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CAPITULO IV 
"Padeció bajo 
el poder de Pondo Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado"
El apóstol 
Pablo nos habló luminosamente de la necesidad de conocer este artículo de la fe 
y de la devota Diedad con que debe meditarse frecuentemente la pasión del Señor, 
al afirmarnos que él nunca se preció de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, u 
éste crucificado (1Co 
2,2).
A imitación suva. procuremos también nosotros qastar todo el tiempo posible en 
el estudio y contemplación de este santo misterio, hasta consequir que, movidos 
por el recuerdo de tan sublime beneficio, correspondamos debidamente a tan gran 
amor y bondad de Dios para con los hombres.
Y en la primera parte de este artículo - de la sequnda hablaremos más adelante - 
ésto es lo que hemos de creer: aue Cristo nuestro Señor fue crucificado, siendo 
gobernador de Judea Poncio Pilato, como representante del cesar Tiberio. Hecho 
prisionero primero, escarnecido, injuriado y maltratado más tarde, nuestro 
Redentor murió por último clavado en una cruz.
Ante todo, 
nadie puede poner en duda que Cristo sufrió, en su sensibilidad, indecibles 
torturas: habiendo asumido realmente nuestra naturaleza humana, su alma no pudo 
menos de experimentar e) dolor.
Él mismo nos lo dijo: Triste está mi alma hasta la muerte (Mt 
26,38) (63).
Y, aunque su naturaleza humana estaba unida a la Persona divina, no por eso dejó 
de sentir la amargura de la pasión; la experimentó como si no hubiera existido 
aquella unión, porque en la única Persona de Cristo cada una de las naturalezas 
conservaba perfectamente sus propiedades: lo que era pasible y mortal permaneció 
mortal y pasible, como inmortal e impasible permaneció en Él su naturaleza 
divina.
El hecho de notar con toda precisión que Cristo padeció V murió siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, obedece a una doble finalidad:
Así nos consta que argumentaba San Pablo (64).
Que Cristo 
eligiera, entre otros, el suplicio de la cruz, obedece igualmente a un 
determinado designio divino: "Para que de donde nació la muerte, de allí mismo 
renaciese la vida" (65). La serpiente que venció a nuestros Primeros padres en 
el árbol del paraíso debía ser vencida por Cristo en el árbol de la cruz.
Los Santos Padres han subrayado y desarrollado múltiples razones por las que 
convenía que Cristo, nuestro Redentor, muriera en la cruz. Bástenos a nosotros 
saber que quiso elegir este suplicio, como el más apto para redimir al mundo, 
por ser entre todos el más ignominioso y humillante (66). En realidad, no sólo 
los paganos le consideraban como el más infamante y execrable, sino que en la 
misma ley mosaica estaba escrito: Maldito todo el que es colgado del madero (Dt 
21,23; Ga 3,13).
Meditemos frecuentemente este artículo de la fe - tan detalladamente narrado por 
los evangelistas - y procuremos conocer perfectamente al menos los pasajes más 
importantes de la pasión del Señor, tan necesarios para confirmarnos en nuestra 
santa fe. En ellos se apoya, como en inconmovible base granítica, todo el 
majestuoso edificio de nuestra santa religión (67).
Sin duda que el misterio de Cristo crucificado chocará violentamente con nuestra 
pobre razón humana. No nos cabe en la cabeza, y hasta nos resulta repugnante, 
pensar que nuestra salvación pueda radicar en una cruz y en un crucificado. Pero 
es precisamente aquí donde una vez más resplandece la admirable providencia de 
Dios, como dice el Apóstol: Pues, por no haber conocido el mundo a Dios, en la 
sabiduría de Dios, por la humana sabiduría, plugo a Dios salvar a los creyentes 
por la locura de la predicación (1Co 
1,21).
Figuras y profecías de la muerte, de Cristo
No nos extrañará, pues, que los profetas () y los apóstoles () se esforzaran tan 
tenazmente en demostrar a los hombres que el Cristo de la cruz era el Redentor 
del mundo y pretendieran someterles a la obediencia del Rey crucificado.
Y puesto que la inteligencia humana habría de experimentar fuerte repugnancia en 
admitir el misterio de la cruz, no cesó el mismo Dios de anunciarnos con figuras 
y profecías la pasión y muerte de su Hijo uniqénito. Y esto inmediatamente 
después del pecado original.
Entre las figuras recordemos algunas: Abel, víctima de la envidia de su hermano 
(68); el sacrificio de Isaac (69); el cordero inmolado por los judíos, a su 
salida de Egipto (70); la serpiente de bronce levantada por Moisés en el 
desierto (71): figuras todas que preanunciaban la pasión y muerte de Jesucristo.
Las profecías son tantas y tan explícitas, que no es posible ni preciso hacer 
una enumeración detallada de ellas. Entre todas () sobresalen las del profeta 
Isaías, quien escribió sobre estos misterios páginas tan claras y precisas que, 
más que profecías, parecen narraciones históricas de hechos pasados (73).
Con estas 
palabras afirmamos creer que Cristo, después de haber sido crucificado, murió 
realmente y fue sepultado.
Y no sin motivo se nos manda expresamente creer en esta verdad, ya que algunos 
se atrevieron a negar la muerte de Cristo en la cruz (74). Por esto los 
apóstoles juzgaron necesario oponer a tal error esta verdad de fe, que nadie 
puede dudar cuando todos los evangelistas unánimemente convienen en afirmar que 
Cristo expiró en la cruz (75).
Ni supone dificultad alguna el hecho de que Cristo fuese Dios verdadero, pues, 
sin dejar de serlo, era al mismo tiempo hombre también verdadero y perfecto; y 
en cuanto hombre pudo perfectamente morir, ya que la muerte no es otra cosa que 
la separación del alma y del cuerpo.
Al afirmar, pues, que Cristo murió, queremos decir que su alma se separó del 
cuerpo, sin que con ello signifiquemos que se separara también la divinidad: al 
contrario, creemos y confesamos firmemente que, separada el alma del cuerpo, la 
divinidad permaneció siempre unida al cuerpo en el sepulcro, y al alma, que bajó 
a los infiernos.
Recordemos por último que convenía que el Hijo de Dios muriera para destruir con 
la muerte al que tenía el imperio de la muerte, al diablo, y librar a aquellos 
que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre (He 
2,10
He 14
He 15).
Se ofreció porque quiso
Otra cosa característica hay que notar en la muerte de Jesucristo: que murió 
cuando quiso y con muerte voluntaria, no provocada violentamente por mano 
extraña. Ni sólo eligió la muerte, sino también el lugar y tiempo en que había 
de suceder.
Isaías había escrito: Se ofreció en sacrificio, porque él mismo lo quiso (Is 
53,7). Y el mismo Cristo afirmaba antes de su pasión; Yo doy mi 
vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita; soy yo quien la doy de mí mismo. 
Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla (Jn 
10,17-18).
En cuanto al tiempo y lugar, también nos dijo el Señor cuando Herodes quiso 
atentar contra su vida: Id y decid a esa raposa: Yo expulso demonios y hago 
curaciones hoy, y las haré mañana, y al día siguiente... Porque no puede ser que 
un profeta perezca fuera de Jerusalén (Lc 
13,32-33).
No hizo nada Jesús obligado, ni por coacción extraña, sino que se ofreció porque 
quiso. Saliendo al encuentro de sus enemigos, les dijo en el huerto: Yo soy (Jn 
18,5), sobrellevando después voluntariamente todos los injustos y 
crueles tormentos con que le maltrataron.
Al meditar su pasión, nada sin duda nos conmoverá tan profundamente como esta 
reflexión: que alguien ofrezca por nosotros dolores que necesaria e 
inevitablemente ha de sufrir, no nos parece beneficio de extraordinaria 
importancia; mas que un hombre sólo por nuestro amor acepte voluntariamente la 
muerte - muerte que le hubiera sido muy fácil evitar -, esto constituye un 
beneficio tan sumamente extraordinario, que aun el más agradecido se sentirá 
impotente no sólo para corresponderlo, sino aun para reconocerlo como se merece. 
De aquí podremos colegir la infinita e indecible caridad con que Cristo 
divinamente nos benefició.
El hecho de 
confesar explícitamente que "Cristo fue sepultado", no supone que exista 
dificultad alguna especial distinta de las ya apuntadas al hablar de su muerte; 
si creemos con toda certeza que Cristo murió, no nos costará demasiado trabajo 
admitir igualmente que fue sepultado.
Pero se añadieron estas palabras por una doble razón: 
1) como prueba ulterior de la verdad de la muerte de Cristo (); 
2) como premisa y confirmación espléndida del milagro de la resurrección.
Con estas palabras del Símbolo no solamente confesamos que el cuerpo de Cristo 
fue sepultado, sino además, y principalmente, creemos que Dios fue sepultado. Lo 
mismo que decimos - perfectamente de acuerdo con la regla de la fe católica - 
que Dios murió y que Dios nació de la Virgen. Si la divinidad estuvo siempre 
unida al cuerpo encerrado en el sepulcro, lógicamente habremos de confesar que 
Dios fue sepultado.
En cuanto al modo y lugar de la sepultura, bástenos saber lo que dice el 
Evangelio (76). Dos cosas deben notarse, sin embargo: 
1) que el cuerpo de Cristo no sufrió corrupción alguna en el sepulcro, como 
había vaticinado el profeta: No dejarás que tu Santo experimente corrupción (Ps 
15,10
Ac 2,31); 
2) y esta consideración debe extenderse a todas las partes del artículo - la 
sepultura, pasión y muerte convienen a Cristo en cuanto hombre, no en cuanto 
Dios, porque sólo la naturaleza humana pudo padecer y morir. Y si también 
atribuímos estas realidades a Dios, lo hacemos porque en Cristo no hay más que 
una sola Persona, que es al mismo tiempo perfecto Dios y perfecto hombre.
Fijados estos conceptos, detengámonos en algunas reflexiones que, sin duda, nos ayudarán, si no a comprender, al menos a contemplar con fervorosa piedad los sublimes misterios de la pasión del Señor.
Y, ante todo, 
consideremos quién es el que padece. Su dignidad infinita no cabe en la mente 
del hombre, ni puede ser expresada con palabra humana. San Juan le llama el 
Verbo, que estaba en Dios (Jn 
1,1). Y el Apóstol nos lo pinta con trazos llenos de 
magnificencia: Aquel a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo 
el mundo: y que, siendo el esplendor de su gloria y la imagen de su sustancia, y 
el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la 
purificación de los pecados se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas 
(He 
1,2-3) (77).
Para decirlo en una sola palabra: el que padece es Jesucristo, Dios verdadero y 
hombre verdadero. Sufre el Creador por sus creaturas, el Rey por sus subditos y 
siervos; padece Aquel que sacó de la nada a los ángeles y a los hombres, a los 
cielos y a las cosas: Aquel de quien, por quien y en quien existen todos los 
seres (Rm 
11,36).
No nos maraville, pues, que la máquina del universo entero se estremeciera al 
ver a su Autor traspasado y molido por los tormentos de la pasión: La tierra 
tembló y se hendieron las rocas (Mt 
27,51); las tinieblas cubrieron toda la tierra y el sol se 
oscureció (Lc 
23,44).
Y si las criaturas insensibles y sin voz lloraron la pasión del Creador, ¿con 
qué lágrimas deberán expresar su dolor los fieles redimidos, piedras vivas de 
este templo santo de Dios? (1P 
2,5).
1) Además del 
pecado de origen, heredado de nuestros primeros padres, la causa principal de 
tan dolorosa pasión hay que buscarla en los pecados cometidos por los hombres 
desde el principio del mundo hasta nuestros días y en los que se cometerán hasta 
el fin de los siglos. A esto atendió en su pasión y muerte el Hijo de Dios, 
nuestro Salvador: a redimir y cancelar los pecados de todos los tiempos, 
ofreciendo a su Padre una satisfacción universal y superabundante.
Notemos, además - y esto valora más la importancia de su obra - no sólo que 
Cristo padeció por los pecadores, sino que los pecadores fueron la causa e 
instrumento de sus torturas. San Pablo escribía en la Carta a los Hebreos: 
Traed, pues, a vuestra consideración al que soportó tal contradicción de los 
pecadores contra sí mismo, para que no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga 
(He 
12,3). Y es evidente que aquí son más gravemente culpables 
quienes con más frecuencia recaen en el pecado: si las culpas de todos 
condujeron a Cristo al suplicio de la cruz, quienes se revuelcan en maldades y 
torpezas, de nuevo, en cuanto de ellos depende, crucifican para sí mismos al 
Hijo de Dios y le exponen a la afrenta (He 
6,6). Y este delito es mucho más grave en nosotros que en los 
judíos deicidas, quienes, si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al 
Señor de la gloria (1Co 
2,8); nosotros, en cambio, los cristianos, confesando, por un 
lado, que le conocemos, y negándole, por otro, con nuestras obras, levantamos 
contra Él nuestras manos violentas y pecadoras.
2) La Sagrada Escritura afirma, además, que Jesucristo murió por voluntad del 
Padre y por su propia voluntad (79). Isaías había escrito: Yo le maltraté y maté 
por las iniquidades de su pueblo (Is 
53,8). Poco antes, el mismo profeta, iluminado por el Espíritu de 
Dios, exclamaba viendo al Redentor llagado y herido: Todos nosotros andábamos 
errantes, como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Yavé cargó sobre Él la 
iniquidad de todos nosotros (Is 
53,6). Y poco después vaticinaba del mismo Cristo: Ofreciendo su 
vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá largos días (Is 
53,10).
El apóstol San Pablo, señalando los motivos que tenemos para esperar en la 
bondad y misericordia de Dios, dice más expresamente: El que no perdonó a su 
propio Hijo, antes le entregó por nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas 
las cosas? (Rm 
8,32).
Bastará 
recordar que la sola contemplación de los tormentos y espasmos de su pasión 
provocaron en Él, postrado en el huerto de los Olivos, un sudor de sangre tan 
copioso, que chorreó hasta la tierra (80). Esta sola circunstancia nos habla 
elocuentemente del sumo dolor de Cristo en la cruz: si el mero pensamiento de 
los males inminentes le resultó tan indeciblemente amargo - testimonio elocuente 
es el sudor de sangre -, ¿qué no habremos de decir de la real pasión de los 
mismos?
Jesucristo, nuestro Redentor, sufrió de hecho los más atroces tormentos en su 
cuerpo y en su alma.
1) En cuanto al cuerpo, no escapó a este inmenso dolor ninguna de sus partes: 
sus manos y pies fueron cosidos a la cruz con clavos; la cabeza, traspasada por 
las espinas y herida con una caña; la cara, manchada de salivazos y abofeteada; 
todo el cuerpo, atormentado con azotes.
Hombres de toda clase y condición se confabularon contra Y ave y contra su 
Ungido (Ps 
2,2); los judíos y gentiles fueron los instigadores, autores e 
instrumentos "de su pasión; Judas le entregó, Pedro le negó y todos los demás 
apóstoles y discípulos le abandonaron (81).
En la misma muerte de cruz no sabe uno si conmoverse más ante la crueldad o ante 
la ignominia, o ante las dos cosas juntas. En realidad, no pudo excogitarse un 
género de muerte más vergonzoso ni más cruel; era costumbre reservarlo para los 
mayores criminales y para los delincuentes más peligrosos; y la lentitud del 
suplicio hacía más intolerables los sufrimientos de la muerte.
Recordemos, además, que la misma constitución física de Cristo necesariamente 
tuvo que hacer más agudo el dolor. Formado por el Espíritu Santo, su cuerpo 
poseía en sumo grado - más que el de todos los demás hombres - aquella finura y 
delicadeza de sentimientos que, por lo sensible, agranda la capacidad para 
sufrir.
2) Por lo que se refiere al alma, el dolor de Cristo llegó a su máximo grado.
A los mártires en su tormento no les faltó el consuelo divino, y fortalecidos 
por él soportaron los suplicios con serena energía. Algunos hubo incluso que en 
medio de los más atroces tormentos se sintieron como arrebatados en una 
expresión de profunda alegría interior. San Pablo mismo exclamaba: Me alegro de 
mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las 
tribulaciones de Cristo, por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 
1,24). Y en otra ocasión: Estoy lleno de consuelo, reboso de gozo 
en todas mis tribulaciones (2Co 
7,4).
Jesucristo, en cambio, apuró hasta las heces el cáliz amarguísimo de su pasión 
sin mezcla alguna de consuelo (82).
Quiso que la naturaleza humana, que había asumido, soportara todos los 
tormentos, como si fuera solamente hombre y no también Dios.
Añadamos, por 
último, una nueva y profunda reflexión: los beneficios inmensos que hemos 
recibido de la pasión de Cristo.
1) El primero de todos, haber sido redimidos del pecado. Nos amó y nos absolvió 
de nuestros pecados por la virtud de su sangre (). Y San Pablo: Os vivificó con 
Él, perdonándoos todos vuestros delitos, borrando el acta de las decretos que 
nos era contraria, que era contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola 
en la cruz (Col 
2,13-14).
2) En segundo lugar, nos rescató de la esclavitud del demonio. El mismo Jesús 
afirma en el Evangelio de San Juan: Ahora es el juicio de este mundo; ahora el 
príncipe de este mundo será arrojado fuera, u no, si fuere levantado de la 
tierra, atraeré todos a mí (Jn 
12,31-32).
3) Además, pagó el débito que habíamos contraído por nuestros pecados, 
ofreciendo el sacrificio más aceptable y grato a Dios; nos reconcilió con su 
Padre, volviéndonosle aplacado y propicio (83).
4) Por último, borrado el pecado, nos abrió las puertas del cíelo míe la culna 
de nuestros prímeros padres había cerrado. El Apóstol lo afirma explícitamente: 
Tenemos, pues, hermanos, en virtud de la spnnre de Cristo, firme confianza de 
entrar en el santuario (He 
10,19).
Todos estos frutos habían sido ya preanunciados en el Antiguo Testamento con 
diversos símbolos y finuras. Cuando, por eiemplo, se dice en el libro de los 
Números que nadie podía volver a la patria antes de la muerte del sumo 
sacerdote, quería significarse que a ninguno - por justo y santo que fuere - le 
era posible entrar en el cielo antes que hubiera muerto el Sumo y Eterno 
Sacerdote, Jesucristo (84). Después de su muerte, en cambio, quedaron abiertas 
las puertas del cielo para todos aquellos que, purificados por los sacramentos y 
adornados por las tres virtudes teologales, participen de los frutos de su 
pasión.
Todos estos preciosos y divinos dones fueron fruto maduro de la muerte dolorosa 
de Jesucristo:
a) Ante todo, porque Cristo satisfizo ínteqra v perfectamente a su Eterno Padre 
por nuestros pecados. El precio que paqó por ellos no sólo igualó, sino que 
sobrepasó cumplidamente el débito contraído.
b) Además, fue muy del agrado del Padre aquel sacrificio. Al ofrecerse el Hijo 
sobre el ara de la cruz, quedaron aplacadas su ira e indignación divinas. San 
Pablo escribe: Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio 
a Dios en olor suave (Ep 
5,2). Y el Príncipe de los Apóstoles hablando de la redención: 
Habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros 
padres, no con plata y oro. corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, 
como de cordero sin defecto ni mancha (1P 
1,18-19
Ap 5,9). Y de nuevo San Pablo: 
Cristo nos redimió de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición (Ga 
3,13).
Unido a estos 
inmensos beneficios, encontramos en la pasión de Cristo el no menos pequeño de 
ofrecérsenos Él como modelo acabado de todas las virtudes.
Sufriendo por nosotros, Jesucristo nos dio consumados ejemplos de paciencia, 
humildad, inmensa caridad, mansedumbre, obediencia y perfecta fortaleza de alma 
para soportar por la justicia no sólo toda clase de dolores, sino aun la misma 
muerte. ¡Como si el divino Maestro hubiera querido resumir y practicar 
personalmente en un solo día de pasión - el último de su vida - todo cuanto nos 
predicó durante tres años de vida pública!
¡Ojalá meditemos con frecuencia estos misterios para aprender a sufrir, morir y 
ser sepultados con Él! Y así, eliminada toda mancha de pecado, podamos resucitar 
con Cristo a nueva vida y, con su gracia y misericordia, merezcamos un día 
participar del reino de su gloria celestial.
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NOTAS
(63) Tomando consigo a Pedro, a SanHaao u a luán, 
comenzó a sentir temor u annustia, u les decía- Triste p-^á mi alma hasta la 
muerte; permaneced aquí u velad (Mc 14,33-34).
Sálvame, ¡oh Dios!, porgue amenazan va mi vida las aouas: húndome en un profundo 
cieno, donde no rynedo hacer nie: me sumerio en el abismo u me ahooo en la 
hondura Cansado estoy de clamar. Ha enrnvquprido mi narganta y desfallecen mis 
ojos en esoera de mi Dios (Ps 68,2-4).
Diéronme a comer hiél y en mí sed me dieron a beber vi ñame. En verdad que 
estnrt aflinido y dolorido; sosténgame, ¡oh Dios!, tu ayuda (Ps 68,22-30).
Por qué, ¡oh Yave!, me rechazas u me escondes tu rostro? Derrámansp sobre mí tus 
furores y me oprimen tas espantos (Ps 87,15-17).
/"./ora amargamente en la noche v corre el llanto por sus metillasx no tiene 
entre todos sts atvrfnres auien la mnnudei le fallaron todos sus amigos, y se le 
volvieron enemigos (LA 1,2).
(64) Te mando ante Dios, qne da vida a todas las cotas, u pnte Cristo )esús, que 
hizo la buena confesión en presencia de Poncio Pilato, que te conserves sin 
mancha ni culpa (1Tm 6,13).
(65) Prefacio de la Santa Cruz (Misal Romano).
(66) El santo Evangelio no nos ofrece detalles sobre la forma de la cruz en que 
fue clavado Cristo ni sobre el mismo modo de la crucifixión.
Pero no resulta difícil llenar esta laguna con datos de 1" historia y de la 
arqueología. Puede consultarse a este propósito el documentado y exhaustivo 
artículo de GÓMEZ - PALLETE Cruz y crucifixión (Estudios Eclesiásticos, 20 
(1946) 536-544; 21 (1947) 85-109), del que resumimos las siguientes 
observaciones:
Excluida la cruz "decussata" o "cruz de San Andrés" (en forma de X), que, según 
Holzmeister, nunca existió - el primer documento que hace mención de ella es del 
siglo X, y su primera imagen del siglo xiv-, había dos sistemas de cruz: la cruz 
commissa en la que el madero horizontal descansa sobre el vertical, adquiriendo 
la forma de una T, y la cruz immissa, o cruz latina, que es casi la única en la 
actual iconografía.
¿Cuál de estas dos formas tenía la cruz del Salvador? Si bien la inconografía y 
epigrafía cristianas y los documentos profanos atestiguan el uso de cruces en 
forma de T, por lo que toca a la de Jesucristo, los Padres, ya desde San 
Justino, cuyo nacimiento no dista tal vez cincuenta años de la escena de la 
crucifixión, describen la cruz de Cristo considerándola en su forma latina.
La cruz "es un madero derecho cuya parte superior se eleva como un cuerno cuando 
se le adapta el otro madero; de cada lado, otros dos cuernos, que forman las 
extremidades, parecen unidos al primero. En medio lleva como otro cuerno para 
servir de asiento a los crucificados" (SAN JUSTINO, Dial. 91: MG 6, 693A).
"El formato de la cruz tiene cinco cabos o extremos: dos en longitud, dos en 
latitud y uno en el medio, en el que descansa el que es enclavado" (SAN IRENEO, 
A. H., 1,12: MG 7,794-95).
San Agustín, con palabras que nos recuerdan las de San Pablo a los Efesios, 
dice: "Porque tiene (la cruz) anchura, en la que son fijadas las manos; tiene 
longura, porque eis prolongado hasta la tierra el madero desde el transverso; 
tiene alteza, desde el mismo transverso en el que son fijadas las manos, 
excediendo un tanto, donde se pone la cabeza del crucificado; y
tiene profundidad, esto es, lo que está hincado en tierra y no se ve" (Serm. 
165,3; ML 38,904).
Además los Padres comparan la cruz del Salvador con objetos que suponen esta 
forma latina, v.gr., con la vela del navio, con los estandartes romanos, con la 
figura tomada por los brazos de Jacob al bendecir a Manases y Efraín.
La cruz llevaba un tercer palo clavado, sedile, hacia la mitad del primero y 
perpendicular a él. Era de muy corta longitud, y sobre él iba como sentado el 
cuerpo del crucificado con el fin de evitar que, desgarrándose sus manos, cayese 
a tierra antes de morir. Es probable que además tuviese un supoedaneum, o trozo 
de madera, en el que fuesen apoyados los pies.
Respecto de la altura de la cruz parece no había norma fija establecida, y así, 
unas veces eran tan bajas, que los cuerpos de los crucificados quedaban al 
alcance de las fieras, mientras que otras la cruz era "altísima". En el caso de 
Jesús es claro que fue una cruz alta, de modo que sus pies debieron quedar por 
lo menos a un metro de altura sobre el suelo, pues los que sé mofaban de Él 
decían: Descienda de la cruz (Mt 27,42 Mc 15,30), y San Mateo y San Marcos nos 
dicen que uno de los circunstantes, tomando una caña, fijó en ella una esponja 
empapada en vinagre y dio a beber a Jesús (Mt 27,48 Mc 15,36).
De los dos maderos que formaban la cruz, el vertical solía estar previamente 
fijado en la tierra. El horizontal era llevado poi el condenado. Es probable que 
primero fuesen clavadas las manos de Jesús en el madero horizontal, luego 
levantado con cuerdas hasta encajarlo en el vertical y por fin clavados los 
pies.
Solemos imaginarnos la crucifixión de Cristo a la manera como la muestran las 
representaciones icónicas: tendida la cruz en tierra, los esbirros fueron 
clavando sus pies y manos, después de lo cual aquélla sería levantada en alto.
Esta explicación queda descartada casi con absoluta seguridad por las 
expresiones que encontramos tanto en los literatos e historiadores profanos como 
por las empleadas por los Padres a propósito de la crucifixión de Cristo. Dicen 
éstas: "llevar la cruz", "conducir a la cruz", "elevar hasta la cruz", "ir a la 
cruz", etc. "Allí los homicidas extendieron con violencia sus manos en un 
elevado madero erigido sobre la tierra", dice Non - nus Panopolitanos 
(Paráfrasis in loannem 19,18: MG 43901B).
Todo esto podría indicar que previamente a la crucifixión
estaba erigida en tierra la cruz, a la que, elevado Cristo, fueron clavados sus 
pies y manos. "Modernamente, sin embargo, empieza a abrise paso una hipótesis 
que juzgamos más conforme a la realidad de los hechos. Supone que el reo era 
atado al patíbulo (travesano horizontal) cuando aún estaba delante del juez, y 
era así atado conducido al suplicio, arrastrado por una cuerda que rodeaba su 
cuerpo. Al llegar al lugar de la ejecución se clavaban sus manos a este patíbulo 
y, por medio de las mismas cuerdas, se le izaba hasta encajar el travesano con 
la hendidura del travesano vertical, de modo que el reo quedaba suspendido o 
cabalgando sobre el sedile. Entonces bastaba ya atar o clavar los pies".
Con esta explicación están conformes el hecho de que el palo vertical estaba 
clavado en tierra previamente a las cruci - fixiones y el muy probable de que el 
reo era cargado solamente con el horizontal.
(67) Para llevar a cabo nuestra redención, Cristo escogió el camino del 
sacrificio y se inmoló en la cruz por nuestros pecados. Cuando en una ocasión, 
al anunciar a sus discípulos los sufrimientos que le esperaban en Jerusalén, San 
Pedro quiso disuadirle de semejante cosa, le reprendió con aquellas duras 
palabras: Quítate allá, Satán, porque tú no sientes según Dios, smo según los 
hombres (Mc 8,33).
San Pablo dice que la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, los 
cuales no pueden comprender que un Hombre - Dios muera colgado en una cruz y 
muriendo como un malhechor puetía redimir a la humanidad, y escándalo para los 
judíos, en cuya Ley estaba escrito: Maldito todo el que es colgado del madero (Dt 
21,23). Para los creyentes, en cambio, es poder de Dios, pues la cruz de Cristo 
ha sido la fuerza que ha destruido el pecado, ha vencido al demonio y ha obrado 
las maravillas de
la santidad cristiana y del heroísmo de tantas legiones de mártires (cf. Ga 
5,11; 6,12-14; Ph 3,18; He 12,2).
Pero el sacrificio de Cristo no es un hecho aislado que pasó, sino que tiene que 
perpetuarse a través de los siglos en los cristianos. Sufrió la Cabeza del 
Cuerpo místico; es preciso que sufran también los miembros. Padecer con Cristo y 
morir con Él al hombre viejo es la ley de la vida cristiana. Sólo si padecemos 
con Él, seremos glorificados con Él, afirma San Pablo. Por eso, para el Apóstol 
la predicación del Evangelio es esencialmente la predicación de la cruz, el 
anuncio de un Salvador que muere crucificado por nuestro amor.
Y de ahí dos consecuencias para nuestra vida cristiana:
1) El amor ardiente a la cruz-.Jesucristo derramó en ella su sangre y en medio 
de los más grandes sufrimientos llevó a cabo nuestra redención. La cruz 
simboliza para nosotros la redención de la esclavitud del demonio y el amor 
inmenso de Jesús que se abrazó a ella por nosotros.
"El santo crucifijo debiera ser, por lo mismo, el amor de nuestros amores... En 
nuestro pecho, en lo secreto de nuestra alcoba, en el lugar de nuestro trabajo, 
como lo hicieron nuestros antepasados, debiera presidir la imagen de Jesúj 
clavado en la cruz. El beso primero y último del día debiera ser para el 
crucifijo. En las manos cruzadas de nuestros difuntos, en las nuestras cuando 
muramos, sobre nuestro féretro, debiéramos querer al crucifijo" (GOMA, 
Jesucristo redentor, p.408).
2) La conformidad de nuestra vida con la cruz.-Al amor de la cruz tenemos que 
añadir una vida de abnegación y sacrificio, llevando la cruz que a cada uno pida 
Cristo. Soñamos en una vida sin cruz, que nos permita gozar sin límites de las 
cosas de la tierra. Jesús ha dicho que todo aquel que quiera seguirle ha de 
negarse y llevar la cruz que una vida de cristiano le impone. Sin sacrificio y 
sin cruz no se puede alcanzar la salvación, porque sin ella no se pueden vencer 
las malas inclinaciones.
"Como todos participamos de la ruina espiritual de Adán por relación de 
generación carnal, porque todos somos hijos suyos, así debemos participar en la 
restauración por Cristo, no por unión de generación, porque no es Padre nuestro 
por la carne, sino por nuestra incardinación a la obra que consumó en la cruz" 
(GOMA l.c, p.409).
(68) y al cabo del tiempo hizo Caín ofrenda a Y ave de los tutos de la tierra, y 
se la hizo también Abel de los pri).
(69) Y, tomando Abraham la leña para el holocausto, se la cargó a Isaac, su 
hijo; tomó él en su mano el fuego y el cuchillo, y siguieron ambos juntos. Dijo 
Isaac a Abraham, su padre: Padre mío. ¿Qué quieres, hijo mío?, le contestó. Y él 
dijo: Aquí llevamos el fuego y la leña, pero la tes para el holocausto, ¿dónde 
está? Y Abraham le contestó: Dios se proveerá de res para el holocausto, hüo 
mío: u siauieron juntos los dos (Gn 22.6-8).
(70) La res será sin defecto, macho, primal, cordero o cabrito. Lo reservaréis 
hasta el día 14 de este mes y todo Israel lo inmolará entre dos luces (Ex 
12,5-7).
(71) Y Yavé dijo a Moisés: "Hazte una serpiente de bronce y ponía sobre un asta; 
y cuantos mordidos la miren, sanarán". Hizo, pues, Moisés una serpiente de 
bronce y la puso sobre un asta; y cuando alguno era mordido por una serpiente, 
miraba a la serpiente de bronce u se curaba (Nb 21,8-9).
A. la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que 
sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la 
vida eterna (Jn 3,14-15).
(72) Cf. especialmente:
Ps 2: sobre la divinidad y grandeza del Mesías.
Ps 21: sobre la pasión, muerte y triunfo del Redentor. Es el salmo citado por 
Jesús moribundo: Dios mío. Dios mío, ¿por aué me has abandonado7 ÍMt 27.46^.
Ps 48: sobre las persecuciones que el Mesías habrá de soportar de parte de su 
pueblo.
Ps 109: sobre el sacerdocio de Cristo, Mediador entre Dios v los hombres.
(73) Véase, sobre todo, el capítulo 53 fiel profeta y cuanto dejamos ya dicho 
sobre las profecías mesiánicas.
(74) La muerte del Señor es una verdad histórica tan evidente, que sólo a 
inteligencias contumaces, aferradas a prejuicios racionalistas, puede 
ocurrírseles el negarlo. Puestos en la línea del prejuicio, puede lleqar a 
negarse - no ha faltado quien así pensara - la misma existencia de Jesús.
La muerte verdadera de Cristo la negaron, de acuerdo con sus principios, 
onósíicos y doceías. Estos últimos, sobre todo, al negar que Cristo tuviera un 
cuerpo real, lógicamente tuvieron que negar también la realidad de su pasión y 
muerte.
Pero sobre todo en el siglo XIX los racionalistas, con su prejuicio 
antisobrenaturalista y primordialmente con la maligna intención de neqar la 
resurrección de Cristo, que constituye por sí sola el gran fundamento de nuestra 
fe - Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vacía (1Co 15,14)-, se 
atrevieron a sostener, al menos en determinado sector, que la muerte de Cristo 
no fue real. Gottlob Paulus (1761-1851), con su principio naturalista de que 
todos los milagros, profecías, etc. del Evangelio son exageración de la fantasía 
oriental, afirmó que la muerte de Cristo fue sólo aparente y que los discípulos 
la airearon luego como verdadera para salir gananciosos con una pretendida 
resurrección. A Paulus siguieron otros varios, Spitta, Herder, Venturino. etc., 
explicando cada uno con circunstancias diversas ese postulado de la muerte 
aparente.
En realidad, nada tan absurdo y tan en abierta oposición a la sencillez con aue 
los Evangelios narran la muerte del Señor como esa pretendida hipótesis. 
Probarlo sería casi ridículo y ofensivo a la misma verdad histórica. Baste citar 
las perícopes evangélicas en que se nos da a conocer la muerte de Jesús ÍMt 27 
50: Mc 15,37; Lc 23,46; Jn 19,10), y concluir con el propio Renán, en su Vida de 
Jesús (c.26) hablando de este punto: "A decir verdad, la meior garantía que 
posee el historiador sobre un tema de tal importancia fia muerte de Jesús) es el 
odio recalcitrante de los enemigos de Cristo. Es muy inverosímil que los judíos 
se preocuparan ya entonces por el temor de que Jesús pudiera pasar por un 
resucitado; pero en todo caso, ellos procurarían darle una muerte verdadera".
Realmente, aunque sólo sea por este argumento indirecto, ¿es concebible, 
teniendo presente el odio de los judíos, que la muerte de Jesús fuera sólo 
aparente?
(75) Jesús, dando un fuerte grito, expiró (Mt 27,50).
Jesús, dando una voz fuerte, expiró (Mc 15,37).
Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu, u, 
diciendo esto, expiró (Lc 23,46).
Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está acabado, e, inclinando la 
cabeza, entregó el espíritu (Jn 19,30).
76) Llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José, discípulo 
de Jesús. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato entonces 
ordenó que le fuese entregado. Él, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana 
limpia (Mt 27,57-58).
Llegada la tarde, porque era la Parasceve, es decir, la víspera del sábado, vino 
José de Arimatea, miembro ilustre del Sanedrín, el cual también esperaba el 
reino de Dios, que se atrevió a entrar a Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús. 
Pilato se maravilló de que ya hubiese muerto, y, haciendo llamar al centurión, 
le preguntó si en verdad había muerto ya. Informado del centurión, dio el 
cadáver a José, el cual compró una sábana, lo bajó, lo envolvió en la sábana y 
lo depositó en un monumento que estaba cavado en la peña, y volvió la piedra 
sobre la puerta del monumento. María Magdalena y María la de José miraban dónde 
se lo ponían (Mc 15,42-47).
Y, bajándole, le envolvió en una sábana y te depositó en un monumento cabado en 
la roca, donde ninguno había sido aún sepultado (Lc 23,53).
Después de esto rogó a Pilato José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, 
aunque secreto por temor a los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo de 
Jesús, y Pilato se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo. Llegó Nicodemo, el 
mismo que había venido a él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y 
áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con 
bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Había cerca del 
sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el 
cual nadie aún había sido depositado. Allí, a causa de la Parasceve de los 
judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús (Jn 19,38).
(77) Es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, 
imagen de su bondad (Sg 7,26).
Si nuestro Evangelio queda encubierto, es para los infieles, que van a la 
perdición, cuya inteligencia cegó el dios de este
mundo para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo, 
que es imagen de Dios (2Co 4,4).
(78) Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo 
el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,16).
Pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo 
por nosotros (Rm 5,8).
(79) Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que 
crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna; pues Dios no ha enviado a su 
Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él 
(Jn 3,16-17).
Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor 
suave (Ep 5,2).
(80) Lleno de angustia, oraba con más insistencia, y sudó como gruesas gotas de 
sangre, que corrían hasta la tierra (Lc 22,44).
(81) Y de nuevo negó (Pedro) con juramento: no conozco a ese hombre... (Mt 
26,72).
Y, abandonándole, huyeron todos (Mc 14,50).
(82) Adelantándose un poco, se postró sobre su rostro, orando u diciendo: Padre 
mío, si es posible, pase de mí este cáliz; sin embarco, no se haga como yo 
quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39).
Si miro a la derecha, veo que no hau quien mire con benevolencia: no tengo 
escape, no hay quien vuelva por mi vida (Ps 141,5).
Llora amargamente en la noche, n corre el llanto por sus meiillas; no tiene 
entre todos sus amadores quien le consuele; le fallaron todos sus amigos, y se 
le volvieron enemigos... ¡Oh vosofros, cuantos por aquí pasáis, mirad v ved s> 
han dolor comparable a mi dolor, al dolor con que sotj atormentado!
Afligiome Yave en el día de su ardiente cólera (Lam 1,2.12).
(83) Sí, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hiio, 
mnrho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida (Rm 5,10).
Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado rnntiao t> nos 
ha confiado el ministerio de la reconciliación (2Co 5,18).
(84) La asamblea librará al homicida del venerador de la san - gre, le volverá a 
la ciudad del asito donde se refugió, v allí morará ha*ta la rnnprte del sumo 
sacerdote ungido con el óleo sagrado (Nb 35,52).