1060 CAPITULO VI "Subió a los cíelos y está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso"
El profeta
David, al contemplar, lleno del espíritu de Dios, la gloriosa ascensión del
Señor, invita a todos los hombres a celebrar con el máximo gozo posible este
triunfo divino: ¡Oh pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con voces
jubilosas!... Porque sube Dios entre voces de júbilo, entre el resonar de las
trompetas (Ps
46,2-6).
Misterio profundo, que los cristianos debemos no sólo meditar con atención,
sino, en cuanto nos sea posible, y con la gracia de Dios, reproducir en nuestras
propias vidas.
Y, empezando por la primera parte del artículo, veamos cuál es la fuerza de esta
verdad dogmática.
A) En cuanto
hombre
Es de fe que Cristo Jesús, consumada nuestra redención, subió a los cielos en
cuerpo y alma.
Y esto en cuanto hombre, porque, en cuanto Dios, jamás estuvo ausente de él,
estando presente en todas partes con su divinidad.
B) Por su propia virtud
Confesamos también que Cristo subió a los cielos por su propia virtud, no por
extraño poder, como sucedió a Elias, que fue llevado a los cielos sobre un carro
de fuego (101), o al profeta Habacuc (102), o al diácono Felipe (103), que
salvaron notables distancias sostenidos y elevados en el aire por el poder de
Dios.
Y no sólo ascendió en cuanto Dios, por la omnipotencia y virtud de su divinidad,
sino también en cuanto hombre: porque, si bien es cierto que esta gloriosa
ascensión no hubiera podido realizarse con las solas fuerzas naturales, sin
embargo, aquella divina virtud de que estaba dotada el alma gloriosa de Cristo
pudo mover a su placer el cuerpo (104); y el cuerpo, también en estado glorioso,
pudo obedecer fácilmente a los deseos del alma que le movía. Por esto creemos
que Cristo subió a los cielos por su propia virtud en cuanto Dios y en cuanto
hombre.
En la segunda
parte del artículo confesamos: "Está sentado a la diestra del Padre". Adviértese
en esta expresión una figura usada frecuentemente en los libros sagrados:
atribuir a Dios cualidades humanas y aun miembros corpóreos por acomodación a
nuestro modo de entender y de expresar las cosas. Siendo espíritu puro, no puede
concebirse en Dios nada corpóreo. Y como en lo humano se estima señal de honor
el estar sentado a la derecha de una persona, de ahí que -trasladando el ejemplo
a las realidades divinas - confesemos en el Símbolo que Cristo está sentado a la
diestra de su Padre, significando con ello la gloria que Él consiguió en cuanto
hombre sobre todos los demás hombres.
"Estar sentado" no significa aquí la posición del cuerpo, sino expresa
simbólicamente la firme y estable posesión de aquella suprema potestad y gloria
que Cristo recibió de su Padre. Así dice el Apóstol: Según la fuerza de su
poderosa virtud que Él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y
sentándole a su diestra en los cielos por encima de todo principado, potestad,
virtud y dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino
también en el venidero. A Él sujetó todas las cosas bajo sus pies (Ep
1,20-22). Resulta, pues, claro que esta gloria es tan propia y
exclusiva de Cristo, que en modo alguno puede convenir a ninguna otra criatura
humana. El mismo San Pablo lo repite en otro lugar más claramente: ¿Ya cuál de
los ángeles dijo alguna vez: Siéntate a mi diestra mientras pongo a tus enemigos
por escabel de tus pies? (He
1,13
Ps 109,1).
A) Ultima
meta de toda una vida
Un análisis más profundo de la historia de la ascensión - admirablemente narrada
por San Lucas en los Hechos de los Apóstoles (105) - nos hará ver que todos los
demás misterios de la vida de Cristo se refieren, como a su fin, al de la
ascensión y en ella encuentran su más perfecto cumplimiento: en la encarnación
tuvieron principio todos los misterios de nuestra religión y la ascensión
representa el término de la vida del Salvador sobre la tierra.
Los demás artículos del Símbolo que se refieren a Jesucristo nos muestran su
inmensa bondad en la humillación: nada, en efecto, puede concebirse más
humillante que el hecho de que Él haya querido asumir nuestra humana y débil
naturaleza y padecer y morir por nosotros. La resurrección, en cambio (), y la
ascensión, con el consiguiente triunfo a la diestra del Padre, representan lo
más grandioso y admirable que puede decirse para la glorificación de su divina y
gloriosa majestad.
B) ¿Por qué ascendió Cristo?
Merecen especial atención los motivos por los que Cristo subió a los cielos.
a) Y en primer lugar subió porque a su cuerpo, revestido de inmortalidad en la
resurrección, no le convenía esta nuestra oscura y tenebrosa morada, sino la
excelsa y esplendorosa del cielo. Subió, pues, no solamente para tomar posesión
de aquella gloria y reino, que había conquistado con su sangre, sino también
para preocuparse y cuidarse de todo lo conveniente a nuestra eterna salvación.
b) Subió en segundo lugar para demostrarnos "que su reino no es de este mundo"
(106). Los reinos de la tierra son temporales y perecederos, y sólo pueden
sostenerse con abundancia de riquezas y con potencia de armas; el reino de
Cristo, en cambio, es espiritual y eterno, no terreno y carnal, como esperaban
los judíos. Colocando su trono en el cielo, Jesús nos enseña que sus tesoros y
sus bienes son espirituales, y que en su reino los más ricos y poseedores de
bienes serán quienes más se hubieren afanado en buscar las cosas de Dios.
Escuchad, hermanos míos carísimos - nos dice el apóstol Santiago -, ¿no escogió
Dios a los pobres según el mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos
herederos del reino que tiene prometido a los que le aman? ().
c) Quiso el Señor, por último, al subir a los cielos, que nosotros le
siguiéramos en su ascensión con toda el alma y con todo el deseo. En su muerte y
resurrección nos enseñó a morir y resucitar espiritualmente, y en su ascensión
nos enseña a levantar nuestro pensamiento al cielo, y nos recuerda que mientras
estamos en la tierra somos peregrinos y huéspedes que buscan la patria (He
11,13), conciudadanos de los santos y familiares de Dios (),
porque somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor
Jesucristo (Ph
3,20).
C) Los beneficios de la ascensión
Mucho antes de que sucediera, el profeta David cantaba ya () la eficacia y
grandeza de la ascensión de Cristo y los indecibles bienes que la divina
misericordia había de derramar sobre nosotros: Subiendo a las alturas, llevó
cautiva a la cautividad y repartió dones a los hombres (Ep
4,8
Ps 67,19).
1) Cristo, subido a los cielos, envió el Espíritu Santo (107), que llenó con su
fecundidad y poder a aquella multitud de fieles presentes en el cenáculo,
cumpliendo así su I divina promesa: Pero yo os digo la verdad: os conviene que I
yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me
fuere, os le enviaré (Jn
16,7).
2) Según San Pablo, subió Jesús a los cielos además para comparecer en la
presencia de Dios a favor nuestro (He
9,24). Hijitos míos - escribía San Juan -, os escribo esto para
que no pequéis. Si alguno peca, Abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo,
justo, Él es la propiciación por nuestras pecados (1Jn
2,1-2). Nada puede llenar de más alegría y esperanza nuestros
corazones como el pensar que Jesucristo - que goza ante el Padre de toda gracia
y autoridad - es el defensor de nuestra causa y el intercesor de nuestra
salvación.
3) Por último, Cristo "nos preparó un lugar en el cielo", según había prometido
(108), y tomó posesión en nombre de todos - como cabeza del cuerpo místico - de
la gloria celestial. Con su ascensión abrió las puertas, cerradas por el pecado
de Adán, y nos allanó el camino que conduce a la bienaventuranza, como también
lo había prometido a los discípulos en la última cena (109). Y como garantía del
cumplimiento de esta promesa, llevó consigo a las moradas celestiales las almas
de los justos, rescatadas del infierno.
A este admirable conjunto de dones divinos siguió toda una serie de saludables y
eficaces ventajas:
a) En primer lugar acrecentó el mérito de nuestra fe.
Siendo las cosas invisibles - ¡tan distantes de nuestra pobre inteligencia
humana! - el objeto de esta virtud teologal, si el Señor no se hubiera alejado
de nosotros, no hubiéramos tenido tanto mérito en creer en Él. Cristo mismo
llamó bienaventurados a los que sin ver creyeron (Jn
20,29).
b) En segundo lugar, la ascensión del Señor fortaleció válidamente la esperanza
en nuestros corazones. Creyendo que Jesucristo en cuanto hombre subió a los
cielos y colocó la humana naturaleza a la diestra de Dios Padre, tenemos gran
esperanza de subir también nosotros - sus miembros - y unirnos allí a nuestra
Cabeza. Él mismo se expresaba de esta manera: Padre, los que tú me has dado,
quiero que don de esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria,
que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (Jn
17,24).
c) Pero más que nada, hemos conseguido el notabilísimo beneficio de haber
orientado y arrebatado al cielo nuestro amor, inflamado en el divino Espíritu.
Con toda verdad está escrito que donde está tu tesoro, allí estará tu corazón (Mt
6,21
Lc 13,24).
Si Cristo se hubiera quedado en la tierra, todo nuestro afán se habría limitado
a mirarle y tratarle humanamente; le habríamos considerado como al hombre que
nos ha hecho grandes beneficios y le habríamos quizás amado con amor puramente
terreno. Con su ascensión a los cielos ha sobre - naturalizado nuestro amor y ha
conseguido que le veneremos y amemos - ausente - como a Dios (110).
El Evangelio nos ofrece una doble demostración de este hecho; por un lado, el
caso de los apóstoles, quienes, mientras Cristo estuvo presente, le juzgaron con
criterios humanos; y por el otro, el testimonio del mismo Señor: Pero yo os digo
la verdad: os conviene que yo me vaya (Jn
16,7). Aquel amor imperfecto con el que los apóstoles amaban a
Cristo presente había de perfeccionarse, con infusión de amor divino, en la
venida del Espíritu Santo. Por eso añadió el Señor en seguida: Porque, si no me
fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré (Jn
16,7).
Añádase a esto que después de la ascensión de Cristo fue ampliada su casa
terrena, la Iglesia, gobernada por la virtud y asistencia del Espíritu Santo;
dejó entre los hombres como pastor universal y pontífice sumo a Pedro, el
Príncipe de los Apóstoles (111), y constituyó a unos como apóstoles, a otros
como profetas, a otros como evangelistas y a otros como pastores y lectores (1Co
12,28). Y de esta manera, sentado a la diestra de su Padre,
Cristo está siempre repartiendo entre todos sus divinos dones: A cada uno de
nosotros - afirma San Pablo - ha sido dada la gracia en la medida del don de
Cristo (Ep
4,7).
Por último, debe referirse a la ascensión del Señor lo que antes dijimos a
propósito del misterio de su muerte y resurrección: porque así como debemos
nuestra redención y salvación a la pasión de Cristo, que con sus méritos abrió
las puertas del cielo a los justos, del mismo modo su ascensión es para nosotros
no solamente el modelo que nos enseña a mirar al cielo y a ascender a él en
espíritu, sino también una fuerza divina v eficaz que nos hace posible el poder
realizar este deseo. •
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NOTAS
(101) Cuando hubieron pasado,
dijo Elias a Elíseo: Pídeme lo que quieras que haga por ti antes que sea
apartado de ti. Y Elíseo le dijo: Que tenga yo dos partes en tu espíritu. Elias
le dijo: Difícil cosa has pedido; si cuando yo sea arrebatado de ti me vieres,
así .será; si no, no. Siguieron andando y hablando, y he aquí que un carro de
fuego con caballos de fuego separó a uno de otro, y Elias subía al cielo en el
torbellino. Elíseo miraba y clamaba: ¡Padre mío, padre mío! /Carro de Israel y
auriga suyo! Y no le vio más, y, cogiendo sus vestidos, los rasgó en dos trozos
y cogió el manto de Elias, que éste había dejado caer (2R 2,9-13).
(102) Vivía entonces en Judea el profeta Habacuc, el cual, cocida la comida y
mojado el pan en la cazuela, se iba al campo para llevarlo a los segadores. Pero
el ángel del Señor dijo a Habacuc: Lleva la comida que tienes preparada a
Daniel, que está en Babilonia, en el foso de los leones. Y contestó Habacuc:
Señor, nunca he visto a Babilonia y no sé qué es el foso de los leones. Y
tomándole el ángel del Señor por la coronilla, por los cabellos de su cabeza, le
llevó a Babilonia. Encima del foso, con la velocidad del espíritu (Da 14,33-36).
(103) Mandó parar el coche y bajaron ambos al agua. El Es píritu del Señor
arrebató a Felipe, y ya no le vio más el eunuco, que continuó alegre su camino.
Cuanto a Felipe, se encontró en Azoto, y de jjaso evangelizaba las ciudades
hasta llegar a Cesárea (Ac 8,38-40).
(104) Es condición del alma comprensora, o que está doomi nada por la gloria,
dominar totalmente al cuerpo (3 q.ll a.2).
(105) En el primer libro, ¡oh caro Teófilo!, traté de todo lo que Jesús hizo y
enseñó hasta el día en que fue levantado al cielo, una vez que, movido por el
Espíritu Santo, tomó sus disposiciones acerca de los apóstoles que se había
elegido; a los cuales después de su pasión se dio a ver en muchas ocasiones,
apareciéndoseles durante cuarenta días y habiéndoles del reino de Dios; y
comiendo con ellos, les mandó no apartarse de Jeru - salén, sino esperar la
promesa del Padre, que de mí habéis escachado; porque Juan bautizó en agua, pero
vosotros, pasados no muchoá días, seréis bautizados en el Espíritu Santo. Los
reunidos le preguntaban: Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de
Israel? Él les dijo: No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos
que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano; pero recibiréis la virtud
del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra.
Diciendo esto y viéndole ellos, se elevó, y una nube le ocultó a sus ojos.
Mientras estaban mirando a los cielos, fija la vista en el que se iba, dos
varones con hábitos blancos se les pusieron delante y les dijeron: Varones
galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido llevado de entre
vosotros al cielo, vendrá así como le habéis visto ir al cielo. Entonces se
volvieron del monte llamado Olívete a Jerusalén (Ac 1,1-2).
(106 Pilato contestó: ¿Soy yo judío por ventura? Tu nación y los pontífices te
han entregado a mí; ¿que has hecho? Jesús respondió: Mi reino no es de este
mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que
no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí (Jn 18,35-37).
(107) Cuando llegó el día de Pentecostés, estando todos juntos en un lugar, se
produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento impetuoso, que
invadió todas las casas en que residían. Aparecieron, como divididas, lenguas de
fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del
Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu
les daba (Ac 2,1-4).
(108) No se turbe vuestro corazón: creéis en Dios, creed también en mí. En la
casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a
prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de
nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también
vcsotros. Pues para donde yo voy, vosotros conocéis el camino.
(109) En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se
alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se volverá en gozo.
La mujer, cuando pare, siente tristeza, porque ha llegado su hora, pero cuando
ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda de la tribulación por el gozo que tiene
de haber venido al mundo un hombre. Vosotros, pues, afto - ra tenéis tristeza;
pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de
quitaros vuestra alegría (Jn 16,20-22).
(110) San Pablo escribía: Desde ahora a nadie conocemos según la carne, y aún a
Cristo si le conocimos según la carne, pero ahora ya no así (2Co 5,16).
Y nuestra madre la Iglesia nos invita a cantar: "Verdaderamente es digno y
justo, equitativo y saludable el que en todo tiempo y lugar te demos gracias a
Ti, Señor Santo, Padre todopoderoso, Dios eterno; por Jesucristo, nuestro Señor.
El cual, después de su resurrección, se mostró a todos sus discípulos, y en su
presencia subió al cielo para hacernos partícipes de su Divinidad" (Prefacio de
la Ascensión. Misal Romano).
(111) Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón (hijo) de Juan,
¿me amas más que éstos? Él les dijo: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Díjole:
Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón (hijo) de Juan, ¿me amas?
Pedro le respondió: Sí, Señor. Tú sabes que te amo. Jesús te dijo: Apacienta mis
ovejuelas (Jn 21,13-16).