YO CREO
Pequeño Catecismo Católico
Editorial Verbo Divino


12. El perdón de los pecados

Los cristianos confesamos nuestra fe en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica, la comunión de los santos y el perdón de los pecados. Estas verdades se hallan íntimamente relacionadas; cada una de ellas hace referencia a las demás, y todas ellas tienen que ver con el encargo que el Resucitado dio a sus apóstoles, cuando los envió en misión: "Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará, pero el que no crea, se condenará" (Mc 16,15-16).

El que por medio de¡ Bautismo sella su fe en Jesucristo, está reconciliado con Dios por la muerte de Jesús: los pecados le están perdonados. Por eso, el Bautismo es el primero y el más importante sacramento para el perdón de los pecados.

12.1 El encargo del Señor

El Señor resucitado dio a los apóstoles el encargo y la autoridad para administrar el Bautismo a los que creen y para incorporarlos así a su Iglesia.

San Juan, en su Evangelio, da testimonio de este encargo. Lo describe así: En la tarde de la fiesta de Pascua estaban reunidos los discípulos. Tenían miedo y habían cerrado la puerta.
"Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz esté con ustedes. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les dijo de nuevo: La paz esté con ustedes. Y añadió: Como el Padre me ha enviado, yo también los envío a ustedes. Sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengan, Dios se los retendrá" (Jn 20,19-23).

En la Iglesia, la autoridad conferida por Cristo a los apóstoles se ha venido transmitiendo hasta el día de hoy: a los obispos y a los sacerdotes. Y está bien que así sea. Porque somos seres humanos y cometemos faltas y errores. Pablo lo expresa atinadamente, cuando escribe en la Carta a los Romanos: "Yo soy un hombre de apetitos desordenados y vendido al poder de¡ pecado, y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco" (Rom 7,14-15). Estaríamos perdidos si a nosotros, los bautizados, no se nos ofreciera constantemente perdón: En el sacramento de la Penitencia, a quien se convierte y se arrepiente de su culpa y la confiesa, Cristo le concede la reconciliación y el perdón.

El perdón del pecado lo puede conseguir también el cristiano mediante arrepentimiento activo, participando en la celebración de la Eucaristía, leyendo la Sagrada Escritura, y mediante la misericordia de Dios y de las personas que nos aman.


¿Cómo sería nuestro mundo si no existiera la palabra perdón? ¿Si lo que significa esta palabra no formara parte de las experiencias que todos tenemos? ¿Si no existiera una mano extendida para ofrecer reconciliación? ¿Si el que peca tuviera que seguir siendo culpable? ¿Si cada uno tuviera que quedarse con sus yerros7 ¿Si sólo existiera la venganza y no contase para nada el perdón?

12.2 Yo no te condeno

El evangelista San Juan refiere lo siguiente acerca de unos escribas. Traen a una mujer a la presencia de Jesús y dicen: Esta mujer ha cometido adulterio. Es culpable. Según la ley, tiene que morir apedreada. ¿Qué dices tú? Jesús guarda silencio. Como le instan a que responda, Jesús dice: "Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra". los acusadores oyen su respuesta y la comprenden.

Se van yendo uno tras otro. Finalmente se quedan solos Jesús y la mujer. Jesús le pregunta: "¿Dónde están tus acusadores? ¿Ninguno de ellos se ha atrevido a condenarte?" Ella responde: "Ninguno". Entonces Jesús le dice: "Tampoco yo te condeno. Puedes irte, pero no vuelvas a pecar" (véase Jn 8,1-10).

El relato del encuentro de Jesús con la mujer adúltera es un ejemplo. Jesús no rehúye a los pecadores. Come con ellos. Entre sus apóstoles hay un antiguo publicano. Y en su hora suprema Jesús dice al ladrón que está crucificado "a su derecha": "Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43).

Jesús no clava a nadie en sus fallos. A los que están encorvados bajo el peso de la culpa, Jesús les quita de encima el peso para que puedan levantarse. Jesús no se preocupa de que se condene y castigue a los culpables, sino de que, como personas absueltas, vivan una vida nueva y no se olviden jamás de que Dios los ama. De este modo, ellos pueden aceptarse a sí mismos, porque han sido aceptados por Dios.

El perdón no puede comprarse ni puede merecerse; nadie tiene derecho al perdón.
El perdón sólo puede implorarse, para sí y para los demás. La bondad de Dios es infinita.
Él recibe -gratis- perdón, puede vivir con su culpa, crecer con ella;
hacerse bondadoso y misericordioso en un mundo que juzga y castiga.

12.3 Como también nosotros perdonarnos

Cuando un hombre se hace culpable de algo y no puede reparar su culpa, entonces está dispuesto fácilmente a pedir perdón. Pero, cuando es a él a quien se le pide que perdone la culpa ajena, en ese caso difícilmente estará dispuesto a renunciar a sus "derechos". De ello nos habla Jesús en la parábola siguiente:

Hay dos hombres que sirven al mismo amo. Uno de ellos debe a su amo una cantidad tan grande, que no bastaría el trabajo de toda su vida para saldar la deuda. Este criado se arrodilla delante de su amo y le suplica. Y el amo le perdona la deuda. Se marcha libre de toda carga y se encuentra con un semejante que le debe a él algún dinero. Es un pobretón que no tiene nada para pagar una deuda que asciende a una cantidad exigua. Se arrodilla ante su semejante y le suplica. Pero éste no está dispuesto a perdonarle ni un céntimo. Y hace que al pobrecillo lo metan en la cárcel.

Cuando el amo se entera de todo, monta en cólera. Manda llamar al criado de corazón duro y ordena que le metan en la cárcel... hasta que pague su enorme deuda.

Y Jesús dice: Lo mismo hará con ustedes mi Padre celestial, si cada uno no perdona de todo corazón a su hermano y a su hermana (véase Mt 18,23-35).

La parábola no es difícil de entender. Mucho más difícil es hacer lo que Jesús dice.

Perdonar, renunciar al desquite y la venganza, no guardar rencor, no aprovecharme de la propia superioridad, del poder que tengo sobre quien está en deuda conmigo: son actitudes que cuestan mucho al hombre. Van contra las inclinaciones.

Pedro quiere saberlo con toda exactitud. Pregunta a Jesús: "Dime, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?" Desde luego, la oferta que Pedro hace no es mezquina. Sin embargo, al oír la respuesta de Jesús, se da cuenta de que hay que aplicar una medida totalmente diferente, cuando se trata de perdonar. "Setenta veces siete", dice Jesús. Y quiere hacernos comprender: No hay que poner límite a la cuenta. Debe perdonarse siempre que uno de nuestros semejantes necesite perdón (Mt 18,21-22).

Desde luego, no es casual que sea Pedro precisamente el que haga la pregunta y el que reciba la respuesta. Es una respuesta que obliga. Porque a Pedro es a quien el Señor ha confiado las llaves del reino de los cielos, para que todo lo que él desate o ate en la tierra -perdone o no perdone- quede perdonado o no perdonado en el cielo, ante Dios (Mt 16,19).


Ir al encuentro el uno del otro, extenderse la mano.
Decir la primera palabra, dar el primer paso,
aceptar al otro con su culpa,
hacer que el amor sea más fuerte que el desquite o la venganza,
romper el círculo vicioso de la culpa y del castigo,
continuar el camino juntos.

Jesús dice a los discípulos:
Si ustedes perdonan a los demás sus culpas, también a ustedes los perdonará mi Padre celestial. Pero si no perdonan a los demás, tampoco mi Padre les perdonará sus culpas.
MATEO 6,14