CATEQUESIS CON DISCAPACITADOS
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SUMARIO: I. Nuestro mundo y la presencia de la debilidad humana. II. El proyecto amoroso de Dios y los débiles del mundo: 1. La vida humana tiene un valor único; 2. En Jesús toda debilidad humana adquiere un rostro nuevo; 3. La Iglesia, comunidad fratemal para toda persona débil. III. La actividad catequética en la comunidad eclesial: 1. Objetivo de la catequesis en ambientes especiales; 2. ¿A quién se dirige la catequesis especial?; 3. ¿Qué mensaje presentar en la catequesis especial? IV. El proceso catequético en el ambiente especial: 1. La pedagogía catequética se inspira en la pedagogía de Dios; 2. La pedagogía catequética se inspira en la manera de actuar de Jesús; 3. Pedagogía de los signos; 4. Pedagogía de la experiencia; 5. La catequesis especial dentro de la organización catequética; 6. La formación de catequistas para ambientes especiales.


I. Nuestro mundo y la presencia de la debilidad humana

Cada vez es más evidente que nuestro mundo no es excesivamente optimista respecto al humilde, al marginado, al discapacitado, al anciano, al pobre en general. La presencia de la debilidad humana desconcierta y llega a ser piedra de escándalo para un mundo que pone su punto de mira en unos valores muy lejanos de estas acuciantes realidades. En estos momentos de tanta competitividad para nuestros pueblos, especialmente en Occidente, se tiene la convicción, cada vez más arraigada, de que en esta carrera vertiginosa sólo subsistirán los más capacitados, los mejor preparados, los más sobresalientes; en definitiva: los fuertes.

En los países que decimos más desarrollados se da una lucha sin freno por el tener. Para algunos es la lucha sin fin por la propia subsistencia y por crearse un pequeño espacio dentro de la sociedad. Para otros es la carrera desmedida hacia el éxito y el confort. Sin éxito social no hay sitio, ni trabajo, ni casi identidad personal. Parecería ser que en nuestra actual cultura occidental el gran baremo para poder presentar una digna identidad personal se centrara en la eficacia, en la fuerza, en la belleza, en la especialización a ultranza, en la máxima rentabilidad.

La misma educación orienta, no pocas veces, sus esfuerzos hacia la consecución de tales objetivos y hacia la integración masiva en un tal dinamismo, olvidando peligrosamente valores esenciales e imprescindibles para un mínimo desarrollo global del hombre.

Miles de seres humanos, entre ellos especialmente los discapacitados, contemplan atónitos esta carrera vertiginosa donde la concreta realidad personal queda olvidada, si no despreciada, en aspectos esenciales de su desarrollo humano y espiritual.

Las personas que, por múltiples razones, no pueden seguir esta vertiginosa carrera corren el peligro de sentirse inútiles, desvalorizadas, no queribles, con la sensación de ser un peso para el resto de la sociedad. Este es el doloroso sentimiento y la experiencia diaria de muchos seres que se sienten débiles y frágiles dentro de nuestros grupos sociales. La huida y el refugio en la droga, el alcohol, la delincuencia, la prostitución, la marginación, ponen en evidencia, a su vez, la propia impotencia de una sociedad que se vive autosuficiente.

En una lucha tan dura el corazón se endurece y apenas hay sitio para la compasión, la ternura, la comunión y otros valores trascendentales para la verdadera felicidad del hombre.

En un mundo así, fascinado por tales valores, atrapado en estos afanes, ¿cuál es el sitio, el espacio, para todos los seres que sufren algún tipo de discapacidad? ¿Quiénes son hoy los discapacitados? ¿Dónde integrarlos, con qué criterios y cómo? Lo que de ordinario llamamos normalidad y normalización ¿es de verdad lo más humano?


II. El proyecto amoroso de Dios y los débiles del mundo

1. LA VIDA HUMANA TIENE UN VALOR ÚNICO. La vida de cada ser humano tiene en el proyecto amoroso de Dios un valor único, original, misterioso. El Dios que se revela a través de la historia de la salvación, es un Dios de vida, se goza en ella, la sustenta, la recrea sin cesar, la ama. Desde las primeras páginas del Génesis, la vida aparece como el máximo don, como lo bueno por excelencia, como algo a gozar y a saborear en la gratitud. La creación misma es una experiencia y una manifestación de esta explosión de vida: «Y vio Dios que era bueno...», se repite de forma reiterada en el primer capítulo del Génesis en esa gozosa contemplación de las maravillas que van surgiendo en la creación.

La vida adquiere un tono original cuando se trata del hombre: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza... a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó... Y vio Dios todo lo que había hecho y todo era muy bueno» (Gén 1,26-27.31).

En este proyecto de Dios, la vida de cada ser humano tiene un valor único, original, misterioso, vida a su imagen. El hombre, cualquiera que sea, puede experimentar que su vida es deseada particularmente por Dios, que está marcada con su sello más personal; puede sentir que Dios se goza de su existencia, de su respiración, de cada latir de su corazón; puede, en fin, verse personalmente reconocido por este Dios que le llama sin cesar a la vida.

Nadie como un ser discapacitado necesita esta vivencia profunda de sentir su vida deseada, reconocida, acogida. Nadie como él necesita experimentar que su vida es, de verdad, un gozo para alguien, para personas muy concretas, un gozo para Dios mismo.

Para posibilitar este descubrimiento de la presencia amorosa de Dios Padre, la persona que por alguna razón esté herida en su corazón necesita de alguien con quien pueda entablar una relación real, profunda, personal, que acepte ser intermediario en este crecimiento suyo, en este proceso de su despertar.

2. EN JESÚS TODA DEBILIDAD HUMANA ADQUIERE UN ROSTRO NUEVO. La encarnación de Jesús es no sólo un sí pleno y definitivo a la vida, sino la afirmación radical de la dignidad del hombre, la celebración de su ser, de su existencia, de su crecimiento. Todo ser, simplemente por serlo, queda ahí enaltecido, dignificado, reconocido.

Jesús en su encarnación está gritando que todo hombre, sea cual fuere su color, su raza, su familia, su capacidad, tiene su valor, su dignidad, su belleza, su importancia.

Nadie como Jesús en su encarnación dignifica al discapacitado, lo reconoce, lo valoriza, lo embellece, lo integra, lo normaliza. Como todo hombre, el discapacitado tiene derecho pleno a recibir y experimentar en su vida esta mirada novedosa, restauradora, llena de esperanza de Jesús. No es posible integración alguna que quiera llegar a los aspectos más profundos de la vida del discapacitado si olvida esa valoración radical con la que Jesús dignifica al ser humano y que va mucho más allá de la simple capacidad, de la utilidad, de las posibilidades sociales que un hombre pueda tener.

Esta fuerza liberadora de la presencia de Jesús se manifiesta especialmente en el gran acontecimiento de su muerte y de su resurrección (cf CCE 616, 618). Ahí se nos revela el sentido secreto del dolor y del sufrimiento. La debilidad humana y la limitación adquieren un rostro nuevo. En adelante, nuestras heridas interiores y exteriores pueden ser ese lugar original, ese abismo desde el que podemos gritar a Dios y realizar ese encuentro profundo y misterioso con él, convirtiéndose así el sufrimiento en semilla de transformación y de resurrección. Ahí, unidos a Jesús, podemos sentir a Dios como un padre amorosamente presente (CCE 272).

Es cierto que todo ello supone un proceso, a veces largo, en el que no faltan la frustración, la rabia, el escándalo, la protesta, hasta llegar a esa aceptación pacífica y sencilla de la realidad.

Toda persona que sienta en su propia carne o en su espíritu la debilidad, cualquiera que sea, tiene un derecho radical a descubrir en su vida esta mirada original de Jesús, a sentirse reconocido en ella, a saborearla y percibir su calor. Descubrir la misteriosa presencia de Jesús resucitado es vivir en esperanza la restauración definitiva de toda nuestra humanidad: «Sabemos que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente. No sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,22-23).

3. LA IGLESIA, COMUNIDAD FRATERNAL PARA TODA PERSONA DÉBIL. La Iglesia realiza, al estilo de Jesús, su labor evangelizadora con palabras y con obras, proclamando el evangelio y con el testimonio de su vida: «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» (EN 18; cf CCE 763-764).

Los seres afectados por alguna discapacidad tienen necesidad de encontrar en la vivencia de la comunidad una mirada de comprensión, de bondad, de gozo; la experiencia confiada de sentirse queridos por sí mismos, por lo que sencillamente son. Necesitan una vivencia comunitaria que sea restauradora, reparadora, que les permita encontrar el gozo de ser, de existir, de compartir. Juan Pablo II lo recuerda con precisión refiriéndose a la importancia de su vida afectiva: «La vida afectiva de las personas discapacitadas deberá recibir especial atención... Que puedan encontrar una comunidad llena de calor humano, donde su necesidad de amistad y de afecto sea respetada y satisfecha en conformidad con su inalienable dignidad moral...» (Roma, abril, 1984).

Hoy más que nunca, ante los numerosos problemas de marginación en todas sus facetas, nuestras comunidades cristianas están urgidas por este estilo tan novedoso de Jesús de hacerse presentes en medio de la debilidad humana.

Frente a los valores de la eficacia, del hiperactivismo, del poder de las ideas, los discapacitados nos revelan el valor de la relación, la riqueza del corazón, el valor de la humildad y de la debilidad aceptada y acogida. Son profetas silenciosos. Es fácil dejarlos de lado, considerarlos inútiles y pasar de largo. Sin embargo, su silencio es una llamada a la vivencia comunitaria, una invitación a la comunión. Es el gran signo del Reino en todos los tiempos: «En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros» (Jn 13,35).

La comunidad cristiana universal siempre se ha sentido urgida por la presencia de la debilidad humana. Los cristianos que en los siglos pasados querían vivir según el estilo y la manera de ser de Jesús, levantaban hospitales, escuelas, hospicios, dispensarios, que respondían a las necesidades y urgencias del momento. Ellos percibían con especial clarividencia la presencia de la pobreza y la debilidad en sus múltiples manifestaciones. La catequesis especial para las personas con discapacidad tuvo su gran aliento en los años del Vaticano II y se amamantó y creció con la gran movilización teológica, pastoral y pedagógica que significó su puesta en marcha.

Coincidiendo con la creciente sensibilización y atención científica de la sociedad al problema de la discapacidad, el Concilio se refiere explícitamente a la atención especial que deberá dispensarse a las instituciones que se dedican a la educación y asistencia de los minusválidos (cf GE 9).

Con frecuencia la voz de la Iglesia ha resonado con alegría y con fuerza para afirmar el lugar escogido que tienen dentro de la misma Iglesia los discapacitados y todas las personas e instituciones que les acompañan1. Así lo expresan en concreto los documentos de los últimos papas. Pablo VI, que «se ha constituido abogado de esta parte tan desfavorecida de la humanidad doliente», con diversos motivos y en diversas ocasiones quiso atraer la atención de todos los cristianos sobre la presencia en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia de un número creciente de niños, jóvenes y adultos, discapacitados o inadaptados. Juan Pablo II ha subrayado también la importancia que tiene para la Iglesia ver en los discapacitados la imagen viva de Cristo redentor de los hombres y la necesidad de una acogida plena en la comunidad cristiana: «Las comunidades cristianas deben ofrecer señales evidentes de credibilidad, a fin de que los hermanos afectados por una discapacidad no se sientan extraños en la casa común que es la Iglesia» (En el jubileo de comunidades con personas discapacitadas; Roma, 1 de abril de 1984).

De igual modo lo expresan las conferencias episcopales de los distintos países. La Conferencia episcopal española, desde su XVIII asamblea plenaria, viene insistiendo explícitamente en la necesidad de que la pastoral de la Iglesia tome en consideración las exigencias y necesidades de los niños, jóvenes y adultos discapacitados o marginados, dedicando personas y medios para su atención. Insiste en la importancia de integrarlos en la comunidad cristiana, ayudándoles a evolucionar religiosamente. Su vida, aunque limitada, merece todo el respeto de la comunidad de los creyentes. Considera pastoralmente urgente organizar la educación religiosa en este ámbito, preparar a catequistas y sacerdotes especializados y nombrar delegados diocesanos que se ocupen de toda esta realidad (cf Orientaciones pastorales y pedagógicas de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis, Atención a los minusválidos en la Iglesia y en la escuela 1986).

También en otros países latinoamericanos, los documentos eclesiales han ido reflejando este camino, manifestado ya por la experiencia de las comunidades parroquiales, diocesanas y nacionales sobre la catequesis de las personas con discapacidad y de sus familias, así como de la formación de sus catequistas y demás agentes pastorales. Las intuiciones, deliberaciones y propuestas de algunos encuentros catequísticos (entre los que se destaca el I Congreso catequístico nacional, celebrado en Buenos Aires del 14 al 17 de agosto de 1962), fueron como el inicio de una serie inagotable de profundización, maduración y consolidación de una pedagogía catequística cada día más cercana a la pedagogía de la revelación, de la celebración litúrgica, de la experiencia de lo cotidiano, de la expresión simbólica (cf Conferencia episcopal argentina, Buenos Aires, 30 de agosto de 1967).


III. La actividad catequética en la comunidad eclesial

1. OBJETIVO DE LA CATEQUESIS EN AMBIENTES ESPECIALES. La catequesis es un elemento muy señalado dentro del proceso total de la evangelización. Tiene un carácter propio, es un período de enseñanza y de madurez. Cf Directorio general de pastoral catequética (DCG), de 1971, 23; Directorio general para la catequesis (DGC), de 1997, 63. «Es la etapa o período intenso del proceso evangelizador, en la que se capacita básicamente a los cristianos, para entender, celebrar y vivir el evangelio del Reino, al que han dado su adhesión, y para participar activamente en la realización de la comunidad eclesial, y en el anuncio y difusión del evangelio. Esta formación cristiana, integral y fundamental, tiene como meta la confesión de la fe» (CC 34).

Todo cristiano, sean cuales fueren sus posibilidades o limitaciones, tiene derecho pleno a encontrar en la comunidad cristiana la posibilidad de poder vivir este período intenso, más o menos largo, durante el cual pueda gozosamente descubrir, experimentar, celebrar y vivir este mensaje de Jesús (cf DGC 167-170).

No existe un objetivo distinto para la catequesis en ambientes especiales, a pesar de que su realización exija otro ritmo, otras modalidades y formas de hacer. En el ambiente especial, como en los ambientes ordinarios, la catequesis pretende despertar la fe, alimentarla, educarla, llevarla hacia su madurez. La catequesis es una iniciación para todo cristiano, no sólo en la doctrina, sino también en la vida, en la liturgia de la Iglesia y su misión en el mundo: «La catequesis ilumina y robustece la fe, anima la vida con el espíritu de Cristo, lleva a una consciente y activa participación del misterio litúrgico y alienta a una acción apostólica» (GE 4; cf DGC 67-68).

Se trata de una experiencia vital en la que las capacidades intelectuales van a jugar, para el que las posea, un papel importante, pero no el único. De ninguna forma en la catequesis puede ponerse el acento exclusivamente en los aspectos del entender, destinándola únicamente a los capacitados intelectuales. Si la comunidad cristiana, aunque sólo sea de forma inconsciente, pusiera determinados límites a este nivel, no tendrían cabida en ella los más sencillos de nuestra sociedad, los más limitados a nivel intelectual, sobre todo los discapacitados más profundos. Bien es verdad que los modos y formas de hacer a niveles metodológicos habrán de ser en algunos casos muy especiales y nos van a exigir gran creatividad e imaginación, a la vez que un profundo conocimiento de su personalidad y de sus dificultades concretas.

«La catequesis especial se propone llevar a cada hermano diferente la alegría de vivir la preferencia de Dios; de vivir el espíritu de las bienaventuranzas de las que están tan cerca. Se propone integrar de verdad a los pobres en el seno de la comunidad eclesial, tal como son, pequeños y limitados, mostrando silenciosamente que la iniciativa es siempre de Dios; que sin él nada somos ni podemos, para que también ellos ejerzan su misión profética, frente a un mundo cada vez más lleno de sí mismo, autosuficiente y altanero, acostumbrado a los éxitos, y que juzga inútil lo que no es eficiente»2 (DCG 91; cf DGC 189).

El hombre es no sólo un ser racional, sino también un ser en relación. Es decir, crece, se desarrolla, se estructura como identidad personal en la relación. El complejo proceso de la identificación, incluida la identificación cristiana, se realiza dentro de significativas relaciones interpersonales necesarias e insustituibles. Se trata de un crecimiento progresivo que apunta hacia una cierta madurez, pero cada uno a su paso, a su ritmo, sintiendo un profundo respeto hacia las posibilidades de la persona, que es, en definitiva, la máxima responsable en el recorrido de su camino: «Se precisa, en primer lugar, una gran estima por la vida humana, en sí misma, una arraigada convicción de la dignidad trascendental de la persona, aun cuando su inteligencia esté tan poco desarrollada que parezca a veces inexistente. Se precisa también una compasión y una paciencia ilimitadas, un arte y una técnica terapéutica y pedagógica muy avanzados»3.

2. ¿A QUIÉN SE DIRIGE LA CATEQUESIS ESPECIAL? Toda catequesis se hace desde la comunidad y para la comunidad cristiana. Sin embargo, van a existir en dicha comunidad necesidades que exigirán una presencia, un apoyo y unas maneras pedagógicas de hacer originales (DGC 189).

La catequesis especial se dirigirá a todos aquellos cuya realidad existencial se caracteriza por la presencia de dificultades extraordinarias, y su modo de ser, de existir o de relacionarse se encuentra particularmente afectado. Se dirigirá a los más débiles que no pueden, por sí mismos, seguir el ritmo normalizado de la comunidad.

Para entendernos, podríamos llamar discapacitada a cualquier persona que, dada su especial condición física, psíquica o social, necesita modos particulares de presencia, de relación, de apoyo, de asistencia, de educación, de atención pastoral. Las clases de inadaptación pueden ser muy variadas. Las causas pueden ser múltiples. Podemos distinguir diversos tipos de discapacidad:

a) Los enfermos graves a niveles físicos, los discapacitados sensoriales, y todos los que padecen minusvalías severas en el estado psicomotor. En todos ellos van a tener gran importancia los trastornos psíquicos asociados a dichas discapacidades.

b) Por razón de su estado psíquico llamaríamos discapacitados a un amplio grupo de personas, desde las que sufren neurosis graves con claras y manifiestas dificultades para tener una buena relación con la realidad de su entorno, hasta las que padecen psicosis más severas, las que viven el mundo de la esquizofrenia y del autismo, donde la interpretación, el dominio y vivencia de la realidad estarían distorsionados y casi o totalmente ausentes.

También por su estado psíquico encontramos un grupo social con grandes dificultades para la convivencia, con rasgos claramente psicopáticos en la estructura de su personalidad, conocidos en nuestra sociedad con el nombre de delincuentes y predelincuentes, cuya violencia y agresividad preocupan especialmente en la actualidad a nuestra comunidad internacional. Son personas que, dados los enormes condicionantes que han vivido en su historia personal, experimentan grandes dificultades para la convivencia familiar y social, para la escolaridad, para una vida normalizada, a la vez que plantean graves y angustiosos interrogantes a los padres, a los educadores, a los catequistas, a la Iglesia, a la sociedad entera. Ante tanta dificultad, y condicionados por nuestra propia ansiedad, corremos un cierto peligro de catalogarlos rápidamente como niños o jóvenes de mala voluntad, asociales, perezosos, malos.

A este amplio grupo de personalidades psicopáticas habría que añadir también muchos drogadictos, alcohólicos, y muchas personas que manifiestan graves dificultades en la vivencia de su sexualidad. Personalidades todas ellas, desde el punto de vista psíquico, complejas, y por lo general muy carenciales y desestructuradas en su mundo interno. Nadie ignora que se trata de un gravísimo problema de nuestro tiempo, ante el que la sociedad y en especial sus responsables sienten una enorme impotencia, dada la poca eficacia de sus esfuerzos. Las consecuencias son enormemente destructivas, su recuperación es difícil y costosa; en algunos casos, imposible. La prevención se plantea como el camino de la máxima urgencia.

Dentro de este amplio grupo de discapacidades psíquicas tampoco podemos olvidar los numerosos casos de inadaptación, fruto de esta contradictoria sociedad en la que vivimos: niños y jóvenes marcados muy severamente por la marginación social, por el abandono, por los castigos familiares (es creciente el número de niños maltratados en sus propios ambientes), por los graves traumas que padecen en sus propios contextos sociales. Luego se les llamará niños o jóvenes caracteriales.

Merece una especial atención dentro de las discapacidades psíquicas la discapacidad mental. Sin duda, la catequesis deberá dedicarle un lugar privilegiado. La enorme complejidad de factores involucrados en este tipo de discapacidades nos obliga a rechazar todo concepto estereotipado de las mismas y a huir de una definición exhaustiva y unitaria. Teniendo en cuenta la originalidad individual de cada caso podríamos decir que existen tantas discapacidades como discapacitados. Cada uno tiene su peculiar modo de ser.

La discapacidad mental «hace referencia a limitaciones sustanciales en el funcionamiento actual. Se caracteriza por un funcionamiento intelectual significativamente inferior a la media, que generalmente coexiste junto a limitaciones en dos a más de las siguientes áreas de habilidades de adaptación: comunicación, autocuidado, vida en el hogar, habilidades sociales, utilización de la comunidad, autodirección, salud y seguridad, habilidades académicas funcionales, tiempo libre y trabajo. El retraso mental se ha de manifestar antes de los 18 años de edad». Dicha definición, adoptada por la Asociación americana sobre el retraso mental (AAMR), representa la concepción del retraso mental que ha estado vigente de modo más generalizado en estos últimos años. Está basada en un enfoque multidimensional que pretende ampliar el concepto del retraso mental, evitar la confianza depositada en el Cociente intelectual como criterio para asignar un nivel de retraso mental y relacionar las necesidades individuales del sujeto con los niveles de apoyo apropiados4.

Esto nos sitúa ante personas que padecen desde una discapacidad profunda, con imposibilidad de llegar a la palabra escrita o hablada y, en muchos casos, con la apariencia de ser incapaces de establecer cualquier tipo de relación con los demás, hasta la discapacidad mental ligera que algunos identifican con la dificultad de acceder a la abstracción, al pensamiento formal y al razonamiento.

Sin embargo, la discapacidad mental no se reduce a una edad mental, ni siquiera a un Cociente intelectual. La experiencia y el contacto con los discapacitados mentales nos lleva a considerarlos como unos seres humanos con sus inagotables riquezas, sus recursos imprevisibles y sus desconcertantes contradicciones. De ahí su forma peculiar de aproximarse a sí mismo, al mundo, a sus semejantes y a su experiencia de Dios.

El discapacitado mental, de ordinario, ha tenido dificultades en el desarrollo de la percepción, de la inteligencia, de la verbalización, de la afectividad, en todo el importante proceso de la simbolización. A la hora de acercarse a la realidad difícilmente llega a verla como una unidad dentro de la diversidad, como una síntesis. Percibe cosas, personas, pero no llega a descubrir, o al menos lo hace en proporción muy reducida, su sentido complejo y diverso. Tiene dificultad, sobre todo, para llegar a una significación más interior, quedándose fácilmente en el nivel de lo concreto, lo tangible, lo material.

Se le escapa también la estructura del tiempo; vive el presente. La noción de antes y después la percibirá como una enorme globalidad.

La capacidad de verbalización será muy limitada, presentando a veces serios problemas de lenguaje. De igual modo aparecerán las dificultades para el aprendizaje, no pudiendo seguir un proceso normal ni en cantidad ni en calidad. Su ritmo de asimilación y reacción será lento.

Los aspectos afectivos manifestarán la misma falta de madurez y estructuración. Su personalidad psíquica es débil, poco diferenciada; distingue mal sus propios sentimientos y es poca su fortaleza psíquica ante la angustia, la culpabilidad, el temor. En muchos casos vive a expensas de sus estímulos y de las reacciones de su entorno, buscando siempre la presencia cariñosa y tierna que ofrezca acogida y seguridad. De igual forma aparece su debilidad psíquica ante tendencias tan vitales como su instinto sexual.

El discapacitado se mostrará siempre muy dependiente de los demás, indefenso y con gran necesidad de relaciones interpersonales espontáneas, serias y sinceras, donde se sienta acogido, valorado e integrado y donde pueda expresar sus capacidades de relación y comunicación.

En síntesis, podemos decir que la diversidad de situaciones personales, familiares y sociales de la vida de la persona con discapacidad forma parte de la catequesis', y que cada una de esas situaciones es lugar de resonancia de la palabra de Dios en su propio lenguaje, modalidad y expresión, donde el sujeto activo de esta catequesis pase de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida más humanas... más humanas, por fin, y especialmente, la fe6.

3. ¿QUÉ MENSAJE PRESENTAR EN LA CATEQUESIS ESPECIAL? Respecto al contenido doctrinal de la catequesis no podemos pensar en un contenido para el hombre llamado normal y otro distinto para el discapacitado (cf DGC 111).

Sin embargo, en los ambientes más especiales vamos a tener la urgencia constante de preguntarnos qué es lo básico y nuclear del mensaje de Jesús. Siguiendo el criterio pastoral que se suele emplear en los ambientes más sencillos, debemos saber distinguir claramente lo esencial del mensaje de Jesús de lo más accidental, lo más importante de lo que es sencillamente relativo, lo imprescindible de aquello que podemos dejar por ser secundario (cf DGC 114-115).

En el mensaje de Jesús no todo tiene la misma importancia, la misma fuerza, la misma urgencia. Hay realidades fundamentales de las que progresivamente y en forma de espiral se va desprendiendo todo el resto. De ahí la necesidad constante de sintetizar, de globalizar en torno a estos núcleos fundamentales, tanto cuanto la realidad concreta de las personas lo exija. Esto sólo será posible si el catequista tiene una visión clara y sencilla de las realidades esenciales y básicas de la revelación que el Padre nos ha hecho a través de Jesús.

Ser fieles a lo esencial sería ir promoviendo un proceso catequético que nos lleve lentamente al reconocimiento amoroso de los acontecimientos fundamentales a través de los cuales Dios Padre se hace especialmente presente:

a) Descubrimiento gozoso de Dios como Padre, que nos quiere, nos cuida y nos invita a experimentar la alegría de sentirnos hijos. La creación y la vida son el gran regalo de Dios.

b) Encuentro con Jesús: está vivo entre nosotros, pasó por la vida haciendo el bien, dio la vida en la cruz y resucitó por todos los hombres. María es la madre de Jesús y madre nuestra.

c) Experiencia gozosa de la presencia del Espíritu de Jesús, que nos ilumina y fortalece, a la vez que anima a la creación entera.

d) Participación alegre en la Iglesia, como comunidad de amigos y de hermanos, donde Jesús se hace especialmente presente en la celebración de los sacramentos. En la eucaristía Jesús se hace nuestro pan, nuestro alimento. La oración del padrenuestro condensa la esencia del evangelio.

e) Descubrimiento progresivo de la invitación de Jesús a parecernos a él en nuestra vida, especialmente en el amor a los sencillos y necesitados.

f) Vivencia gozosa de esa espera de Jesús, cuya presencia se nos manifestará más allá de la muerte.

Estas realidades esenciales, que podemos vivir y recrear como el centro de nuestra fe, cada uno puede descubrirlas segun su ritmo evolutivo, según sus propias posibilidades, a la vez que pueden expresarse de un modo personal, sin caer de ninguna forma en la complejidad y en la abstracción difícil.

El descubrimiento de estos contenidos deberá realizarse siguiendo el proceso de maduración de cada persona, que en el ambiente especial, y en concreto con los discapacitados mentales, no coincide necesariamente con la edad cronológica, sino más bien con su grado de madurez y sociabilidad (cf DGC 118).

Dicho proceso puede realizarse en varias fases o etapas, que se irán desarrollando de forma concéntrica e integradora, como en una suave espiral, sin estar apremiados por edades cronológicas cumplidas o por contenidos que se exijan para ser aprendidos. Se trataría de un auténtico proceso catequético, entendido como un período intensivo de formación cristiana integral y fundamental (cf CC 34), desarrollado a lo largo de un tiempo determinado, y a través de diversas etapas vitales (cf CC 236; CCE 53).

Dicha catequesis exige un cuidado especial donde se respete la ley fundamental de la fidelidad a cada hombre y a todo el hombre, a su situación, a su historia, a sus heridas y cicatrices, a sus lenguajes, a sus dialectos siempre personalísimos y originales. Esta necesaria fidelidad a cada hombre, a sus diversas etapas y situaciones de la vida, torna a la catequesis en fuente de riqueza e inspiración para todo tipo de resonancias en el corazón de todos, y especialmente en el corazón de los sencillos. La catequesis de personas con discapacidad, lejos de ser lugar de limitaciones y dificultades, experimenta con más fuerza esta riqueza y nos permite afirmar que sería más apropiado hablar de la originalidad de esta catequesis que de su especialidad.

Estas etapas o fases, tal como aparecen en las orientaciones pastorales y pedagógicas de la Comisión episcopal española de enseñanza y catequesis, en Atención a los minusválidos en la Iglesia y en la escuela (1986), pueden reducirse a las siguientes: despertar religioso, iniciación sacramental y síntesis de la fe cristiana.

Nos referiremos especialmente a las dos primeras, ya que la etapa correspondiente a la síntesis de fe, cuando puede darse, sigue las orientaciones propias de un ambiente normalizado.

a) El despertar religioso. Esta básica iniciación cristiana reviste los sencillos caracteres de un despertar, de un abrir los ojos y el corazón a todo el mundo de lo religioso, un despertar a ese sentimiento o presentimiento de Alguien misterioso, pero real y presente, distinto de los padres.

Es evidente que esta primera iniciación ha de hacerse fundamentalmente en el seno de la familia7, envuelta en las afectivas relaciones de los seres queridos, como por ósmosis, y a través de ese delicado e importante proceso de identificación. «El niño pequeño recibe de sus padres y del ambiente familiar los primeros rudimentos de la catequesis, que acaso no serán sino una sencilla revelación de Dios, Padre celeste, bueno y providente, al cual aprende a dirigir su corazón» (CT 36; cf DGC 226, 255).

Entre las personas sencillas, fundamentalmente en el contexto de la discapacidad, la simbolización de Dios se realizará a través de los lazos familiares, de los padres fundamentalmente. La experiencia familiar va a ser definitiva para esa pre-comprensión vivencial de la experiencia religiosa. La confianza básica experimentada y sentida en el contexto familiar, las experiencias gratas de gozoso reconocimiento, de aceptación, de valoración, van a ser como el terreno abonado, idóneo y necesario, donde despierte y aflore ese germen de confianza y de fe religiosas, si a su vez se vive allí una atmósfera espontánea, acogedora de la presencia de Dios como Padre (cf DGC 178, 226-227).

Incluso los discapacitados más severos pueden vivir de alguna forma este misterioso proceso de identificación, en el que van a llegar a un conocimiento vivencial de realidades esenciales de nuestra fe, más allá de toda comprensión intelectual.

Cuando esta atmósfera no se da, el despertar religioso en este contexto, va a quedar seriamente deteriorado y surgirán enormes dificultades para poder suplirlo. Todo trabajo pastoral en estos ambientes especiales, centrado únicamente en los hijos, al margen del ambiente familiar, será un trabajo con garantías de muy poca solidez. Es necesario encontrar modos, cada vez más imaginativos, de integración de las familias con miembros discapacitados en diversos movimientos y asociaciones, a fin de que su apertura ayude a acoger, evangelizar y acompañar procesos de fe de otras familias (cf CC 245-246).

b) La iniciación sacramental. La iniciación sacramental está destinada a todos los miembros de la comunidad cristiana, sin excepción (cf DGC 70-85). Uno de los grandes desafíos que tienen hoy nuestras comunidades cristianas es cómo integrar a las personas discapacitadas en la vida comunitaria y sacramental. La experiencia nos dice que las personas con discapacidades mentales profundas se sienten transformadas al participar en una comunidad de fe, a la vez que transforman a la misma comunidad.

Lamentablemente, en la integración y participación litúrgica se producen las mayores carencias de la vida eclesial. Todavía no encuentra los lenguajes adecuados para asumir que la comunidad es en sí misma diversa y plural, y que la participación comunitaria implica necesariamente una gran fidelidad a esa diversidad y pluralidad de personas.

La iniciación sacramental, en el contexto de la discapacidad mental, no se fundará especialmente en el criterio de su capacidad intelectual o de su posibilidad de razonar, sino en su calidad de relación. Todo hombre, sea cual fuere su capacidad de razón o de abstracción, es un ser en relación, con posibilidad de expresar, a su modo, especialmente de forma simbólica, sus contenidos internos: sus afectos, su confianza, sus deseos más profundos.

La mediación simbólica, con su peculiaridad de conectar con los espacios más inconscientes y profundos del hombre, ofrece al discapacitado mental, incluso profundo, esta posibilidad de relación y de conocimiento, que hará posible una participación peculiar y original en el seno de una comunidad que ella misma viva y exprese esta experiencia de comunicación.

En este contexto las pequeñas comunidades de fe, alentadas por la propia parroquia, son de un gran valor para estimular y hacer posible esta experiencia de fe y de fraternidad, aun en los más sencillos de la comunidad. Ahí será posible una cuidadosa preparación, empleando espacios de tiempo más largos y acentuando la atención personal.

c) El sacramento de la eucaristía y la discapacidad mental. Nuestras comunidades cristianas siempre se han interrogado sobre los criterios a tener en cuenta para que una persona con una discapacidad mental más o menos severa o profunda pueda acceder a la eucaristía, es decir cuándo y bajo qué condiciones puede realizar la primera comunión.

Es una cuestión antigua que ha sido objeto de una cierta regulación jurídica en la historia de la Iglesia. Durante los primeros siglos no se habla de incapacidad para comulgar sino de indignidad para recibir al Señor (1Cor 11,28). A partir de los siglos XII y XIII se va haciendo unánime el criterio de la necesidad de uso de razón para acceder a la comunión. El decreto Quam singulari, de Pío X, iría orientado en esta misma línea al exigir el comienzo de la edad de razón para la primera recepción de la eucaristía.

El Código de Derecho canónico al tratar de la admisión a la eucaristía dice concretamente: «Todo bautizado a quien el derecho no se lo prohíba puede y debe ser admitido a la sagrada comunión» (CIC 912).

Al referirse a la admisión de los niños a la primera comunión, además de un suficiente conocimiento, exige la necesidad de una preparación cuidadosa, sin olvidar el nivel de capacidad de cada uno: «Para que pueda administrarse la santísima eucaristía a los niños, se requiere que tengan suficiente conocimiento y hayan recibido una preparación cuidadosa, de manera que entiendan el misterio de Cristo en la medida de su capacidad, y puedan recibir el Cuerpo del Señor con fe y con devoción» (CIC 913).

Sin duda, estos criterios han de tenerse en cuenta en todo lo que se refiere a los discapacitados mentales, incluso profundos, y de forma general para todas aquellas personas con algún tipo de inadaptación. Sin olvidar, sin embargo, que la palabra conocimiento no se refiere solamente a una comprensión mental o un saber razonado, sino que tiene un sentido más amplio y profundo. Podemos conocer por medio de la inteligencia y sus finos procesos de abstracción, pero también por medio de los sentidos, de la sensibilidad, de los afectos, de la intuición.

¿En qué signos podemos reconocer la aptitud para este conocimiento tan original, cuando se trata de personas con discapacidades mentales, incluso a niveles profundos? En primer lugar, en su deseo. Deseo que puede ser expresado de múltiples formas y maneras; a veces con un sencillo gesto, entendido en esa relación estrecha con las personas a quienes ama y con quienes vive su experiencia de fe. El proceso de identificación es aquí de suma importancia.

Puede ser reconocido también en su sentido de lo sagrado, manifestado en su postura, en sus gestos, en su comportamiento, en la calidad de su relación. Frecuentemente el deficiente mental no tiene palabras para expresar la diferencia entre el pan ordinario y el pan de Dios, pero puede manifestar que conoce esta diferencia por su actitud, por su mirada, por la calidad de su silencio, por su empatía en la vivencia de la celebración comunitaria.

Cuando el discapacitado mental forma parte de una comunidad de fe, que celebra festivamente la eucaristía y se siente acogido y valorado en su seno, es normal que surja en él el deseo de comulgar. La familia, los catequistas, el sacerdote, la comunidad en la que está integrado, deben alimentar este deseo y preparar con sumo cuidado esta iniciación cuando el deseo existe. Toda persona que sea capaz de una mínima relación interpersonal tiene abierta esta vía de un conocimiento profundo y original, que puede suscitar ese sentimiento interior, que va más allá de toda comprensión puramente racional.

En ese contexto, es evidente la importancia que tiene el sentido comunitario de la eucaristía. En la mayor parte de los casos, la posibilidad de comulgar que tienen los discapacitados mentales está en íntima relación con su inserción comunitaria, que depende tanto de su capacidad para tener una mínima relación interpersonal como de la capacidad de la comunidad cristiana para acogerlos.

La importancia de la asamblea de creyentes que rodea al sujeto del sacramento es tan grande, que en ocasiones sólo ella, y no el sujeto, es consciente del acto que realiza. Así sucede en el bautismo del recién nacido, o en la unción de un agonizante ya inconsciente. Este carácter comunitario no deja de tener su sentido profundo en el caso de la comunión de los discapacitados profundos, en cuanto que tal acto sacramental manifiesta que los hombres son llamados y salvados por Dios en comunidad. La eucaristía es el sacramento por excelencia de la fraternidad y del amor.

Son los padres y el sacerdote, convenientemente asesorados por las personas que atienden al discapacitado (catequistas, educadores, médicos, psicólogos, la comunidad en la que participa) quienes han de juzgar sobre el momento oportuno de recibir la primera comunión y la frecuencia de las comuniones sucesivas.


IV. El proceso catequético en el ambiente especial

El proceso catequético en el ambiente especial, y particularmente con los deficientes mentales, no es radicalmente distinto del proceso que se realiza en la catequesis normal. La atención a la experiencia, a los métodos activos, a la dinámica de la inducción, a la presencia de la comunidad, a la importancia de la relación, a la mediación simbólica, es propio de toda catequesis (cf CT 51; DGC 148-153). En el ambiente especial, sencillamente, se vivirá todo ello con más radicalidad y con enorme creatividad y originalidad, dando testimonio constante a la comunidad cristiana de lo que es una catequesis viva, concreta, experiencial, creativa, que se centra sin cesar en lo esencial del mensaje de Jesús.

1. LA PEDAGOGÍA CATEQUÉTICA SE INSPIRA EN LA PEDAGOGÍA DE DIos. En la dinámica del movimiento catequético se vive como algo evidente, y a la vez original, que la pedagogía catequética se inspira constantemente en la misma pedagogía divina, expresada en la historia de la salvación. Al revelarse a los hombres, Dios ha empleado una pedagogía que constituye el modelo de referencia para toda catequesis: «Dios mismo, a lo largo de toda la historia sagrada, y principalmente en el evangelio, se sirvió de una pedagogía que debe seguir siendo el modelo de la pedagogía de la fe» (CT 58; DCG 33; DGC 139).

Entre los rasgos más sobresalientes de esta pedagogía divina encontramos, en primer lugar, un Dios que, de forma gratuita, viene al encuentro del hombre, se pone en relación con él, lo acompaña en su historia, se hace su compañero de camino. La originalidad de su presencia nos sorprende por su don, su amoroso respeto, su condescendencia hacia el hombre: «Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la Sagrada Escritura nos muestra la admirable condescendencia de Dios, para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita» (DV 13).

Todo ello sitúa a la pedagogía catequética bajo el signo de la pedagogía del encuentro, de la relación, de la experiencia interpersonal, del don, de la gratuidad, de la valoración, de la oración confiada, de la presencia del Espíritu, de la permanente creatividad.

La catequesis especial ha de ser fiel a este modo de hacer de la pedagogía divina. Pedagogía que trasciende de modo radical el lenguaje exclusivamente racional y se abre a una visión más amplia y global de todo el hombre en su proceso personal e histórico. Sin esta fidelidad al modo de hacer de Dios la catequesis especial se queda sin perspectiva, sin camino, sin salida. No es posible.

2. LA PEDAGOGÍA CATEQUÉTICA SE INSPIRA EN LA MANERA DE ACTUAR DE JESÚS. La pedagogía de Dios a través de la historia de la salvación es ante todo una pedagogía de encuentro, de presencia original: llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a la humanidad a su Hijo, Jesucristo, que constituye la viva y perfecta relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios. De él recibe la pedagogía de la fe «una ley fundamental para toda la vida de la Iglesia (y por tanto para la catequesis): la fidelidad a Dios y al hombre, en una misma actitud de amor» (DGC 140, 145). Jesús, a través de su presencia, su palabra, sus signos, sus obras, manifiesta los rasgos fundamentales de su pedagogía: la acogida del otro, en especial del pobre y del pequeño, su estilo de amor, tierno y fuerte, que opta radicalmente por la liberación y por la vida, su manifestación y expresión que engloba múltiples lenguajes: la palabra, el silencio, las imágenes, las parábolas, la metáfora, los gestos del cuerpo, la mirada, el contacto.

El discapacitado mental, en concreto, necesita la presencia real de alguien que está, a quien puede ver, tocar, escuchar, saborear, de quien puede percibir su contacto, su calor, su fe sencilla pero vigorosa. Los padres, los catequistas, los educadores, conocen bien la fuerza de tal relación. Sin dicho clima difícilmente se acogerá ningún tipo de mensaje; con él, será posible la comprensión experiencial, incluso de contenidos profundos.

Se requiere; pues, en los ambientes especiales una calidad de presencia que, privilegiando los aspectos afectivos, facilite un clima de oración, de silencio, de contemplación, donde se desarrolle con cuidado el oído interior de cada persona para hacerse sensible a la palabra y a la acción de Dios en lo más profundo de su corazón. Todo este contexto de vivencia relacional, afectiva y amistosa, proporcionará a la catequesis un clima de calma, de paz, de bondad, de belleza, de alegría espontánea. Toda la metodología, en definitiva, quedará impregnada de esta original actitud.

En la catequesis especial las actitudes del catequista, los materiales que se empleen, el ritmo que se imponga, las exigencias que se manifiesten, han de estar impregnadas de esta amorosa condescendencia de Dios Padre con el hombre, en especial con las posibilidades de los débiles y los sencillos (cf DGC 146).

No se trata de hacer más complicada la catequesis especial. Dios habla desde lo ordinario y se revela al hombre con sumo respeto, con sencillez (cf CC 215). El lenguaje ha de ser, pues, sencillo, claro y contundente, como en toda buena noticia. El clima, de silencio y oración, que permita «desarrollar el encuentro catequético en fraterna alegría». Que el material didáctico no sea excesivo ni rebuscado. La amistad sincera y profunda con las personas discapacitadas, la cercanía cordial, la escucha atenta a cada una de sus palabras, sus gestos y actitudes, será, en definitiva, la condición para una genuina relación catequética.

3. PEDAGOGÍA DE LOS SIGNOS. La catequesis ha dado siempre suma importancia al lenguaje de los signos, a la expresión simbólica, a esa mediación visible o sensible que hace presente otra realidad menos visible, pero de ordinario más profunda, más interior, más rica (cf CC 217).

La verdadera expresión simbólica está mucho más cerca del hombre sencillo de lo que podemos imaginar. Le es más accesible que el camino del lenguaje abstracto, tan habitual en nuestra cultura occidental. A medida que el lenguaje se ha ido conceptualizando y ha ido adquiriendo la riqueza de la precisión y de la síntesis, ha ido perdiendo parte de su primitiva riqueza, de su fuerza emocional, del vigor de sus componentes afectivos.

Es preciso que los ambientes especiales den suma preponderancia a esta pedagogía de las mediaciones y de los signos, que conectan más directamente con el inconsciente personal y colectivo, y con las experiencias afectivas más profundas y universales del hombre y de su cultura. La liturgia cristiana ha sabido recogerlas e iluminarlas con enorme sabiduría a través de toda su tradición.

Los discapacitados mentales van a estar especialmente abiertos a este lenguaje del signo, del gesto, del símbolo, para expresar toda la riqueza de su mundo interno. Su forma de razonar irá más por una vía de asociación afectiva y de intuición que por el camino del discurso y del silogismo. Su expresión estará mucho más ligada a lo concreto, a lo espontáneo, a lo afectivo, a lo corporal, a lo gestual, a la imagen sencilla y cercana.

Para algunos discapacitados, el hecho de hablar puede suponer, incluso, una enorme dificultad. Sin embargo, no son indiferentes al gesto, al tacto, a los sonidos, a la mirada, a la música. El cuerpo en su totalidad es un magnífico instrumento de expresión.

El lenguaje simbólico8 va a estar muy dependiente de la expresión corporal. Las actitudes más interiores de apertura o de cerrazón, de seguridad o de miedo, de tristeza o de alegría, se manifiestan en todo el cuerpo, especialmente en las zonas más expresivas: el rostro, la mirada, el gesto.

En la catequesis con discapacitados es necesario conocer más a fondo las enormes posibilidades de la expresión corporal. Liberar esta expresión, encauzarla, abandonar las actitudes estereotipadas y fijas, buscar el entendimiento entre el sentimiento y la expresión del cuerpo o del gesto, es disponerse al encuentro, a la acogida, a la comunicación, con todas las posibilidades que ofrece el ser humano.

El cuerpo, los gestos, los movimientos, el juego, el canto y la danza, posibilitan que el niño o el joven con discapacidad vivencie con mayor profundidad y claridad su religiosidad.

Siguiendo esta fidelidad a la pedagogía de los signos, se utilizará con especial interés en los ambientes especiales el método inductivo que, a la vez que da gran importancia a lo concreto y a lo experiencial, lleva del hecho al misterio, de lo visible a lo invisible, del signo a lo trascendente, «ofrece grandes ventajas y es conforme con la economía de la revelación» (DCG 72; DGC 150).

La pedagogía de los signos es la pedagogía por excelencia para toda catequesis en donde las capacidades intelectuales han quedado dañadas o disminuidas por diversas razones, encontrando la riqueza interior y misteriosa del hombre otras vías de expresión que le permitan ver las cosas con una mirada nueva, con unos ojos nuevos: con la luz de la fe (cf CC 219).

4. PEDAGOGÍA DE LA EXPERIENCIA. En el acto catequético se integran varios elementos que se reclaman mutuamente sin que puedan prescindir los unos de los otros: la experiencia cristiana, la palabra de Dios, la expresión de la fe (cf CC 221).

La catequesis especial ha de saber conjugar, con suma creatividad, dichos elementos dentro de su proceso, sin perder de vista la flexibilidad de su presentación y la particularidad de su ritmo. En dichos ambientes se ha de privilegiar la experiencia como medio extraordinario de conocimiento y de expresión. En la medida en que mejor se conecte con esa experiencia, ya sea personal, familiar, religiosa o social, mejor se abrirá a ser fecundada e iluminada por la palabra de Dios.

La experiencia humana no está en contradicción con el evangelio. Al contrario, entre ellos hay un lazo indisoluble, ya que el evangelio se refiere al sentido último de la existencia para iluminarla, juzgarla y transfigurarla: «No hay que oponer una catequesis que arranque de la vida a una catequesis tradicional, doctrinal y sistemática. La auténtica catequesis es siempre una iniciación ordenada y sistemática a la revelación... Pero esta revelación no está aislada de la vida, ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del evangelio» (CT 22).

Si queremos que la palabra de Jesús llegue al corazón del hombre sencillo, es necesario llegar a su ser más profundo, donde su existencia puede recobrar sentido y esperanza, donde se plantean a su experiencia vital los interrogantes de su reconocimiento, de su valoración, de su desamparo, donde vive la extrañeza de sentirse distinto, donde experimenta las dudas de si merece sentirse querido y del valor de su propio cariño.

Sin llegar a esas experiencias básicas y nucleares, sin esa actitud de admiración que permita llegar a ese diálogo experiencial, difícilmente podremos llevar a la persona herida en su cuerpo o en su psique al diálogo con Dios, para ser alcanzada por su Palabra y por su salvación generosa y gratuita.

La catequesis de la experiencia les ayudará a consolidar y madurar su identidad cristiana en el mundo y en la comunidad eclesial9, como asimismo, a desarrollar auténticas relaciones interpersonales y comunitarias y a participar en la construcción de la sociedad humana como sujetos activos que, como los demás jóvenes, viven en el mundo de hoy10.

En definitiva, allí donde la comprensión intelectual se hace más dificultosa, es necesario que la palabra de Dios se encarne en lo concreto, en lo visible, en lo palpable, en lo sensible, en lo básicamente experienciable. Todo ello, evitando el infantilismo y la artificialidad, sabiendo conjugar lo nuclear y esencial del evangelio con las experiencias más nucleares del hombre sencillo. Sin duda, están aquí en juego la creatividad y la audacia del movimiento catequético para mirar con enorme seriedad al hombre herido por algún tipo de discapacidad y a la vez profundizar con no menos fidelidad en la palabra de Dios que, en definitiva, ilumina dicho proceso y es el elemento que da cohesión a todo lo demás. Respetando el tiempo y la capacidad receptiva de cada uno, todo encuentro catequético será oportunidad de proclamar, saborear, celebrar y convidar a la experiencia de una buena noticia.

La catequesis con discapacitados está llamada a ser más creativa que cualquier otra, porque nuestro sujeto limitado nos exige una mayor adaptación. Esa creatividad deberá llegar a los programas, los métodos, los recursos didácticos y la pastoral familiar, utilizando su lenguaje, sus signos y símbolos para llegar mejor a su vida concreta11.

5. LA CATEQUESIS ESPECIAL DENTRO DE LA ORGANIZACIÓN CATEQUÉTICA. Toda actividad catequética, cuyo objetivo principal es iniciar y fundamentar la fe de la comunidad creyente, no puede separarse, en modo alguno, de la vida de la Iglesia: «En esta Iglesia y, más precisamente, en las distintas comunidades en las que se concreta, encuentra la catequesis su origen, su lugar propio y su meta» (CC 253).

El sínodo de 1977 generó en su proposición 25 la feliz expresión: «fuente, lugar y meta de la catequesis», referida a la comunidad eclesial. Esta expresión la popularizó la I Semana latinoamericana de catequesis, celebrada en Quito (Ecuador), en octubre de 1984. Porque la Palabra resuena en la comunidad creyente y es asumida por ella en la fe, la catequesis surge de esa comunidad creyente como de su manantial. Ese es el lugar por excelencia de la catequesis, que nunca puede ser una tarea meramente individual, sino que se realiza siempre en la comunidad cristiana12. Asimismo, una de las finalidades más propias de la catequesis es insertar, incorporar, con cordial acogida, a los cristianos en la comunidad eclesial (EN 23, CT 24).

La comunidad cristiana es el punto de partida y el clima imprescindible en el que todo creyente se inicia y madura en la fe: «La misión de educar en la fe corresponde a la Iglesia local. Insertada en ella, la comunidad cristiana inmediata es el lugar del conocimiento y de la glorificación del Padre; es el punto de partida ordinario y el clima nutricio en el que el creyente se inicia y madura en la fe» (CC 266; cf DGC 254).

Todos los creyentes tienen aquí su sitio, su derecho, su clima idóneo para crecer en la fe y madurar en ella. Todos, sin excepciones, sin preferencias. Si hay alguna preferencia será para los más sencillos y pobres de la comunidad, para los más discapacitados, para los más inhibidos.

En todas las comunidades hay niños, jóvenes o adultos, afectados por múltiples discapacidades que no les permiten seguir el ritmo normal de la comunidad. Podemos tener la tentación de considerar un lujo el ocuparnos de las personas más discapacitadas cuando carecemos de medios para hacer frente a las demás tareas pastorales que nos urgen desde los distintos ambientes. En nuestra vida pastoral corremos el riesgo, tan propio de nuestra cultura occidental, de dejarnos fascinar por la rentabilidad y la eficacia, de considerar una pérdida de tiempo el esfuerzo cuando no vemos resultados espectaculares. Catequizar en los ambientes especiales, sobre todo más severos, es aceptar la pobreza aparente de los resultados con respecto a la suma de los esfuerzos desplegados. Es vivir la paciencia y el desinterés a largo plazo. Es aceptar la palabra del evangelio: «Uno es el que siembra, otro el que siega».

Si la comunidad diocesana no es capaz de consagrar lo mejor de sus energías al servicio de Jesús en los más pobres y desfavorecidos, y se calcula todo en función del rendimiento aparente y de la eficacia brillante, el esfuerzo catequético y evangelizador estará gravemente comprometido. La persona discapacitada tiene pleno derecho a su espacio dentro de la comunidad diocesana, a ser invitada, buscada, iniciada, con sumo respeto a sus capacidades y ritmos personales. Su atención no puede dejarse solamente en manos de personas aisladas, llenas de buena voluntad y de gran sensibilización hacia estos problemas.

Con frecuencia falta un auténtico compromiso, tanto de los pastores como de la comunidad eclesial, para una cordial acogida de la persona discapacitada, para su integración plena y activa en la vida comunitaria, así como también una vinculación orgánica en la pastoral de la comunidad eclesial de sus catequistas, de sus familiares y amigos sensibilizados. Se requiere que toda la comunidad acoja y acompañe su crecimiento y maduración en la fe y en la vida comunitaria (cf DCG 91; CT 41; DGC 189).

Dentro de la organización catequética diocesana, la catequesis especial ha de encontrar su ámbito, su tiempo, sus programas de acción concretos; nunca estará al margen como algo separado y distinto, sino dentro mismo del movimiento catequético diocesano.

Son bien conocidos los aspectos fundamentales más necesarios para una adecuada organización catequética diocesana: análisis de la situación, programa de acción, formación de catequistas, orientaciones para la catequesis e instrumentos de trabajo, coordinación de la catequesis en toda acción pastoral, promoción de la investigación (cf DCG 98-134; DGC 279).

Es indudable que la catequesis especial, siempre dentro de la organización y coordinación diocesana, necesita su peculiar análisis de la situación con el máximo conocimiento de la realidad; precisa una formación más específica de los catequistas, algunos programas concretos de acción, orientaciones propias para estos ambientes, instrumentos de trabajo más adaptados y, además, una investigación seria y continua con el apoyo y ayuda de todas las ciencias humanas necesarias.

Se requiere que los obispos, primeros catequistas en sus comunidades diocesanas, pongan todo su empeño en la catequesis especial, que alienten y acompañen los procesos de integración de esta catequesis en la pastoral orgánica de la diócesis, en la sólida formación de los catequistas y demás agentes pastorales que asisten a las personas con discapacidad (CCE 888). Muchas diócesis, incluso regiones y países, cuentan con equipos interdisciplinares que planifican y llevan adelante planes y proyectos catequéticos y pastorales de alto valor testimonial para otras actividades eclesiales (cf DGC 222, 223). No se concibe una catequesis dirigida a las personas con discapacidad que no esté integrada en la vida de la comunidad y en la pastoral orgánica parroquial, diocesana y nacional.

6. LA FORMACIÓN DE CATEQUISTAS PARA AMBIENTES ESPECIALES. El buen funcionamiento del ministerio catequético exige una adecuada formación de los catequistas, en lo que se refiere tanto a una formación básica inicial como a una formación más permanente y especializada, incluida su atención pastoral y espiritual (cf DGC 233-248; GCM 21).

El catequista que va a ejercer su labor pastoral en ambientes especiales realiza, en principio, su formación básica con los mismos criterios y exigencias que el resto del grupo de catequistas. Además, se cuidará que su formación profundice en las dimensiones propias de una catequesis especial, sin olvidar algunos rasgos básicos de la personalidad del creyente dedicado a esta labor pastoral:

a) Su dimensión humana, su equilibrio afectivo, la armonía interior de su personalidad, su capacidad para el diálogo y la relación sentida y amorosa.

b) La calidad de la experiencia de su propia fe, de su propio proceso catequético, con el que se puedan identificar los más sencillos.

c) La atención y calidad de su espiritualidad, alimentada constantemente por la palabra de Dios, el silencio, la oración y la contemplación. Esta catequesis reclama con más urgencia la presencia de testigos cualificados: una pequeña comunidad de catequistas que, también en comunidad, junto á educadores y técnicos, vivan en estrecha colaboración e intercambio, superando el mero trabajo interdisciplinar.

El niño, el joven y el adulto con discapacidad necesitan catequistas, educadores y acompañantes terapéuticos que se tomen en serio su formación humana y espiritual. Todo sacerdote tiene el deber de conciencia de formarse para la escucha, la comprensión y el acompañamiento pastoral de estas personas, y de que esta relación vaya madurando en calidad y en profundidad pastoral.

Cuando las conferencias episcopales estaban preparando la Conferencia de Puebla, ya se recomendaba que los sacerdotes recibieran una adecuada formación catequética especializada, ayudada por las ciencias pedagógicas y psicológicas, según las rectas metodologías; y particularmente aquellas congregaciones o familias religiosas cuyo carisma distintivo en la Iglesia es la atención pastoral de los hermanos impedidos. Asimismo, recomendaba que cada conferencia episcopal se preocupara de que sus propios secretariados de catequesis pudieran contar con un equipo que promoviera, investigara y orientara la catequesis de los deficientes mentales y físicos o marginados de todo tipo.

La comunidad eclesial velará para que toda ella, especialmente los catequistas y pastores, estén a la escucha de las riquezas, potencialidades y originalidades de cada persona, y no sólo de sus necesidades y dificultades. Todo catequista y agente pastoral estará cada día más obligado a su formación y actualización permanente, para asegurar que el mensaje evangélico ilumine y contribuya a la promoción integral del hombre lastimado y portador de discapacidades y achaques 13.

La catequesis de los discapacitados presenta dificultades especiales y, por ello, exige una específica preparación en los catequistas (cf Plan de acción de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis para el trienio 1984-1987).

El catequista especializado deberá ser fiel, como todo catequista, a Dios, a la Iglesia y al hombre. La fidelidad al hombre enfermo o discapacitado implica una esmerada formación religiosa y científica, constantemente actualizada, que le permita adecuar mejor el mensaje salvífico del Señor, utilizando los recursos más indicados para cada situación14.

Entre los rasgos del catequista de personas con discapacidad, podemos destacar los siguientes: 1) El catequista ejerce la diaconía servicial a los más pequeños, y su nota distintiva es la ternura entrañable y abundante al hermano solo y desamparado; 2) Como todo catequista, será fiel al Señor que lo envía, a la Iglesia de la que es intérprete (cf DCG 35), y a los latidos del corazón de cada hombre al que es enviado. La fidelidad a estos latidos implica una esmerada formación antropológica y científica, permanentemente actualizada, que le permita proclamar mejor el mensaje del Señor, utilizando los recursos más indicados para cada situación; 3) Con todo, el catequista evitará convertirse en un mero técnico que sabe y maneja hábilmente la palabra de Dios en el ejercicio de su profesión. El centro de su acción estará puesto en la transmisión, con un lenguaje catequético, de la palabra de Dios al corazón de su hermano con discapacidad; 4) Apertura a los nuevos aportes metodológicos y pedagógicos. Amplia formación psicopedagógica desde una visión cristiana de las ciencias y la pedagogía catequética, la psicología religiosa y las didácticas especiales. Porque Dios obra siempre en la novedad de la vida y dona su espíritu de creatividad y constante renovación, sobre todo en lo que se refiere a la metodología catequética (cf DGC 243); 5) Pobreza y desprendimiento evangélico y disponibilidad para asumir las dificultades derivadas de su misión; 6) Responsabilidad y perseverancia en la tarea catequética, signo del cuidado providencial con el que Dios asiste y dialoga con sus hijos, y especialmente con aquellos a los que hizo primeros destinatarios de su revelación («Te alabo Padre, por haber revelado estas cosas a los pequeños...»); 7) Promover una actitud de profunda y sincera amistad pastoral de los catequistas con las personas con discapacidad, en una relación que, como tal, está llamada a intensificarse en la oración común, en la vida litúrgica y comunitaria.

En definitiva, la comunidad eclesial es el lugar de crecimiento en la comunión. Comunidad de la que el catequista es intérprete que lee y enseña a leer los signos de fe y, al mismo tiempo, lee y enseña a leer los signos, las señales, las huellas, el rastro, las pisadas del Verbo en la historia, en su historia, en su comunidad y en sus propias cicatrices, para mejor seguir a Jesús (cf DGC 35).

En el plano diocesano, dicha acción catequética está animada y coordinada por el Secretariado de catequesis, responsable de toda la organización catequética en la diócesis. El esfuerzo desarrollado por las diócesis en pro de la catequesis especial ha sido grande, pero no tanto como el que se necesita para una verdadera promoción y profundización de la catequesis especializada. A veces faltan los mínimos recursos, sobre todo algunas personas más especializadas que promuevan, coordinen y alienten todos los esfuerzos que exige dicho movimiento.

NOTAS: 1. PABLO VI, Vaticano, 25 de octubre de 1975. — 2. M. RASPANTI, Intervención en el aula sinodal, Roma, 6 de octubre de 1977. — 3. PABLO VI, Al Consejo directivo de la Liga internacional de asociaciones protectoras de deficientes mentales, Roma, 5 de julio de 1971. -4 R. LUCKASSON Y OTROS, Mental retardations: definition, classification, and systems of supports, AAMR, Washington 1992. — 5. Medellín, Cat. VIII, 6. — 6 PP 20. - 7. L. ZuGAZAGA, El despertar religioso, Actualidad catequética 173 (1997) 107-131. -8M. ARROYO, La función simbólica en la experiencia religiosa de los sencillos, Teología y catequesis 57 (1996). — 9. M. RASPANTI, Homilía de Pentecostés, Catedral de Morón, 21 de mayo de 1972. — 10 Ib. — 11. IV Jornadas nacionales de catequesis especial, San Miguel (Argentina) 1978. — 12 MPD 13; JEP 67-70, 1978. — 13. O. NAPOLI, ¿Una catequesis diferencial?, Morón 1969. -14 M. RASPANTI, Aula sinodal, Roma 1977.

BIBL.: BISSONNIER H., Catequesis para niños y jóvenes deficientes mentales, Boletín de orientación catequística 35, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1966; CONGAR 1. M. J.-SAUDREAU M.-BISSONNIER H.-DESCOLEURS B. (CELAM CLAF), La catequesis de los más pobres, Marova, Madrid 1974; ESTEPA J. M., La función y el ministerio catequético en la pastoral diocesana, Teología y catequesis 35-36 (1990); PAULHUS E., Enfants á risque, Fleurus, París 1990; PAULHUS E.-MESNY J., La catequización de los inadaptados, Marova, Madrid 1971; ROUQUES D., Initiation chrétiénne des débiles profonds, Fleurus, París 1969; VANIER J., Comunidad: lugar de perdón y fiesta, Narcea, Madrid 1980.

Marcelo Arroyo Cabria
y Osvaldo C. Napoli Piñeiro