y maduro. Se ha superado definitiva, histórica y teológicamente la concepción clerical que consideraba la evangelización como misión propia de los obispos, del clero y de los religiosos, y que tenía a los laicos como auxiliares.

2. EL MÉTODO DEL DIÁLOGO. El diálogo sigue siendo el instrumento fundamental de la nueva evangelización. Ahora bien, el diálogo consta siempre de dos momentos íntimamente relacionados: compartir para crecer juntos. Son los dos momentos que necesariamente se encuentran en todo proceso de inculturación de la fe. Los expresa con eficacia Santiago Alberione cuando invita a sus seguidores a «evangelizar todo y a todos»; que viene a ser eco de una expresión paulina: «Hacerse todo a todos para llevar a todos a Cristo» (cf 1Cor 9,19-23). Esto significa en la práctica que el evangelizador y el catequista deberá encarnarse, sumergirse en la nueva cultura de la comunicación social, conocerla a fondo, ser consciente de las perspectivas que abre a la evangelización, pero también de los riesgos que comporta con su intrínseca ambivalencia y ambigüedad. «Para ser profesionales en el ejercicio del apostolado (de la comunicación social) —decía también Santiago Alberione—, asumimos también las exigencias y las estructuras empresariales como un recurso necesario, aunque sin absolutizarlas, pues la Congregación nunca se rebajará a niveles de una industria o de un comercio, sino que se mantendrá siempre a la altura humano-divina del apostolado, realizado con los medios más rápidos y eficaces, con espíritu pastoral»5.

Hoy, ante los desafíos de la nueva cultura de comunicación social, la Iglesia necesita emprender con confianza el camino de una nueva inculturación de la fe para reevangelizar la sociedad del tercer milenio, que tiende a rechazar a Cristo tras haberlo conocido. Por consiguiente, se trata, en primer lugar, de compartir los problemas, las situaciones y el lenguaje de los hombres de esta nueva cultura, a los que hay que anunciar el evangelio para transformar después, desde dentro, esta misma cultura y abrirla a Cristo, aceptando lo que de bueno y verdadero hay en ella6.

El primer momento del proceso de inculturación de la fe está, por tanto, en el esfuerzo de hacer comprensible y vivo el evangelio a los hombres de la cultura contemporánea, traduciéndolo eficazmente —como hicieron los primeros cristianos— en las formas, el lenguaje y los símbolos de la cultura dominante. Sin esta renovada mediación cultural, la palabra de Dios seguiría muda, humanamente lejana e incomprensible.

Es obvio que, ante las dimensiones globales de la comunicación social, la Iglesia tendrá que revisar sus proyectos apostólicos, presentados todavía en su mayor parte con métodos tradicionales. Pero esto supone adquirir una mentalidad nueva y adoptar métodos nuevos: «Si la realización de una obra multimedial requiere competencias y mentalidades diferentes a la simple creación de una colección de libros, la diferencia es aún mayor si recordamos que las nuevas tecnologías son una cultura, no sólo medios más sofisticados»7.

El segundo momento (íntimamente complementario con el primero y tan esencial como aquel) está, en cambio, en el esfuerzo de renovar desde dentro la cultura de hoy, a la que queremos llevar a Cristo, asumiendo los elementos positivos que se encuentran en ella para abrirla a una visión plena y trascendente del hombre, de la vida y de la historia: la evangelización —nos recuerda el Concilio— «fomenta y asume las capacidades, las riquezas y las costumbres de los pueblos, en la medida que son buenas, y al asumirlas, las purifica, las desarrolla y las enaltece» (LG 13). Así que «no se trata de una mera adaptación externa —aclara Juan Pablo II—, ya que la inculturación significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas. Es, pues, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexión y la praxis de la Iglesia» (RMi 52).

Con otras palabras, la inculturación no es un acomodamiento a mentalidades y a costumbres nuevas, como si —para hacer aceptable el Evangelio—hubiera que reducirlo sólo a algunos de sus aspectos o desvirtuarlo. Tampoco es la inculturación un sinónimo de eclecticismo o de sincretismo, como si se tratara de poner juntos elementos heterogéneos, tomados algunos de la fe cristiana y otros de las diferentes creencias religiosas o concepciones culturales. Ni es la búsqueda de una verdad mínima común (una especie de mínimo común divisor) para quedarse en ella, renunciando al anuncio integral de toda la verdad. La inculturación es un proceso abierto que, partiendo de los elementos positivos (y contrastando los negativos) de una determinada cultura, la hace evolucionar hacia una acogida más plena de la verdad como resplandece en Cristo.

En conclusión, se trata de prolongar a través de la historia el camino mismo de la encarnación, es decir, de un Dios que se ha hecho como nosotros para hacernos como él desde dentro de nuestra pobreza. La inculturación de la fe se convierte así en sinónimo de espiritualidad de la encarnación, de espiritualidad de la calle, de espiritualidad del areópago.

Así se comprende también por qué la inculturación de la fe, además de ayudar al mundo, no puede dejar de ayudar a la Iglesia. Y es que «por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión... Se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana...; expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación» (RMi 52),

3. EL DIÁLOGO INTERCULTURAL E INTERRELIGIOSO. Si el instrumento más importante de la inculturación de la fe es el diálogo, debe favorecérsele tanto en las diversas culturas (diálogo intercultural) como en las grandes religiones (diálogo interreligioso).

Sin embargo, ante la aparición de la nueva cultura universal de la comunicación social, el diálogo intercultural e interreligioso no se le puede pedir solamente a un cuerpo especializado de misioneros, como sucedía cuando la evangelización avanzaba, sobre todo, por medio de la conquista de nuevos espacios geográficos para la Iglesia. En los areópagos modernos «todos los creyentes en Cristo deben sentir como parte integrante de su fe la solicitud apostólica de transmitir a otros su alegría y su luz» (RMi 40). Por eso –exhorta con energía Juan Pablo II– «preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización... Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo» (RMi 3).

a) El camino real sobre el que insiste hoy la Iglesia es el diálogo intercultural. Y es que —como el Papa volvió a poner de relieve en el Discurso del 50 aniversario de fundación de la ONU (5 de octubre de 1995)– «toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y especialmente del hombre, un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de toda cultura está constituido por su aproximación al mayor de los misterios, el misterio de Dios». La cultura, por tanto, en el sentido más amplio del término, es el lugar donde se encuentran la fe y la historia. Es el paso obligado de toda evangelización.

Esta es la razón por la que ya la Gaudium et spes estimulaba a los cristianos a que hoy, en diálogo con las demás culturas, se pusieran en actitud no sólo de quien da, sino también de quien escucha y recibe. Explica el Concilio: «Muchos elementos religiosos y humanos» se encuentran también entre los no creyentes, «que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no reconocen todavía al Autor de todos ellos» (GS 92).

También en nuestros días, acabado el tiempo de los rígidos debates ideológicos, la cultura cristiana y las demás culturas deben confrontarse y encontrarse serenamente en busca de valores compartidos y de elementos comunes de verdad, para proseguir juntos hacia la verdad total. Se trata de un camino que no puede menos de ser fecundo, y puede preparar y disponer al hombre contemporáneo al encuentro con Cristo. «El evangelio –escribía Santiago Alberione– no sólo es sobrenatural, sino que es supranacional... ¡Más lejos! ¡Cada vez más lejos! Establecidos en el fundamento de los apóstoles y en la misma piedra angular, Jesucristo, el salto será seguro. Medir la altura y la profundidad, la longitud y la anchura de la misión»8.

b) Del diálogo intercultural el discurso se abre necesariamente al diálogo interreligioso. Ya el Concilio había llegado a la conclusión de la necesidad del encuentro con los seguidores de otras religiones, y expresaba su deseo de que los católicos «reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales, que en ellos existen (NA 2). Hoy, después de haber tratado este tema en numerosas ocasiones, Juan Pablo II transforma aquel deseo del Concilio en una apremiante «llamada a las iglesias cristianas y a todas las grandes religiones del mundo, invitándolas a ofrecer el testimonio unánime de las comunes convicciones acerca de la dignidad del hombre, creado por Dios. En efecto, estoy persuadido de que las religiones tendrán hoy y mañana una función eminente para la conservación de la paz y para la construcción de una sociedad digna del hombre» (CA 60)9.

Estos son, por consiguiente, los horizontes de la nueva evangelización.


III. Como contemplativos en la comunicación social

Evidentemente, la comunicación social abre hoy a la evangelización posibilidades que antes ni se podían imaginar: es posible anunciar el evangelio por encima de todas las fronteras, entrar en todas las casas, dirigirse simultáneamente a masas incontables de hombre y mujeres. Sin embargo, ¿cómo neutralizar las lecciones cotidianas de violencia, de egoísmo, de desprecio de la vida y de los derechos humanos que se nos imparten –¡y a domicilio!– a todas las horas del día, sin miramiento alguno a la edad, a las condiciones culturales, sociales y psicológicas de los receptores?

No basta deplorarlo, no basta quedarse a la defensiva. La Iglesia, de hecho, además del deber de ser conciencia crítica, tiene también el de proclamar a todos, positivamente, los principios de la antropología iluminada por el evangelio. Esa es la razón de que hoy, ante el reto de la cultura de los medios de comunicación, no sea posible realizar una obra de inculturación de la fe, ni adecuar el mensaje evangélico a las necesidades y a los problemas del mundo contemporáneo, si no se da un alma cristiana a la propia comunicación social, considerándola a todos los efectos una dimensión fundamental de la nueva evangelización. Pues bien, ¿qué hemos de hacer para dar un sentido humano adecuado a la nueva cultura de los medios de comunicación?

En primer lugar, hay que comenzar con la propia renovación interior. La comunión con Dios y entre los miembros de la comunidad eclesial debe ser el fundamento de cualquier otra forma de comunicación hacia fuera, en las relaciones interpersonales y sociales. ¿Cómo podría la Iglesia ser creíble y eficaz cuando habla de evangelizar la comunicación si interiormente le faltara una comunicación auténtica libre?

Si no se desea un fracaso estrepitoso, la necesaria encarnación de la misión cristiana en la realidad técnico-empresarial de la comunicación social no deberá nunca verificarse en detrimento de un auténtico testimonio de santidad cristiana y de la transmisión de la palabra de Dios, en plena fidelidad a la Iglesia, pues siempre será cierto que «la fe proviene de la predicación» (Rom 10,17). Por consiguiente, el problema consiste en armonizar la fidelidad al evangelio y a la Iglesia con la fidelidad al hombre y a las exigencias de la misma comunicación de masas.

La Iglesia entera está, pues, llamada a llevar a cabo una auténtica conversión pastoral en este sentido. Santiago Alberione se daba perfecta cuenta de la dificultad de la empresa, y advierte que en modo alguno será tarea fácil: «No es cosa de diletantes –exclama–, sino de verdaderos apóstoles»10.

Así pues, vamos a ver en primer lugar el fundamento teológico en el que se apoya la espiritualidad del comunicados, de la unidad de vida entre contemplación y comunicación social; en segundo lugar, puntualizaremos qué es lo que concretamente comporta esta unidad de vida, y, finalmente, veremos el modo de realizarla en la vida concreta.

1. FUNDAMENTO TEOLÓGICO DE LA RELACIÓN CONTEMPLACIÓN-COMUNICACIÓN. La razón teológica que permite hablar de una verdadera espiritualidad de la comunicación social está en el hecho de que la categoría de la comunicación es central en la propia revelación cristiana.

Cristo no es solamente el comunicador entre Dios y los hombres (cf ITim 2,5), sino que él mismo es la comunicación. Es decir, Cristo actúa la comunicación entre Dios y los hombres no simplemente trayéndoles las palabras oídas a Dios (como hacen los demás profetas), sino del modo único e irrepetible de Alguien que es la misma palabra de Dios. «Durante su existencia terrena —dice la instrucción Communio et progressio—, Cristo se reveló como perfecto comunicador. Con su encarnación, se hizo igual a quienes habían de recibir su mensaje, expresado con las palabras y la conducta entera de su vida. Hablaba plenamente establecido en las condiciones reales de su pueblo, proclamando indistintamente el anuncio divino de salvación con fuerza y perseverancia y adaptándose a su modo de hablar y a su mentalidad» (CP 11).

Por eso la Iglesia –concluye Pablo VI—, que prolonga en la historia la persona y la misión del comunicador del Padre, «debe establecer un diálogo con el mundo donde se encuentra. La Iglesia se hace palabra, la Iglesia se hace mensaje, la Iglesia se hace coloquio» (ES 192). Es decir, la Iglesia —decimos hoy— se hace comunicación social, encarnando el evangelio en las situaciones concretas más diversas de tiempo y lugar, transformando así la Palabra en fermento y alma de toda cultura. Esa es la razón –afirma Pablo VI una vez más– por la que la Iglesia «se sentiría culpable ante Dios si no empleara esos poderosos medios que la inteligencia humana perfecciona cada vez más. Con ellos la Iglesia pregona sobre los terrados el mensaje del que es depositaria. En ellos encuentra una versión moderna y eficaz del púlpito» (EN 45). Y es así –explica a su vez Juan Pablo II– porque los medios de comunicación se han convertido en «el billete de ingreso de todo hombre y toda mujer al mercado moderno, donde se expresan públicamente las propias opiniones, se realiza un intercambio de ideas, circulan las noticias y se transmiten y reciben informaciones de todo tipo»11.

La comunicación, en suma, no es solamente un elemento esencial de la vida humana, sino que es, al mismo tiempo, una exigencia natural e interior de la Iglesia, lo que quiere decir que forma parte de su naturaleza y de su misión. La necesidad humana de comunicar, por tanto, se encuentra con la necesidad de que la palabra de Dios debe ser comunicada (cf DGC 160).

En esta misma razón teológica se fundamenta cuanto hemos dicho sobre la tarea esencial e insustituible de los laicos en la nueva inculturación de la fe a través de la comunicación social. Y es que la índole secular de su específica función exige que los laicos (hombres y mujeres) se hagan presentes y sean activos en los mass media, porque la cultura de estos medios —elemento fundamental de la evangelización—, es una realidad esencialmente laica y se convierte en algo parecido a un sistema nervioso de la convivencia civil que los fieles laicos deben construir con todos los hombres de buena voluntad. En efecto, sin comunicación no hay democracia ni hay libertad. No es una casualidad que, cuando se quiere someter a los ciudadanos al poder, se comienza siempre con quitarles toda posibilidad de comunicarse libremente. Los dictadores de todos los tiempos saben bien que, para hacerse con el poder y para mantenerlo apretado en un puño, el instrumento fundamental es la información domesticada (cf DGC 161-162).

2. LAS TRES FIDELIDADES. Partimos del convencimiento de que la eficacia de la evangelización a través de la comunicación se juega enteramente en la capacidad para armonizar una triple fidelidad: a Dios (es decir, al evangelio y a la Iglesia), al hombre y a las exigencias de la comunicación social.

a) La primera es la fidelidad a Dios. «No es la sabiduría del mundo, ni la prudencia de los tipógrafos, de los editores y de los libreros la que debéis tener, sino la sabiduría de Jesús, la prudencia de Jesús, que murió en la cruz porque predicaba la doctrina verdadera, su doctrina»12.

La espiritualidad centrada en Jesús, divino Maestro, camino, verdad y vida, que ha de considerarse como el corazón de toda espiritualidad, se verifica esencialmente en la fidelidad incondicional al evangelio y a la Iglesia. Con esta garantía, no hay que tener miedo de buscar después todas las vías posibles para proponer la palabra de Dios a todos, no sólo a los creyentes. Por eso, aun cuando conviene valorar caso por caso cómo y cuándo difundir una comunicación social de explícita inspiración cristiana, resulta menos necesario y urgente estar presentes también en el sector público de la comunicación social. Una y otra presencias son indispensables del mismo modo para la evangelización del moderno areópago de la comunicación social y deben considerarse no alternativas, sino complementarias entre sí.

b) La segunda es la fidelidad al hombre. Juan Pablo II insiste en decir que comunicar equivale a fraternizar y que comunicación significa solidaridad humana. Esto equivale a decir que la comunicación, por sí misma, es fraternidad, es justicia, es paz. Por consiguiente —dice el Papa— es urgente que los operadores de la comunicación se den un código de honor fundado en valores elementales y universalmente reconocidos, como «el respeto del otro, el sentido del diálogo, la justicia, la licitud ética de la vida personal y comunitaria, la libertad, la igualdad, la paz en la unidad, la promoción de la dignidad de la persona humana, la capacidad de participación e intercambio»13. La verdadera fidelidad al hombre se mide justamente por el empeño que se pone en defender estos valores, que expresan y garantizan su libertad y su dignidad trascendente. De este modo, el mundo de la comunicación pone al catequista y al evangelizador en la vanguardia del compromiso por la justicia, la libertad y la fraternidad. La razón es que la comunicación de masas tiene finalidades, instrumentos y métodos propios de naturaleza técnica que no se pueden manumitir sin comprometer su eficacia.

c) Así pues, hablar de evangelizar la cultura de comunicación de masas no significa sólo el deber de convertirse en conciencia crítica contra todo atentado a la libertad, a la verdad y a la autonomía de la comunicación; significa también el empeño de animarla cristianamente, aunque respetando plenamente su laicidad y sus reglas. Es la tercera fidelidad. Por consiguiente, también los apóstoles comunicadores deben gozar de una legítima libertad y autonomía, para que no suceda, por ejemplo, que para estar informados sobre cuanto acontece en la vida de la Iglesia haya que echar mano de órganos de información laicistas o facciosos, porque la prensa católica o simplemente ignora o censura las noticias. Un uso así, clericalizado, de los mass media, que no tuviera en cuenta las leyes laicas de la comunicación social, sería un antitestimonio y, en cualquier caso, no ayudaría a tomar en serio los planteamientos que la Iglesia hace hoy lealmente sobre la valoración de la cultura de los medios de comunicación de cara a la nueva evangelización y la nueva inculturación de la fe.

No obstante, para conseguir armonizar la fidelidad al evangelio y a la Iglesia con la fidelidad al hombre y con la fidelidad a las exigencias de la comunicación social, hay que conseguir desde la raíz la unidad de vida. Queda, pues, por afrontar el problema de los problemas: el de conseguir la necesaria unidad de vida entre acción y contemplación, viviendo inmersos en la comunicación social. ¿Es posible? ¿Cómo?

3. LA UNIDAD DE VIDA. Ya el Vaticano II se planteó el problema y trató de resolverlo, aunque hablando de los sacerdotes: «Los presbíteros –dice el decreto Presbyterorum ordinis–, envueltos y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, no sin ansiedad buscan cómo pueden reducir a unidad su vida interior con el tráfago de la acción externa» (PO 14).

Tras haberse planteado el problema, el Concilio señala primeramente las soluciones inadecuadas o insuficientes. «No basta la sola práctica de los ejercicios de piedad, por muy útiles que sean» (PO 14). Lo que quiere decir que la solución del problema no está en organizar la propia jornada, por ejemplo, en fases cerradas, separando las horas de la oración de las del trabajo. Esto podría llevar más bien a una espiritualidad desencarnada o a ver en la actividad apostólica no una ocasión de encuentro conDios, sino hasta un obstáculo a la unión con él. «Separar el trabajo apostólico de la oración –lamentaba Santiago Alberione– es como tener un miembro paralizado, un miembro importante que no recibe el flujo de sangre... ¿Es vital nuestra oración? ¿Influye en nuestra vida o es como un objeto que se mete en un cajón y no se le utiliza para nada?»14.

Pero al mismo tiempo hay que evitar el error opuesto de los que tienden a reducir la oración a la acción solamente. Ni basta –añade el texto– «la mera ordenación exterior de las obras del ministerio» (PO 14). Es decir, la oración no puede reducirse a la mera acción, ni siquiera a la pastoral, por más sobrenatural que sea. «Dejar la oración para realizar más obras –confirma también Santiago Alberione– es un retroceso ruinoso. El trabajo realizado en detrimento de la oración no nos ayuda a nosotros ni a los demás, pues quita a Dios lo que se le debe»15. Evidentemente, el amor y el trabajo por el prójimo y por los pobres es una prueba de la autenticidad de nuestra fe y de nuestra oración, pues si no amas y no sirves al hermano a quien ves, ¿cómo puedes decir que amas y sirves a Dios a quien no ves? (cf 1 Jn 4,20-21). Pero sólo Dios es el Absoluto. El hombre merece nuestro amor, porque Dios mismo le ama y le ha hecho hijo suyo. Hay que honrar y servir al pobre porque Dios mismo le ama de manera singular y en la persona de Cristo se ha puesto a su servicio su rostro y su sitio. La historia de la Iglesia confirma que todas las grandes obras apostólicas de caridad y de servicio evangélico a los pobres brotaron siempre de una auténtica vida de oración y de ella se nutren constantemente.

Llegados a este punto –tras haber liberado el campo de soluciones parciales e insuficientes–, el Concilio señala el camino real para realizar la ansiada armonía entre contemplación y acción. La respuesta válida al problema –dice– sigue siendo la que señala el evangelio: la unidad de vida entre contemplación y acción, entre amor a Dios y servicio al prójimo, se conseguirá siguiendo «el ejemplo de Cristo, cuya comida era hacer la voluntad del que lo envió para que llevara a cabo su obra» (PO 14).

Por consiguiente, llegar a ser contemplativos en la acción, actuar como contemplativos en la comunicación social, no es una meta que se alcanza con los esfuerzos humanos solamente. Es un don de Dios. Pero nosotros podemos disponemos a recibirlo. ¿Cómo? «Siguiendo el ejemplo de Cristo, el Señor», es decir, con la fidelidad a la oración y con un «sí» constante, libre y total a la voluntad de Dios y a sus designios de amor.

NOTAS: 1. Para una profundización del tema, nos permitimos remitir a nuestro libro Per una civiltá dell'amore. La proposta sociale della Chiesa, Queriniana, Brescia 1996, 95-113. – 2 Sobre este tema reflexiona ampliamente Juan Pablo II en su encíclica sobre la fe y la razón, Fides et ratio. – 3. Ver al respecto el atento análisis sobre la religiosidad de los europeos, realizado en los años 1990-1992 por la Fundación European Value Systems Study Group, en colaboración con universidades e institutos especializados de toda Europa: R. GUBERT (dir.), Persistenze e mutamenti dei valori degli italiani nel contesto europeo, Reverdito Ed., Trento 1992; ver también AA.VV., La religione degli europei. Fede e societá nell'Europa di fine millennio 1-II, Fundación Agnelli, Turín 1992-1993. – 4. S. SASSI, La actuación de la misión, en Vuestra parroquia es el mundo, Reflexiones para el VII Capítulo general de la Sociedad de San Pablo, febrero 1998 (pro manuscripto), Roma 1998, 37. — 5. S. ALBERIONE, Carissimi in san Paolo. Cartas, artículos, opúsculos, escritos inéditos de 1933 a 1969, SSP, Roma 1971, 808ss. El venerable Santiago Alberione (1884-1971), sacerdote piamontés, es el fundador de la Familia Paulina, constituida por cinco congregaciones religiosas (dos de ellas, la Sociedad de San Pablo y las Hijas de San Pablo, tienen como misión específica la evangelización en y mediante la cultura de la comunicación), cuatro institutos seculares y una asociación laica. Se le ha denominado «el apóstol de la comunicación social». — 6. El intento más significativo de este esfuerzo de compartir y transformar desde dentro sigue siendo —una vez más— el discurso de san Pablo en el areópago, que nos ofrece el capítulo 17 de los Hechos de los apóstoles. San Pablo nos ofrece un ejemplo clásico de inculturación. En primer lugar, trata de entender el comportamiento y el modo de pensar de los atenienses y los juzga con benevolencia: los califica como «los más religiosos de los hombres en todo», como demuestra el hecho —dice— de que han erigido por todas partes altares y obeliscos votivos a numerosas divinidades. Pablo trata de convencerles así de que él llegaba no a destruir, sino a sublimar su religiosidad, abriéndola al encuentro con el Dios verdadero y dando un nombre a aquel Dios desconocido que ellos adoraban. Para hacerse comprensible, renuncia incluso a citar a los autores sagrados (tan queridos para él) y cita el testimonio del poeta griego Epaminondas de Cnosos y de Arato, filósofo y poeta historiador. Los exegetas notan que esta atención de Pablo con la cultura pagana es un caso único que no se volverá a repetir en sus cartas (cf S. LYONNET, La vie selon 1'Esprit, Du Cerf, París 1965, 263-268). —7. S. SASSI, o.c., 49. — 8. S. ALBERIONE, Carissimi in san Paolo, o.c., 1073. — 9. Es obvio que el diálogo interreligioso no dispensa en modo alguno del anuncio explícito e integral del evangelio, y que no lo puede sustituir, como pone de relieve el mismo Pontífice: «La Iglesia no ve un contraste entre el anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso; sin embargo siente la necesidad de compaginarlos en el ámbito de su misión» (RMi 55). – 10. S. ALBERtONE, Carissimi in san Paolo, o.c., 807. — 11. JUAN PABLO II, Mensaje para la XXVI Jornada de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 1992. — 12. S. ALBERtONE, Vademecum, San Paolo, Roma 1992, 1020. — 13. JUAN PABLO II, Mensaje para la XXII Jornada de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 1988. – 14. S. ALBERIONE, Predicación sobre la vida común (Recopilación), 39. — 15. S. ALBERIONE, Ut perfectus sit homo Dei (Mes de ejercicios

BIBL.: AA.VV., La comunicación y los «mass media», Mensajero, Bilbao 1975; AA.VV., Comunicación y lenguaje, Karpós, Madrid 1977; BARAGLI E., Prensa, radio, cine y televisión en familia, Atenas, Madrid 1965; BARAGLI E.-CORDOBÉS J. M.-ESPOSITO R. F., Mass media, en DE FloREs S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 1189-1206; BENITO A. (dir.), Diccionario de ciencias y técnicas de la comunicación, San Pablo, Madrid 1991, especialmente JAVIERRE J. M., Comunicación de las ideas religiosas, 243-257, LOZANO J., Cultura de masas, 303-315 y MARTÍNEZ DÍEZ F., Teología de la comunicación, 1326-1342; CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones sobre la formación de los futuros sacerdotes para el uso de los instrumentos de la comunicación social, Roma 1986; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999); EGUREN J. A., Las técnicas modernas de difusión ante la conciencia cristiana, Sal Terrae, Santander 1966; ESPOSITO F. R., La teología de la publicística según el pensamiento de S. Alberione, San Pablo, Madrid 1980; GUBERN R., Comunicación y cultura de masas, Península, Barcelona 1977; JOos A., Messaggio cristiano e comunicazione oggi (6 vols.), II Segno, Negrar, a partir de 1988; PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Instrucción pastoral «Communio et progressio», San Pablo, Madrid 1971; Instrucción pastoral «Aetatis novae» (Una nueva era), San Pablo, Madrid 1992; WHITE R., Los medios de comunicación social y la cultura en el catolicismo contemporáneo, en LATOURELLE R., Vaticano II, balance y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1989, 1173.

Bartolomeo Sorge