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CAPITULO VI
Quinta petición del Padrenuestro
Perdónanos nuestras deudas, así
como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt
6,12).
I. SIGNIFICADO Y VALOR DE ESTA PETICIÓN
Todo cuanto nos rodea en la vida
y en la creación nos habla a gritos de la omnipotencia, sabiduría y bondad
infinitas de Dios; pero nada testimonia y demuestra tan profunda y luminosamente
su infinita misericordia para con nosotros como el misterio inefable de la
pasión de Cristo, de donde brotó la fuente perenne de la gracia que purifica
nuestros pecados (1). Ser sumergidos y purificados en esta divina fuente es lo
que pedimos cuando rezamos en el Padrenuestro Perdónanos nuestras deudas.
Comprende esta petición el conjunto de todos los bienes que Cristo nos mereció.
Así se expió el crimen de Jacob -escribe Isaías-y éste será todo su fruto: el
perdón de su pecado (Is
27,9). Y David llama bienaventurados a quienes logren obtener
este perdón: ¡Bienaventurado aqud a quien le ha sido perdonado su pecado, a
quien te ha. sido remitida su iniquidad! (Ps
31,1). En este perdón se resume el espíritu y valor de esta
petición, que todos debemos conocer y repetir con el más cuidadoso interés.
Hasta aquí hemos pedido al Señor los bienes espirituales y eternos y los
necesarios para la vida terrena. Ahora rogamos a Dios que aparte de nosotros los
males: los del alma, los del cuerpo y los de la vida futura.
II. DISPOSICIONES NECESARIAS PARA HACERLA CONVENIENTE
Y puesto que la eficacia de la
oración depende en gran parte del modo con que se ora, convendrá señalar las
disposiciones con que debe acercarse el alma al Señor para pedir el perdón de
sus culpas.
1) Ante todo, con conciencia de tus propios pecados y humilde arrepentimiento de
los mismos y pleno convencimiento de que Dios quiere siempre perdonar a quien se
acerca con estas disposiciones. Jamás, por consiguiente, con la desesperación
que atormentó a Caín (2) y a Judas (3), sino con sincero reconocimiento de
pecadores que buscan remedio en el corazón paternal de Dios y le suplican les
trate no como Juez inexorable, sino como Padre misericordioso.
La meditación de tantos pasajes escriturísticos despertará fácilmente en
nosotros esta conciencia de los propios pecados. En ella nos recuerda
frecuentemente el mismo Dios nuestra condición de culpables: Todos van
descarnados, todos a una se han corrompido, no hay quien haga el bien, no hay
uno solo (Ps
13,3); No hay justo en la tierra que haga sólo el bien y no peque
(); ¿Quién puede decir: He limpiado mi corazón, estoy limpio de pecado? (Pr
20,9). San Juan escribe a su vez: Si dijéramos que no tenemos
pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros (1Jn
1,8). Y Jeremías: Y dices: soy inocente, su cólera se ha apartado
ya de mí. ¡Ahí Ya te juzgaré yo por decir no he pecado ().
Afirmaciones bíblicas confirmadas por el mismo Cristo cuando nos manda en esta
petición del Padrenuestro pedir el perdón de nuestras culpas. El Concilio de
Milevi declara que sólo en este sentido deben entenderse sus palabras: "Si
alguno dijere que las palabras del Padrenuestro: Perdónanos nuestras deudas, son
pronunciadas por los santos por humildad y no por verdadera convicción, sea
anatema" (4). ¿Quién puede, en efecto, tolerar que uno mienta cuando ora,
pidiendo con los labios el ser perdonado y creyendo en su corazón que no ha
cometido pecados?
2) Ni basta simplemente recordar los pecados; es necesario que nuestra memoria
de ellos sea dolorosa: un recuerdo que punce el corazón y excite el alma al
arrepentimiento. La memoria de nuestros pecados debe ir siempre acompañada de
este dolor y arrepentimiento, que nos harán recurrir con ansiedad y angustia a
Dios, nuestro Padre, para que Él nos saque, con la gracia de su perdón, las
espinas que llevamos clavadas en el alma.
Esta ansiedad y angustia brotará espontáneamente no sólo de la consideración de
la fealdad del mal cometido, sino también de la indignidad y audacia con que
nosotros, pobres gusanos, osamos levantarnos y ofender la majestad e infinita
santidad de Dios, que nos había colmado de tantos y tan inmensos beneficios (5).
Y todo ello, ¿para qué? Para alejarnos de un Padre tan bueno-el Sumo Bien-y
vendernos por un precio miserable a la vergonzosa esclavitud del demonio. Dios
nos puso un yugo suave de amor, un lazo dulce y amable de infinita caridad; mas
nosotros lo rompimos para pasarnos al enemigo, al príncipe de este mundo (), al
príncipe de las tinieblas (Ep
6,12), al rey de todos los feroces (Jb
41,25). De estos pobres esclavos de Satanás escribió Isaías: ¡Oh
Y ave. Dios nuestro!, otros señores, que no tú, se enseñorearon de nosotros (Is
26,13).
Por lo demás, si no nos conmueve la miserable traición que hicimos al suave yugo
de Dios, conmuévanos al menos el espectáculo de las miserias y desventuras
causadas por el pecado. Con él queda violada la santidad del alma, esposa de
Cristo, y profanado el templo del Señor, acerca de lo cual escribió San Pablo:
Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios
es santo, y ese templo sois vosotros (1Co
3,16-17). David nos habla igualmente de los inmensos males que el
pecado engendra en el hombre: Nada hay sano en mi carne, a causa de tu ira, nada
íntegro en mis huesos, a causa de mi pecado (Ps
37,4).
Plenamente lo había entendido el profeta: el pecado es una peste que corrompe la
carne y penetra los huesos, envenenando la misma tazón y voluntad. La Sagrada
Escritura declara la extensión y efectos de esta peste espiritual cuando dice
que los pecadores son cojos, sordos, mudos, ciegos y paralíticos en todos los
miembros (6).
Al dolor de su propio estado infeliz se añadía en el salmista el sentimiento
doloroso de la ira de Dios contra sus pecados; porque hay guerra viva entre el
Dios ofendido y el pecador. San Pablo dice: Ira e indignación, tribulación y
angustia sobre todo el que hace el mal (Rm
2,8-9).
Es verdad que el acto del pecado es transitorio; pero la mancha y la culpa que
él engendra permanecen, y Dios les va persiguiendo constantemente con su ira,
como la sombra sigue al cuerpo.
Hay en la Biblia un salmo de David (el 50) profundamente animado de todos estos
sentimientos. Su asidua meditación y recitación provocará en las almas de los
fieles el dolor y arrepentimiento, la penitencia y la esperanza, la vergüenza y
la confianza. Y así comprenderán perfectamente aquellas palabras de Jeremías:
Reconoce y advierte cuan malo y amargo es para ti haberte apartado de Yave, tu
Dios, y haber perdido mi temor, palabra de Yavé, tu Dios ().
Los profetas Isaías, Ezequiel y Zacarías designan con los nombres de corazón
duro, corazón de piedra, corazón de diamante, a quienes carecen de este
necesario reconocimiento y humilde compunción de sus pecados: como a las
piedras, nada les ablanda ni conmueve en orden a su vida espiritual y a su
conversión (7).
3) Debe animarnos, por último, un profundo sentimiento de esperanza. En modo
alguno pretende ni quiere Dios nuestra desesperación. Por medio de Cristo
concedió a la Iglesia el poder de perdonar los pecados (8), y en el Padrenuestro
nos exhorta a acudir a su infinita misericordia y liberalidad con confianza de
ser escuchados. De no estar dispuesto el Señor a perdonarnos, no nos mandaría
invocarle con esta petición: Perdónanos nuestras deudas. Precisamente porque es
bueno y misericordioso quiere que le pidamos así, con plena confianza de que
hemos de ser escuchados (9).
Cierto que nuestros pecados de pensamiento, palabra y obra van directamente
contra Dios, a quien negamos obediencia, turbando, en cuanto nos es posible, el
orden establecido por su infinita sabiduría; pero no es menos cierto que
imploramos perdón a un Padre inmensamente bueno, a un Padre que puede y, según
ciertamente declara, quiere perdonarlo todo; a un Padre que nos insta a buscar
su misericordia y hasta nos enseña las palabras con que hemos de hacerlo. ¿Quién
se atreverá, pues, a dudar de la posibilidad de nuestra reconciliación con Él?
Este pensamiento, que tanto sostiene nuestra fe y tan profundamente alimenta
esperanzas e inflama caridades, puede documentarse y probarse con innumerables
pasajes escriturísticos que demuestran la compasión de Dios para con el hombre y
su benigna concesión de perdón a los culpables arrepentidos (10). Sobre este
tema puede consultarse, por lo demás, cuanto dejamos ya dicho en el artículo del
Credo "Creo en la remisión de los pecados".
Y para evitar posibles errores o
confusiones, veamos cuáles son las deudas que el hombre tiene contraídas con
Dios. Son de varias especies, y no pedimos ni podemos pedir nos sean remitidas
todas.
1) En primer lugar, no podemos pedir que nos sea perdonada la deuda de amor que
tenemos obligación de profesar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y
con todas las fuerzas. Deuda que necesariamente hemos de saldar, si queremos
conseguir nuestra eterna salvación (11).
2) Tampoco podemos pedir, ni pedimos aquí, que el Señor nos libre de las deudas
de obediencia, culto, veneración y otros deberes semejantes que tenemos hacia
Dios, nuestro Creador y Señor.
3) Pedimos a Dios que nos libre de nuestros pecados. San Lucas interpreta la
palabra "deuda" por la palabra "pecado" (12). Y con razón, porque por el pecado
nos hacemos reos delante de Dios y quedamos sometidos al débito de la pena que
hemos de pagar o satisfaciendo o sufriendo. Por esto dijo Cristo de sí mismo por
el profeta: Tengo que pagar lo que nunca tomé (Ps
68,5). Esto demuestra no sólo que el hombre es deudor, sino
también que es un deudor insolvente, incapaz de satisfacer por sí mismo (13).
De aquí la necesidad de recurrir a la misericordia divina. Mas no nos exime este
recurso del deber de la satisfacción en la justa medida que exige la justicia
divina, de la que Dios es igualmente celosísimo. Y esto nos exige acudir a los
méritos de la pasión de Cristo, sin los que nos sería absolutamente imposible
alcanzar el perdón de nuestros pecados. Sólo en ellos radica y sólo de ellos
puede derivarse hasta nosotros la esencia y eficacia de toda posible
satisfacción (14).
Sobre el ara de la cruz pagó Jesús el precio debido por nuestros pecados; precio
que se nos comunica por medio de los sacramentos recibidos de hecho o al menos
con el deseo (in re vel in voto); precio de tan extraordinario valor, que nos
alcanza y obra realmente lo que imploramos en esta petición: la remisión de
nuestros pecados.
Y no sólo de los pecados veniales y culpas fáciles, sino también de los más
graves y monstruosos delitos, que la plegaria consigue purificar en la sangre de
Dios por medio del sacramento de la penitencia, recibido igualmente de hecho o
al menos con el deseo.
"Nuestras" son las deudas, pero
en sentido bien distinto del pan, que también llamamos "nuestro". Éste es
nuestro porque nos lo dio como don la misericordia de Dios; aquéllas, en cambio,
son nuestras por residir en nosotros su culpa y haber sido contraídas por
nuestra libre y consciente voluntad.
Por consiguiente, esta petición es un reconocimiento y una confesión de nuestra
culpabilidad y una necesaria imploración de la misericordia divina.
No hay en ella atenuantes ni excusas; nosotros solos somos los culpables, sin
que podamos inculpar a los demás, como pretendieron hacerlo Adán y Eva (15). Con
el profeta hemos de orar: No dejes que se incline al mal mi corazón, a hacer
impías maldades, pretextando excusas en mis pecados (Ps
140,4).
Y no decimos Perdóname a mí,
sino Perdónanos a nosotros. Es exigencia de la ley de la caridad que une a todos
los hombres delante de Dios y entre sí; ley de caridad que obliga a sentir una
preocupación viva por la salud de los prójimos y a rogar por ellos como por
nosotros mismos.
Así nos lo enseñó Cristo y asi lo predicaron y practicaron los apóstoles (16).
La Iglesia ha conservado santísimamente esta tradición.
En uno y otro Testamento tenemos luminosos ejemplos de este espíritu de
admirable caridad hacia el prójimo. Moisés oraba así: Perdónales su pecado o
bórrame de tu libro, del que tú tienes escrito (Ex
32,31). Y San Pablo: Desearía yo mismo ser anatema de Cristo por
mis hermanos (Rm
9,3).
VI. "ASÍ COMO NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES"
Las palabras "así como" pueden
entenderse de una doble manera: en un sentido de semejanza o en un sentido de
condición.
En el primer caso pedimos a Dios que nos perdone del mismo modo con que nosotros
perdonamos las injurias y ofensas recibidas del prójimo.
En el segundo rogamos a Dios que nos perdone a condición de que nosotros
perdonemos a los demás.
Y en este segundo sentido las interpretó Cristo cuando dijo: Porque, si vosotros
perdonáis a otros sus ¡altas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre
celestial. Pero, si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro
Padre os perdonará vuestros pecados (Mt
6,14-15).
En uno y otro caso es evidente la necesidad de perdonar las ofensas ajenas: si
queremos que Dios nos perdone, es preciso saber perdonar. Tanto exige el Señor
este olvido de las injurias recibidas y esta mutua caridad, que rehusa y
desprecia las ofrendas y sacrificios de quienes previamente no se hayan
reconciliado con sus prójimos (17). Además, es ley de la misma naturaleza que
nos portemos con los prójimos como queremos que ellos se porten con nosotros
(18). Sería un arrogante descaro pedir a Dios el olvido y remisión de nuestras
culpas, manteniendo en el corazón resentimientos y deseos de venganza contra el
prójimo.
Nuestro ánimo, pues, debe estar siempre pronto y dispuesto al perdón. Tenemos
bien explícito el precepto divino: Si peca tu hermano contra ti, corrígele, y si
se arrepiente, perdónale. Si siete veces al día peca contra ti y siete veces se
vuelve a ti diciéndote: me arrepiento, le perdonarás (Lc
17,3-4); Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los
que os persiguen (Mt
5,44); Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed,
dale de beber (Pr
25,21
Rm 12,20); Cuando os pongáis en pie
para orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que
vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados (Mc
11,21).
Por ser este mandamiento del
perdón uno de los más difíciles para el hombre, dada la corrupción de su
naturaleza, convendrá insistir con especial interés en las razones que nos le
hacen necesario.
Recordemos una vez más que Dios nos manda explícitamente en la Sagrada Escritura
perdonar a los enemigos (19). Pensemos que ésta es una exigencia imperiosa de
nuestra común condición de hijos de Dios y que en esta caridad fraterna
resplandece nuestra semejanza con el Padre celestial, el cual se reconcilió con
nosotros, que tan gravemente le habíamos ofendido, y nos libró de la muerte con
el sacrificio de su Hijo unigénito (20). No olvidemos que se trata de un expreso
y vigoroso mandato de Jesús: Orad por los que os persiguen, para que seáis hijos
de vuestro Padre, que está en los cielos (Mt
5,44-45).
Y para que su misma e inevitable dificultad no nos lleve a la desesperación,
precisemos y valoremos más exactamente tan estricto deber. Hay cristianos que
están dispuestos a perdonar y olvidar las ofensas recibidas; cristianos que
quieren, y no escatiman esfuerzos por conseguirlo, amar a sus enemigos; sin
embargo, sienten que no saben ni pueden olvidar del todo, quedándoles siempre en
el alma algún resto de aversión. En semejante situación padecen grandes
angustias de conciencia, temiendo no estar del todo sometidos al precepto divino
por no haber depuesto sinceramente todo resto de enemistad.
A estas almas hay que recordarles que unos son los sentimientos de la carne y
otros muy distintos los del espíritu (21). Aquéllos nos inclinan con espontánea
facilidad a la venganza aunque el alma quiera el perdón; entre una y otra hay
una lucha continua. Por esto jamás debe desesperar de su salvación ni creerse
formalmente rebelde al mandamiento divino quien mantiene en el corazón la
voluntad sincera de amar al prójimo y perdonar sus injurias, aunque las bajas
pasiones sigan agitándose y pretendan reclamar sus derechos.
Tanto más cuanto que oramos en nombre y en unión de toda la Iglesia. Y es
innegable que entre todas las almas unidas a nosotros en la misma plegaria habrá
muchas que han perdonado y perdonan las injurias recibidas. En atención a éstas,
Dios escuchará las invocaciones de todos.
Además, cuando hacemos esta petición intentamos pedir también y alcanzar de Dios
todo lo que necesariamente hemos de poner de nuestra parte para conseguirlo; con
el perdón de nuestros pecados y con los sentimientos de íntima penitencia,
dolor, detestación y confesión humilde de nuestras culpas, pedimos también al
Señor-como condición esencial para lo primero-nos conceda las fuerzas necesarias
para perdonar a nuestros enemigos.
Están muy equivocados, por consiguiente, y hemos de procurar por todos los
medios disuadirles de su error, quienes se resisten a hacer esta petición por el
infundado temor de provocar más contra sí la ira de Dios. Al contrario, cuanto
más insistan en la plegaria, más fácilmente les concederá el Señor también la
gracia de saber y poder perdonar a sus enemigos.
VII. EFICACIA DE ESTA PETICIÓN
1) Para
que esta petición sea fructuosa hemos de pensar ante todo que pedimos a Dios una
gracia de perdón, que sólo puede concederse a quien primeramente se arrepiente
de sus pecados.
De aquí la necesidad de poseer, si queremos ser escuchados, sentimientos de
caridad y devoción, unidos a una profunda eonciencia de dolor y compunción. De
aquí también la necesidad de un propósito sincero de no volver a buscar las
ocasiones y circunstancias peligrosas que puedan hacernos recaer en las ofensas
a Dios. Esto procuraba David cuando escribía: Mi pecado está siempre ante mí (Ps
50,5). Y en otro lugar: Consumido estoy a fuerza de gemir; todas
las noches inundo mi lecho y con mis lágrimas humedezco mi estrado (Ps
6,7).
Sírvanos de ejemplo el profundo fervor con que oraba en el fondo del templo
aquel publicano del Evangelio, hiriéndose el pecho y con los ojos clavados en
tierra: ¡Oh Dios!, sé propicio a mí, pecador (Lc
18,13). O el de aquella mujer pecadora que, arrodillada a los
pies de Cristo, los bañaba con lágrimas y los enjugaba con sus cabellos (22); o
el de Pedro, quien-después de haber negado al Maestro-salió fuera u lloró
amargamente (Mt
26,75).
2) Hay que unir además a la plegaria las medicinas, tanto más necesarias cuanto
mayor es nuestra debilidad y más fuerte la propensión al pecado.
Medicinas del alma son la Penitencia y la Eucaristía. Es necesario intensificar
su frecuencia.
Medicina es también, y muy apta-según testimonio de la Sagrada Escritura-, para
sanar las .heridas espirituales, la limosna. El arcángel San Rafael dijo a
Tobías: La limosna libra de la muerte y limpia de todo pecado. Los que practican
la misericordia y la justicia serán colmados de felicidad (). Y Daniel a
Nabucodonosor: Redime tus pecados con justicia, y tus iniquidades con
misericordia a los pobres (Da
4,24) (23).
3) Pero entre todas las limosnas y entre todas las obras de misericordia, la
mejor es el olvido de las ofensas recibidas y el perdonar con buen ánimo a quien
de cualquier modo-en tu persona, parientes o cosas-te ultrajó.
Si quieres que Dios tenga misericordia de ti, regálale tus enemistades, perdona
toda ofensa, ruega con amor por tus enemigos y hazles siempre el bien que
puedas. Porque nada hay más injusto ni descarado que querer a Dios manso y
benigno con nosotros y no querer usar nosotros indulgencia alguna con el
prójimo.
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NOTAS:
(1) Por esto es el mediador de una nueva alianza, a fin de que por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera alianza, reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna (Heb, 9,15).Con vosotros sean la gracia y la paz, de parte del que es, del que era y del que viene..,, y de Jesucristo, el testigo veraz, el primogénito de los muertos... Al que nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre (Ap. 4-5).
(2) Dijo Caín a Yavé: Insoportablemente grande es mi castigo (Gn 4,13).
(3) Viendo entonces Judas... cómo era condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata..., diciendo: He pecado entregando sangre inocente (Mt 27,3-4).
(4) Concilio Milevitano (a.416), 2 c.8; cf, también el Concilio Trid., ses.VI, de Justificación, C. l2.
(5) Sé muy bien que es así. ¿Cómo pretenderá el hombre tener razón contra Dios?... (Job 9,2; cf. Job 12; Jer. 10,16). Gloríese el hermano pobre en su exaltación, el rico en su humillación, porque como la flor de heno pasará (Sant. 1,9-10; cf. 1 P 1,24).
(6) Yo os voy a hacer volver de la tierra del aquilón... a iodos juntamente, el ciego y el cojo... (Jet. 31,8"). Dejad que vuelva el pueblo ciego, que ya tiene ojos: el pueblo sordo, que ya tiene oídos (Is 43,8). Cuando hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos, a ios cojos y a los ciegos (Lc 14,13).Para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos (Is 42,7; cf. Is 42,16 Is 18,19 Is 56,10 Is 59,10).
(7) Oídme, hombres de duro corazón, que estáis lejos de La justicia (Is 46,12).La casa de Israel... no querrá oírte, porque no quieren oírme a mi, porque toda la casa de Israel tiene frente altanera y corazón contumaz (Ez 3,7; c. Ez 33,26).Se hicieron un corazón duro como el diamante para no escuchar las enseñanzas y palabras que Yavé Sebaot les mandaba por medio de los profetas... (Za 7,8).
(8) Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos (Mt 16,19; cf. 18,19; Jn 20,23).
(9) ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Ya-vé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva? (Ez 18,23; c. Jer. 21).Rásgaos vuestros corazones, no vuestras vestiduras, y con' vertios a Yavé, vuestro Dios, que es clemente y misericordioso, tardo a la ira, grande su misericordia, y se arrepiente de castigar (Jl. 2,13-14).
(10) Tenemos numerosos ejemplos en toda la Escritura del divino perdón que Dios otorga siempre misericordiosamente. Recordemos, sólo a modo de ejemplo, los casos de David, del pueblo de Israel, etc. (Jdt. 10,15-16; 1 Re. 15,16; 2 Re. 12,13; 2 Par. 12,6; Jon. 3). Y en el Nuevo Testamento, aquellos otros de la pecadora, Mateo el publicano, la Magdalena, Pedro, Zaqueo, el buen ladrón..., juntamente con las encantadoras parábolas del perdón: hijo pródigo, oveja perdida, etc.
(11) Llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy (Dt 6,6). Jesús contestó: ... y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas (Mc 12, 29-30; Rm 8,28.35.38.39; Ga 5,3).
(12) Perdónanos nuestras deudas, porque también nosotros perdonamos a todos nuestros deudores (Lc 11,4).
(13) Un prestamista tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta. No teniendo ellos con que pagar, se lo condonó a ambos (Lc 7,41-42).
(14) Él es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1 Jn 2,1).
(15) Y dijo Adán: La mujer que me diste por compañera me dio de él y comí. Y contestó la mujer; La serpiente me engañó y comí Gn 3,12-13).
(16) Testigo me es Dios, a quien sirvo en mi espíritu..., que sin cesar hago memoria de vosotros (Rm 1,9).
(17) SÍ vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a presentar tu ofrenda (Mt 5,23-24).
(18) Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos (Mt 7,12). Tratad a los hombres de la manera en que vosotros queréis ser tratados (Lc 6,31).
(19) No digas: Devolveré mal por mal (Pr 20,22; Ex 22,4; Lev. 19,17; Dt 22,1; 1 Re. 25,5; 26,10-11; Job 31,29; Ps 7,5).
(20) Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados a/iora por su sangre, seremos por Bl salvos de la ira (Rm 5,8-9).
(21) Velad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca (Mt 26,41).
(22) Se puso detrás de Él (la pecadora), junto a sus pies, llorando, y comenzó a bañar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y besaba sus pies, y los ungía con el ungüento (Lc 7,38).
(23) Bienaventurado el que piensa en el necesitado y el pobre; en el día malo Yave le librará (Ps 40,2; Dt 15,6-8; Tob. 4,7; Pr 14,19.31; Ecl. 3,33; Lc 11,12)