HISTORIA DE LA IGLESIA
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SUMARIO: I. Punto de partida: 1. Problemática actual; 2. Cómo situarnos ante esta problemática; 3. Claves fundamentales. II. Líneas maestras de un desarrollo histórico: 1. Un pueblo de llamados; 2. La Iglesia institución; 3. Iglesia de masas o de elites; 4. El poder de y en la Iglesia; 5. Una anarquía institucionalizada; 6. Anticlericalismo. III. Claves catequéticas: 1. Aproximación catequética a la historia de la Iglesia; 2. Las tareas de la catequesis y la historia de la Iglesia; 3. Catequesis según las edades y situaciones de los catequizandos.

1. Punto de partida

1. PROBLEMÁTICA ACTUAL. San Agustín señala que la catequesis tiene como objeto hacer una exposición completa de la historia de la salvación: «La catequesis comienza por la frase: Al principio creó Dios el cielo y la tierra, y termina en el período actual de la historia de la Iglesia»1. Pone de manifiesto que la acción salvífica de Dios a favor de su pueblo no concluye en los orígenes de la Iglesia, testimoniada por los Hechos de los apóstoles y las cartas apostólicas, sino que continúa hasta nuestros días.

Así pues, tradicionalmente, la historia de la Iglesia ha sido considerada una de las fuentes de la catequesis y uno de sus objetos. La catequesis, si quiere ser completa, debe ocuparse de presentar al catecúmeno la historia del pueblo de Dios al que es incorporado. Por diversas razones, esta tarea ofrece hoy algunas dificultades:

a) La cultura posmoderna pone en tela de juicio el mismo concepto de historia. A la tradicional ruptura generacional de todas las épocas, viene a sumarse hoy la idea de que el tiempo presente no está vinculado al pasado; más aún, hay que romper con el pasado para vivir un presente que quiere ser alumbrado sin condicionamientos. La preocupación por el hombre concreto es tal, que, con facilidad, se olvida que no es sólo fruto de su entorno, sino un eslabón de una larga cadena. Se ignora que la misma comunidad en la que él se inserta es heredera de una prolongada serie de comunidades que han intentado vivir con coherencia lo que recibieron y, a su vez, han transmitido.

b) A la gente de nuestro tiempo, reacia a todo lo institucional y jerárquico, le cuesta trabajo aceptar que Dios actúe en una estructura semejante a cualquier institución del mundo. Esta dificultad se agrava cuando la misma historia de la Iglesia se ha presentado, tradicionalmente, como una historia de la institución y de la jerarquía.

c) La catequesis también se encuentra con la dificultad de presentar la historia de un pueblo en el que la gracia convive con el pecado: la reseña de cualquier desviación o deficiencia supone un escándalo para el nuevo creyente. Por esta razón, la catequesis actual presenta a la Iglesia exclusivamente en su esencia y olvida su realización histórica, que es donde se verifica su vocación de pueblo elegido por Dios.

d) Una cuarta dificultad brota de la  naturaleza misma de la Iglesia. La Iglesia es una realidad divina y humana. Si resulta fácil reseñar los acontecimientos humanos que atraviesan su historia, no es tan fácil historiar la acción gratuita de Dios en ella. En la historia de la Iglesia lo más importante es lo no historiable: la fe de los cristianos, su entrega amorosa a Dios y a Cristo y la esperanza que les alienta en su peregrinar.

2. CÓMO SITUARNOS ANTE ESTA PROBLEMÁTICA. El cristianismo es una religión histórica. Por fundación y esencia, la Iglesia está enraizada en la historia humana. Es comunidad peregrina por la historia hacia el reino de Dios. En ese peregrinaje ella manifiesta, a la vez, la debilidad y el pecado del hombre y la gracia y la misericordia de Dios. Su historia es precisamente testimonio de este diálogo salvífico de Dios con la humanidad.

El historiador de la Iglesia debe conocer y utilizar la historia como si se tratara de cualquier sociedad. Esto es lógico y acertado, pero resulta insuficiente y en cierto sentido deformador, si se limita a describir las instituciones y su evolución, las personalidades de la jerarquía y sus relaciones con los poderes del mundo, etc. La exposición de la historia de la Iglesia debe hacerse desde una comprensión que, sin deformar los aspectos objetivos de dicha historia, los encuadre en una realidad mucho más compleja y difícilmente comprensible: la historia de la salvación, que es la historia del pueblo de Dios. «La identidad de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en su templo. Su ley es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó (cf Jn 13,34). Su destino es el reino de Dios, que él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida (cf Col 3,4)» (LG 9). Esta definición conciliar del pueblo de Dios nos indica que el conjunto de la Iglesia, impulsado por el Espíritu, es sujeto protagonista de su historia.

Una religión como la nuestra, basada fundamentalmente en la tradición, debe mimar, explorar y aclarar su historia con rigor, con entusiasmo y constancia. Los cristianos debieran acercarse a la historia de la Iglesia para fundamentar sus convicciones, para espolear sus resoluciones, para hacerse preguntas inquietantes, para aprender a corregir errores y pecados y, sobre todo, para descubrir la experiencia de salvación y la presencia del Espíritu en los cristianos de todos los siglos.

3. CLAVES FUNDAMENTALES. La historia de la Iglesia tiene un tratamiento insignificante en todos los itinerarios catequéticos: ni se la reconoce como fuente de la propia catequesis ni como camino para introducir y vincular a los catecúmenos a la Iglesia; y cuando se la considera, se advierte una inadecuada presentación de la misma (cf Directorio general para la catequesis, DGC 30)2. Este déficit afecta a la raíz de la transmisión de la fe, ya que manifiesta una devaluación del sentido profundo del misterio de la encarnación, de la pascua y de la historia de la salvación. Podríamos decir que cuando la catequesis ignora la historia de la Iglesia, ignora el misterio de Cristo desplegado a lo largo de los siglos.

Si los tiempos llegaron a la plenitud por la encarnación del Hijo de Dios, la Iglesia, por la pascua de Cristo y el don de pentecostés, constituye el fruto de esa encarnación y una prolongación de sus dones a través de los siglos. De esta manera su historia, bajo la mirada de fe, se convierte en historia salvífica que la Trinidad realiza con el hombre y camino hacia la plenitud del Reino ya anticipado en Jesucristo.

a) La encarnación del Hijo de Dios. El cristianismo, por la encarnación, es una religión histórica. No se puede olvidar este punto sin deteriorar no sólo la presentación de la fe, sino también la concepción de la misma. Dios ha estado presente en su creación y en la vida de sus criaturas, y aunque con el pueblo de Israel desencadena la historia de amor que quiere realizar con el hombre, es en la encarnación de su Hijo donde la historia de salvación encuentra su momento definitivo. Desde este momento, como obra de la pascua y por la promesa de la presencia del propio Jesús, los avatares del pueblo de Dios son el despliegue de la encarnación de Cristo cabeza en su cuerpo eclesial a lo largo de los siglos.

En la historia de la Iglesia, como en la de Jesús de Nazaret, topamos con la coexistencia de lo divino y lo humano3. De ahí que la misma tensión que vivieron los contemporáneos de Jesús la viven todas aquellas personas que se acercan a la comunidad de sus discípulos; la tensión permanente entre dos reacciones contrarias: la de confundir el cristianismo con las formas contingentes de vida y culturas propias de las diversas edades y épocas (objetivismo positivista), y la de sustraer a la Iglesia de la relación con la sociedad en que ha vivido y vive, eliminando el influjo que de ella recibe e ignorando la capacidad de la Iglesia para inculturarse, por lo que queda esta reducida a pura abstracción (espiritualismo desencarnado). Sin embargo, la presentación correcta del Dios revelado y su presencia en todos los tiempos supone desentrañar en los acontecimientos, personajes y movimientos de la Iglesia, la acción salvadora de su Espíritu. La catequesis ayudará a dar el paso del signo al misterio: al igual que tras la humanidad de Jesús pone de manifiesto su condición de Hijo de Dios, tras la historia de la Iglesia, manifestará su misterio como «sacramento de salvación» (cf DGC 108).

b) La historia de la Iglesia, manifestación de la historia de salvación. La historia de la Iglesia constituye la tercera etapa de la historia de la salvación que la catequesis debe narrar (cf DGC 130). La comunidad cristiana era consciente de que el reino de los cielos estaba en germen en ella, pero que sólo al final de los tiempos lo alcanzaría en su plenitud. Durante esta espera se desarrolla la historia de la Iglesia y la historia de la humanidad.

La huella de este peregrinaje histórico hasta la plenitud del Reino es la mezcla del trigo y la, cizaña, de lo divino y lo humano, lo santo y lo pecador, el signo revelador y la pantalla que oculta; sin embargo, la historia humana de la Iglesia manifiesta, a los ojos de la fe, la historia de Dios con los hombres. Por tanto, la catequesis debe tratar de recomponer y transmitir a los catecúmenos la memoria histórica, los mirabilia Dei presentes en la vida de los fieles cristianos, en el devenir de sus instituciones y en la pretensión constante de transmitir con fidelidad, a través de los siglos, las palabras, los gestos, la doctrina y los sacramentos de Cristo. Esta lectura creyente requiere el ejercicio de los catequizandos en la mirada comprometida de la fe; ya que sólo desde su luz se puede reconocer la acción oculta, pero real, de Cristo resucitado en la mediación de su Iglesia. Sólo guiados por esta mirada hacia el pasado, y escrutando la acción salvadora de Cristo, se verán iluminados en el presente y proyectados hacia el futuro.

c) Remitir los hechos históricos al misterio de Cristo. La introducción de los catequizandos en el misterio de Cristo es tarea central en la acción catequética. El tratamiento que la historia de la Iglesia ha de tener en la catequesis debe estar articulado, sobre todo, desde la referencia permanente a dicho misterio y a su obra de salvación que continúa la Iglesia (cf CCE 772). Ciertamente, la catequesis, al narrar las maravillas de Dios (mirabilia Dei), las que hizo, hace y hará por nosotros, se organiza en torno a Jesucristo, «centro de la historia de la salvación» (DGC 115). Por tanto, no presentará los acontecimientos, los avatares, la espiritualidad y los personajes que jalonan la historia del pueblo de Dios, a modo de relatos edificantes y modélicos, sino que desentrañará en ellos el misterio todavía actual que se realiza en Cristo y se desarrolla en la edificación de su Cuerpo y en cada uno de sus miembros a lo largo de los siglos. Bajo formas y personas distintas, es el mismo misterio el que se pone de manifiesto, para que también los catecúmenos lo reconozcan y lo realicen a su modo y en su época4.

II. Líneas maestras de un desarrollo histórico

Sin datos no es posible una reflexión serena, pero un simple conjunto de datos no hacen historia ni sirven para una elaboración catequética. Por otra parte, no se pueden ofrecer en una catequesis todos los datos, ni siquiera la mayoría. Muy sintéticamente articulamos los dos mil años de cristianismo alrededor de unas líneas maestras capaces de explicar el desarrollo del conjunto de la historia de la Iglesia, siempre en relación con lo que quiso y enseñó Jesús.

1. UN PUEBLO DE LLAMADOS. Jesús llamó a los apóstoles uno a uno. «Yo os he elegido». Toda persona cristiana ha sido llamada a vivir en gracia y a formar parte de la Iglesia. Nadie tiene más derechos, aunque no todos tengan los mismos oficios. Todos participamos del sacerdocio de Cristo, pero los ministerios son diversos. Gregorio Magno se consideró «siervo de los siervos de Dios» y los obispos de la América hispana tenían el título de defensores de los indios, es decir, de los oprimidos. Los cristianos y cristianas de todos los tiempos han sido llamados a servir, a evangelizar a los que desconocían a Cristo en tierras de paganos, a predicar la Palabra en los campos, como quiso Alfonso María de Ligorio, o en las universidades, como los dominicos y jesuitas, o en la actual cultura de la comunicación, como los paulinos. Llamados a experimentar más especialmente los misterios de la gracia, como los místicos Teresa de Avila o Juan de la Cruz, o a ser discípulos del Señor desde el carisma de los fundadores, capaces de captar un espacio de apostolado determinado o de señalar una espiritualidad que subraya con más intensidad un aspecto de la vida de Cristo.

La vida de la Iglesia es un inmenso campo de creatividad y de buena voluntad. La riqueza del espíritu humano se manifiesta en ese inmenso mosaico que es la Iglesia, donde los hombres y mujeres han sido capaces de aspirar a conocer y amar a Dios según sus circunstancias particulares. Es importante, por tanto, presentar la historia de la Iglesia como la historia sorprendente y misteriosa de las relaciones del creyente con su Creador, tanto en su vertiente personal como, sobre todo, comunitaria.

La encarnación de Cristo constituye la plenitud de los tiempos, el punto de inflexión de la historia, la razón de ser de la Iglesia y de su historia. Es necesario introducir en la catequesis la historia de los permanentes esfuerzos de los cristianos por conocer y experimentar más y mejor a la Trinidad, la historia de la manifestación de la vida de la gracia en la vida de los hombres, del fruto de los sacramentos, del influjo de la oración.

2. LA IGLESIA INSTITUCIÓN. Jesús fundó una comunidad de fe organizada y articulada. Frente a la tentación del individualismo y del subjetivismo, él estableció e impulsó la comunidad de los creyentes. Desde el primer momento él fue considerado la piedra angular. Al mismo tiempo, y siguiendo sus instrucciones, fueron apareciendo los apóstoles, obispos, presbíteros, diáconos, doctores, profetas... que constituyen el armazón de la comunidad. El evangelio de Jesús ha sido conservado y transmitido por la institución eclesial. Y nunca han faltado personas carismáticas, libres, creativas, radicales y generosas capaces de mantener alta la tensión espiritual de la comunidad.

El grupo de los discípulos, el pusillus grex (pequeño rebaño), fue aumentando hasta convertirse en la gran Iglesia extendida por toda la tierra. Es verdad que una Iglesia masiva de estas características pierde algunas de las cualidades y encantos de los grupos pequeños, y tiende necesariamente a la burocratización y a la mediocridad; pero, históricamente, la alternativa ha sido la dispersión. Una organización que abarca países y continentes tan diversos no puede funcionar sin una gran burocracia, y a medida que crece en número tiende a complicar su organización y, aparentemente, a diluir sus carismas. Sucedió también así con todas las órdenes religiosas.

Conviene tener, también, en cuenta que la Iglesia es, de hecho, una comunión de Iglesias y que los obispos, en su conjunto, son los sucesores de los apóstoles. Desde los primeros tiempos, las Iglesias locales constituyen el modelo completo de Iglesia, el de una comunidad de fieles alrededor del obispo, sucesor de los apóstoles. El papa, sucesor de Pedro, es el centro de comunión de las Iglesias. No se trata de ver quién tiene más poder, sino de servir a los hermanos con más dedicación cuanto más importante es el puesto, según las palabras de Jesús: «si alguno de vosotros quiere ser grande, que sea vuestro servidor». Por eso, uno de los títulos tradicionales del papa es «siervo de los siervos de Dios». La gran tentación de los cristianos a lo largo de los siglos ha consistido en olvidar esta invitación de Jesús y actuar como los poderes de este mundo.

Parece difícil que una organización tan complicada pueda ser testimonio de pobreza o de caridad y mantener las características de una comunidad de hermanos y hermanas que se conocen y se aman. Sin embargo, una aproximación a su historia nos enseña las permanentes tensiones enriquecedoras y purificadoras presentes en esta sociedad: búsqueda permanente de autenticidad, de pobreza y de austeridad, tanto en los individuos como en los grupos; tensión entre democracia y aristocracia en los gobiernos de las instancias intermedias y en las supremas; tensión entre centralismo e iglesias locales o grupos más espontáneos o carismáticos; tensión entre papado y conciliarismo.

Con frecuencia, gracias a la acción del Espíritu, la generosidad de muchas personas, las experiencias nuevas, los grupos cristianos y los carismas personales, constituyen un contrapeso eficaz a la inevitable pesadez de la institución. El espíritu en vasijas de barro es la expresión adecuada para una comunidad que vive la tensión gozosa y creadora de la presencia actuante de Dios, no sólo en las personas, sino también en los ritos, sacramentos e instituciones cristianas.

Esta burocratización y la necesaria complejidad de una Iglesia tan masiva, han llevado también a un clericalismo excesivo. Un clero más libre y, en general, mejor preparado que la mayoría de los fieles, constituye un elemento imprescindible de la evangelización; pero, a menudo, ha terminado siendo identificado con la Iglesia total, como si el pueblo fiel fuera simplemente un apéndice. Por eso la historia de la Iglesia ha sido reducida, a veces, a los papas, obispos, fundadores de congregaciones religiosas y clero diocesano y regular. Esto explica, en parte, el que apenas contemos con santos canonizados que no sean sacerdotes o religiosas. No obstante, somos conscientes de que hay muchos santos, no canonizados, que son evangelizadores en su medio familiar y social.

La historia de la Iglesia es también una historia de la cultura, al menos en occidente. Toda religión se expresa y crea cultura; cuando no lo consigue es que se encuentra enferma. El cristianismo no ha sido, ni es, sólo liturgia y oración, sino también teología, san Agustín, Dante, Pascal, Bach o Murillo... La Iglesia no es sólo fuente de santificación, sino también fuente de civilización. Resulta conveniente y enriquecedor integrar estos dos aspectos y presentarlos en la catequesis como diversos aspectos de una misma realidad (cf FR 70-72).

3. IGLESIA DE MASAS O DE ELITES. La tentación más normal y recurrente en nuestra historia ha sido la de considerar a la Iglesia como una reunión de elegidos, de gente consecuente y comprometida, que aleje de sí la mediocridad. La doctrina de Jesús es exigente y complicada, y por eso no pocos han pensado que se trataba de una religión de minorías. Ha sido una Iglesia de convertidos, de confesores, de mártires, de personas capaces de dar razón de su fe. Los tres primeros siglos correspondieron a esta exigencia. Evidentemente, seguía existiendo el pecado, pero los cristianos conocían la exigencia del evangelio y los contenidos de la buena nueva.

Desde las conversiones masivas del siglo IV todo cambió. Los nuevos cristianos aceptaron a Cristo sin renunciar del todo a los valores y al talante pagano, y muchos de ellos sin conocer en profundidad la doctrina cristiana. Se predicaba a todas las gentes, pero no todos convertían su corazón. La Iglesia, que ha huido siempre del peligro de constituirse en grupo de elegidos, en secta de puros, consciente de que el anuncio de salvación está dirigido a todos los hombres, no acogió, ni acoge, sólo a un número limitado de espíritus selectos, sino a un innumerable número de personas, entre las que suelen predominar las mediocres.

El problema, sin duda, ha sido y sigue siendo real. Por una parte, el cristianismo es una religión muy exigente: «Yo soy el Señor y a mí solo adorarás». Pero Cristo murió por todos y la Iglesia ha aceptado en su seno a todos los que desean seguir al Señor, a pesar de sus inconsecuencias. La historia de la Iglesia, por tanto, es la historia de un pueblo inmenso con no muchos santos ni genios ni líderes, pero con una persistente aspiración a una mayor purificación y a conocer mejor a Jesús y seguirlo. Toda la historia se transforma en un proceso permanente de purificación y de conversión. Los ciclos litúrgicos, las escuelas de espiritualidad, los complicados procesos de religiosidad popular intentan conseguir este mismo fin.

La falta de formación doctrinal y las formas de religiosidad popular poco purificadas responden a una escasa cultura y formación de una buena parte de los cristianos, y han facilitado la pasividad y la falta de compromiso. La desaparición de un catecumenado prolongado y exigente ha producido en los creyentes una cierta disociación entre una fuerte ignorancia doctrinal y un sincero deseo de ser buenos cristianos, bien por temor al infierno, bien por amor a Cristo crucificado.

Esta disociación real ha favorecido la coexistencia de diversos niveles de cristianos en función de su formación doctrinal, de su vida moral y de su compromiso existencial. En cierto sentido, estos niveles se corresponden con los existentes, en cada época, en la sociedad, en función de la cultura y formación de sus miembros. El concilio de Trento quiso atajar esta situación, que indudablemente había favorecido el éxito de la reforma protestante, exigiendo una buena formación del clero por medio de los seminarios, una mejor formación del pueblo a través del catecismo, y una participación más asidua en los sacramentos. Un factor importante de cambio ha sido la evolución de la teología.

4. EL PODER DE Y EN LA IGLESIA. Cristo, fundador de la Iglesia, no tenía dónde reclinar la cabeza, y desde entonces no pocos de sus seguidores han considerado que la pobreza y la negación de sí mismos constituyen uno de los distintivos del cristianismo. No podemos ser más que el Maestro.

Pero la Iglesia es, también, catedrales, abadías, parroquias, hospitales, periódicos, emisoras de radio y televisión, universidades y miles de colegios, de revistas y de medios de presencia de todo género. Desde las primeras generaciones, la Iglesia se ha conformado como un poderoso cuerpo, que ha contado con importantes medios para organizar las tres claves de su acción apostólica: su liturgia, sus obras caritativas y las instituciones de enseñanza y formación. Ha contado siempre con un número considerable de miembros liberados, viviendo en pobreza para asemejarse más al Maestro.

Para levantar y mantener esta imponente organización, ha utilizado, frecuentemente, los medios y los argumentos de los estados y del poder. Nos adentramos, pues, en el siempre complicado entramado de las relaciones de la Iglesia con la política y con el poder. Una buena parte de la historia eclesiástica ha estado marcada por estas relaciones, en unas ocasiones conflictivas y no pocas veces armoniosas. A veces se ha producido cierta confusión entre ambas instituciones, y otras veces la Iglesia ha sido perseguida y martirizada.

Es verdad que, a primera vista, la persecución parece que congenia más con las palabras y enseñanzas de Jesús. En efecto, nunca ha sido bueno para la Iglesia, sociedad religiosa que tiene como fundador al crucificado, asimilar las formas y el estilo del poder político y social; pero resulta utópico e irreal pensar que se puede mantener en la sociedad un grupo tan numeroso de creyentes, con una presencia social tan decisiva, sin que existan permanentes relaciones y conexiones con quienes gobiernan y dirigen la sociedad civil. Jesús dijo que sus seguidores no tenían que actuar como quienes sobresalían en la sociedad; y, probablemente, este diverso talante que consiste en ver y actuar de otra manera, sin salirse de la sociedad, constituye la especificidad del cristiano.

La política, a lo largo de la historia, ha pretendido utilizar el sentimiento religioso como elemento de cohesión de la sociedad, y la religión ha intentado servirse del poder político para protegerse y para expandirse; esto no impide pensar que existe un modo de relacionarse entre la sociedad de los creyentes y la sociedad de los ciudadanos más acorde con las exigencias de Cristo. Tal vez la democracia constituya un régimen más adecuado que los anteriores, porque en ella puede darse una sociedad laica, con respeto y autonomía mutua, libertad de conciencia, pluralismo de creencias y tolerancia. Las guerras de religión, la intolerancia, la Inquisición y los diversos anticlericalismos, no por frecuentes deben considerarse necesarios, sino, al contrario, como excrecencias pecaminosas de una sociedad religiosa enferma.

También tenemos que preguntarnos sobre las diversas acepciones del poder. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tenido poder por motivos diversos y, a veces, contradictorios: por el testimonio de sus santos, por la dedicación de sus sacerdotes y religiosos, por el apoyo incondicional de sus creyentes, por la cultura de muchos de sus miembros, por sus riquezas, por sus instituciones de enseñanza y de caridad, por el apoyo de los reyes. Su poder no siempre ha sido rectamente utilizado, pero no cabe duda de que muchos de estos poderes tienen una finalidad estrictamente evangelizadora.

5. UNA ANARQUÍA INSTITUCIONALIZADA. Sólo Cristo es el Señor; el papa, los obispos y los sacerdotes han sido considerados sus representantes y han actuado en su nombre. Esto nos ha llevado casi necesariamente a la uniformidad. Vicente de Lérins definía la ortodoxia como «lo que siempre, lo que en todas partes, lo que por todos ha sido creído». Parecía que se devaluaba la libertad de conciencia y «la libertad de los hijos de Dios».

En realidad, la vida de la Iglesia ha sido y es mucho más plural de lo que se cree. Ortodoxia y heterodoxia han sido dos realidades casi complementarias, que se han influido con frecuencia, y que han determinado el trabajo de los concilios ecuménicos y la consiguiente elaboración dogmática. La formación del credo ha sido el fruto de la fe y de la reflexión de un pueblo plural, marcado por sus culturas y sus experiencias religiosas diversas. En oriente, con un carácter más especulativo, se fue elaborando la cristología, mientras que en occidente, más prácticos, se habló y discutió sobre la gracia, el pecado original y la moral. Eran los teólogos y las comunidades creyentes quienes fueron profundizando en la enseñanza de Jesús, utilizando para ello sus conocimientos filosóficos y sus elaboraciones culturales.

El concepto de comunión conformaba una realidad viva y vital. La Iglesia universal y las Iglesias locales constituían y constituyen una unidad en la pluralidad. El obispo de Roma en su ámbito, y los obispos locales en el suyo, son el punto de comunión de la realidad eclesial, siempre plural. Esta diversidad encuentra caminos de convergencia, gracias a la existencia del magisterio eclesiástico, que en determinados casos tiene la última palabra.

La identificación de la Iglesia católica con el patriarcado de occidente ha empobrecido a la Iglesia, y ha favorecido la tentación de identificar unidad con uniformidad al quedar reducida a la cultura occidental. Sin embargo, no podemos olvidar que esa variopinta comunidad-mosaico a la que llamamos Iglesia abarca cinco continentes, decenas de pueblos, idiosincrasias, culturas e historias diversas. El concilio ecuménico, que representa la universalidad de la Iglesia, llega a conclusiones unitarias, pero manifiesta, también, esa diversidad. La historia de los concilios y de las diversas evangelizaciones expresa esta riqueza plural.

Hay que poner de relieve la importancia teológica e histórica de la Iglesia particular, del obispo local, del sínodo diocesano, del pueblo de Dios de una Iglesia concreta. Esto ha sido subrayado en el Vaticano II; pero, en realidad, constituye un concepto fundante en la historia eclesial. Estas consideraciones, y otras muchas que se podrían añadir, nos indican que la importancia de las Iglesias locales, la controversia apasionada por una doctrina o una teología concreta, las diversas liturgias, han existido siempre y no significan un ataque a la unidad eclesial, sino que, por el contrario, enriquecen su capacidad de convivencia, la comunión eclesial.

Por otra parte, la vida eclesial ha mantenido formas y modos democráticos de los que a menudo en nuestras reflexiones no somos suficientemente conscientes. Recordemos la forma de elección de los obispos. A lo largo de los siglos han participado los fieles, los sacerdotes, los canónigos y los mismos obispos. En las abadías y congregaciones religiosas se elige al abad o al general o provincial de la orden. Los concilios y sínodos, por su parte, constituyen ejemplos claros de coparticipación y corresponsabilidad en la elaboración doctrinal y en la organización eclesial. No se trata de criterios políticos, sino teológicos. Y tengamos en cuenta la defensa de un principio revolucionario que ninguna sociedad aceptaría: la de la conciencia personal como última norma de vida y de acción. La vida de la gracia, la presencia del Espíritu en nosotros, nos otorga una autonomía y una libertad impensables en otras sociedades. Es verdad que no pocas veces estos principios han sido conculcados en la práctica, pero siempre se han mantenido como punto de referencia. Por ejemplo, en nuestros días, el pueblo no participa en el proceso de elección de los obispos o de los sacerdotes, pero la comunidad sigue recordando la afirmación del papa León Magno: «el que a todos preside por todos debe ser elegido» y, de hecho, en la liturgia de ordenación sacerdotal es el pueblo quien presenta a los candidatos.

Estamos conformados y condicionados por la tradición, pero conviene distinguirla de las tradiciones, presentaciones y adaptaciones que han ido acompañándola a lo largo de los siglos.

6. ANTICLERICALISMO. La persecución de los primeros cristianos, la persecución sangrienta de la Revolución francesa y el intento de aniquilación de la Iglesia y del cristianismo durante los primeros meses de la Guerra civil española, marcan tres hitos importantes de un problema, el anticlericalismo, que ha existido siempre, pero que adquiere enorme virulencia desde el siglo XVIII. Es verdad que Cristo anunció: «Os perseguirán por mi causa», sin que seamos capaces de comprender del todo las causas de esta persecución. En efecto, aquí entramos en un ámbito difícil de evaluar, aunque generalmente tratamos de encontrar causas que racionalmente nos expliquen el problema.

Allí donde hay fuerte clericalismo puede surgir el anticlericalismo, tal como lo vemos en la Edad media y en la literatura clásica de aquellos siglos. La Reforma protestante tiene también un componente anticlerical, no sólo de carácter doctrinal sino, sobre todo, vivencial. Pero la modernidad, tras la Ilustración, ha comportado un anticlericalismo violento y excluyente: la cultura y el progreso de los pueblos parecían exigir la aniquilación o la mordaza del clero. La desamortización, el problema de la escuela y de la educación en general, la marginación de la Iglesia de la vida pública, eran maneras de reducir la religión al puro ámbito de la conciencia, sin ninguna presencia pública. Este es un vector clave de interpretación de la eclesiología y de la historia de la Iglesia que la catequesis debe tener en cuenta. Sin esta proyección pública y social no existe historia y tampoco Iglesia.

En los dos últimos siglos ha existido otro factor importante de anticlericalismo: la llamada cuestión social, surgida con motivo de la industrialización. Así como desde los primeros balbuceos del cristianismo, el tema de la pobreza como estado de vida y como campo de acción caritativa eclesial ha sido constante y muy importante, a lo largo del siglo XIX parecía que la miseria producida por el planteamiento liberal-económico había escapado a las preocupaciones eclesiales. La Iglesia no sólo pareció perder a los obreros, sino que la nueva clase social nació con un fuerte rechazo de la Iglesia y, a menudo, del sentimiento religioso. Cristo señaló su preferencia por los más pobres, pero en estos dos siglos la gran acusación a los cristianos ha sido la de abandonar a los más necesitados. Este es un tema que no se puede silenciar ni simplificar. Hoy tenemos una perspectiva que nos permite un análisis y una valoración más objetiva. No sólo hay que hablar de las congregaciones e instituciones religiosas dedicadas a paliar las consecuencias de la miseria, sino también del ingente esfuerzo realizado por muchas personas, organismos y comunidades, por conocer mejor las causas y por poner los remedios adecuados a tal situación.

La clave fundamental del análisis es que las instituciones eclesiales, más que enfrentarse con la erradicación de las causas de la pobreza, se esforzaban en paliar sus efectos. Probablemente la Iglesia no es la institución adecuada para proponer teorías y métodos económicos, aunque la doctrina social eclesiástica ha ofrecido no pocas pautas y sugerencias en tal sentido; pero un planteamiento convincente de nuestra historia no puede dejar de tener en cuenta que si algo ha caracterizado a la Iglesia en estos dos mil años de historia ha sido su preocupación por las personas que vivían en condiciones inhumanas, la denuncia vigorosa de estas situaciones y su sorprendente dedicación por mejorar sus condiciones de vida.


III. Claves catequéticas

1. APROXIMACIÓN CATEQUÉTICA A LA HISTORIA DE LA IGLESIA. El escaso uso que se hace en la catequesis de la historia de la Iglesia se debate entre una mera transmisión de datos que los catequizandos deben adquirir de manera bancaria, y su utilización como argumento para defender planteamientos relativistas respecto a la doctrina y moral cristiana. Sin embargo, la historia de la Iglesia debe entrar en la catequesis por derecho propio, como una de sus fuentes.

a) La historia de la Iglesia, fuente de la catequesis (cf DGC 95). Ciertamente, junto a la Sagrada Escritura, la catequesis encuentra en la tradición el eco vivo que la palabra de Dios ha ido produciendo en la Iglesia a lo largo de los siglos. Ese eco se halla recogido en los símbolos de la fe, en la liturgia, en el testimonio de los Padres y en los pronunciamientos del magisterio, todos ellos de uso ordinario en la catequesis; pero también la tradición se expresa «en la historia misma de la Iglesia en la diversidad de sus vicisitudes, figuras y manifestaciones de vida. También ellas, en su condición de expresiones históricas de la experiencia cristiana, tienen un papel importante como fuente de la catequesis»5. El mismo Directorio general para la catequesis lo manifiesta, al afirmar que la historia de la Iglesia es transmisora de la revelación, y que, por tanto, la «historia, leída desde la fe, es también parte fundamental del contenido de la catequesis» (DGC 108). La ignorancia de la historia eclesial es, quizás, una de las causas del desdibujamiento de la vivencia creyente de los cristianos, sin marcos de referencia y adoleciente de una clara vinculación a la Iglesia.

b) Diálogo entre el pasado evocado y el presente vivido. «La Iglesia, al transmitir hoy el mensaje cristiano desde la viva conciencia que tiene de él, guarda constante memoria de los acontecimientos salvíficos del pasado, narrándolos de generación en generación. A su luz, interpreta los acontecimientos actuales de la historia humana, donde el Espíritu de Dios renueva la faz de la tierra, y permanece en una espera confiada de la venida del Señor» (DGC 107). Este diálogo que la Iglesia mantiene con la humanidad a lo largo del tiempo lo debe realizar la catequesis con los catecúmenos. El catequista, sin dejar de lado la objetividad de los datos y de los documentos que aporta en la catequesis, deberá hacer el esfuerzo de presentar el sentido y el significado que tienen en sus contextos, según el núcleo de la experiencia cristiana que quiere transmitir. Ha de procurar que la memoria viva de la Iglesia ilumine los interrogantes, corrija las deficiencias y potencie la vida de fe de los catequizandos. Tratará de suscitar el diálogo personal entre Dios y el creyente a partir de la correlación entre los acontecimientos salvíficos del pasado y los hechos actuales de la vida.

c) La historia de la Iglesia, escuela de lectura creyente. En la catequesis se transmite la experiencia creyente de la Iglesia, que permite descubrir al Señor de la historia. Necesariamente, «el carácter eclesial del mensaje remite a su carácter histórico» (DGC 97); de modo que los acontecimientos, los personajes y las espiritualidades por las que ha discurrido la vida de la Iglesia son, a la luz de la fe, interpretación viva del mensaje cristiano.

Por tanto, en la lectura creyente de los hechos eclesiales, la Iglesia, y en su nombre el catequista, está ofreciendo la clave de lectura por la cual el catecúmeno puede entrar en diálogo con Dios; no ya en la intimidad de su corazón, sino también en la oscuridad de los hechos atravesados por la ambigüedad de lo transitorio. La presentación de la historia de la Iglesia no es mera crónica de sucesos, sino vehículo por el cual se inicia (y esto es lo fundamental en la catequesis) en la lectura creyente de la vida e historia que los cristianos vivimos. La ejercitación en la lectura de fe hará del creyente, ante sus compañeros y contemporáneos, un testigo comprometido de la vida desbordante del Dios-con-nosotros.

d) Sentir con la propia Iglesia. El aprendizaje que el catecúmeno debe hacer para leer la historia de la Iglesia como historia de salvación y manifestación del misterio de Cristo no es un mero ejercicio intelectual; es fruto de un esfuerzo por empatizar y comprender la conciencia profunda que la Iglesia tiene de sí misma, a partir de la revelación, y por la que el creyente queda comprometido en toda su persona y vida. Esta lectura sólo le es posible al catecúmeno en la medida en que tenga una vivencia personal de comunión con la Iglesia, madre y maestra, a través de su comunidad cristiana.

2. LAS TAREAS DE LA CATEQUESIS Y LA HISTORIA DE LA IGLESIA. Tomada la historia de la Iglesia como una de las fuentes de la catequesis, es necesario considerar cómo alimenta y enriquece la iniciación en cada una de las dimensiones de la vida cristiana.

a) Conocer el misterio de la salvación. La catequesis tiene como tarea central la introducción de los catecúmenos en el conocimiento del misterio de Cristo. Este misterio es siempre actual y no se reduce a la presencia histórica del Hijo de Dios en las tierras de Palestina, sino que se expande a todas las épocas en las que la Iglesia ha ido manifestando la salvación, actualizada por el Espíritu de Dios. «Cuando la catequesis transmite el misterio de Cristo, en su mensaje resuena la fe de todo el pueblo de Dios a lo largo de la historia» (DGC 105), porque la vida de la Iglesia es la que pone en claro el misterio de Dios, que, aun manifestado plenamente en Jesucristo, necesita que el hombre sea capaz de desentrañarlo y acogerlo en la actualidad de su tiempo.

«El mejor comentario del evangelio es la historia de la Iglesia, es decir, su tradición. Al estudiar la historia de la Iglesia seguimos estudiando a Cristo, los diversos aspectos del misterio de Cristo, expandidos en su cuerpo místico... Los temas esenciales de la historia de la Iglesia corresponden a los aspectos principales del misterio mismo de Cristo. Una catequesis sobre la historia de la Iglesia debe anunciar siempre estos aspectos del misterio mismo de Cristo en sus miembros»6; y viceversa, una catequesis sobre el misterio de Cristo necesariamente debe mostrar cómo se desarrolla y actualiza en la historia de sus seguidores.

Con esta dinámica, lograremos algo que en la catequesis actual parece harto difícil: la vinculación simultánea a Cristo y a su Iglesia. No se podrá concebir la adhesión a Jesucristo sin adherirse a su Cuerpo, que a lo largo de los tiempos y en la actualidad lo hace presente; y tampoco se podrá concebir la adhesión a la Iglesia como mero grupo humano, sino como cauce para acceder a la obra salvadora que el Señor continúa haciendo.

b) Aprender a orar y celebrar. La iniciación en la oración y en la liturgia de la Iglesia no se reduce al aprendizaje de unas fórmulas atemporales y a unos ritos ajenos al curso del tiempo. Más bien, se las ha de situar en el marco fundante de la relación fiel que Dios Padre ha querido tener a lo largo de los siglos con los hermanos de su Hijo, y la respuesta que estos, bajo la acción del Espíritu, le han dado en multitud de formas y expresiones. La historia de la Iglesia es testimonio de este diálogo polifónico, realizado a partir de la oración del padrenuestro y de la mesa eucarística compartida.

La introducción que la catequesis debe hacer a la vida litúrgica de la Iglesia y a su experiencia oracional, ha de ir fundada en el testimonio histórico. En él se contextualizan las diversas formas de tratar a Dios, no para relativizarlas, sino para penetrar en el nervio fundamental que recorre todos los modos litúrgicos y oracionales, que los catecúmenos deberán actualizar en su tiempo. Es el modo de hacer justicia a la celebración y oración cristiana que, desde la perspectiva de la encarnación, siempre hacen relación al Dios vivo y a su salvación mediada por el devenir histórico. La experiencia oracional de los santos y las diversas corrientes espirituales, son manifestaciones de la acción del Espíritu en los creyentes que han querido responder a la llamada de Dios, saliendo al paso de las demandas de su tiempo.

Especial mención ha de hacerse de la catequesis mistagógica. Es en torno a la Palabra proclamada y a la Mesa servida donde la historia de la Iglesia ha quedado desentrañada como historia salvífica y los mirabilia Dei han dejado de ser hechos pasados para ser acciones actuales de Cristo. Por tanto, es necesario «situar los sacramentos dentro de la historia de la salvación, por medio de una catequesis mistagógica, que relee y revive los acontecimientos de la historia de la salvación en el hoy de la liturgia» (DGC 108).

c) Ejercitar las actitudes evangélicas. Le es difícil a la catequesis actual el sustraerse, respecto a la iniciación en el seguimiento de Cristo, a la tentación de una perspectiva moralizante. Es un camino corto que se escoge ante la dificultad de presentar la vida moral enraizada en el mensaje evangélico y como expresión de la obediencia filial al Padre y el seguimiento de su Hijo. Este modo voluntarista de presentar la vida cristiana, la arranca de su terreno madre —la vinculación personal a Jesucristo— y se convierte en piedra de tropiezo para gran número de cristianos.

La consideración del testimonio de los santos en la catequesis facilitará una presentación más evangélica de la vida cristiana. Testigos como san Agustín, santo Domingo, san Francisco Javier, santa Teresa del niño Jesús, santa María Micaela, san Enrique de Ossó y otros muchos, ponen de manifiesto que una vida transfigurada en Cristo brota de un corazón apasionado por Jesús y dócil a los impulsos de la gracia de su Espíritu. Los catequizandos contemplarán en ellos los diversos aspectos de la vida de Cristo actualizados en distintas épocas y contextos. Verán hecho carne el ideal de vida que hoy la Iglesia les propone para ser buenos hijos de Dios y hacer presente a Cristo ante sus contemporáneos.

No se trata de hacer de la catequesis una sesión de hagiografía; se trata de mostrar cómo los seguidores de Jesús han vivido unas u otras actitudes evangélicas y las han hecho no sólo creíbles, sino posibles en un momento determinado de la historia. La vida de esos testigos se ofrecerá como camino para ir alcanzando, poco a poco y por la acción del Espíritu, la talla, la estatura de Cristo. La consideración de la vida de los santos y su significado en el conjunto de la vida eclesial ampliará el horizonte de los creyentes respecto al seguimiento de Cristo y la entroncará en el corazón mismo del evangelio.

d) Formar en la acción apostólica y misionera. La historia de la Iglesia es la historia del cumplimiento del mandato de Jesús: «Id y haced discípulos míos de todos los pueblos»; desde esas palabras, y bajo el impulso de pentecostés, la Iglesia ha desplegado toda su actividad. La historia de la Iglesia es la historia de una misión.

En la historia de la Iglesia se encuentra testimoniado el gran corazón de muchos creyentes que se han sentido conmovidos ante la multitud de sus contemporáneos que andaban como ovejas sin pastor, el ejemplo de una creatividad evangélica que intenta dar respuesta novedosa a los continuos retos que los tiempos plantean a la misión cristiana, la entrega generosa de una legión de creyentes que han valorado y valoran más el anuncio del evangelio que su propia vida. En definitiva, la presentación de la obra apostólica de la Iglesia y su trabajo por el evangelio, es la testificación, ante los catecúmenos, de que la obra evangelizadora es llevada por la acción cierta del espíritu de Jesús: él es el que hace fuerte a la Iglesia en la propia debilidad, libre en sus ataduras, creativa en sus estructuras anquilosadas, valiente en medio de sus miedos, alegre entre las persecuciones y generosa en sus cálculos humanos.

El testimonio de la acción del Espíritu servirá de acicate a los nuevos creyentes, para que se incorporen confiada y alegremente a la misión de la Iglesia, fiados más en su presencia que en la propia capacidad. A la vez, la reseña de la historia apostólica de la Iglesia les ayudará a reconocer que no realizan una obra propia, sino que, por gracia de Dios, se asocian a una acción que les antecede desde pentecostés y que continuará hasta la venida del Señor al final de los tiempos.

3. CATEQUESIS SEGÚN LAS EDADES Y SITUACIONES DE LOS CATEQUIZANDOS. La presentación de la historia de la Iglesia a los catequizandos es también progresiva y gradual, según la edad y situación de las personas que se catequizan.

a) La catequesis de niños y niñas. De los 8 a los 10 años, los niños y niñas todavía no tienen sentido de historia; sí de la acción y sus resultados en la vida de diversos personajes. Captan también las referencias comunitarias, más allá de su familia y de su grupo. Se interesan por los grandes acontecimientos y personajes, que en un primer momento consideran héroes y más tarde modelos de referencia. Comienzan —antes las niñas que los niños— a ser sensibles a la justicia, a los sufrimientos de los demás, a la solidaridad.

La presentación catequética de la historia de la Iglesia debe ayudar, a unos y a otras, a descubrir al Dios que actúa en la vida, en las personas y en los acontecimientos que se suceden, y a empezar a despertar su interés por la historia de una familia que es su familia. Sólo partiendo de realidades y personas concretas podrán establecer dicha relación. La clave teológica, Dios actuando en la historia, deberá ser desarrollada metodológicamente a través de dos lenguajes sumamente importantes en toda catequesis: la narración y el símbolo. Ambos ayudan a trascender lo que se ve y aproximan a lo que no se ve.

La narración de la vida de diversos personajes es el modo concreto de manifestarles que la historia de la Iglesia ofrece el acceso al misterio que la habita: Dios presente y amorosamente activo. Los niños y niñas se abrirán a la acción de Dios en su vida, acogiendo las narraciones vivas y actuales de la historia de los santos. Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola y otros santos y santas más recientes, como sor Angela de la Cruz, Pedro Poveda, etc. son personas especialmente atractivas para los niños por su dimensión humana, su amor a la naturaleza, su cercanía a los pobres y a los niños o su valentía. Ellos les acercan a las maravillas que Dios ha realizado a lo largo de los siglos, hasta hoy.

La clave simbólica aparece fundamentalmente en los acontecimientos que hacen avanzar la historia y llevan a un encuentro con el Señor de la historia; porque la dinámica de la existencia y del crecimiento cristiano es una dinámica de encuentros y de experiencias, de signos de Dios. Además de las personas antes citadas, es bueno tener también en cuenta la aparición de comunidades para el servicio de los pobres, de los niños y jóvenes, de los enfermos, etc., significativas para los niños y niñas, porque de alguna manera visibilizan la compasión y la cercanía de Dios. Otra ayuda es la profusión de obras artísticas religiosas que nos muestran la forma de relacionarse con Dios, con Jesucristo, con María, con los santos y con las realidades sagradas, en las distintas épocas y culturas.

b) Catequesis de adolescentes. El adolescente se encuentra en una etapa de reorganización de su personalidad. Tiene poca estabilidad afectiva y está muy centrado en su mundo, sus preocupaciones, su grupo, su proyecto. Critica el mundo adulto, aunque, a la vez, busca modelos adultos que le sirvan de referencia. Apuesta por los valores de la sinceridad, la valentía, la lealtad, la justicia y la solidaridad, más como deseo y exigencia para los demás que como ejercicio en su propia vida.

Para continuar la presentación catequética de la historia de la Iglesia, debemos tener en cuenta que en estas edades se inicia el sentido de historia, pero condicionado a la valoración y repercusión afectiva que de los acontecimientos hagan ellos. Por tanto, debemos partir de modelos afectivos que les sirvan de contraste y que les aporten elementos válidos para construir su personalidad, vinculando siempre la vida de los santos a la de Cristo. El testimonio cercano les llevará a ir aceptando el comportamiento moral y espiritual de los seguidores y las seguidoras de Jesús, que rechazarían si se lo impusieran. Es importante considerar que la maduración afectiva es más temprana en la chica que en el chico.

Conviene no olvidar que, en esta etapa, el muchacho o la chica tiene un gran impulso natural y una cierta experiencia de la vida; por eso, según Colomb, «puede ser peligroso presentar los hechos del heroísmo cristiano como demasiado mortificados, pues provocaría en ellos un rechazo, o llegarían a creer que la vida religiosa es propia de gente extraordinaria».

No es difícil encontrar en la historia de la Iglesia ocasiones propicias para educar adecuadamente el sentido crítico. Evidentemente, los acontecimientos registrados en ella suscitarán en los adolescentes reacciones e interrogantes que, con respuestas adecuadas, sin quedarse en la anécdota, les ayudarán a ir formándose un juicio cristiano y les facilitarán una vinculación más gozosa a la Iglesia, que trasciende a las personas concretas y a los acontecimientos más o menos acertados de la historia. Hay que ayudarles a leer críticamente la historia, para que descubran que, a pesar de los errores, Dios acompaña y dirige el rumbo de los acontecimientos, como había prometido: «yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos». La opción de Francisco de Asís y sus seguidores por una Iglesia pobre, frente a la Iglesia de cristiandad muy cercana al poder y la riqueza; los intentos de Gregorio Magno por una iglesia más cercana a los orígenes, con la reforma litúrgica, el envío misional y su sencillez personal; la fundación de pequeñas comunidades ante una iglesia masificada, etc., son algunos signos de su mano providente.

En todo momento hay que procurar ayudarles a que se acerquen a los acontecimientos del pasado con los interrogantes, luces y experiencias que aporta el presente. Y viceversa, ayudarles a leer el presente con la luz que ofrece la acción que el Espíritu ha ejercido en la Iglesia, a lo largo de los siglos.

c) La catequesis de jóvenes y adultos. Las personas jóvenes y adultas tienen ya sentido pleno de la historia y se sitúan ante ella con una mirada realista. Su crítica a la sociedad y a la Iglesia está basada, sobre todo, en la falta de coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se exige a los demás y lo que cada uno realiza, entre el evangelio y la praxis cristiana. Las grandes contradicciones de una historia con luces y sombras, con errores y aciertos, y el esfuerzo de muchos hombres y mujeres por mantener viva la fuerza espiritual y humana del evangelio, son también manifestaciones del Espíritu y expresión de la acción de la gracia en la vida de los creyentes de todos los tiempos.

La presentación de la historia de la Iglesia en la catequesis de jóvenes y de adultos se ha de vincular al misterio de Cristo y al fin mismo de la Iglesia, que es el servicio de Dios y la santificación de la humanidad por el Espíritu. Pero siendo esto importante, no es suficiente. Su presentación ha de estar dirigida, sobre todo, a manifestar cómo el misterio de Cristo ha permanecido presente y activo a lo largo de los siglos y cómo la obra de la Iglesia ha sido mediación de la salvación misericordiosa que Dios quiere realizar con sus hijos e hijas dispersos en el tiempo y en el espacio. Los jóvenes y los adultos tienen en la catequesis de la historia de la Iglesia la posibilidad de percibir la actualización permanente de Cristo resucitado y de su obra salvífica en el misterio de la Iglesia desplegado en el tiempo.

Desde esta referencia, es necesario presentar la historia en su rigor científico, pero trascendiendo los datos para entrar en el misterio de Cristo, presente en las instituciones que le sirven. Hay que resaltar lo permanente y lo esencial sobre aquello que es accidental y susceptible de cambio, y que de hecho ha cambiado. En lo permanente está nuestra verdadera historia.

Este convencimiento tiene que llevar al catecúmeno a manifestar gozosamente que pertenece a esta Iglesia. En nuestra situación actual es importante que la catequesis ayude a estas personas a leer la historia como manifestación del misterio de Cristo, en clave de encarnación y salvación, sabiendo que Dios, que actuó en los orígenes, que envió a su Hijo y, por él, realizó nuestra salvación, ha seguido actuando a lo largo de la historia y sigue actuando hoy por la acción de su Espíritu.

NOTAS: 1. De catechizandis rudibus (catequesis de los principiantes) III, 5, en Obras completas de san Agustín XXXIX, BAC, Madrid 1988, 453-454. — 2 Cf A. PÉREZ URROZ, ¿Qué lugar ocupa la historia de la Iglesia en la historia de la catequesis?, Sinite 96 (1991) 11-59. — 3. Cf J. LORTZ, Historia de la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1982, 16-17. — 4. ° Cf J. COLOMB, Au souffle de 1'Esprit (livre du Maftre), Desclée, Tournai 1961, 69-71. — 5 E. ALBERICH, Fuentes de la catequesis, en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 394. — 6. J. COLOMB, Manual de catequética I, Herder, Barcelona 1971, 411.

BIBL.: AA.VV., La misionología hoy, Verbo Divino, Estella 1987; AA.VV., Nueva historia de la Iglesia, 5 vols., Cristiandad, Madrid 1964-1977; AA.VV., Dos mil años de cristianismo, 5 vols., Cristiandad, Madrid 1979; AA.VV., La historia de la Iglesia o la cenicienta en la educación de la fe, Sinite 29 (1991); BOSCH J., Para comprender el ecumenismo, Verbo Divino, Estella 1991; CoLOMB J., Au souffle de l'Esprit, Desclée, Tournai 1961; COMBY J., Para leer la historia de la Iglesia, 2 vols., Verbo Divino, Estella 1987; DANIÉLOU J., El misterio de la historia, Dinor, San Sebastián 1963; DUMONT J., La Iglesia ante el reto de la historia, Encuentro, Madrid 1987; LABOA J. M., La larga marcha de la Iglesia, Sociedad Atenas, Madrid 1985; LABOA J. M.-DUÉ A., Atlas histórico del cristianismo, San Pablo, Madrid 1998; LLORCA B.-GARCÍA-VILLOSLADA R.-LABOA J. M., Historia de la Iglesia católica, 4 vols., BAC, Madrid 1991-1998.

Juan M°. Laboa Gallego,
María Navarro González
y Juan Carlos Carvajal Blanco