1080 CAPITULO VIII "Creo en el Espíritu Santo"


I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Hasta aquí hemos expuesto la doctrina católica acerca de las dos primeras Personas de la Santísima Trinidad, como parecía exigirlo la materia de los artículos comentados. Réstanos ahora explicar lo que en el Credo se contiene acerca de la tercera Persona, el Espíritu Santo.

Es evidente que el tema merece toda atención y diligencia, pues no sería lícito que el cristiano ignorara o estimara en menos esta doctrina que la expuesta en los capítulos anteriores.

San Pablo no toleró que los fieles de Éfeso la desconocieran; preguntándoles si habían recibido el Espíritu Santo


y viendo en sus respuestas que ignoraban su misma existencia, les increpó: ¿Pues qué bautismo habéis recibido? (Ac 19,2). Con estas palabras significó el Apóstol que es de absoluta necesidad - para la fe y la vida cristiana - un conocimiento claro y distinto de esta doctrina. Fruto de este conocimiento será la íntima persuasión de que todo cuanto poseemos en el orden de la gracia es don y beneficio del Espiritu Santo126. Esta persuasión engendrará en nosotros una profunda humildad y una gran confianza en la ayuda de Dios. Y éstos deben ser los primeros pasos del auténtico seguidor de Cristo, que aspira a la verdadera sabiduría y a la suprema felicidad.

II. "ESPÍRITU SANTO"

Particular atención merece, ante todo, precisar bien el significado de la expresión Espíritu Santo.

Con toda propiedad y verdad pueden aplicarse estas mismas palabras al Padre y al Hijo - uno y otro son de hecho Espíritu (127) y Santidad (l28), como también a los ángeles (129) y aun a las almas de los justos (130).

Pero quede bien claro - no sea que incurramos en errores por la ambigüedad de la palabra - que en este artículo con el nombre de Espíritu Santo significamos la tercera Persona de la Santísima Trinidad. En este sentido la usan las Sagradas Escrituras, tanto en el Antiguo como, sobre todo, en el Nuevo Testamento.

David oraba de esta manera: No me arrojes de tu presencia, y no quites de mí tu santo Espíritu (Ps 50,13). En el libro de la Sabiduría leemos también: ¿Quién conoció tu consejo, si tú no le diste la sabiduría y enviaste de lo alto tu Espíritu Santo? (Sg 9,17). Y en otro lugar: Es el Señor quien creó la Sabiduría en el Espíritu Santo (Si 1,9).

En el Nuevo Testamento se nos manda ser bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt 28,19); y se afirma que la Santísima Virgen concibió por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35 Mt 1,10); y se nos dice que San Juan remitía a Cristo, que es quien bautiza en el Espíritu Santo (Jn 1,33 Mc 1,8). En otros muchos lugares encontramos la misma palabra con este significado.

A) Por qué la tercera Persona carece de nombre propio

No debe extrañarnos que la tercera Persona de la Santísima Trinidad no tenga, como la primera y la segunda, un nombre propio.

Lo tiene la segunda porque su procesión eterna del Padre con toda propiedad se llama generación, según dejamos explicado en los artículos precedentes. Y como a ese proceder lo llamamos generación, así llamamos Hijo a la Persona que procede, y Padre a la Persona de quien procede. El acto, en cambio, con que procede la tercera Persona del Padre y del Hijo, no tiene un nombre propio, sino que lo denominamos de una manera general espiración y procesión. De ahí que la Persona que procede de esta manera carezca de nombre propio.

Los hombres nos vemos obligados a trasladar a las, realidades divinas los mismos nombres que utilizamos para designar las cosas humanas. Y no conocemos ningún otro modo de comunicación de vida más que la generación. Desconocemos cómo pueda comunicarse la propia naturaleza y esencia únicamente en fuerza del amor; de ahí que no podamos expresar esa realidad con un vocablo adecuado.

Denominamos a la tercera Persona con el nombre genérico de Espíritu Santo, nombre que le conviene con toda perfección, porque Él es quien infunde en nuestras almas la vida espiritual, y sin el aliento de su divina inspiración nada podemos hacer digno de la vida eterna,

E) El Espíritu Santo es en todo igual al Padre y al Hijo

Explicado el significado de la palabra, sentemos esta primera verdad: el Espíritu Santo es Dios, como el Padre y el Hijo, con idéntica naturaleza que ellos, y como ellos omnipotente y eterno, infinitamente perfecto, bueno y sabio.

Verdad explícitamente incluida en la partícula en de la fórmula: creo en el Espíritu Santo, que anteponemos por igual al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, para significar la fuerza de nuestra fe en las tres divinas Personas.

La Sagrada Escritura testimonia frecuentemente esta perfecta igualdad de las Personas de la Santísima Trinidad. San Pedro, después de amonestar a Ananías en los Hechos de los Apóstoles: ¿Por qué se ha apoderado Satanás de tu corazón, moviéndote a engañar al Espíritu Santo?, denominando Dios a quien primero había llamado Espíritu Santo, concluye: No has mentido a los hombres, sino a Dios (Ac 5,3-4). Y lo mismo San Pablo en su Carta a los Corintios: Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno ¡según quiere (1Co 12,6-11).

En los Hechos de los Apóstoles, San Pablo apropia al Espíritu Santo lo que los profetas habían escrito de Dios. Isaías, por ejemplo, había dicho: Oí la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré...? Y me dijo: Ve y di a ese pueblo: Oíd y no entendáis, ved y no conozcáis. Endurece el corazón de ese pueblo, tapa sus oídas y cierra sus ojos. Que no vea con sus ojos ni oiga con sus oídos (Is 6,8-10); y comenta el Apóstol al citar estas palabras: Bien habló el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres (Ac 28,25).

La Sagrada Escritura, además, une la Persona del Espíritu Santo con la del Padre y la del Hijo en la fórmula del bautismo: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19); prueba evidente de la perfecta igualdad de las tres divinas Personas, porque, si el Padre es Dios y el Hijo es Dios, nos vemos obligados a confesar que lo es igualmente el Espíritu Santo, unido a ellos en igual grado de honor.

Tanto más que, como explícitamente enseña San Pablo, el bautismo administrado en el nombre de una criatura o persona cualquiera no puede producir fruto alguno en orden a la salvación: ¿Está dividido Cristo? ¿O ha sido Pablo crucificado por vosotros, o habéis sido bautizados en su nombre? (1Co 1,13). Luego, si hemos de ser bautizados en el nombre del Espíritu Santo, señal evidente de que Él es Dios.

Esta unión constante de las tres divinas Personas y este constante orden con el que siempre se nombran en la Sagrada Escritura - prueba evidente de la divinidad del Espíritu Santo -, lo encontramos también en la Carta de San Juan: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y los tres son uno (1Jn 5,7). Y en la célebre doxología trinitaria con que terminan todos los salmos y oraciones litúrgicas: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

Por último (), todas aquellas cosas que creemos ser propias de Dios se atribuyen en la Sagrada Escritura al Espíritu Santo. San Pablo, por ejemplo, escribe, atribuyéndole el honor de los templos: ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertene céis? (1Co 6,19); y en otros muchos lugares se le atribuye la santificación, la fecundidad, el escudriñar los misterios divinos, el hablar por boca de los profetas, el estar en todo lugar131; cosas todas exclusivamente propias de Dios.

C) Persona distinta

Mas quede bien claro no sólo que el Espíritu Santo es Dios, sino, además, que constituye una tercera Persona en la naturaleza divina distinta del Padre y del Hijo y procedente del amor de uno y otro.

Prescindiendo de otros muchos textos escriturísticos, la fórmula del bautismo, enseñada por nuestro Salvador132, muestra claramente que el Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad, subsistente por sí misma en la naturaleza divina y distinta de las otras dos. San Pablo expresa la misma verdad con una nueva fórmula: La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros (2Co 13,13).

Y mucho más explícitamente afirmaron esta verdad contra el error de los macedonios 1S3 los Padres del primer Concilio de Constantinopla en la fórmula añadida a este artículo del Credo: "Y en el Espíritu Santo, Señor y vivificador, que procede del Padre y del Hijo; que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado; que habló por medio de los profetas".

Proclamando al Espíritu Santo Señor, confesaban los Padres su superioridad sobre los ángeles, los cuales, aunque espíritus nobilísimos, fueron creados por Dios y son - en frase de San Pablo - administradores, enviados para servicio, en favor de aquellos que han de heredar la salud (He 1,14). Y al llamarle con toda propiedad vivificador, referíanse los Padres a la vida del alma, unida a Dios -mucho más real que la del cuerpo, sustentada y alimentada por su unión con el alma -, que la Sagrada Escritura atribuye al Espíritu Santo 134.

D) Procede del Padre y del Hijo

La fórmula que procede del Padre y del Hijo significa que el Espíritu Santo procede de las dos primeras Personas de la Santísima Trinidad, como único principio y desde toda la eternidad.

Es verdad de fe que todo cristiano debe creer, confirmada por la Sagrada Escritura y por los Concilios (135). El mismo Señor, refiriéndose al Espíritu Santo, dice: Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer (Jn 16,14). Por esta misma razón en la Sagrada Escritura se llama al Espíritu Santo "Espíritu de Cristo" (136) unas veces, y otras "Espíritu del Padre" (137), y se dice que es enviado por el Padre y enviado por el Hijo para significar que procede igualmente de los dos. Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm 8,9). Y escribiendo a los Gálatas: Envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! (Ga 4,6). San Mateo, en cambio, le llama Espíritu del Padre: No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros (Mt 10,20). Y en la cena dijo el Señor: Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (Jn 15,26). Y en otro lugar afirma que el Espíritu Santo ha de ser enviado por el Padre: Pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho (Jn 14,26). Es evidente que todas estas expresiones se refieren al Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo.

Y esto es cuanto la fe católica nos enseña acerca de la Persona del Espíritu Santo (138).

III. LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Y consideremos los admirables dones y gracias que del Espíritu Santo - como de divina e inagotable fuente de bondad - nos nacen y provienen.

Si bien es cierto que las operaciones ad extra de la Santísima Trinidad son comunes a las tres divinas Personas, muchas de ellas se atribuyen, sin embargo, como propias a la Tercera, para que entendamos que proceden del amor infinito que Dios nos tiene.

El Espíritu Santo procede de la divina voluntad del Padre y del Hijo, como de su eterno y recíproco amor; por eso se le atribuyen las operaciones que proceden del infinito amor de Dios hacia nosotros. Y para que con espíritu agradecido reconozcamos que Él se nos da con bondad y largueza infinitas, sin buscar nuestra recompensa, y que por Él y en Él Dios nos concede todos los dones y gracias - ¿Qué tienes, pregunta San Pablo, que no lo hayas recibido? (1Co 4,7)-, le llamamos también Don.

Muchos son los frutos que proceden de este Espíritu divino. Prescindiendo de la creación del mundo (139) y de la conservación y gobierno de todas las cosas (140), de lo cual habíanlos ya en el primer artículo del Credo, hemos de atribuirle ante todo - ya lo demostrábamos antes - el don de la vida. Ezequiel dice: Yo os infundiré Espíritu y viviréis (Ez 37,6). Isaías enumera como efectos principales y particularmente propios del Espíritu Santo el espíritu de sabiduría y de entendimiento, el espíritu de consejo y fortaleza, el espíritu de ciencia y piedad y el espíritu de temor de Dios (141) que comúnmente denominamos dones del Espirita Santo, y aun a veces simplemente Espíritu Santo. Por esto advierte oportunamente San Agustín que, cuando en la Sagrada Escritura nos encontramos con las palabras "Espíritu Santo", conviene precisar si se refieren a la tercera Persona de la Santísima Trinidad o a sus efectos u operaciones: dos realidades entre las que media la misma diferencia que existe entre el Creador y las criaturas.

Procuremos estudiar y meditar con exquisita diligencia los dones del Espiritu Santo, porque de ellos hemos de derivar todos los preceptos de la vida cristiana y por ellos hemos de ver si el Espíritu Santo habita en nuestras almas.

Y entre todos merece especial atención el don divino de la gracia, que nos hace justos y nos sella con el sello del Espíritu Santo prometido, prenda de nuestra herencia (Ep 1,13). Esta divina gracia une nuestas almas con Dios en un apretado lazo de amor, y por ella - encendidos en ardientes sentimientos de piedad -comienza en nosotros la nueva vida de cristianos: ser partícipes de la divina naturaleza (2P 1,4) y llamarnos y ser realmente hijos de Dios (1Jn 3,1) (142).
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NOTAS

(126) Hay diversidad de dones, peco uno mismo es el Espíritu, Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad. A uno le es dada por el Espíritu de sabiduría: a otro, la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; a oíro, fe en el mismo Espíritu; a otro, don de curaciones en el mismo Espíritu; a otro, operaciones de milagros; a otro, de profecía; a otro, discreción de espíritus; a otro, género de lengua; a otro, interpretación de lenguas. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere (1Co 12,4-11).

(127) Dios es Espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y verdad (Jn 4,24).

El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, está la libertad (2Co 3,17).

(128) y los unos a los otros se gritaban y se respondían: ¡Santo, Santo, Santo Yavé Sebaot! ¡Está la tierra toda llena de su gloria! (Is 6,3).

Los cuatro vivientes tenían cada uno de ellos seis alas, y todos en torno y dentro estaban llenos de ojos, y no se daban reposo día y noche, diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que viene (Ap 4,8).

(129) )e ¡os ángeles dicen: El que hace a sus ángeles espíritus y a sus ministros llama fuego (He 1,7).

(130) y se torne en polvo a la tierra que antes era y retorne a Dios el espíritu que Él te dio (Si 12,7).

(131) La santificación:

Elegidos según la presciencia de Dios Padre en la santificación del espíritu para la obediencia y la aspersión de la sangré de Jesucristo (1P 1,2).

La fecundidad:

El Espíritu que es el que da vida (Jn 6,63).

La escrutación de los misterios divinos:

Pues Dios nos la ha revelado pot su Espíritu, que el Espíritu todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios (1Co 2,10).

El hablar por boca de los profetas:

Pues debéis ante todo saber que ninguna profecía de la Escritura ha sido proferida por humana voluntad, antes bien, movidos por el Espíritu Santo hablaron los hombres de Dios (2P 1,20).

El estar en todo lugar:

Porque el Espíritu del Señor llena la tierra, y El, que todo lo abarca, tiene la ciencia de todo (Sg 1,7).

¿Dónde podría alejarme de tu Espíritu? ¿Adonde huir de tu presencia? (Ps 138,7).

(132) Jesús les dijo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (Mt 28,18-20).

(133) Macedonio fue obispo de Constantinopla en el año 342. En el 360 fue depuesto, acusado de semiarrianismo. (El arrianismo negaba la divinidad de Cristo, diciendo que el Verbo no era igual al Padre, sino una criatura del Padre. Los semiarrianos sostenían una semejanza del Hijo y el Padre en la voluntad, en la operación, fundándose en la palabra griega omousios; de aquí que se les llamase omousianos.)

Macedonio murió en el año 364, cuando comenzaba a negarse la divinidad del Espíritu Santo.

Fue condenada esta herejía en el Concilio I de Constantinopla (a.381; D 85-86).

(134) Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís seqún la carne, sino según el espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero, si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm 8,8-10).

(135) La procesión del Espíritu Santo fue a partir de Focio caballo de batalla entre griegos y latinos. Los antiguos neumatómacos negaron la divinidad del Espíritu Santo, como Arrio había negado la del Hijo, y le concibieron como una pura criatura; pero propiamente no abordaron el problema de la procesión. Fue Focio quien, queriendo dar contenido dogmático a sus ansias de separación, pretendió fundar la no procesión del Espíritu Santo del Hijo, sino sólo del Padre, en la Sagrada Escritura, porque, según él, nada dice de esta verdad; en los Padres, por idéntica razón; y en el magisterio de la Iglesia, porque, también según él, ni en Constantinopla ni en Nicea se enseñó que el Espíritu Santo procedía del Hijo, y en Éfeso y Calcedonia se prohibió enseñar otra doctrina que la defendida en Nicea.

No es éste el momento oportuno de refutar punto por punto a Focio. Baste decir que:

1) La Sagrada Escritura, aunque no con palabras expresas, expone suficientemente esta verdad ().

2) Los Padres griegos, a los que fundamentalmente se aferraba Focio, no niegan esta verdad dogmática. Al contrario, la afirman de la misma manera que los latinos. Lo que ocurre es que en la concepción analógica que crean de la Trinidad tienen un punto de arranque distinto al de los latinos; ellos insisten en el Padre, como origen fontal, sin que esto suponga prescindir del Hijo en la espiración del Espíritu Santo. Y esto fue lo que no quiso comprender Focio.

3) La prescripción de Éfeso y Calcedonia de no enseñar nada contra lo definido en Nicea no se oponía, como lógica mente se comprende, a un ulterior desarrollo y evolución del dogma. En Nicea no se planteó el problema de la procesión del Espíritu Santo, porque no hubo oportunidad ni necesidad. Pero, puesta la ocasión - y la puso precisamente Focio con sus atre vidas afirmaciones-•, la Iglesia definió lo que siempre había estado en el sentir de toda la tradición:

"El Padre no es por ninguno, el Hijo sólo por el Padre, y el Espíritu Santo de igual modo por los dos: sin principio, siempre y sin fin eL Padre engendrando, el Hijo naciendo y el Espíritu Santo procediendo" (C. Lateranense IV: D 428).

"Confesamos con fiel y devota profesión que el Espíritu Santo se llama al Espíritu Santo "Espíritu de Cristo" 136 unas procede eternamente del Padre y del Hijo... Nosotros, deseando cerrar el camino a los errores acerca de esta verdad, aprobándolo el sagrado concilio, condenamos y reprobamos al que se atreva a negar que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo" (C. II de Lyón: D 460).

"Definimos que se crea y reciba esta verdad de fe por todos los cristianos: que el Espíritu Santo es eternamente por el Padre y el Hijo y tiene su esencia y ser subsistente del Padre y del Hijo, y eternamente procede de ambos" (C. Florencia: D 691).

Y que ésta fue la fe de la Iglesia, aunque no estuviera definida, puede comprobarse en otros muchos documentos anteriores a estos Concilios. Cf. C. Rm a.392 (D 83); en el siglo v, la fórmula de fe llamada de San Dámaso (D 15); el Símbolo de fe atribuido a San Atanasio (D 39) y el primer Concilio de Toledo (D 19); en el siglo vi, el Concilio III de Toledo; en el vil, los Concilios IV, VI, VIII, XI (D 275) y XVI de Toledo (D 296); en el vm, los Concilios de Friul y Francfort; en el ix, el Concilio de Aquisgrán, etc.

(136) Atravesada la Frigia y el país de Galacia, el Espíritu Santo les prohibió predicar en Asia, Llegaron a Nisia e intentaron dirigirse a Bitinia, mas tampoco se lo permitió el Espíritu de Jesús; y, pasando de largo por Nisia, bajaron a Tróade (Ac 16,6-8).

(137) Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros (Rm 8,9).

(138) Sabido es que la expresión Filioque fue añadida al Símbolo Niceno - Constantinopolitano en la Iglesia occidental para expresar en ella con más claridad, después de enconadas luchas entre griegos y latinos, la doctrina católica sobre la procesión del Espíritu Santo.

En el fondo, los Padres latinos y griegos sostuvieron siempre idéntica doctrina, aun cuando partieran de una concepción trinitaria diversa. Fue Focio el que, para dar contenido dogmático a su rebelión, tomó pie de las diferencias terminológicas entre unos y otros para iniciar aquellas disensiones que culminarían en las tajantes definiciones de los Concilios IV de Le - trán (D 428), II de Lyón (D 460) y, sobre todo, el de Florencia en su decreto Pro graecis (D 691). Para todos quedaría claro que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y no sólo del Padre, como de un único principio espirador.

Por lo que se refiere al momento de la inserción del Filioque en el Símbolo y de su carácter oficial, no consta con plena certeza. Parece que empieza a usarse en España en el siglo v; desde luego, hacia mitad del siglo vil ya era común, como se observa en la liturgia mozárabe y en el Concilio IV de Braga (a.675). De España pasa a Francia y a Alemania, hasta que el Concilio de Aquisgrán en 809 pide a León III se introduzca también en la Iglesia romana. Aunque el Papa aprobó la doctrina, no accedió a la petición por no herir a los griegos. En 1014 lo concede Benedicto VIII a petición del emperador San Enrique, siendo por fin admitido el Filioque en el Concilio II de Lyón (D 463) y definida por el Florentino la licitud de su introducción en el Símbolo (D 691).

(139) El Espíritu de Dios me creó, el soplo del Todopoderoso me da vida (Jb 33,4).

(140) Porque el Espirita del Señor llena la tierra, y Él, que todo lo abarca, tiene la ciencia de todo (Sg 1,7).

(141) El organismo completo de la vida sobrenatural comprende la inhabitación del Espíritu Santo, que lleva consigo la abundancia de sus tesoros divinos. Ante todo, la gracia santificante, nuevo principio radical de la vida sobrenatural del alma; después, las gracias actuales, comienzo y sostén de esa misma vida; siguen las virtudes, como facultades o potencias de este organismo vital, a las que se unen los dones del Espíritu Santo. Y todo ello se corona con las bienaventuranzas y los frutos del mismo divino Espíritu, consumación feliz de la vida divina en el hombre.

Nos concentramos ahora en la doctrina más común de los teólogos acerca de los dones del Espíritu Santo, prescindiendo de áquellols puntos más discutidos, candentes por cierto en esta cuestión, sobre todo en lo que se refiere a las derivaciones as - cético - místicas de los dones.

Empecemos por hablar de la existencia de los dones con el texto clásico de Isaías (). Es innegable que tiene una conexión, cualquiera que ésta sea, con la actual doctrina de los dones. Prescindiendo de su relación más o menos directa a esa doctrina, las modernas investigaciones demuestran que los Padres vieron en ese texto los tesoros acumulados en el Mesías, no como persona individual, sino en cuanto Mesías precisamente, Cabeza del Cuerpo místico. Esa plenitud que expresa el texto sería como el desarrollo de aquel lleno de gracia y de verdad de que nos habla San Juan (Jn 1,14). Y, como de su plenitud todos hemos participado (Jn 1,16), sigúese que, en la mentalidad de los Padres, la riqueza de esas gracias singulares atribuidas al Mesías se hace extensiva a todos los miembros del Cuerpo místico. Hoy discuten los teólogos si esa referencia del texto a los dones del Espíritu Santo, como actualmente los entendemos, es en sentido consecuente (Vaccari, etc.) o en sentido pleno (Aldama...). Pero, sea lo que quiera de la discusión, la conexión es indiscutible.

Por lo que atañe al magisterio de la Iglesia, éste ha sido muy parco. El documento fundamental y casi único es la encíclica de León XIII Divinum ¡liad munus (1897, ASS 29,654), en que, como recogiendo toda la evolución anterior, se expone con precisión y exactitud la existencia de los dones, su naturaleza, necesidad, eficacia y duración. La declaración de la encíclica no es una definición "ex cathedra", pero sí una enseñanza pontificia a toda la Iglesia universal; enseñanza que, por lo demás, no es sino el eco de la doctrina tradicional de los Padres, manifestada exuberantemente - por no citar otros órganos - en la liturgia (cf. toda la hermosa liturgia de la fiesta de Pentecostés). La existencia de los dones puede llamarse con toda razón verdad de fe, no definida, pero sí constantemente predicada en ei magisterio ordinario de la Iglesia.

Por lo que se refiere a la naturaleza de los dones y demás cuestiones anejas, digamos que su fijación más o menos determinada fue fruto de una evolución, que llega a su plenitud en Santo Tomás, aunque después descendiese de nuevo vertiginosamente, para subir de manera rápida en nuestros días, en que tanto preocupan los problemas de espiritualidad, con esperanzas de plenitud consolidada.

La gran mayoría de los teólogos sostienen que los dones se distinguen realmente de las virtudes infusas. Las virtudes son hábitos operativos (facultades de la gracia, que viene a ser como una nueva naturaleza) buenos e infusos, es decir, no adquiridos por el esfuerzo repetido y constante de la voluntad, sino infundidos inmediata y sobrenaturalmente por la gracia. Los dones son también hábitos (no algo transeúnte, como pretendieron algunos teólogos, sino permanente), e infusos con toda certeza.

¿En qué estriba esa distinción, suficiente para ser considerada real? Si atendemos a la tradición teológica hasta Santo Tomás, que le da fórmula, observaremos un progreso en las expresiones con que los teólogos explican las relaciones de dones y virtudes infusas. En ese progreso se advierte que los dones se conciben como un auxilio de las virtudes ("in adiu - torium virtutum"), como una ayuda para los actos más perfectos de las virtudes ("ad actus altiores"). Esta perfección y superioridad de los actos de los dones sobre los de las virtudes no es por razón del acto en sí, sino por el modo de realizarlo. Las virtudes siguen en su obrar el dictamen de la razón, por muy infusas que sean; los dones, en cambio, incitan a obrar de un modo sobrehumano; por ellos el alma se hace más dócil y pronta a seguir las mociones del Espíritu Santo en los actos más perfectos de las virtudes. Y por eso se distinguen realmente de ellas, porque vienen a ser como la suplencia en el alma de la imperfección de aquéllos.

Como síntesis de esta doctrina, que viene a ser como el término de una evolución tradicional y, al mismo tiempo, como la más autorizada confirmación de la distinción real respecto de las virtudes, pueden servirnos las mismas palabras de León XIII en la encíclica citada: "Con el beneficio de estos dones se adiestra y dispone el alma para secundar más fácil y prontamente las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo".

(Cf. J.A.ALDAMA, LOS dones del Espirita Santo: problemas y controversias en la actual teología de los dones: Rev. Esp. Teol., 9 (1949) 3-30. Mas ampliamente, con toda la capital importancia de los dones en la vida espiritual, P.A.ROYO, Teología de la perfección cristiana: BAC, p.122-172).

(142) Es una verdad de fe, no directamente definida, pero sí presupuesta indirectamente en Trento (cf. s.xiv, De poenitentia, c.4 y 8: D 898 904) y constantemente enseñada por el magisterio de la Iglesia (cf. ene. Divinum illud munus, de León XIII: ASS 29,651, y la Mysiici Corporis Christi, de Pío XII: AAS 35 (1943) 231 ss.), que el Espíritu Santo inhabita en nuestras almas por medio de la gracia. En efecto, la gracia es un accidente que está adherido al alma a modo de naturaleza, confiriéndola, por tanto, la potencialidad de obrar en el orden sobrenatural. Lo que tantas veces nos dice el catecismo de que por la gracia el hombre se convierte en hijo de Dios y heredero del cielo, es porque la gracia es una participación física (no sólo moral, a modo de semejanza) y formal (de la misma vida íntima trinitaria de Dios) de la naturaleza divina.

Ahora bien, esta gracia de un modo misterioso, que los teólogos no aciertan a explicar plenamente (todas las teorías excogitadas tienen en el fondo un fallo), hace presente en el alma 3ustancialmente no sólo el Espíritu Santo, sino toda la Trinidad. No es, pues, una presencia personal, exclusiva del Espíritu Santo, sino de las tres divinas Personas. Y, si se atribuye al Espíritu Santo, es por una apropiación muy conveniente, porque es ésta la gran obra del amor de Dios al hombre; y sabido es que, en el seno de la Trinidad, el Espíritu Santo es el Amor por esencia. Y cuanto en las relaciones con el hombre va imbuido de amor, se le apropia a Él, aunque de suyo sea común a las tres Personas.

Los textos en la Sagrada Escritura brotan con frecuencia, a cuál más expresivo. Y los Padres tienen comentarios bellísimos a este respecto:

Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y en él haremos nuestra morada (Jn 14,23).

¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno prolana el templo de Dios, Dios le des - truirá, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros (1Co 3,16-17).

Los teólogos pretenden desentrañar las honduras del misterio, sin que en definitiva satisfagan totalmente sus explicaciones. Acaso la teoría tomista, que explica esta inhabitación por medio de la gracia, en cuanto por los hábitos sobrenaturales de fe y amor surge en el alma una nueva relación al Dios trino (un nuevo modo, por tanto, de existir), y presupuesta como fondamento la presencia de inmensidad, es la que menos fallos tiene. Dios trino presente sustancialmente en nuestra alma, en cuanto conocido y amado, objeto de nuestra fe y amor sobrenaturales; y realmente, no sólo de un modo intencional, porque la presencia de inmensidad confiere esa realidad.

Ésta es la realidad de uno de los misterios más dulces y consoladores para nuestra alma. No sólo somos hijos de Dios y herederos de su gloria, sino, cual tabernáculos sagrados, como sagrarios vivientes, somos portadores del mismo Espíritu Santo, que ha querido hacerse, como le cantamos en la secuencia del día de Pentecostés, "el dulce Huésped de las almas", "el dulce refrigerio". Si tuviéramos una fe viva, ¡con qué cuidado procuraríamos no desechar a tal Huésped, no mancillar este templo con pecado alguno que pueda extirpar en nosotros la gracia! ¡Qué pena que vivamos alegremente, sin acordarnos de lo que llevamos dentro! "Conoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad", decía San León Magno a los fieles de Roma. Conozcamos nosotros de quién somos portadores. El Espíritu Santo vive en nosotros, mientras nosotros acaso perdemos el tiempo jugando con las cosas. No olvidemos que, en los tiempos modernos, una sencilla religiosa escaló las más altas cumbres de la santidad viviendo intensamente la realidad de un Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, inhabitando en su alma. Se llamaba sor Isabel de la Trinidad y vivió en un oscuro convento de la Orden del Carmen.