ALIANZA
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SUMARIO: I. La alianza en la experiencia común. II. La alianza en la religión cristiana: 1. Desde la Biblia; 2. Desde la tradición. III. Conexiones antropológicas. IV. La propuesta catequética: 1. ¿Qué significa «catequizar» sobre la alianza?; 2. Modelos; 3. Itinerarios.


I. La alianza en la experiencia común

Modernamente, alianza reclama la idea de una relación vinculante entre personas o entre instituciones, para objetivos militares, políticos o económicos comunes; un pacto que implica una reciprocidad de derechos y deberes. Este es el significado fuerte de alianza, tan antiguo como el mundo y bajo todos los cielos. Más en general, con evidente prolongación semántica, viene a significar todo tipo de acuerdo, de concordato, de unión entre entidades diversas, pero interesadas por el mismo objetivo.

No es difícil descubrir ciertas características antropológicas culturales de fondo, cuya comprensión facilita la confrontación y, por consiguiente, la identificación de alianza en sentido cristiano:

a) La alianza a menudo nace frente a necesidades urgentes de defensa, y se traduce en fuerza tangible de protección en la confrontación del más débil. En esta perspectiva, la alianza manifiesta la necesidad de relaciones positivas que exigen a la persona salir de sí misma y encontrarse con otra por razones de seguridad, de estabilidad, de salvación.

b) Una alianza, cuanto más comprometida es, tanto más nace de un acuerdo prolongado entre las partes, con concreción de cláusulas precisas y, normalmente, con un acto solemne y público final de intercambio de los instrumentos propios de la alianza. Una alianza puede surgir también en secreto, pero lo que ella produce no está carente de efectos visibles.

c) Una alianza no es moralmente indiferente; puede pretender objetivos buenos, bajo forma de solidaridad y ayuda frente a injustos agresores o para combatir procesos de miseria y de hambre; o puede buscar objetivos malvados, como, por ejemplo, acuerdos criminales, de mafia, de colaboración para la guerra o el control egoísta de los recursos energéticos.

d) Es innegable que en este último siglo, las diferentes alianzas entre las naciones han dejado un recuerdo triste de hostilidad, que ha desembocado a menudo en la guerra. De aquí que la misma palabra usada en el lenguaje eclesiástico —no mucho menos de cuanto parece— puede resonar como un eco desagradable o, al menos, puramente secularizada. Conviene tener en cuenta esto en la comunicación de la fe.


II. La alianza en la religión cristiana

En el corazón de la eucaristía, el acto cultual más alto de los cristianos, se proclama que la sangre de Cristo es para «la alianza nueva y eterna».

El cristianismo se propone como original religión de alianza, cuyas partes son dos: Dios y el hombre (pueblo); la Revelación hace de cuadro de referencia; documento primario es la Biblia, cuyo contenido puede definirse como «historia de alianza», o mejor, historia de una única alianza en diversas fases del tiempo.

1. DESDE LA BIBLIA. Recordando debidamente que la investigación científica señala más sus resultados y deja a un lado los diversos puntos todavía inciertos, podemos afirmar que la lectura de la Biblia, a través del prisma de la alianza, nos manifiesta un rico escenario lingüístico, conceptual, ritual y existencial, hasta el punto de llegar a ser una de las categorías centrales de la Revelación. Seguimos aquí una exposición lógica, que favorece el itinerario catequético.

a) Una elemental experiencia humana asumida por Dios. El mundo de la Biblia, como todo mundo humano, conoce la experiencia del berit, principal término hebreo para decir alianza, relación de solidaridad entre dos contrayentes: individuos (Gén 21,32), cónyuges (Ez 16,8), pueblos (Jos 9), soberanos o súbditos (2Sam 5,3); para resolver disputas de propiedad, de vecindad, de proyectos en contraste entre ellos (Gén 21,32; 31,44; 2Sam 3,12-19). Antes que categoría religiosa, la alianza es una profunda experiencia humana de relación constructiva a muchísimos niveles privados y públicos, individuales y colectivos, no por juego, sino para regir el peso de la vida.

Por este motivo tan existencialmente significativo y universal, la alianza no podía dejar de ser asumida por Dios, según el principio de la pedagogía divina, como símbolo y paradigma de su relación con el hombre, obviamente según las características específicas de tal proporción, única en sí misma.

Como primera cualidad, se trata de una relación entre partes infinitamente desiguales (lo dicen suficientemente la teofanía de la zarza ardiente [Ex 3,13-15], y el mismo relato de la alianza sinaítica [Ex 24]); se trata de una relación totalmente no preestablecida, una relación querida con libre elección por parte de Dios, según su lógica. Una lógica no caprichosa, sino motivada por una elección de amor (Dt 4,37). En su base está sobre todo el hesed de Dios, su total benevolencia, a la que acompaña su emet, su total fidelidad (Ex 20,6; 34,6). Es fundamental este tejido indisoluble de amor, libertad, fidelidad en el proceder de Dios, para penetrar correctamente en el misterio de la alianza bíblica. Desde esta óptica, el análisis de los textos lleva a especificar que berit, más que contrato bilateral, es un juramento de Dios de elegirse el pueblo como aliado, por lo que es fácil el paso de alianza a testimonio o testamento de Dios. Y es precisamente testamento, antiguo y nuevo, como viene a llamarse la Biblia entera. En la misma línea se sitúa el término griego diatheke en los evangelios y en las cartas de los apóstoles (Mt 26,28; Gál 3,15-18).

Un último e importante hecho: la alianza, que es exclusiva acción de Dios, no se lleva a cabo sin la mediación de hombres, líderes del pueblo: Moisés en el Sinaí (Ex 19s.), Josué en Siquén (Jos 24), hasta alcanzar el valor pleno con Jesús, el «mediador de una nueva alianza» (Heb 9,15). El significado no carece de importancia en la comunicación de la fe: para realizarse, la alianza de Dios se vale de sus servidores o ministros, los cuales, por su parte, se presentan como aliados por excelencia con Dios y a la vez solidarios con el pueblo, testigos ejemplares y creíbles en primera persona de cuanto anuncian a los demás.

b) Con una multiplicidad de signos. Siendo un acto unilateral de Dios, por designio del mismo Dios, la alianza requiere, no obstante, el del hombre; o, más exactamente, el de un pueblo, porque es un pueblo, una comunidad orgánica, lo que nace de la relación que se establece entre individuos que viven juntos una relación inaudita con Dios. Tal vínculo trascendente se apoya en algunos signos a modo de sacramento, esto es, en ciertas experiencias humanas que, mejor que toda explicación lógica, revelan esa inefable relación de Dios con el hombre, entre Dios y el hombre. Experiencias que, como es previsible, manifiestan de manera natural, más plenamente, una relación orientada al amor, a la libertad y a la fidelidad.

La analogía padre-hijo es acertada para resaltar actitudes personales de amor, devoción y obediencia (Dt); la analogía del matrimonio, donde se entretejen la elección del otro, el amor, el compromiso nada fácil de la fidelidad, tiene un potencial mucho más directo para hablar de alianza. Este es el paradigma preferido por los profetas, como Oseas y Jeremías; existe también la analogía del pastor con el rebaño, capaz de poner de relieve la devoción y protección del primero hacia el segundo (Ez 34); por fin, formalmente privilegiada es la analogía de relación entre rey-súbdito, o también entre el rey fuerte y los reyes vasallos, como aparece ya en los tratados de alianza hititas, en el siglo XII a.C. Este esquema es el que prevalece en el Pentateuco y en los libros históricos. Es conocida su secuencia formal: nominación de los contrayentes, Yavé e Israel; títulos merecidos del gran Rey: se señalan la liberación de Egipto y el don de la tierra; cláusulas de la alianza: compromiso de protección por parte de Dios y la correspondiente obediencia total del pueblo a la voluntad divina, expresada en la ley (decálogo); sigue una serie de bendiciones y maldiciones que dependen de la fidelidad o infidelidad, obviamente, de Israel (cf Ex 19-24). Ciertamente, la analogía real evidencia al máximo el poder de Dios y su voluntad de salvar al pueblo, aliándose con él en un pacto cuanto más solemne mejor.

En un proceso de comunicación de la fe, todas estas experiencias no sólo sirven para comprender la alianza de Dios con su pueblo, sino que, asumidas por su Espíritu, llegan a ser signo sacramental, como ocurre en el sacramento del matrimonio, en el ministerio ordenado, en la relación entre padres e hijos.

c) En la plena responsabilidad del hombre. El concepto de gratuidad de la alianza no disminuye del todo aquello que es el efecto principal: la masa de gente llega a ser comunión de personas, pueblo de Dios, que es gratificado con una incomparable relación salvífica y, a la vez, revestido de una vital e ineludible responsabilidad, en el sentido de que es llamado a responder y corresponder libremente a la iniciativa de Dios y a la nueva situación en que viene a encontrarse. Tres son los grandes caminos:

El primero es la ley, exactamente el decálogo, que expresa, con la solemnidad de la formulación jurídica, la palabra de Dios, convirtiéndose en su voluntad. Pero no se trata sólo de preceptos formales corrientes, sino de imperativos que se motivan o nacen de una precisa indicación de gracia o don por parte de Dios: «Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto, de la casa de la esclavitud. No tendrás otro Dios fuera de mí...» (Ex 20,2-17). Será esta, por tanto, la paradoja bíblica, que consiste en que toda iniciativa de Dios se traduce en ley, pero al mismo tiempo toda ley del pueblo depende y se motiva siempre con la iniciativa de Dios. Tendremos, pues, un numeroso despliegue de preceptos en nombre de la alianza (código elohísta [Ex 20,22-23; 33]; código de santidad [Lev 17-26]; código yavista [Ex 34]; código deuteronómico [Dt 12-26], pero a la vez, con sorprendente anacronismo, todos estos cuerpos legales, cuanto más diferentes son en tiempo y contenido, mejor encuentran su sentido e inspiración en la alianza sinaítica, matriz histórica de toda otra alianza. El pentateuco es la prueba literaria más clara de esta unificadora intuición teológica. En la época de Jesús, la ley era vivida en el judaísmo con este sentimiento de fidelidad analítica y total a Dios, con una visible señal en la carne, la circuncisión. Por desgracia, no era respetada de la misma manera la libre iniciativa de gracia. Un hecho evidente: el mismo enviado de Dios como mecías, Jesucristo, viene a ser contestado y rechazado. Aquí surge el conflicto entre ley y evangelio. Es una contribución esencial de la teología de la alianza el hacer comprender que la ley, toda ley, la de Dios sobre todo, se sitúa en el misterio de la gracia que antecede y hace posible la obediencia de la fe. Por ello, la escucha de la Palabra, que anuncia las grandes acciones de Dios con el hombre, permite y garantiza a este la fidelidad a Dios en la libertad de hijo.

— El segundo gran camino de respuesta al Dios de la alianza es el culto en cuanto memorial que actualiza la relación divina. Las fiestas, con su liturgia de origen agrario y de inspiración mítica, que gracias a la alianza se hacen historia, se convierten en fiestas de alianza en algún aspecto: la pascua es la fiesta por excelencia que renueva la alianza primordial nacida en el Éxodo (Ex 12); Pentecostés vendrá a recordar el mismo don de la ley sobre el Sinaí (Dt 16,9), etc. El sábado (Dt 5,12-15) y después el domingo se convierten en signos sacramentales semanales, donde se expresa, se celebra y se vive la alianza de Dios con su pueblo. El acto cultual supera así la pura interpretación ritualista, formal; no pertenece en primer lugar a la iniciativa del hombre, como sucedía en el mundo cananeo, sino que es correspondencia moral a la acción de Dios (cf Jer 7).

— Finalmente, el tercer gran camino es el corazón. El corazón es inmanente por sí a la relación que Dios con su hesed o benevolencia establece con el pueblo. Los profetas, que no son meros intérpretes, lo ponen de manifiesto, acuñando la conocida fórmula de la alianza: «Tú serás mi pueblo, Yo seré tu Dios»; o también: «Pueblo mío-Dios mío». Pero la comprensión de esta realidad requiere una correspondiente interiorización de la relación por parte del pueblo, ya que no se manifiesta de manera evidente y satisfactoria. Aparece ante todo un pueblo de dura cerviz, que cumple la alianza con hipocresía, alejamiento del corazón, apego a otros dioses, opresión a los pobres... El cambio de esta situación tendrá lugar sólo en el tiempo de la alianza nueva o renovada, gracias al don de un corazón nuevo.

Desde esta perspectiva, la afianza, con todo su séquito de ritualismo y de práctica, sin negar la validez de estos signos, exige que sean practicados dentro de una relación que pertenece al misterio del corazón, al corazón de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios; corazón que significa interioridad, participación afectiva, fidelidad y coherencia práctica, relación interpersonal de intensa subjetividad que nace del amor.

d) Una alianza en la historia de ayer, de hoy y de mañana. La alianza de Dios penetra en las vicisitudes de Israel y de la comunidad cristiana, atraviesa la historia de manera que esta llega a ser, en cierto modo, historia de alianzas rotas y renovadas. Descubrimos que la descripción bíblica de vez en cuando está condicionada al subyacente desarrollo teológico. Una es la concepción de alianza durante el antiguo período del pueblo en el desierto, otra la que corresponde al tiempo del maduro pensamiento profético, otra también la que tiene lugar en la revelación de Jesús y los apóstoles. Dejando aquí a un lado el seguimiento de tál desarrollo, manifestamos que la Biblia nos permite situar la alianza en tres ciclos: en el presente histórico de Israel y de la Iglesia, en el momento originario de la creación y en el futuro escatológico de la conclusión.

— En su presente histórico, Israel ve la afirmación de la alianza en la experiencia del éxodo y del Sinaí (Ex 1-24), como acto constitutivo, fundante de su misma identidad como pueblo. Verdaderamente Israel ha nacido en estado de alianza y no puede autoconcebirse y vivir fuera de tal relación, tanto más cuanto que esta no viene motivada por la grandeza o los méritos de Israel (Dt 7,7; 9,4). Necesariamente la alianza, como pura gracia, pertenece a las promesas de Dios y, por tanto, es considerada por el pueblo anticipada y ejemplarmente vivida en los vínculos de alianza que Dios ha establecido con los padres, Abrahán sobre todo, testimonio supremo de acogida en la fe (Gén 15; 17; Rom 4). Mirando hacia delante, la alianza sinaítica se prolonga actualizándose en las sucesivas vicisitudes de la conquista y asentamiento en la tierra: alianza de Josué en Siquén (Jos 24), de David (2Sam 23,7; 2Sam 7), de Josías (2Re 23), de Esdras y Nehemías (Neh 9). Gracias a la predicación de los profetas, implícitamente Isaías y Miqueas y explícitamente Oseas y Jeremías, el motivo de la alianza recibe una perfección teológica cada vez mayor, proveniente de la importancia del Deuteronomio y de la escuela deuteronomista, que considera este libro como el libro de la alianza, a la que hay que hacer referencia para obtener el sentido justo y los criterios de valoración de la práctica concreta.

Esta presencia vital y permanente de la alianza de Dios en el pueblo, en el angustioso tiempo del exilio de Babilonia, agudizó la conciencia del pueblo por su infidelidad a Dios. A esto responde una doble tradición, sacerdotal y profética. La primera se funda en el pasado, analizando las raíces del designio de Dios; la segunda mira hacia el futuro, a los remedios innovadores de Dios.

— La tradición de los sacerdotes, recordando la inagotable paciencia de Dios y confiando en ella, se propone relanzar la certeza de la alianza basándola en un horizonte de motivaciones aún más universal y radical. La alianza de Dios precede a Moisés y a los padres, está a la base del mundo salvado del diluvio: la alianza con Noé (Gén 9,8-17) es la que trae la grandísima novedad de que no sólo los hijos de Sem-Abrahán son objeto de la relación con Dios. El CCE afirma que «la alianza con Noé después del diluvio expresa el principio de la economía divina con las "naciones", es decir, con los hombres agrupados, "según sus países, cada uno según su lengua, y según su familia, sus clanes" (Gén 10,5)... La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones hasta la proclamación universal del Evangelio» (CCE 56, 58).

Del mundo salvado por Noé al mundo creado por Abrahán es fácil hacer una misma lectura en clave de alianza. Si no aparece el término formal berit, fácilmente se descubren ciertos rasgos típicos de un pacto: el don de la vida en el jardín del paraíso, la cláusula del precepto de respetar, los resultados negativos, las maldiciones en las que incurre la primera pareja (Gén 2-3). Se insinúa que no sólo la realidad histórica de Israel o de las naciones, sino la realidad del hombre en sí mismo y del cosmos que le rodea es objeto de un pacto con Dios, a cuya condición feliz desea retornar finalmente (cf Rom 8,19-22).

Pero es cierto que la repetición constante de ritos de alianza, cuando esta por naturaleza tiene un carácter inviolable y por tanto inmutable, es testimonio de un aspecto altamente dramático: desde el principio, la historia de la alianza es también historia de transgresiones a ella por parte del pueblo, que no pierde por ello sus beneficios y aboga sobre él la ira de Dios (Ex 32,10). Baste el hecho de que al día siguiente de la solemne alianza sinaítica, Israel olvida al único Dios y adora el becerro de oro (Ex 32-34), hecho que continúa en los becerros de oro de Jeroboán durante la posesión de la tierra (1Re 12,28). La denuncia profética se hace vehemente (Jer 11,1-4) y el gran teólogo que preside los libros que van del Dt al 2Re relaciona la tremenda desventura del exilio con la alianza traicionada (cf 2Re 17,7-23). No es irrelevante, catequéticamente hablando, recoger de esta historia de errores una sencilla advertencia para vivir la alianza con una vigilancia responsable.

— Sin embargo, es cierto que Dios, libre en dar, se mantiene fiel al juramento de la alianza. Lo que no se logra hoy, se alcanzará mañana: el amor de Dios por su pueblo da a la alianza una posibilidad de futuro, en el reino mesiánico. Con una excelente pedagogía, como indican los profetas, Dios hace de la alianza, enredada todavía en un lenguaje político militar, una alianza de amor, grabada en el alma; un amor que va de Dios al pueblo para que pueda retornar a Dios. Este es el sentido que nos ofrece Oseas (2,20), donde la relación entre las partes asume ante todo el lenguaje de una profunda intimidad: «Pueblo mío-Dios mío» (2,25). Pero para que este actuar no resulte falso, Dios reedifica el corazón mismo del hombre, dotándolo de un espíritu nuevo. Son portavoces de ello Jer 31,31-34 y Ez 16,59-63; 36,24-28. A estos anuncios se refieren como cumplimiento las afirmaciones de Heb 8,6-13.

e) Una alianza nueva y eterna. ¿Y la persona de Jesús? ¿Qué aporta el Nuevo Testamento? No hay muchas cosas que decir respecto al pasado: se asiste más bien a una cierta merma en el uso de la categoría, pero se llega a la raíz de su sentido y a una cláusula verdaderamente resolutoria. Por medio está la muerte sacrificial y victoriosa de Jesús, en cuyo contexto, durante la última cena, Jesús pronuncia por primera y última vez el término alianza: «Tomad y bebed... Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,20; cf Mt 26,27; Mc 14,24; 1Cor 11,25). La referencia está netamente relacionada con la sangre de la alianza sinaítica (cf Ex 24,8). Pero con el matiz fundamental de que se trata de una alianza verdaderamente nueva, o sea, correspondiente al designio de Dios. De tal novedad, en estrecha e iluminadora confrontación con la antigua alianza, se mueve sobre todo la Carta a los hebreos, que usa el término 17 veces. Jesús es la alianza personificada: en él se expresa la fidelidad de Dios y al mismo tiempo la fidelidad del hombre, para siempre. Gracias a él el hombre recibe el corazón de una nueva criatura y el don del Espíritu (cf Heb 8,10). También en la última cena Jesús afirma: «Os aseguro que ya no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que beba un vino nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25). Con estas palabras revela que la nueva alianza no es un acontecimiento estático, sino que viene a ser una incesante oferta que interpela a toda persona, aun a aquellas que no lo saben, hasta que el Reino llegue en plenitud. Entonces llegará a puerto esta singular relación de Dios con el hombre, sembrada en la creación, hecha visible en el pueblo de Israel, debilitada y rota por el pecado y finalmente, en Cristo, convertida en el gran proyecto realizado (cf Ef 1,4-6).

Entonces, efectivamente, «Dios será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28). Debemos tenerlo muy presente en la comunicación de la fe: la novedad de la alianza neotestamentaria está en la novedad de la persona de Jesucristo dentro de un único gran designio de alianza que va desde la creación hasta la manifestación escatológica.

En síntesis: El hombre bíblico comprende su relación con Dios como un vínculo de unidad, convenido libremente por Dios por amor hacia Israel, y acogido y suscrito por ellos en términos de fe y de práctica de vida. Este vínculo no es fruto de una especulación abstracta, sino que nace de convincentes y concretas intervenciones histórico-salvíficas de Dios, que se sitúan como signos de la alianza. Esta sufre continuas renovaciones con relación a las múltiples situaciones de necesidad del pueblo, motivadas por las muchas roturas debidas a la infidelidad. Hasta la venida última del Señor Jesús.

Esto nos permite precisar una verdad, tomada de Juan Pablo II, de particular incidencia en la catequesis: en verdad para Dios la alianza es siempre la misma, esto es, única y jamás revocada, ni siquiera en los momentos más oscuros. La novedad está en el hecho de que con Jesús se manifiesta el milagro de la fidelidad estable del hombre (Jesús y cuantos están en él) a Dios, que siempre permanece fiel.

2. DESDE LA TRADICIÓN. La finalidad catequética de nuestro argumento nos legitima recoger el pensamiento de la Iglesia, tomándolo directamente del Catecismo de la Iglesia católica (CCE), que Juan Pablo II considera «instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe» (FD 4).

Y en verdad, más que otros catecismos existentes, el CCE llama la atención sobre la alianza noventa veces. Y limitándose sobre todo, como es su estilo, a acumular datos más que a profundizar sobre ellos, este catecismo nos ofrece una cierta sistematización teológica. En efecto, podemos examinar seis núcleos de contenido:

a) Alianza como acontecimiento bíblico. Se recogen los puntos más importantes vistos arriba sobre el binomio alianza y creación (alianza de Noé, alianza de Abrahán, alianza sinaítica, alianza escatológica). Especial relieve adquiere la afirmación de valor perenne que mantiene el Antiguo Testamento (121); el corazón creado a imagen de Dios es el lugar de la alianza (2563); las naciones son invitadas a la alianza (58).

b) Alianza como acontecimiento cristológico y espiritual. Cristo representa la definitiva alianza con Dios (73), gracias al sacrificio pascual (613) y al ejercicio de su sacerdocio (662; 1348). La respuesta de la fe, sostenida por el Espíritu Santo, es vista como compromiso y adhesión a la alianza (1102).

c) Alianza como acontecimiento sacramental. La liturgia, todos los sacramentos, especialmente la eucaristía y el matrimonio, los demás signos sacramentales (el canto, el sábado, los lugares de culto, el pan y el vino, el altar, otros símbolos...) son relacionados y contemplados dentro del misterio de la alianza (Parte II).

d) Alianza como hecho ético. El decálogo y, más en general, la ley, se consideran vinculados y reciben pleno significado dentro de la alianza (2060-2063).

e) La oración como alianza. «La plegaria cristiana es una relación de alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, enteramente dirigida al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre» (2564). En particular, la súplica del perdón de los pecados («perdónanos y perdona nuestras ofensas») es una crucial exigencia del misterio de la alianza a la que sólo Dios puede responder (2841).

f) Alianza como acontecimiento eclesial. Manifestándose Dios por ella como Padre del pueblo, gracias a la alianza la Iglesia se constituye en pueblo de Dios. Necesita reconocer con claridad que ha sido una elección que tuvo por objeto Israel, por lo cual se debe hablar de «alianza jamás revocada» (121; 839-840). «Todo esto sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta, que iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles, para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu» (781).


III. Conexiones antropológicas

La densidad existencial de la alianza ha estado presente en todo lo tratado hasta aquí, y la hemos explicitado frecuentemente. Ahora queremos hacer ver en síntesis la incidencia que la religión de alianza ofrece sobre el misterio del hombre; o con otras palabras, iluminar sobre qué aspecto, qué antropología subyace a la hora de asumir la alianza, para poder valorarla en el discurso catequético.

a) Es claramente una experiencia de relación. La religión hebreo-cristiana no es una religión de arriba abajo (en cuanto que la iniciativa de Dios domine todo), ni tampoco de abajo arriba, sino experiencia de encuentro entre lo alto y lo bajo, como entre partes, diversas entre sí, en condición netamente asimétrica, pero mutuamente necesarias para que el acto religioso se cumpla auténticamente. El diálogo, la reciprocidad, el hablarse y hacerse, la mutua respuesta, son elementos constitutivos. Los innumerables modelos de que se sirve la Biblia para hablar de la alianza de Dios (matrimonio, paternidad, servicio del pastor, pacto político) no son sólo triquiñuelas didácticas, sino que adquieren valor simbólico; son en sí mismos gérmenes de verdad de la alianza, semillas del pacto.

b) Superando así la tentación de un deductivismo ideológico, es necesario anotar el sentido de la alianza dentro de la revelación bíblica. Aparece pronto que se trata de una relación donde la bilateralidad o alteridad de las partes se apoya sobre la unilateralidad de una elección de amor que se debe total y únicamente al misterio de Dios, dentro del cual la alianza se sitúa como misterio. Esto lleva consigo un cruce de cualidades que dan el perfil justo de esta antropología de relación. La primera es una cualidad amorosa: Dios hace alianza por amor al hombre. Lo correspondiente en la respuesta del hombre es el amor, plasmado sobre la misma grandeza de Dios. «Pueblo mío-Dios mío». Desde esta óptica, el concepto de alianza pierde necesariamente todo colorido militaresco, mercantil o burocrático. Las alianzas humanas, desde la Alianza Atlántica a las compañías de seguros, adquieren un concepto lejano, limitado y equívoco. Sólo una genuina relación amorosa –enseñan los profetas– es la que más se acerca a la alianza bíblica. El lugar de la alianza es el corazón.

c) Una tercera cualidad, que nace de la matriz del amor, consiste en el principio de libertad conjugado con el principio de fidelidad y de responsabilidad. El aliado, por naturaleza, no es esclavo ni siquiera de Dios. La Biblia en esto es inflexible. Resuena nítida la propuesta de Dios en la víspera del encuentro en el Sinaí: «Si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza...» (Ex 19,5). Quien no pacta libremente con Dios o quien no logra hacer surgir de la alianza un estilo de libertad, la capacidad de elegir aquello que vive, no se corresponde al hombre de la alianza. Ciertamente se trata de una libertad que opta por el amor en fidelidad. Esta es la exigencia quizás más fuerte, teniendo en cuenta la ininterrumpida secuencia de infidelidades de tantos sujetos históricos con los que Dios hizo alianza. Hacía falta llegar a Jesús para recuperar la posibilidad real de fidelidad. Solamente en él, para siempre.

La fidelidad siempre asume el gran compromiso de la responsabilidad, entendida en el sentido de corresponder con hechos y palabras a los hechos y palabras de Dios. La religión de la alianza bíblica jamás produce en el corazón del creyente una especie de narcótico sagrado, sino que introduce en él un dinamismo operativo imparable.

En efecto, el estatuto de la alianza es altamente ético. Antes que de ritos, el hombre de la alianza se nutre de obediencia a la ley de Dios, expresada todavía hoy en el decálogo, interpretado a la luz del mandamiento del doble amor. Pero —es bueno reconocerlo— no se trata de imperativos kantianos, autojustificándose, de cara a uno mismo, sino más bien de imperativos tanto más rigurosos cuanto más motivados por los indicativos de gracia manifestados en el actuar salvífico de Dios.

d) Esto conlleva comprender bien que la alianza de Dios, encuentro entre dos amores, el de Dios y el nuestro, no es fruto de una especulación filosófica ni se propone como átomos fragmentados, sino que se manifiesta entre los pliegues de la historia de un pueblo, en el que se advierte un proyecto progresivo, avivado por una pedagogía de la sabiduría. Quien penetra en la alianza bíblica entra en una alianza que se realiza continuamente, acepta formar parte de una humanidad en construcción. Pero con una novedad de valor absoluto: dentro de la alianza-proyecto, una mediación capital define y garantiza la verdad y el cumplimiento de la alianza. Es Jesucristo, por el cual la alianza de Dios, nunca revocada, llega a ser nueva y eterna. La renovación del hombre que aporta el hombre nuevo Jesús, gracias al don del Espíritu Santo, confiere naturalmente el modo de pensar y de vivir la alianza. Nadie va a Dios y él no viene a nosotros, cristianos y no cristianos, sino por la mediación de Jesús, en su modo de vivir la alianza. Quien acepta la religión de alianza acepta situar su vida dentro de una triple correlación: el misterio de Dios, el misterio del hombre, el misterio de Cristo, imagen perfecta de la perfecta relación o alianza entre Dios y el hombre.

e) Lo que impresiona en la alianza bíblica es el carácter social. El al que Dios dirige el diálogo de alianza somos nosotros, un pueblo bien organizado, el pueblo de Dios. No existe en verdad ninguna masificación, como en las alianzas humanas, donde se colocan en primer puesto los que cuentan. Aquí ciertamente los últimos, «el pobre, la viuda, el forastero» se convierten en centinelas de la alianza (cf Dt 24,17; 27,19). La ejemplaridad, la socialización, la solidaridad, e incluso la apertura a los no correligionarios, son compromisos típicos de la alianza, consiguiendo un estilo de comunión profunda donde Jesús sitúa a la Iglesia gracias a su sacrificio de la nueva alianza (cf 1Cor 10,14-18).

f) Finalmente, reconociendo que la alianza de Dios, iniciada ayer, continúa en el tiempo, la memoria de las acciones positivas de Dios hacia nosotros se convierte en factor de subsistencia de la alianza. Una alianza sin tal memoria es una alianza que desaparece. La liturgia, los sacramentos, en especial la eucaristía, son continuos signos rememorativos (memorial de la alianza), celebraciones que ofrecen actual, en acto hoy, el don de ayer y de siempre, que convierten en aliado de Dios a quien recibe tales signos. La alianza bíblica exige una antropología del rito, de la celebración, de la plegaria.


IV. La propuesta catequética

La comunicación de la fe es indispensable para poder conocer y acoger los dones de Dios. También el misterio de la alianza, tan rico en implicaciones teológicas y humanas, quiere pasar a través de la relación del catequista y sus destinatarios, relación que, nunca como ahora, aparece como signo sacramental de la misma alianza que trata de comunicar.

Distinguimos tres aspectos: el significado, los modelos y los itinerarios.

1. ¿QUÉ SIGNIFICA «CATEQUIZAR» SOBRE LA ALIANZA? a) A la búsqueda de un criterio organizador. No se puede decir que los catecismos actuales dan un relieve particular a la alianza, salvo excepciones, como el CCE.

El Directório general para la catequesis (DGC), de 1997, como el Directorio general de pastoral catequética (DCG) de 1971, tras afirmar el clásico pensamiento de que «el Hijo de Dios penetra en la historia de los hombres, asume la vida y la muerte humana y realiza la nueva y definitiva alianza entre Dios y los hombres» (DGC 41), no hace ninguna otra indicación explícita de la alianza como categoría organizadora de los contenidos catequéticos, salvo en el n. 135. Acusamos en esto también a CT y EN. Se podría decir que los documentos del magisterio no subrayan la alianza; vale como contenido para hablar de ella en su momento, pero no, sobre todo, como categoría pedagógica para hablar de cualquier otro contenido. ¿No será acaso un déficit esta visión tan marginal?

Por otra parte, si traducimos alianza por una relación religiosa significativa más universal, se podría demostrar que en el DGC emergen muchas resonancias de la alianza: la catequesis, como continuación de la pedagogía de Dios (139), debe llevarse a cabo como relación interpersonal y en un proceso de diálogo (143), donde el catequista juega el papel de mediador (156)... Se legitima así, a nuestro parecer, un doble riel en la comunicación de la fe: catequizar sobre la alianza es catequizar según la alianza.

b) Catequizar sobre el misterio de la alianza. Se puede afirmar que un camino de fe que no considere el tema de la alianza descuida un aspecto constitutivo del hecho cristiano. Esto plantea considerar seriamente el tesoro de revelación que nos es inmanente. Vía obligada y primaria es la Sagrada Escritura, los libros de la antigua y la nueva alianza. Todo lo dicho anteriormente (II) viene bien para señalar el marco de referencia sustancial en su sentido profundo y en sus articulaciones históricas. Obviamente, en relación con la condición de los destinatarios.

c) Catequizar sobre la fe según la alianza, esto es, tomándola como regla omnímoda. Sabemos que ha sido un deseo surgido entre los estudiosos de la Biblia, antes que entre los catequetas. En la investigación de lo que podría definirse el centro de la Escritura, W. Eichrodt construyó una catedral de la fe, su teología del Antiguo Testamento, en torno al motivo generador de la alianza. Ha quedado prácticamente solo, porque la categoría de la alianza en sentido técnico, usada por ejemplo en el Pentateuco, no aparece expresamente en los profetas del siglo VIII a.C., aparece ausente en los sapienciales, y en el mismo Nuevo Testamento viene suplantada por el tema del reino de Dios (sinópticos), o la justificación por la gracia (Pablo). A esto se añade el innegable cambio de sensibilidad frente a ese mismo concepto.

Creemos que se podría dar un paso adelante para no perder el valor relevante y extenso de la alianza bíblica, tratando a la vez de enunciar su significado de un modo más adecuado a la cultura del hombre de hoy y más en relación con la totalidad del discurso de la fe. Exponemos aquí algunos puntos a título de ejemplo:

Al presentar los datos de la fe, se subrayará, con la fuerza que dimana del misterio de la alianza, que la fe es ante todo relación amorosa y responsable entre Dios y la persona, relación entre personas vivas. Esto conlleva hablar de Dios (Jesucristo) subrayando las categorías de amor, libertad, promesa, fidelidad, juicio... Pero requiere a la vez hablar del hombre en su intrínseca estructura relacional hacia lo alto y hacia los demás, de su vocación al conocimiento de la verdad y de la vida como don objetivo, el rechazo a toda referencia narcisista, la apertura a la socialización y la solidaridad con los débiles.

— Desde la óptica de la alianza se hace un criterio hermenéutico estable que sirve de confrontación con las diversas experiencias de relación que vive una persona: familiar, social, económica... Surge un juicio cristiano de crítica (ciertas alianzas humanas serían denunciadas como idólatras por los profetas), pero capaz de discernir también muchas analogías positivas (el amor familiar sobre todo) que son anuncio, invocación, indicación de la alianza divina.

— Hablar de fe para quien participa en la alianza significa reconocer la dualidad dialogal entre Dios y el hombre, dualidad a veces dialéctica, leal en aceptar las diferencias, pero decidida a reconocer y hacer comunión.

— Siempre a partir de la alianza, don y tarea, el evangelio y la ley forman un binomio estructural para enunciar y llevar a cabo el programa cristiano de vida.

— Un último elemento al que hay que prestar atención: la alianza bíblica requiere una precisión de lenguaje y de actitud. En vez de Antiguo y Nuevo Testamento se debería hablar de primera y segunda alianza, o de una única alianza en dos fases, antes de Jesús y con Jesús. El Antiguo Testamento y el pueblo judío se reconocerán como factores constitutivos de la única alianza jamás revocada.

2. MODELOS. Prestemos atención a dos catecismos que han elaborado muy a fondo la comunicación de la fe según el esquema de la alianza:

a) L'Alleanza di Dio con gli uomini. Catechismo degli adulti, Conferencia episcopal francesa, EDB, Bolonia 1991 (trad. italiana). El título quiere expresar claramente que la fe cristiana no se funda en una idea vaga de Dios, sino en la intervención de Dios en la historia de los hombres. Por eso, en todo el catecismo se habla de la alianza, como «el hilo conductor de todo el libro y siempre posible de descubrir» (p. 6). En realidad, la alianza se convierte en una categoría evocadora, más que fundante, sobre la que se agregan nominalmente seis grandes núcleos: Dios de la alianza, la nueva alianza en Jesucristo, la Iglesia pueblo de la nueva alianza, los sacramentos de la nueva alianza, la ley de vida de la nueva alianza y el cumplimiento de la alianza en el reino de Dios.

b) Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes, Conferencia episcopal española. Comisión episcopal de enseñanza y catequesis. Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976. Este catecismo asume la alianza, y otras grandes experiencias bíblicas, como posibilidades privilegiadas de encuentro con Cristo, porque encuentran en magnífica relación el mundo de la fe y el mundo del preadolescente: «La alianza no es sólo una experiencia bíblica, sino que corresponde también a la experiencia social... Expresa la necesidad que el hombre tiene de estar con otros» (Manual del educador, 1. Guía doctrinal, 106). Específicamente, se considera a la alianza en su raíz semántica de estar con, entendida globalmente como un compartir, de parte de Dios y del hombre, el mismo proyecto, basado en amar fielmente a Dios y a los otros (106-111). En el volumen I del texto, se desarrolla el contenido con notables estímulos didácticos (pp. 31-40) y orientado a la programación de los distintos niveles escolares, para aquellos momentos en los que el estudio plantea la relación con los demás.

3. ITINERARIOS. a) Objetivo y contenido común. Lo que se pretende es ayudar a comprender que la fe cristiana consiste en una relación interpersonal entre Dios y el hombre, que se configura en una bipolaridad existencial de gracia de Dios y de deber ser del hombre. Tal relación tiene su paradigma completo e indispensable en el misterio de Jesucristo y su expresión visible en el pueblo de Dios, judío y cristiano. Concretamente, el motivo de la alianza requiere el desarrollo del contenido en cuatro núcleos: el acontecimiento de la alianza en la historia bíblica hasta Jesús; los signos sacramentales que la celebran y actualizan; la responsabilidad ética que nace de la confluencia entre evangelio y ley; el principio de comunión y, por tanto, de solidaridad como espiritualidad y estilo de conducta.

b) Es necesario elaborar también itinerarios para cada una de las edades. Un test al comienzo puede ayudar a conocer dos cosas: el significado que la alianza bíblica tiene o no tiene para los interlocutores y las experiencias de relación que pueden hacer de enganche.

Puede servir de ayuda el apoyarse en estudios que versen sobre datos psicológicos y sociales relativos a la experiencia de la relación, necesidad de ayuda recíproca, respuesta moral... en la evolución del sujeto. Es sugerente el esquema que propone E. Erikson sobre los ocho períodos del desarrollo psicosocial, cada uno bajo el signo de la ambivalencia. En tales estadios se considera importante el influjo del contexto social, vivido concretamente en las relaciones, en el bien o el mal, con los otros: padres, profesores, otras figuras sociales entre las cuales podríamos colocar al pastor, al catequista. Sería importante analizar cómo el motivo de la alianza con Dios se manifiesta en el existencial primero de la confianza (o desconfianza) y, sucesivamente, en la autonomía, la iniciativa, el compromiso, la identidad, la intimidad, la capacidad generativa, la integridad. La aplicación pedagógico-didáctica no es automática ni resulta omnicomprensiva, pero ofrece a la propuesta de fe una mejor incidencia educativa.

c) Nos parece oportuno como dinámica expositiva seguir en todas las edades tres órdenes de consideración: histórico (los hechos narrados), intencional (el mensaje inmanente) y operativo (las aplicaciones a la vida).

Para los preadolescentes el tema debería incluir, desde el punto de vista histórico, la narración tal como viene dada en la Biblia (la alianza en la historia de los hebreos y de Jesús); desde el punto de vista intencional, se debería poner de relieve el significado de confianza positiva que Dios trata de dar a la vida de cada uno, una confianza aún más aceptable por estar unida a un juramento de fidelidad; en términos operativos, se anuncia que el mandato, la ley, radican sobre algo que los precede y motiva, o sea, las grandes muestras de amor por parte de Dios.

Para los jóvenes, la consideración histórica se enriquece a base de un análisis crítico respecto al origen y evolución del concepto de alianza y de los textos que hablan de ella; en cuanto a la intencionalidad, merece la pena profundizar en el núcleo teológico de la alianza, que podríamos hoy traducir así: la religión bíblica es relación interpersonal en la que se entrecruzan dos libertades, la de Dios y la del hombre, unidas por el vínculo de un amor fiel, de Dios que da y del hombre que responde; desde el punto de vista operativo, conviene pararse a considerar la ética como responsabilidad y solidaridad en el marco innovador y fascinante de la alianza.

Para los adultos, el tema de la alianza se expone bajo el perfil propio del adulto, maduro. Puede formar parte del contenido del itinerario todo cuanto se viene diciendo en estas páginas. Especialmente, desde el punto de vista histórico, conviene tener en cuenta lo específico de la alianza de Jesucristo («nueva y eterna») y, al mismo tiempo, la estrecha relación con la única alianza de Dios a partir del pueblo hebreo (Antiguo Testamento); desde el punto de vista intencional, el punto central debe ser el existencial divino y humano de la relación como amor y del amor como relación. Luego se puede especificar el binomio señorío de Dios y promoción del hombre, donde lo absoluto de Dios, parte fundante de la alianza, se manifiesta en el cuidado y crecimiento del hombre, parte asociada; y viceversa, donde la promoción del hombre se inspira radicalmente en el señorío de Dios y con él realiza; a nivel operativo, se profundiza en los componentes sacramentales (alianza que se celebra) y en los éticos (alianza que se vive) y, a la vez, en aquel estilo de vida que se deriva de la espiritualidad de la alianza.

BIBL.: BEAUCAMP E., Les grandes thémes de L' Aliance, Cerf, París 1988; COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976; CROATTO J. S., Alianza y experiencia salvífica en la Biblia, San Pablo, Buenos Aires 1964; GIUSSANI L., L'Alleanza, Jaca Book, Milán 1970; L'HOUR J., La morale de 1'Alliance, Gabalda, París 1966; LOHFINK N., L' Alleanza mai revocata. Riflessioni esegetiche per il dialogo tra cristiani ed ebrei, Queriniana, Brescia 1991; MACCARTHY, Treaty and Covenant, PIB, Roma 1978; MARTIMORT A. G., 1 segni della nuova alleanza, San Paolo, Roma 1966; MESTERS C., Biblia. Livro da alianga, Paulus, Sáo Paulo 1986; PLASTARAS J., Creación y alianza, Santander 1967; SALA A., Alianza, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993.

Cesare Bissoli