COMUNIDAD CRISTIANA
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SUMARIO: I. La recuperación de los orígenes. II. Nacida de la comunión para la comunión: 1. En una historia de alianza; 2. La fuente está en la Trinidad; 3. Reunida y enviada por el Espíritu. III. Realización histórica de la comunión: 1. Dimensión comunitaria de la fe; 2. La comunidad inmediata. IV. Ámbito maternal de la catequesis: 1. Una catequesis en clave comunitaria. Proceso histórico; 2. La comunidad cristiana, origen, lugar y meta de la catequesis.


I. La recuperación de los orígenes

A lo largo de toda la etapa posconciliar pocos acontecimientos han sido tan trascendentales para la Iglesia como la recuperación de la comunidad en cuanto eje central de toda su pastoral y núcleo de la vida eclesial. Hablamos de acontecimiento en un sentido dinámico; no nos referimos, pues, al establecimiento de una serie de estructuras externas, sino a la transformación que se va produciendo lentamente, a menudo de manera imperceptible. Es, sobre todo, una toma de conciencia que va calando en las diferentes instancias eclesiales, y que se expresa ya a gritos desde muchos foros: «Tanto en las diócesis como en las parroquias o en los movimientos apostólicos o en las congregaciones y órdenes religiosas, debe darse siempre ese núcleo llamado comunidad. Es, debe ser, su raíz última; como su corazón entrañable, su venero y manantial, que vivifica al conjunto de todos sus miembros»1.

El desarrollo de esta conciencia comunitaria ha ido de la mano con la profundización que la propia Iglesia ha realizado de sus dos dimensiones esenciales: comunión y misión. Para ambas la comunidad cristiana es el lugar necesario de verificación y encarnación.

Simultáneamente, y alentadas por el Vaticano II desde su constitución Lumen gentium, se ha avanzado en la reflexión y consiguiente revisión –lejos aún de concluirse– de la composición intraeclesial. Se superan, aun con grandes resistencias, los esquemas divisorios jerarquía-laicado y clérigosreligiosos-fieles, tendentes ambos a resaltar lo que diferencia sobre lo que es común; en cambio, va afianzándose otro binomio como esquema más representativo de esta eclesiología de comunión: comunidad-ministerios y carismas, donde la unidad en la comunidad es el punto de partida, la condición cristiana común; desde ella se fundamenta la distinción, que viene requerida por la iniciativa libre y variada del Espíritu, que es quien suscita en la Iglesia la riqueza de ministerios y carismas para la utilidad común. En el marco de la comunidad, nacida de la fuente común que es el bautismo, es donde podemos referirnos a una común dignidad, una común llamada a la santidad y un común derecho, que también es deber, a participar en la misión de la Iglesia, la evangelización (cf ChL 55).

Finalmente, ligada a las anteriores, se ha producido la recuperación de la iniciación cristiana, en cuanto proceso catequético que conduce a la adquisición de la identidad cristiana. Este es el auténtico caballo de Troya, en el mejor sentido, pues su introducción en el seno del cuerpo eclesial, en las iglesias locales, en las parroquias, en los movimientos apostólicos... trae consigo un doble fruto: por una parte, produce la autoidentificación del grupo iniciador, le induce a redescubrir su identidad; en este camino, hecho a nivel local, es donde toman cuerpo las recuperaciones de otros aspectos de la identidad eclesial a que antes aludíamos. Y por otra parte, el proceso va incorporando en la comunidad a nuevos sujetos que han podido asumir la fe cristiana en esta clave comunitaria, tan esencial a la catequesis de inspiración catecumenal. Como afirma el Directorio general para la catequesis de 1997, así es como la comunidad se ha convertido en origen, lugar y meta de la catequesis (DGC 254).


II. Nacida de la comunión para la comunión

«La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio». Esta afirmación del sínodo extraordinario de 1985, asumida por Juan Pablo II (ChL 19), nos señala el dinamismo que ha impulsado la realidad actual de la comunidad cristiana. El misterio de la Iglesia-comunión es la clave que nos permite sobrepasar la estructura sociológica de la comunidad cristiana para descubrir el origen de su vida y sentido. «La comunión expresa el núcleo profundo de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, que constituyen la comunidad cristiana referencial» (DGC 253).

1. EN UNA HISTORIA DE ALIANZA. La comunidad cristiana se enraíza en una historia de alianza narrada a través de todas las páginas de la Biblia. Desde el comienzo al final, quien tiene la iniciativa en esa historia es Dios. El, que ha creado al hombre «a su imagen y semejanza» (Gén 1,26), lo llama a vivir en comunión, con él y con sus semejantes, y en esa comunión se cifra la realización de la persona humana. Dios es representado pintorescamente, a veces en formas atrevidas, intentando la comunión con el hombre, a pesar de las huidas de este. Cuando tiene que darse a conocer se identifica por sus relaciones: «El Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob...» (Ex 3,15). Sus profetas lo representan como el marido que quiere entrañablemente a su esposa, y que incluso la busca y la perdona cuando ella le ha sido infiel (cf Os 2,16-25).

Sin embargo, esta comunión no se traduce nunca en una relación intimista, verticalista, del individuo con su Creador al margen dedos demás hombres. Desde el comienzo, Dios plantea al hombre la pregunta: «¿Dónde está tu hermano?» (Gén 4,9). Y esa pregunta se hace más implacable cuando el hermano es el débil, el explotado, el indefenso. A través de ellos, especialmente, pasa la comunión, dé tal forma que no habrá comunión con Dios sin comunión humana, y que la ruptura de esta última quebranta igualmente la comunión con Dios.

La ruptura de la comunión es lo que constituye el contrapunto de la historia de la alianza. Se trata de una historia de pecado que protagoniza el hombre. Con el pecado, queda frustrada la comunión, y con ella las posibilidades de realización humana.

La historia de la alianza se convierte, pues, en historia de salvación. Dios asume como misión suya salvar al hombre: conducirlo de nuevo a la comunión. «La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente» (ChL 32).

2. LA FUENTE ESTÁ EN LA TRINIDAD. Jesús nos revela la fuente de la alianza; es el único que podía conocerla. Con él nos asomamos a la Trinidad de Dios y descubrimos que la comunión define el ser mismo de Dios: Dios es comunión. Entre el Padre y el Hijo existe la comunicación más plena y el don total de sí en el Espíritu Santo. La comunión de la Trinidad es propuesta por Jesús como modelo e ideal de la comunión humana: «Que todos sean una sola cosa... como nosotros somos uno» (Jn 17,21-22). Esta comunión, personalizada en el Espíritu Santo, se desborda entre el Padre y el Hijo y se exterioriza en misión que alcanza a toda la humanidad; de tal forma que el modelo e ideal de toda misión será también la Trinidad: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Así es la tensión dinámica comunión-misión que brota de la Trinidad: «La comunión es misionera y la misión es para la comunión» (ChL 32).

En la persona de Jesús, en su encarnación, en su vida y en su muerte, lo hemos experimentado: «En esto hemos conocido el amor: en que él ha dado su vida por nosotros» (Un 3,16). Juan desarrolla esta reflexión y saca las consecuencias en su primera carta: «Si Dios nos ha amado de este modo, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (lJn 4,11). Es necesario asumir ese dinamismo para entrar en relación con él; la comunión con los hermanos nos asegura la comunión con Dios: «Si nos amamos los unos a los otros, Dios está en nosotros» (lJn 4,12).

El signo por excelencia de la participación en el dinamismo divino comunión-misión es la comunión del pan y el vino eucarísticos, el cuerpo de Jesús entregado y su sangre derramada por la salvación de todos. El término koinonía, usado por Pablo al narrar la cena del Señor (1Cor 10,14.22), expresa el proyecto contenido en aquel signo, signo fundante de la comunidad cristiana, un proyecto de fraternidad que abraza a todos los hombres y anticipa la vuelta del Señor para la plena comunión que tendrá lugar en el banquete del Reino.

3. REUNIDA Y ENVIADA POR EL ESPÍRITU. En el signo de la eucaristía encuentra la Iglesia las claves fundamentales para comprenderse a sí misma. En ella se descubre nacida de la comunión para la comunión, y con esa conciencia se presenta ante el mundo como sacramento de salvación, es decir, «signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1).

«La realidad de la Iglesia-comunión es entonces parte integrante, más aún, representa el contenido central del misterio, o sea, del designio divino de salvación de la humanidad» (ChL 19).

La comunión con el cuerpo de Cristo introduce a los creyentes en el misterio de Cristo: misterio de comunión y salvación de la humanidad, según el plan proyectado por el Padre para realizar por la fuerza del Espíritu (cf Ef 1,3-14). Pero la comunión en el cuerpo de Cristo tiene su verificación en el cuerpo de la Iglesia, en las relaciones de solidaridad y de comunión fraterna establecidas en su interior y proyectadas luego hacia la renovación de la sociedad. Los creyentes «se reúnen, pues, en el nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo, vivirlo. Ellos constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora» (EN 13).

El Espíritu Santo es quien reúne a los creyentes en esta comunión. El mismo que personifica la comunión en la Trinidad, el Amor entre el Padre y el Hijo, es el dinamizador de la comunión en la Iglesia; «aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia» (ChL 19). Lucas narra en el libro de los Hechos de los apóstoles los comienzos de la comunidad cristiana, a la que llama ekklesía, sin hacer distinción en su magnitud local o universal. La narración, una lectura en clave teológica, resalta vivamente el protagonismo del Espíritu en todo el desarrollo de la comunidad, que se proyecta en dos dimensiones complementarias: una dirigida hacia el interior de la comunidad: es la comunión o koinonía; la otra proyecta la comunidad hacia fuera, hacia su misión: es el anuncio de la Palabra o evangelización.

a) La koinonía. «Koinonía es el término que sintetiza y expresa la existencia de la comunidad primitiva como comunión con Cristo, muerto y resucitado, y, por él, con el Padre y con los hermanos, mediante la acción del Espíritu Santo» (Diccionario teológico. El Dios Cristiano, 252). Esta dimensión nuclear y esencial de la comunidad cristiana se desarrolla a través de varios rasgos que Lucas sintetiza en los tres sumarios (He 2,42-47; 4,32-35 y 5,12-16) de la comunidad de Jerusalén: 1) Comunión en la enseñanza de los apóstoles, dirigida fundamentalmente a los de dentro, aunque no excluye a los de fuera. Es la transmisión (traditio) de la experiencia originaria de la fe, partiendo de los apóstoles; 2) Comunión de vida y de fe, de bienes materiales y de sentimientos. Es lo que Lucas llama propiamente koinonía. Esta actitud de compartir se basa no en una simple amistad, sino en la acción de Jesús, que nos amó hasta el extremo, hasta dar su vida por nosotros (cf Ef 5,2; Flp 2,68), y está, por tanto, íntimamente ligada con el gesto de la eucaristía; 3) Comunión en la fracción del pan. El nombre alude al gesto familiar en Jesús, y tan frecuente entre los judíos, con el que el padre de familia partía el pan, lo bendecía y lo distribuía. En la comunidad cristiana este gesto fue asumido como un signo con un contenido propio, a partir del cual se desarrolla una liturgia típicamente cristiana, la eucaristía. Mediante este gesto la comunidad realiza y actualiza no sólo la presencia de Jesús en medio de ella, sino sobre todo su participación en el sacrificio de Jesús, su disposición de ser cuerpo de Cristo repartido para todos; 4) Comunión en las oraciones. Desde el principio se siente comunidad orante, que se dirige al Padre con la oración de Jesús, movida por el Espíritu Santo. Es cierto que asume buena parte de las plegarias judías, especialmente los salmos, pero filtradas o releídas a través de la experiencia de Jesús, y esta experiencia la expresa la comunidad en las confesiones de fe, himnos y cánticos que pronto empiezan a circular entre las Iglesias y que Pablo recoge en sus cartas.

b) La evangelización. La comunidad ha sido reunida por la Palabra, se fundamenta en ella y mantiene su cohesión en torno a la Palabra (cf He 2,37-41). Pero desde el primer momento, la comunidad –cada una de las sucesivas comunidades que van surgiendo, empezando por la de los apóstoles– «tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador: Debo anunciar también el reino de Dios a las demás ciudades (Lc 4,43), se aplican con toda verdad a ella misma» (EN 14). Y su acción evangelizadora aparece como una consecuencia de haber recibido el Espíritu: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con absoluta libertad la palabra de Dios» (He 4,31). La Palabra que los miembros de la comunidad anuncian es testimonio de la resurrección de Jesús (He 2,32; 4,20; 5,12; etc.); es invitación a acoger el mensaje de Jesús y a convertirse a esta «nueva vida» (cf He 5,20); también son testimonio de la llegada del Reino los signos que realizan curando enfermos y liberando de espíritus inmundos (cf He 3,6; 5,12-16; 8,5-7; etc.), y lo es la fuerza llamativa de su vida en comunión (cf He 2,47; 4,33; 5,13). Los que acogen la Palabra son introducidos en la comunión de los creyentes (cf He 2,41.47), con lo cual se completa el dinamismo comunión-misión de la mano del Espíritu: «La comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión» (ChL 32; cf EN 15). De igual manera, la iniciación catequética que la comunidad realiza con los que ya han aceptado la primera evangelización, no se limita al aprendizaje de la doctrina, sino que pretende la iniciación en la comunión cristiana, donde Cristo y la Iglesia se presentan de forma inseparable (cf DGC 80-81).


III. Realización histórica de la comunión

1. DIMENSIÓN COMUNITARIA DE LA FE.

a) No hay fe cristiana sin comunión. El misterio de la Iglesia-comunión se encarna en los seguidores de Jesús, reunidos en la comunidad eclesial. La fe cristiana lleva en su esencia esta dimensión comunitaria que se desarrolla en lazos de filiación con Dios y de fraternidad con los hombres. Así como la alianza –la antigua y la nueva– es el hilo conductor de toda la historia de la salvación, según queda reflejada en la Biblia, igualmente la comunión es la clave por la cual la fe cristiana va tomando forma en la historia y en la vida del cristiano. La profundización en la fe cristiana no es sino el desarrollo de la comunión en los dos ejes indicados, de manera que no hay fe cristiana sin comunión; cuando falta esta, aquella queda reducida a una vaga religiosidad. La predicación de Jesús en tomo al reino de Dios –que constituye el núcleo de su mensaje– es, fundamentalmente, una invitación a entrar en esta dinámica de filiación y fraternidad, y tiene un objetivo inmediato: la constitución de una comunidad que sirva de signo de dicha dinámica sobre la que se construye el reino de Dios. La Iglesia primitiva, en cuyo seno se seleccionaron y organizaron los relatos evangélicos, vio en esta comunidad fundada por Jesús el modelo de referencia para lo que ella debía ser. No en vano dicha comunidad –en número más o menos grande, según los distintos relatos–aparece con tanta frecuencia como testigo directo y también como destinatario de las palabras y los hechos de Jesús.

b) La comunión, fuente, camino y meta de la comunidad. Comunidad y comunión son dos realidades que se implican y se requieren mutuamente en el seguimiento de Cristo. Entre ambos existe la relación de significante a significado. La comunión es quien da sentido a la comunidad, al tiempo que se hace visible gracias a ella.

La comunión es la fuente de la comunidad. Esta afirmación nos remite a nuestra reflexión anterior sobre la koinonía cristiana. El origen de la comunidad cristiana no podemos buscarlo en la afinidad psicológica entre sus miembros, sino en el Espíritu Santo concedido por el Padre en Jesús, prolongando así en nosotros la comunión que existe en la Trinidad. Se trata, pues, de un regalo que se nos hace, antes que de un logro de nuestra voluntad. Estamos convocados por el Señor Jesús; él es el Evangelio de Dios que nos reúne en tomo a él; sólo él puede crear entre los hombres la fraternidad capaz de absorber las divisiones y los odios, la distancia y la soledad; sólo en él, animados por su Espíritu, es posible amar, perdonar, comunicarse, compartir, ayudarse, sin una previa disposición psicológica o afectiva; porque quien se encarga de realizar la unidad es el mismo espíritu de Jesús2. Pero Dios no regala su comunión a unos pocos, unos privilegiados. Su deseo es que llegue, sobre todo, a los más lejanos, los marginados, los perdidos. Por eso, quien es consciente de haber recibido el don de la comunión queda comprometido en su difusión. Más aún: la garantía de la comunión definitiva con el Señor sólo queda asegurada si se ha promovido la comunión con los más débiles, con los hermanos más necesitados (cf Mt 25). De tal manera que la comunión en el interior de la comunidad cristiana se convierte para esta en un reto permanente a construir fraternidad con los de fuera.

La comunión es el camino de la comunidad. La comunidad cristiana no tiene otro camino que el de la comunión. Su proyecto, su tarea permanente, ha de ser construir la comunión en sus dos ejes: filiación y fraternidad. Ha de caminar, pues, en una referencia constante a Dios: buscando la unidad en la oración, en la escucha y la comunicación de la Palabra, en la celebración eucarística, en la apertura al Espíritu para discernir los acontecimientos. E igualmente ha de caminar en la referencia a los hermanos, en él servicio fraterno, en el compartir la vida y los bienes, en la atención a los necesitados, en la aceptación de la pluralidad. Caminar en la comunión implica también aceptar y asumir las mediaciones humanas en las cuales se encarna la comunión: la diversidad de carismas y estados de vida, las estructuras e instituciones que en cada tiempo y lugar pueden contribuir a desarrollarla, y, sobre todo, la ministerialidad, como dimensión eclesial que favorece la corresponsabilidad de todos en la comunión y la misión de la comunidad.

La comunión es la meta de la comunidad. La comunión es una realidad escatológica. Sólo en el Reino definitivo podremos vivirla en su plenitud. Pero ya en esta vida podemos saborearla, porque el Espíritu Santo actúa entre nosotros comunicándonos la vida de Dios, la comunión de la Trinidad. De ella es sacramento la comunidad eclesial, y en cuanto sacramento realiza lo que significa. La conciencia de este ya pero todavía no, actúa en la comunidad eclesial como un permanente revulsivo que la obliga a relativizar sus proyectos, a poner en cuestión sus logros y a dar un sentido utópico a sus objetivos finales. La meta de la comunión siempre está más allá de lo que puede conseguir. Y sin embargo, puesto que ya está presente en ella como la fuente de su propio ser y como regalo del que ya puede disfrutar, está capacitada para anunciarlo proféticamente, introduciendo así en este mundo, en la sociedad de hoy, como una cuña, la realidad escatológica de la comunión. Este es el sentido, por ejemplo, del matrimonio cristiano, convertido en sacramento que anuncia el amor indisoluble de Cristo por su Iglesia; o el celibato consagrado, signo de un amor gratuito puesto al servicio de todos, como es el amor de Dios.

c) Los niveles de la comunión. Al explicitar el ámbito en el que la comunión se encarna conviene huir de dos extremos igualmente viciosos: tan malo es el encerrarla en el pequeño marco familiar de una comunidad que vive vuelta hacia sí, como el diluirla en una supuesta universalidad que prescinde de las mediaciones inmediatas. Los niveles de la comunión se organizan en relación a dos planos que se cruzan: 1) En primer lugar, el plano de la eclesialidad, donde la comunión se alimenta, echa raíces y encuentra sentido en la fe. La comunión se estructura en círculos que se engloban unos a otros. Los más interiores corresponden a las comunidades inmediatas, donde se establecen las relaciones interpersonales. En ellas es donde debe comenzar a vivirse y donde se ha de alimentar a diario la comunión (DGC 253). Desde las comunidades inmediatas los creyentes se unen a las comunidades referenciales: primeramente, la Iglesia local o diócesis, donde se da la plenitud de la Iglesia y de la comunión bajo la presidencia del obispo; finalmente, la Iglesia universal, presidida por el papa, donde se realiza la comunión de Iglesias locales extendidas por todo el mundo (cf CC 255). Otros círculos intermedios representan a las Iglesias regionales y nacionales. A partir de estos círculos la comunión se dirige hacia horizontes más amplios, siempre sobre el mismo plano de la eclesialidad: el ecumenismo nos abre a otras Iglesias cristianas, buscando todo aquello que nos une en la fe. Más allá del marco visible de la Iglesia, la comunión nos une al mundo entero, pues todo él está llamado a participar en el reino de Dios, y por todas partes están diseminadas las semillas del Verbo (AG 11). 2) El otro plano en el que se encarna la comunión está referido a los destinatarios de la misión. Al igual que en el plano anterior, tampoco aquí hay exclusiones, pero sí hay un orden de preferencias que son las del reino de Dios. Los pobres son los preferidos por la comunidad cristiana; con ellos debe manifestar su comunión, tanto más intensa cuanto mayor es la necesidad de aquellos.

2. LA COMUNIDAD INMEDIATA. a) Un espacio de vida para la comunión en la fe. La comunidad inmediata es el espacio donde el creyente experimenta en primera instancia el misterio de la Iglesia. Se caracteriza por unas relaciones interpersonales cercanas y una comunicación directa entre sus componentes. En este espacio la gracia de la comunión se encarna y toma cuerpo, y desde aquí se proyecta hacia otros círculos más amplios; en cierto sentido podemos calificar la comunidad inmediata de núcleo generador de la comunión, siempre sin olvidar que nos referimos a un don que viene de lo alto, no a un proyecto meramente humano. Los creyentes acogen en la fe este don que convierte su grupo humano en una célula de la Iglesia; de su iniciativa y responsabilidad dependerá luego que la comunión crezca y se desarrolle, en los niveles y planos a los que antes nos referíamos.

El concepto comunidad inmediata se refiere, en realidad, a núcleos comunitarios de diferente extensión y relación entre sí: desde la pequeña comunidad de fe, constituida como un grupo sociológicamente primario, pasando por el conjunto de grupos que están unidos por un mismo carisma en torno a una misión concreta, hasta la gran comunidad parroquial que reúne dentro de sí a grupos muy diferentes. ¿ Comunidad parroquial o, mejor, parroquia como comunión de comunidades? Esta segunda denominación parece más adecuada para definir la aportación que debe hacer la parroquia, en cuanto organización eclesial, a los grupos que se encuentran en su seno: el reconocimiento y la complementariedad de los distintos carismas, la pluralidad de relaciones interpersonales, la variedad de urgencias que plantea la misión, la apertura a la comunión universal a través de la Iglesia local... Es esa dimensión que proporciona volumen a la experiencia de comunión que el creyente vive en la pequeña comunidad. La parroquia entra así en la categoría de comunidades inmediatas, sin acaparar esta denominación, pero con aquella función peculiar que deberá discernir de continuo para no reducirse a una estructura burocrática de administración de sacramentos.

La propuesta que hacía la II Conferencia del episcopado latinoamericano (1968) sigue siendo el reto que cada comunidad inmediata ha de proponerse en su interior: «La vivencia de la comunión, a la que ha sido llamado, debe encontrarla el cristiano en su comunidad de base, es decir, una comunidad local o ambiental, que corresponda a la realidad de un grupo homogéneo, y que tenga una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros... La comunidad cristiana de base es así el primero y fundamental núcleo eclesial, que debe, en su propio nivel, responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe, como también del culto que es su expresión. Ella es, pues, célula inicial de estructuración eclesial y foco de evangelización, y actualmente factor primordial de promoción humana y desarrollo» (Medellín 15, 10).

b) La formación de las comunidades inmediatas. Unas surgen como ofertas institucionales, promovidas desde la jerarquía, cumpliendo esta con su ministerio pastoral de facilitar a los fieles los medios y estructuras adecuadas para vivir su fe. La principal de ellas es la parroquia (cf SC 42), en la cual, «la comunión eclesial encuentra su expresión más visible e inmediata» (ChL 26). Será la forma utilizada por la mayoría de los cristianos para vivir en comunión con la diócesis y con la Iglesia universal. Otras surgen espontáneamente entre los fieles, siguiendo el dinamismo carismático que el Espíritu suscita, y haciendo uso de su derecho a la asociación (ChL 29; CCE 215). Son las pequeñas comunidades cristianas con sus correspondientes agrupaciones en orden a la comunión y a la misión (cf EN 58). Para todas ellas la referencia inexcusable es la Iglesia local o diócesis, pues sólo en ella podrán participar del misterio total de la Iglesia. Se habrán de prever, pues, los lazos estructurales que hagan manifiesta esa referencia. Suelen estar ya establecidos en lo que se refiere a la parroquia y a las pequeñas comunidades insertas de una u otra forma en la parroquia. Para aquellas comunidades que, por motivos razonables, no deseen vincularse a ninguna parroquia3, el obispo con su consejo pastoral habrá de habilitar cauces de comunión y comunicación con todas estas comunidades, procurando siempre salvaguardar la identidad y carisma de cada una de ellas, pues son un don del Espíritu a la Iglesia diocesana y universal. El esquema organizativo del arciprestazgo, sobre todo en las ciudades, presenta grandes ventajas y posibilidades para coordinar comunidades parroquiales y no parroquiales, y facilitar la colaboración mutua, más allá de las suspicacias, recelos y exclusivismos que afloran con frecuencia por parte de unas y de otras.

c) Rasgos de la comunidad inmediata. La comunidad inmediata debe responder a una serie de características que garanticen su identidad eclesial. Encontramos diversas descripciones (cf EN 58; CC 257-265; Conceptos fundamentales del cristianismo, 186-187), coincidentes en lo esencial, aunque cada una tiende a subrayar determinadas dimensiones dentro del conjunto, ya sea la fundamentación cristológica, la referencia a la palabra de Dios, la proyección o compromiso social, la participación de bienes, la vida fraterna, la comunión eclesial, la celebración de la liturgia, la corresponsabilidad ministerial,... Esta variedad de acentuaciones, sin diferir por ello en lo esencial, nos sugiere dos observaciones importantes: En primer lugar, que no existe un tipo único de comunidad cristiana inmediata, sino más bien una infinidad de variedades, dependientes de múltiples factores tales como la historia propia de la comunidad y los procesos personales de sus miembros, las características culturales y las necesidades sociales del entorno, los carismas presentes en el grupo y la generosidad de quienes los poseen, las preferencias teológicas y litúrgicas... En segundo lugar, la descripción de rasgos de una comunidad in-mediata no tiene como objetivo trazar una frontera entre las comunidades que cumplen perfectamente estos requisitos y las que no, sino proponer un camino con una dirección clara que permita discernir y avanzar en un proceso de maduración. Las diferencias pueden ser muchas entre unas y otras comunidades, pero la verdadera separación procede no de las acentuaciones diversas, sino de la diferencia de dirección que se produce al excluir más o menos deliberadamente alguno de los componentes esenciales de la identidad comunitaria eclesial.

La descripción que ofrecemos a continuación está hecha con una perspectiva intencionadamente catequética, pensando en aquellos que, tras haber hecho un proceso de profundización en la fe, se preguntan cómo ha de ser la comunidad en que deben insertarse, o cómo construirla, o en qué se diferencia del grupo catecumenal que les ha acompañado en el proceso...

La comunidad inmediata es: 1) Un grupo de «talla humana». La expresión quiere resaltar la infraestructura en la que se encarna lo cristiano; asume su amplitud, por ejemplo en toda la variedad de edades, pues todas tienen cabida en la comunidad, y su ambigüedad, pues cuenta con las debilidades, los retrocesos, las raíces siempre presentes del egoísmo humano; pero subraya la madurez como tónica y, por tanto, la capacidad de relaciones interpersonales fraternas y solidarias. Su núcleo fundamental ha de estar constituido por adultos —aun-que sean jóvenes—, es decir, personas que han asumido su identidad y han definido ya su posición en la vida con determinadas opciones básicas ya he-chas. No parece apropiado, pues, hablar de una comunidad cristiana de adolescentes, que, por definición, aún están en búsqueda de su propia identidad. Pero no es suficiente la calidad y madurez de las personas; también es necesario que tanto el número de miembros como las estructuras favorezcan las relaciones cercanas entre los miembros de la comunidad, el sentido de pertenencia, la participación y el compromiso. 2) Un grupo de identidad cristiana. El centro de la comunidad es Cristo, lo cual «implica la clara conciencia de una vinculación personal con Cristo y Dios Padre en unión con el Espíritu» (CC 258). No son sus problemas e intereses in-ternos los que ocupan el primer puesto en las preocupaciones de la comunidad. La Palabra es su punto de referencia fundamental y desde ella la comunidad discierne sus opciones y proyectos. Para acoger la Palabra y darle la respuesta adecuada se hace comunidad orante. Asume como propio el programa de Jesús, sintetizado en el mandamiento del amor y las bienaventuranzas. Expresa y celebra su fe en Jesús. Se sitúa en formación permanente, a fin de comprender y asimilar mejor el mensaje y «saber dar razón de su esperanza» (lPe 3,15). Desarrolla su vida litúrgica y, de manera especial, celebra la eucaristía como centro y cumbre de toda la vida eclesial. Está comprometida en la realización del reino de Dios: hacia dentro de la comunidad, construyéndola mediante los distintos ser-vicios, ministerios y carismas, y haciendo de ella un signo de la llegada del Reino; hacia fuera, participando en la reconversión de las estructuras sociales y anunciando la buena nueva con su propio testimonio y el envío explícito de algunos de sus miembros; vive la urgencia de atender sobre todo a los más necesitados, como privilegiados del reino. 3) Un grupo en plena comunión eclesial. Acepta la interdependencia y la solidaridad con las otras comunidades eclesiales y fomenta la propia integración en la Iglesia local diocesana y en la Iglesia universal.


IV. Ámbito maternal de la catequesis

1. UNA CATEQUESIS EN CLAVE COMUNITARIA. PROCESO HISTÓRICO. La toma de conciencia de la Iglesia sobre su identidad comunitaria forzosamente debía traer consigo un replanteamiento de la catequesis y, en general, de todo el proceso de educación de la fe, poniéndolos, cada vez más, bajo el signo de la comunidad.

Desde la convicción cada vez más arraigada de que «la catequesis está íntimamente unida a toda la vida de la Iglesia» (CT 13), se ha desarrolla-do en las décadas posteriores al Vaticano II un considerable trabajo con vistas a: 1) «dar la prioridad a la catequesis, por encima de otras iniciativas cuyos resultados pueden ser más espectaculares» (CT 15), y 2) hacer de ella «una iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (CT 21). Al subrayar este carácter iniciático, se pone en primer plano la finalidad comunitaria de la catequesis y, por lo mismo, su referencia a la Iglesia comunidad, como reconoce el nuevo Directorio: «Por ser iniciación, incorpora a la comunidad que vive, celebra y testimonia la fe» (DGC 68). Algunos pasos históricos señalan esta recuperación:

Por parte de la Iglesia universal, ya en 1971 el Directorio general de pastoral catequética señalaba la relación intrínseca entre catequesis, testimonio y comunidad, y la dependencia entre el catequista y la comunidad: «La catequesis debe apoyarse en el testimonio de la comunidad eclesial». «El catequista es, en cierta manera, intérprete de la Iglesia ante los catequizan-dos» (DCG 35).

Pablo VI recoge las aportaciones del sínodo de 1974 sobre la evangelización en su exhortación Evangelii nuntiandi. La catequesis queda englobada en el complejo proceso de la evangelización; en cuanto tal, «no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial» (EN 60).

El sínodo de 1977, dedicado todo él a la catequesis en nuestro tiempo, avanza en la misma línea y define claramente las nuevas posiciones: El «lugar o ámbito normal de la catequesis es la comunidad cristiana. La catequesis no es una tarea meramente individual, sino que se realiza siempre en la comunidad cristiana». Simultáneamente subraya la importancia de las nuevas formas de comunidad: pequeñas comunidades eclesiales, asociaciones, grupos juveniles (MPD 13).

Asumiendo el mensaje del sínodo anterior, Juan Pablo II afirma en CT la necesidad de que la catequesis tenga una orientación comunitaria, y no de una manera vaga, sino en referencia a la comunidad concreta: «Todo el que se ha adherido a Jesucristo por la fe, y se esfuerza por consolidar esta fe mediante la catequesis, tiene necesidad de vivirla en comunión con aquellos que han dado el mismo paso. La catequesis corre el riesgo de esterilizarse, si una comunidad de fe y de vida cristiana no acoge al catecúmeno en cierta fase de su catequesis» (CT 24; cf DGC 69).

Por su parte, la Iglesia latinoamericana había proclamado ya en Medellín (1968) su opción por la catequesis, entendida como proceso comunitario de crecimiento en la fe. En la Iglesia española, el primer impulso oficial para situar la catequesis en clave comunitaria lo encontramos en 1978, en un documento del episcopado español, de carácter programático y de largo alcance: Una nueva etapa en el movimiento catequético; en él se señala como objetivo prioritario de acción pastoral el tratar de conseguir una catequesis desde y para la comunidad cristiana. Desde esa fecha, los sucesivos planes trienales de la Conferencia episcopal española confirman y desarrollan dicho objetivo.

Para orientar y sostener este esfuerzo, aparece en 1983 el principal documento catequético de la Iglesia española en las últimas décadas, La catequesis de la comunidad. Entre los criterios que proporciona para potenciar, discernir y dar coherencia a la acción catequética española, resaltan los referidos a la inspiración catecumenal de la catequesis, a la formación de la identidad cristiana a partir de la iniciación eclesial, a su carácter comunitario y al papel de la comunidad en la acción catequética.

Desde estas orientaciones se van estructurando a continuación los di-versos sectores de la catequesis. El primero y más importante, el de la Catequesis de adultos. Orientaciones pastorales (1990), de la que se afirma que es «una acción educativa que se realiza desde la responsabilidad de toda la comunidad, en un contexto o clima comunitario referencial, para que los adultos que se catequizan se incorporen a la vida de dicha comunidad» (CAd 126). Luego el de jóvenes (1991): «Toda pastoral con jóvenes ha de proponer y animar el encuentro personal y comunitario del joven con Cristo vivo... Ha de impulsar, y además facilitar, la participación en la vida de la comunidad...» (OPJ 30).

Todas estas aportaciones confluyen sobre el nuevo Directorio y en él que-dan integradas armónicamente. Se puede decir que este documento es la coronación de un proceso que ha situado a la catequesis en el centro de atención de la comunidad cristiana, y a esta como marco y objetivo de toda catequesis.

Este espíritu es el que inspira posteriormente el documento La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (1998), de la Conferencia episcopal española, donde, entre otras cosas, se dice que la iniciación cristiana, «misión maternal de la Iglesia, aunque pertenece a todo el cuerpo eclesial, se lleva a cabo en las Iglesias particulares...» (IC 14), y que «es necesaria también la educación permanente de la fe en el seno de la comunidad eclesial» (IC 21).

2. LA COMUNIDAD CRISTIANA, ORIGEN, LUGAR Y META DE LA CATEQUESIS. La clave comunitaria de la catequesis tiene tres componentes que señalan a la comunidad cristiana como origen, lugar y meta de la catequesis, según la expresión del sínodo de 1977 (prop. 25). Ella «es en sí misma catequesis viviente. Siendo lo que es, anuncia, celebra, vive y permanece siempre como el espacio vital indispensable y primario de la catequesis» (DGC 141).

a) Origen. Es todo un juego de relaciones o vínculos que forman el en-tramado sobre el que se cimienta la catequesis eclesial. En este entrama-do apuntamos primeramente a la Iglesia local, a quien corresponde la misión de educar en la fe (DGC 217; CC 266); ella es la comunidad inicia-dora por excelencia. Siempre en la referencia trazada por este marco, que a su vez se sitúa en la perspectiva de la Iglesia universal (EN 61-62), precisamos ahora el origen de la catequesis en la comunidad cristiana inmediata, insertada en la Iglesia lo-cal: «es el punto de partida ordinario y el clima nutricio en que el creyente se inicia y madura en la fe» (CC 266). Consciente de su responsabilidad como mediadora en la entrega de la fe, la comunidad cristiana inmediata se esfuerza para «que la acción catequética ponga en marcha un dina-mismo comunitario que eduque en el sentido eclesial propio de la vida cristiana» (CC 266).

En esta cadena de mediaciones, cuando la comunidad cristiana inmediata es excesivamente amplia o difusa, como es el caso de muchas parroquias, «se requiere la existencia de un núcleo comunitario, compuesto por cristianos maduros, ya iniciados en la fe, a los que se les dispense un trata-miento pastoral adecuado y diferenciado» (DGC 258; cf CAd 130), que pueda actuar como signo visible de la comunidad eclesial para cuantos se encuentran en el itinerario de la iniciación cristiana.

Los catequizandos perciben estas vinculaciones eclesiales primera-mente a través de la persona del catequista, el cual no actúa en nombre propio sino «como portavoz de la Iglesia, transmitiendo la fe que ella cree, celebra y vive» (CF 72). Recibe la misión del obispo, «primer responsable de la catequesis y catequista por excelencia» (CT 63). Esta vinculación se ha de expresar con signos concretos.

De igual manera, debe fomentarse en el catequista su sentido de pertenencia a la comunidad cristiana inmediata y, en segundo lugar, al grupo de catequistas. Este último es, en la práctica, un factor decisivo para el buen funcionamiento de un proceso catequístico. Gracias al grupo de catequistas, cada catequista realiza su acción desde la comunidad, ofreciendo el testimonio de los valores comunitarios, pero también en comunidad, apoyándose mutuamente para poder desarrollar de forma sistemática y continuada el itinerario catequético. El grupo de animadores es testigo, en representación de la comunidad cristiana, del avance que los catequizandos van experimentando, y garantizan con una tarea de discernimiento sistemático los pasos que les conducen hacia la integración en una comunidad. Finalmente, al afirmar que la comunidad es el origen de la catequesis se está llamando la atención sobre una corriente que debe funcionar en doble sentido: de la comunidad eclesial hacia los catequizandos, que se manifiesta a través de las vinculaciones institucionales de comunidades y animadores de diferentes niveles, y es impulsada por la conciencia eclesial de que la catequesis es responsabilidad de toda la comunidad cristiana (DGC 220; AG 14) y debe ejercerse en solidaridad e interdependencia de todos los actores; y de los catequizan-dos hacia la comunidad eclesial, pues aquellos no pueden encerrarse en el grupo de catequesis sino que han de iniciarse también en los lazos concretos de comunión que les permitan sentirse incorporados efectivamente a la comunidad eclesial.

b) Lugar. «El anuncio, transmisión y vivencia del evangelio se realizan en el seno de una Iglesia particular. Sólo en comunión con ella se vive la experiencia cristiana» (CAd 115). No se trata, pues, de una alusión geográfica, un espacio material para la re-unión; hay que entenderlo en el sentido de seno materno, es decir, allí donde se transmite la vida, el alimento y los medios necesarios para alumbrar y desarrollar la vida nueva del cristiano. De fondo está la imagen de la Iglesia en cuanto madre (cf LG 64), tan apreciada por los santos Padres. De esa maternidad de la Iglesia participa la comunidad cristiana in-mediata a través de la catequesis: «Ella acompaña a los catecúmenos y catequizandos en su itinerario catequético y, con solicitud maternal, les hace partícipes de su propia experiencia de fe y los incorpora a su seno» (DGC 254; cf CAd 110, 126).

Entre los ámbitos comunitarios de la catequesis sobresale la comunidad parroquial, que «debe seguir siendo la animadora de la catequesis y su lugar privilegiado» (CT 67). Sin embargo, en palabras de Juan Pablo II, debe realizar esta función «sin monopolizar y sin uniformar; por el contrario, tiene el deber de multiplicar y adaptar los lugares de catequesis en la medida en que sea posible y útil» (CT 67; cf DGC 257).

Las comunidades eclesiales de base pueden ser instrumentos valiosos de evangelización y de catequización, e igualmente las asociaciones, grupos y movimientos apostólicos, en la medida en que se convierten en ámbitos verdaderamente comunitarios y desarrollan la dimensión catequética en sus planes de formación (DGC 261-264). Entre unas y otros hemos de resaltar aquellas comunidades que, por carisma y misión eclesial, se dedican a la catequesis o a la educación cristiana. Todos estos ámbitos no son excluyentes sino que han de complementarse entre sí y favorecer la mutua coordinación en el marco de la Iglesia local.

Pero todos ellos quedarían desprovistos de fuerza sin la necesaria mediación del grupo de catequesis; se puede decir que este es el último eslabón, el más cercano al destinatario, como lo es también la familia cristiana, en la transmisión de la vida materna de la Iglesia. El grupo catequético, como expresión e iniciación en la comunidad, es una exigencia de la catequesis (CC 283), es método obligado para un contenido de fe esencialmente comunitario, «mediación privilegiada de experiencia de Iglesia» (OPJ 44; cf CAd 132) que con-duce, como de forma natural, a la meta de la catequesis, que es la propia comunidad cristiana (DGC 159).

c) Meta., La comunidad es el fruto del proceso catecumenal: en cuanto dimensión de la fe que el cristiano ha debido asumir durante el proceso; en cuanto Iglesia universal que crece en sus miembros; pero también, en cuanto comunidad eclesial inmediata, don-de el creyente concreto vive y madura en la fe. «La catequesis capacita al cristiano para vivir en comunidad y para participar activamente en la vida y misión de la Iglesia» (DGC 86). «Al final de un proceso catequético, los cristianos han de desembocar ordinariamente en una comunidad cristiana inmediata e integrarse plenamente en ella. La comunidad irá manteniendo su vida de fe y en ella vivirán el don de la comunión con los hermanos...» (CC 287; cf EN 23; DGC 220). Muchos procesos catequéticos de jóvenes y de adultos se resienten precisamente en esta capacidad de conseguir la meta final, y esta es la piedra de toque para juzgar su validez.

La integración implica una vinculación a la comunidad, en el doble sentido de identificación y pertenencia. La identificación pasa por asumir el misterio de Iglesia, misterio de comunión, con sus raíces trinitarias y su desarrollo en los diversos niveles de comunión, y vivirlo a través de las actitudes de filiación y fraternidad. Igualmente, y por la misma naturaleza misionera de la comunión eclesial (cf ChL 32), la integración en la comunidad cristiana exige asumir la misión de la comunidad e integrarse en ella desde los propios carismas, a través de las mediaciones por las que la Iglesia realiza su misión: los ministerios de la palabra, de la liturgia y de la caridad (cf CC 152). La pertenencia se hace efectiva por la participación y la corresponsabilidad en la construcción de la comunidad.

Al señalar la comunidad como meta de la catequesis hemos de evitar el reduccionismo de su fácil equiparación con determinada comunidad inmediata, y más frecuentemente con la que ha sido acompañante en el proceso catequético, ya sea parroquial o de otro tipo. La comunidad signo del Reino supera cualquier concreción aun-que se manifieste en ella. Las posibles comunidades inmediatas donde los cristianos viven su fe son esencial-mente transitorias; la elección de una u otra, incluso el paso de una a otra, ha de hacerse en función de las Iglesias referenciales, universal y local, y, en definitiva, de un mejor servicio al reino de Dios. Por ello, todo proceso de tipo catecumenal debe culminar con un discernimiento vocacional en el que se presente a los catequizandos una diversidad de ámbitos comunitarios entre los que puedan encontrar el más acorde para realizar su vocación.

La anterior afirmación pone en evidencia el desafío que está implícito en esta propuesta de meta y que, hoy por hoy, se acusa como un déficit en la pastoral de juventud: nos referimos a la necesidad de encontrar comunidades cristianas que sean realmente convocantes, es decir, que por los valores que viven, tanto ad intra como ad extra de la comunidad, ofrecen un proyecto al servicio del Reino, capaz de entusiasmar a jóvenes como a adultos. Estas comunidades no se presentan ellas mismas como el objeto de la convocatoria, sino el Reino que en ellas acontece; por tanto, los signos que de-jan ver son aquellos que acompañan la presencia del Reino: la opción por Dios como primer valor, y la relación fraterna, la solidaridad con los pobres y marginados; pero sin olvidar que estos signos se hacen creíbles a los hombres y mujeres de hoy cuando se presentan en orden inverso del que aquí hemos escrito.

NOTAS: 1. L. MALDONADO, La comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 5. — 2 Cf P. A. LIÉGÉ, Comunidad y comunidades en la Iglesia. Narcea, Madrid 1978, 23-24. — 3. Cf COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL, Servicio pastoral a las pequeñas comunidades cristianas, Madrid 1982, 46.

BIBL.: BOTANA A., Iniciación a la comunidad, C. V. La Salle, Valladolid 1990; DE PABLO V., Juventud, Iglesia y comunidad, CCS, Madrid 1985; ESTEPA J. M., La comunidad cristiana: origen, meta, ámbitos y agentes de la catequesis, Actualidad catequética 92 y 93 (1979); FLORISTÁN C., Comunidad y Comunión, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993; LIÉGÉ P. A., Comunidad y comunidades en la Iglesia, Narcea, Madrid 1978; MALDONADO L., La comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992; MERCATALI A., Comunidad de vida, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°; MOVILLA S., Del catecumenado a la comunidad, San Pablo, Madrid 1982; PERALES E., Vivir el don de la comunidad, San Pablo, Madrid 19952; PÉREZ J. L., Dios me dio hermanos. Comunidad cristiana y pastoral de juventud, CCS, Madrid 1993; PUJOL 1 BARDOLET J., El ministerio de animación comunitaria, San Pablo, Madrid 1998; RAMOS GUERREIRA J. A., Comunión y comunidad, en INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, Ser cristianos en comunidad. III Semana de estudios de teología pastoral, Verbo Divino, Estella 1993; ROMERO P., Comunicación y vida comunitaria, San Pablo, Madrid 1997; SILANES N., Comunión, en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992.

Antonio Botana Caeiro