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CAPITULO VIII
Séptima petición del Padrenuestro
Líbranos del mal(Mt 6,13).
I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA
PETICIÓN
En esta última petición del Padrenuestro resumió
Jesucristo, en cierta manera, todas las anteriores. De ella se sirvió Él mismo
en la última Cena para invocar de su Padre la salvación de todos los hombres: Te
pido que los guardes del mal (Jn
17,15).
Todo el espíritu y significado de la oración dominical está comprendido en esta
última plegaria con que el Señor nos mandó-dándonos Él ejemplo-orar. Obtenido lo
que en ella se pide-comenta San Cipriano-, nada nos resta por desear. En ella
vedimos de manera absoluta la protección de Dios contra el mal; conseguida ésta,
saldremos victoriosos con absoluta certeza de los asaltos del mundo y del
demonio (1).
Si en la petición anterior pedíamos el poder evitar la culpa, en esta pedimos
ser librados de la vena. No es necesario insistir en el número y en la gravedad
de los males, desgracias y adversidades que constantemente nos oprimen, como
tampoco en la absoluta necesidad que tenemos de la ayuda de Dios. Sin necesidad
de recurrir a los muchos y extensos tratados-tanto sagrados como
profanos-escritos sobre esta materia, bástenos la propia y aiena experiencia
cotidiana de los mismos. El hombre, nacido de mujer, vive corto tiempo y lleno
de miserias: brota como una flor, y se marchita; huye como sombra, y no subsiste
(Jb
14,1-2).
Cada día es para nosotros un nuevo dolor, según testimonio del mismo Cristo:
Bástele a cada día su afán (Mt
6,34); porque, si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí
mismo, tome cada día su cruz y sígame (Lc
9,23).
En tan difícil y peligrosa situación, el hombre siente necesidad imperiosa de
acercarse a Dios para que le libre del mal Nada nos estimula tanto a pedir como
la necesidad, el deseo y la esperanza de vernos libres de los males que nos
oprimen o amenazan. Y sólo Dios es el refuqio instintivo del hombre que sufre.
Por esto dijo David: Cubre su rostro de ignominia y busquen tu nombre, ¡oh Yavé!
(Ps
82,17); Multiplican sus dolores los que se van tras los dioses
ajenos (Ps
15,4).
II. ESPÍRITU CON QUE DEBE HACERSE
Es cierto que las almas acuden espontáneamente a
Dios cuando las visita alqún dolor y peligro; pero también lo es que, aunque se
sufre mucho y se ora mucho en el sufrimiento, no siempre se sufre y se ora como
se debe. Convendrá, núes, aclarar convenientemente estos conceptos.
1) Hay muchos que oran trastornando comnletamente el orden establecido por
Cristo. Porque el mismo Señor, que nos manda refugiarnos en Él en el día de la
desventura (Ps
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Ps 15), nos ordena también pedir,
antes que la liberación de nuestros males, la santificación del nombre divino,
el advenimiento de su reino y el cumplimiento de su voluntad. A estos
cristianos, en cambio, frecuentemente les hace ser más solícitos un simple dolor
de cabeza o de pies, una ruina económica, un peligro terreno, el hambre, la
guerra, la sequía de los campos..., que los grandes y supremos intereses
espirituales. Buscad primero el reino y su justicia -nos ha dicho Jesús-, y todo
lo demás se os dará por añadidura (Mt
6,33).
Quienes saben pedir como deben, subordinan a la gloria de Dios y al bien de su
alma la misma liberación de los males terrenos. Por esto David, después de haber
suplicado: ¡Oh Yave!, no me castigues en tu ira, añade inmediatamente: Pues en
la muerte no se hace ija memoria de ti, y en el sepulcro, ¿quién te alabará? (Ps
6,2
Ps 6). Y en otra ocasión, después de
haber implorado la misericordia divina (2), agrega: Yo enseñaré a los malos tus
caminos, y los pecadores se convertirán a ti (Ps
50,15).
Así debe ser siempre la oración de todo cristiano.
2) Aquí radica la diferencia esencial entre la oración cristiana u la de los
paganos. También éstos piden a Dios que les libre de sus enfermedades y males;
pero ponen su principal esperanza en sí mismos, en las fuerzas de la naturaleza,
de la medicina, de la magia y aun del demonio. Recurren a cualquier medio y se
agarran a cualquier esperanza con tal de conseguir el bienestar humano, supremo
interés de su vida y plegarias.
El cristiano, en cambio, en la enfermedad y en lo adverso busca su refugio
fundamentalmente en Dios, a quien reconoce como autor de todo bien y único
liberador del mal; cree además que toda la eficacia de los remedios humanos se
deriva de Él y debe siempre subordinarse a su divino querer y gloria. Es el
Señor - dice el Eclesiástico - quien hace brotar de la tierra los remedios, y el
hombre prudente no los desecha (Si
38,4). Los hijos de Dios, más que en la medicina, creen en el
Dios de su salud. La Sagrada Escritura reprende enérgicamente a aquellos que,
fiados en las ciencias humanas y en sus inventos, se olvidan de invocar el
auxilio divino.
Los que creen y esperan en Él, en cambio, deben abstenerse de todos los remedios
que consta no han sido ordenados por Dios para la salud del hombre,
especialmente si son sospechosos de magia o superstición, que han de ser siempre
rechazados, aunque nos constase que por ellos habíamos de conseguir la salud
(3).
El cristiano debe poner toda su confianza en Dios. La Escritura nos ofrece
numerosos ejemplos de su intervención en favor de quienes, llenos de esta
confianza, buscaron en la oración el remedio de sus males. Recordemos los casos
de Abraham, de Jacob, de Lot, de José, de David, etcétera (4). Y en el Nuevo
Testamento se repetirán de nuevo los numerosos ejemplos, que no es necesario
aducir. Concluyamos con el salmista: Clamaron los justos, y Y ave los oyó y los
libró de todas sus angustias (Ps
33,18).
A) Qué no debemos pedir y qué pedimos
No pedimos aquí ser librados absolutamente de todos
los males, porque hay cosas que a nosotros nos parecen malas, cuando en realidad
son buenas. Recordemos aquel "aguijón" que tanto .hacía sufrir a San Pablo, y
que por revelación divina supo le había sido dado para acrisolar y perfeccionar
su virtud con el auxilio divino (5).
Si conociéramos el valor eficacísimo de muchos de nuestros dolores, no sólo no
pediríamos al Señor ser librados de ellos, sino que los estimaríamos y
agradeceríamos como verdaderos regalos de Dios.
Pedimos únicamente que el Señor aleje de nosotros todos y sólo aquellos males
que no acarrean utilidad alguna a nuestra alma, dispuestos a soportar todos
aquellos que puedan proporcionarnos algún fruto espiritual para la vida eterna.
Éste es, por consiguiente, el sentido de la petición: que, una vez liberados del
pecado y de la tentación, lo seamos también de todos los males internos y
externos: del agua y del fuego, del granizo y del rayo, de la carestía y de la
guerra, de las enfermedades y de las pestes, de las cárceles y destierros, de
las traiciones, asechanzas y todos los demás males corporales y espirituales.
Y entendemos por "mal" no sólo lo que como tal es tenido por el consentimiento
unánime de los hombres, sino también las cosas comúnmente consideradas como
buenas (riquezas, salud, honores, fuerzas, la misma vida), si en algún caso
determinado hubieran de redundar en daño de los intereses de nuestra alma.
Pedimos también a Dios que nos libre de la muerte repentina; que no se extienda
sobre nosotros su ira divina; que no incurramos en los castigos eternos,
reservados para los impíos, ni seamos un día atormentados con el fuego del
purgatorio. La Iglesia y la Liturgia interpretan esta petición de una manera
general: Te rogamos. Señor, que nos libres de todos los males pasados, presentes
y futuros (6).
Los modos con que la omnipotencia divina nos libra
de] mal son innumerables. A Jacob le libró de sus enemigos, excitados contra él
por la matanza de los siquimitas, inva-í diendo de terror a la ciudad y a sus
habitantes: Se extendió el terror de Dios por las ciudades del contorno, y no
los persiguieron (Gn
35,5). Y así por modos muy distintos libró Dios de todo posible
mal a los bienaventurados que reinan con Cristo en los cielos.
Y si bien es cierto que no quiere el Señor que sus elegidos se vean libres de
todo sufrimiento mientras son peregrinos del cielo, mas no pocas veces acude en
su socorro, sin contar que ya es verdadera y no pequeña liberación del mal la
consolación que Dios nos concede en medio de las adversidades que nos oprimen.
El salmista decía: Y en las grandes angustias de mi corazón alegraban mi alma
tus consuelos (Ps
93,19). Y no raras veces interviene personalmente el mismo Dios
de manera prodigiosa en nuestro favor, concediéndonos incolumidad en los
peligros, como sucedió a los tres niños arrojados al horno encendido7 y a Daniel
en la cueva de los leones (8).
También y de manera especialísima hemos de
considerar como mal al demonio, autor de la caída del hombre y de sus pecados,
el gran mal de la humanidad, según testimonio de los Padres (9).
De él se sirve el Señor como de ministro para exigir a los pecadores el castigo
de sus culpas: porque es Dios quien da a los hombres el mal que padecen por sus
pecados (10). En este mismo sentido se expresa la Sagrada Escritura: ¿Habrá en
la ciudad calamidad cuyo autor no sea Yave? (Am
3,6): Yo soy Y ave, no hay ningún otro. Yo formo la luz y creo
las tineblas, yo doy la paz, yo creo la desdicha (Is
45,7).
Llámase también "mal" al demonio porque, sin haberle hecho nosotros daño alguno,
mueve guerra perpetua contra nuestras almas y nos persigue obstinadamente con un
odio mortal. Cierto que no puede dañarnos si estamos defendidos por la fe y la
inocencia; pero jamás cesa de tentarnos con males externos y por cuantos medios
tiene a su disposición. Por esto, y en este sentido, pedimos a Dios que nos
libre del mal.
Y nótese que decimos del mal y no de los males, porque todos los males que nos
vienen del prójimo tienen como último instigador y autor a Satanás. Por
consiguiente, no hemos de emprenderla con nuestros hermanos, sino contra el
demonio, quien impele a los hombres a ofender a los demás. Y cuando hacemos esta
petición: Mas líbranos del mal, no sólo pedimos por nosotros directamente, sino
también para que Dios arranque de las manos de Satanás a todos nuestros
prójimos.
Cuando no somos escuchados en la oración y permite
el Señor que el mal siga afligiéndonos de cualquier modo, sepamos unir a la
plegaria la paciencia y creamos ser voluntad de Dios que padezcamos con
resignación.
Es injusto impacientarnos con el Señor y mucho peor enojarnos con Él, porque no
atiende nuestros ruegos. Sepamos respetar los amorosos designios de su voluntad
y pensemos que Dios nos dispensa siempre lo más conveniente para el alma.
No debemos conformarnos con una forzosa resignación; sepamos hacer alegre la
aceptación de sus divinas disposiciones: Todos los que aspiran a vivir
piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones (2Tm
3,12); Es preciso entrar en el reino de Dios con muchas
tribulaciones (); ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto u entrase así en
su gloria? (Lc
24,26).
No es justo-comenta San Bernardo (11)- que el siervo sea de mejor condición que
el señor; ni es decoroso que seamos miembros delicados bajo una cabeza coronada
de espinas. Es elocuente la respuesta de Urías, invitado por David para
permanecer en su casa: El arca, Israel y Judá habitan en tiendas... ¿E iba yo a
entrar en mi casa? (2R
11,11).
Si acompañamos nuestra petición de estos sentimientos, cuando nos veamos
rodeados por todas partes de males y adversidades, saldremos de ellas, si no
ilesos como los tres niños del horno, sí al menos con la fuerza y constancia
necesarias para soportarlos como los Macabeos (12), o como los apóstoles, que,
azotados y encarcelados, se alegraban de haber sido hallados dignos de padecer
por el nombre de Tesucristo (13).
Como ellos, podremos también repetir nosotros: Persiguiéronme sin causa los
príncipes, pero mi corazón temía tus palabras. Tan contento estoy con tus
palabras como quien halla abundante presa (Ps
118,161-162).
__________________
NOTAS
(1) SAN CIPRIANO Setm. 6 de Orat. Domini: ML 2,525.
(2) ¡Apiádate de mí, oh Dios, según tus piedades! Según la muchedumbre de tu misericordia borra mi iniquidad (Ps 50,3).
(3) Enfermó Asa de los pies...; pero tampoco en su enfermedad buscó a Yave, sino a los médicos (2 Par. 16,12; Jer. 9; 46,11).
(4) Cf. Gn 12,2; 17,2; 28,14; 39,2; 1 Re. 14,15.
(5) Para que yo no me engría, fuéme dado el aguijón de la carne, el ángel de Satanás, que me abofetea para que no me ensoberbezca (2 Co 12,7).
(6) Misal Romano, canon de la misa, oración "Líbranos Señor", después del Padrenuestro.
(7) Cf. Da 3,21-22.
(9) SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. 20 sobre San Mateo: MG 57,286-294.
(10) SAN JUAN DAMASCENO, De la fe, 1.4 c.20: MG 94,1194.
(11) SAN BERNARDO, Serm. 5 de Todos tos Santos: ML 185, 205ss.
(12) Cf. 1 M 2,16.(13) Ellos se fueron contentos de
la presencia del consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el
nombre de Jesús (Act. 5,41).
CAPITULO IX Broche de oro de la oración dominical
I. SELLO
FINAL
San Jerónimo en sus Comentarios a San Mateo llama a
la palabra amén "sello final del Padrenuestro" (1). Y en realidad lo es, porque
resume en sí los sentimientos que deben animar el corazón del cristiano cuando
concluye su oración. Sentimientos de igual importancia a las disposiciones
preliminares que exigíamos a toda alma cuando se dispone a rezar el
Padrenuestro.
Detengámonos en su atenta consideración con el mismo interés con que lo hicimos
entonces, pues, si tiene su importancia el comenzar con diligencia y devoción la
plegaria, no la tiene menos el saber acabarla debidamente.
1) Muchos y muy fecundos son los frutos que debe reportarnos una digna
conclusión en el rezo del Padrenuestro; pero el más rico y anhelado será el
saber que han sido escuchadas u obtenidas nuestras peticiones.
2) Con la gracia de ser escuchados en .nuestros rueaos, se significan y piden en
el "Amén" otros muchos dones. Cuando un alma habla con Dios en la
oración-escribe San Cipriano-, se le avecina de manera misteriosa la majestad
del Señor, la posee y la llena con su munificencia. Y así como el que se arrima
al fuego, sí está frío, se calienta, y, si ya estaba caliente, arde, de igual
modo, el alma que se acerca a Dios por la oración se enfervoriza en la devoción
y en la fe, se inflama en la gloria del Señor, se ilumina por el Espíritu Santo
y queda colmada de dones celestiales (2).
En este sentido dice la Sagrada Escritura: Te le adelantaste con faustas
bendiciones (Ps
20,4). Tenemos un ejemplo bien significativo en Moisés, que bajó
del coloquio con Dios sobre el Sinaí radiante de un esplendor tal, que los
israelitas no podían sostener la vista en su rostro (3).
3) De manera especial quien ora con fervor goza, de la divina misericordia y de
la divina majestad. Temprano me pongo ante ti, esperándote. Pues no eres Dios tú
que se agrade del impío (Ps
5,4-5). Y cuanto más se abandona el corazón, con tanto mayor
ardor y más profunda devoción desea a Dios y busca su presencia, porque Dios es
suave con los que en Él confían.
En la luz divina, el alma valora mejor toda su humildad frente a la majestad de
Dios, porque es profundamente verdadera la norma agustiniana: Conózcate a ti,
Señor, y me conoceré a mí (4).
4) De aquí la desconfianza en nuestras fuerzas y el completo abandono en la
voluntad divina, confiando que el amor de Dios nos abrazará paternalmente y nos
proveerá de todo lo necesario para la vida y para la salvación eterna.
5) Estos sentimientos harán brotar en el alma una gratitud infinita al Señor por
todos sus beneficios. David empieza así su oración: Sálvame de cuantos me
persiguen,y la termina gritando: Yo alabaré a Yavé por su justicia y cantaré el
nombre del Señor Altísimo (Ps
7,2
Ps 18).
Todos los santos se arrodillan, al ciar, con temor, y se levantan llenos de
esperanza, de amor y de alegría. Tenemos ejemplos maravillosos en casi todos los
salmos de David. Suele comenzar el salmista sus plegarias temblando: ¡Oh Yavé!
¡Cómo se han multiplicado mis enemigos! ¡Cuántos son los que se alzan contra mí!
¡Cuántos los que de mi vida dicen: No tiene ya en Dios salvación! (Ps
3,2-3); pero en seguida se reanima exultante: No: temo a los
muchos millones del pueblo que en derredor se vuelven contra mí (Ps
3,7). En el salmo siguiente empieza también llorando amargamente
su miseria (5), para terminar con el alma rebosante de alegría: En paz me duermo
luego en cuanto me acuesto, porque tú, ¡oh Yavé!, a mí, desolado, me das
seguridad (Ps
4,9). Y'en otra ocasión comienza igualmente tembloroso y pálido:
¡Oh Yave!, no me castigues en tu ira, no me aflijas en tu indignación (Ps
6,12), para volver de nuevo a exclamar inundado de confianza y
alegría: Apartaos de mí todos los obradores de la maldad, pues ha oído Y ave la
voz de mis llantos (Ps
6,9). Ante la ira furiosa de Saúl implora humildemente la ayuda
de Dios: Sálvame, ¡oh Dios!, por el honor de tu nombre; defiéndeme con tu poder
(Ps
53,3); pero en seguida estalla en un ímpetu de alegría- Es Dios
quien me defiende; es el Señor el sostén de mi vida (Ps
53,6).
Sólo con fe y esperanza podremos sostener nuestra oración ante Dios; sólo con
estas virtudes lograremos entrar en el corazón del Padre y podremos esperar de
sus tesoros infinitos todo cuanto necesitamos para la vida y para la eternidad.
"Amén" es palabra hebrea, usada frecuentemente por
Cristo en su oración. El Espíritu Santo quiso que se conservase en la Iglesia.
Su significado es "un consentimiento", y, puesta al final de la oración, quiere
significar el gesto de Dios, que des" pide al orante, después de asegurarle que
ha sido escuchado.
Esta significación de la palabra "amén" ha sido reconocida por toda la tradición
de la Iglesia, la cual en la misa, después de la recitación del "Padrenuestro",
hace responder "amén", no al monaguillo o al pueblo, sino al mismo sacerdote, el
cual, como mediador entre Dios y los hombres, es el único que puede asegurar con
autoridad a los asistentes: Dios os ha escuchado. Rito que no es común para
todas las oraciones, sino exclusivo del Padrenuestro, porque sólo en éste se
significa el asentimiento de Dios a nuestras peticiones.
La palabra
amén ha sido interpretada y traducida diversamente. La versión griega de los
Setenta la traduce: Hágase; Aquila: Fielmente; otros: Verdaderamente.
La cosa en sí no tiene demasiada importancia, con tal de que se retenga su
genuino significado: que Dios responde afirmativamente a nuestros ruegos. Éste
era el pensamiento de San Pablo cuando escribía: Pues todas cuan-tas promesas
hay de Dios, son en El sí; y por Él decimos amén, para gloria de Dios en
nosotros (2Co
1,20).
El saber que Dios escucha nuestras plegarias y está pronto a responderlas con su
"sí" majestuoso, debe engendrar en nosotros una profunda atención cuando oramos,
sin permitir que nuestra mente se pierda en vanas distracciones. La conciencia
de tener ya con nosotros, misericordioso y bueno, al Dios que nos escucha, nos
hará cantar con el profeta: Es Dios quien me defiende; es el Señor el sostén de
mi vida (Ps
53,6).
Y nadie dudará que Dios se conmueve ante el nombre y plegaria de su Hijo
Jesucristo, siempre escuchado-según San Pablo-por su reverencia al temor (He
5,7), y de quien es la gloría y el imperio por los siglas de los
siglos (1P
4,11).
________________
NOTAS
(1) SAN JERÓNIMO, C.6 a S. Mt: ML 26,45.
(2) SAN CIPRIANO, Ser. de Oraí. Domini: ML 4,537.
(3) Los hijos de Israel veían la radiante faz de Moisés, y Moisés volvía después a cubrir su rostro con el velo (Ex 34,35; cf. 2 Co 3,13).
(4) SAN AGUSTÍN, Soliloq. 1.2 el: ML 32,885.
(5) ¡Óyeme, pues te invoco. Dios de mis justicias! Tú en la angustia me salvas. Ten piedad de mí y oye mis súplicas (Ps 4,2).