38.
APOCALIPSIS: El Triunfo del Resucitado
El Apocalipsis es el último libro de la
Biblia. Es como su resumen y culminación. Y en él, Cristo resucitado es el eje
alrededor del cual gira todo.
Los Apocalipsis son un género literario de moda en los dos siglos antes de Cristo y los tres siglos después de Jesús. Surgen en épocas de grandes sufrimientos y persecuciones por causa de la fe en Dios. Su finalidad es dar consuelo y esperanza al pueblo perseguido. Pero como se trata de tiempos de cruel persecución, con riesgo de la vida, los autores apocalípticos usan lenguajes populares simbólicos y “en clave”, como para que no lo entiendan sus perseguidores. Por eso nosotros tenemos que hacer el esfuerzo necesario para poder entender lo que ellos querían expresar...
Juan escribe el “Apocalipsis de Jesucristo” alrededor del año 95, durante la
cruel persecución del emperador Domiciano.
Después de la muerte y resurrección de
Jesús, el Evangelio se esparció rápidamente. En poco tiempo, la Buena Nueva
de Jesús se extendió hasta los límites del imperio romano. Al comienzo, no
hubo problemas serios con el imperio. San Lucas en los Hechos de los Apóstoles
presenta al imperio romano de manera atractiva a los cristianos (Hch 3,17;
18,12-15; 19,33-40; 25,13-27). Pablo, además, había escrito a los cristianos
de Roma que ellos debían obedecer a las autoridades constituidas (Rm 13,1).
Pero pronto cambió la situación y comenzaron los conflictos.
La escuela del imperio romano enseñaba
que el emperador era el señor del mundo (Ap 13,4.14); los cristianos decían lo
contrario: Jesús “es Señor de señores
y Rey de reyes” (17,4). El
imperio tenía sus dioses (2,14), y
en nombre de ellos el emperador se declaraba señor del mundo, al que se debía
rendir culto (13,8-15). Así,
ayudado por su religión, el emperador logró montar un sistema que controlaba
la vida del pueblo (13,16-17) y
explotaba a los pobres para aumentar el lujo de los grandes
(18,3.9.11-19).
Por eso el pueblo cristiano se convirtió
en un pueblo perseguido violentamente
(1,9; 12,13.17; 13,7). Los cristianos iban presos
(2,10) y muchos eran martirizados (2,13;
6,9-11; 7,13-14; 16; 17,6; 18,24; 20,4). Era muy difícil mantener la fe
(2,3-4). El control de la policía era total: nadie podía escapar a su
vigilancia (13,16). Quien no
apoyaba al régimen del imperio, no podía vender ni comprar nada
(13,17). La propaganda era enorme (13,13)
y se infiltraba en las mismas comunidades (2,14.20).
El emperador era presentado como si fuera un nuevo dios resucitado (13,3.12.14).
La tierra entera lo apoyaba y adoraba como si fuera un dios
(13,4. 12-14).
En el Apocalipsis el imperio romano es
presentado como la bestia que combate a las comunidades cristianas (13,1-18). Su
poder es insolente (13,5), pues ataca a Dios con blasfemias (13,6) y pretende
ser dios y dueño del mundo entero con todos sus habitantes (13,7-8). Para poder
engañar al mundo la bestia tiene la ayuda de los falsos profetas, que ponen su
magia, su poder y su saber al servicio del imperio (16,3; 19,20; 20.10; 13,12).
Ellos, con sus maravillas, seducen a la humanidad y consiguen que muchos adoren
la imagen de la bestia (13,15).
En medio de estos problemas y de sus
dificultades internas, el Apocalipsis viene a darle a aquellos cristianos un
mensaje de consuelo y de esperanza. Les ayuda a encontrarse nuevamente con su
Dios, consigo mismos y con su misión. Quiere animarles a no desistir de la
lucha por su fe fraterna.
Este libro enfrenta el problema de la
persecución revelando el lado oculto de los acontecimientos. Ilumina los hechos
con la luz de la fe y descubre que sólo Dios es Señor de la historia. El
entregó todo su poder a Jesús. ¡Y ahora Jesús conduce a su pueblo a la
victoria final! Nadie, por más fuerte que sea, conseguirá cambiar el rumbo del
plan de Dios. Los opresores del pueblo van a ser finalmente derrotados y
condenados, todos. La resurrección de Jesús es la prueba que garantiza todo
esto. Así el pueblo recupera la memoria perdida y descubre la Buena Nueva
dentro de los acontecimientos. Y de este modo el temor se convierte en
esperanza.
El título del Apocalipsis ya nos da la
clave de lectura. Es uno de los pocos libros con un título oficial: “Apocalipsis de Jesucristo” (1,1). Significa revelación del Jesús
triunfante. El eje del libro es Cristo resucitado. Él es la clave del triunfo
en medio de la persecución: Feliz el que lea este libro y feliz el que lo
escuche (1,3); feliz el que hace caso de él (22,7). El libro pretende dar
felicidad, gracia y paz a los seguidores de Jesús (1,4).
Juan, que es un artista, un poeta, tuvo
una experiencia muy profunda del poder, del amor y de la santidad de Jesús. Por
eso pinta a Jesús de una manera muy gráfica. Imaginémonos a este libro como
una galería de cuadros, en la que la fila de arriba está llena de
representaciones muy hermosas y coloridas: las de Cristo triunfante. En medio
hay otra fila de cuadros llenos de luz: son los del Padre Dios. Y abajo se
muestran unos cuadros tenebrosos, que representan a los enemigos que Cristo está
venciendo: los imperios opresores, los falsos profetas, el Mal y la muerte.
Cristo está representado en una serie de
cuadros que hoy podríamos llamar surrealistas, llenos de fuerza y colorido. En
todos ellos armoniza cualidades aparentemente contradictorias: se presenta a Jesús
a la vez poderoso y cercano, terrible y cariñoso, vencedor de sus enemigos y
premio maravilloso de sus seguidores: Señor absoluto de la Historia y de la
creación.
Echemos una ojeada a uno de estos
cuadros: el de los versículos 13 al 16 del capítulo primero. Dice así: “Vi a uno que es como Hijo de Hombre, con un vestido que le llegaba
hasta los pies y un cinturón de oro a la altura del pecho. Su cabeza y sus
cabellos son blancos, como lana blanca, como nieve, y sus ojos parecen llamas de
fuego. Sus pies son semejantes a bronce pulido, cuando está en horno ardiente.
Su voz es como estruendo de grandes olas. En su mano derecha tiene siete
estrellas, y de su boca sale una espada de doble y agudo filo. Su cara es como
el sol cuando brilla con toda su fuerza”.
Una visión no puede ser tomada toda al
pie de la letra, palabra por palabra. Lo importante es darse cuenta de la fuerza
del colorido tomada en su conjunto, la fuerza de este Jesús que “nos
ama”. Se comienza con tonos suaves, y poco a poco se va intensificando
como en cascada ardiente la intensidad del color. Juan pinta a Jesús como
formando una línea parabólica, que arranca desde la tierra -”Hijo de Hombre”-, pero enseguida se va levantando ascendiendo
hasta las alturas de la divinidad.
En esta dignificación ascendente, el
Apocalipsis afirma que este Hijo de Hombre es Sacerdote -”con
un vestido que le llega hasta los pies”- y Rey -”con cinturón de oro a la altura del pecho”- . El simbolismo lo
podríamos concretar hoy vistiéndolo con “sotana” y “banda
presidencial”.
Los “cabellos
blancos como lana blanca como nieve”
simbolizan su eternidad: no envejecen; por eso son tan blancos, color del
triunfo. A Jesús resucitado nunca más le tocará la muerte.
“Sus
ojos parecen llamas de fuego”, o sea, lo ven todo, quién sufre y quién
hace sufrir, quién hace el bien y quién obra el mal: son ojos “super - biónicos”,
lo cual es consuelo para los que sufren por su nombre y terror para los
explotadores...
Jesús resucitado tiene pies fuertes como
de bronce: no hay quien pueda echarlo abajo; es inamovible. Ya nadie lo podrá
juzgar, ni amenazarlo, ni quitarlo de en medio, como durante su vida mortal. En
otro lugar se dice, en cambio, que la gran Bestia, el imperio opresor (Dan
2,33-35), tiene pies de barro: cuanto más pese su cabeza, más dura será la caída.
“Su
voz es como estruendo de grandes olas”. Parecía que la voz del imperio
romano era la única que se escuchaba, pero ante la voz del Resucitado, si
sabemos escucharla, todo otro sonido se opaca y queda en nada.
Las “siete
estrellas” que lleva “en su mano
derecha” son las mismas
comunidades cristianas perseguidas, junto con sus responsables. Es la mano
poderosa de la victoria; por eso les va a decir enseguida que no tienen que
temer nada.
“De
su boca sale una espada de doble y agudo filo” .
Se trata de la agudeza de su Palabra, capaz de cortar para bien de unos y para
mal de otros: depende de la actitud de cada uno, puesto que su Palabra “es viva y eficaz” y “penetra
hasta la raíz del alma... para probar los pensamientos más íntimos” (Heb
4,12).
El último brochazo del cuadro es de luz
radiante, la luz de la divinidad, más brillante que “el
sol cuando brilla con toda su fuerza”. Ese es el rostro de Cristo
resucitado, reflejo del resplandor del Padre.
Parece que este personaje tan maravilloso
está instalado muy lejos de la pobre humanidad sufriente, simbolizada en la
figura de Juan caído en el suelo como muerto (versículo 17), señal de la
debilidad y miedo que tenían las comunidades. Pero la línea parabólica
ascendente, desde la altura de su cenit, cae en picada y de nuevo se
horizontaliza con el dolor humano: el cuadro lleno de colorido de pronto se
minimiza, sale de sí mismo, se pone en movimiento, se hace humano y toca cariñosamente
con la mano al pobre Juan caído en tierra. Escuchemos el relato: “Al
verlo caí como muerto a sus pies; pero me tocó con la mano derecha y me dijo:
'No temas nada, soy Yo, el Primero y el Ultimo. Yo soy el que vive; estuve
muerto y de nuevo soy el que vive por los siglos de los siglos, y
tengo en mi mano las llaves de la muerte y del infierno” (1,17
y 18). ¡Maravilloso! Este gesto y esta frase de Jesús son como el centro del
mensaje del Apocalipsis. Son palabras inspiradas por el mismo Jesús resucitado.
Y es admirable cómo se describe a sí mismo.
Justo elige lo que más puede consolar a
aquellas pobres comunidades, tan doloridas que parecen ya como muertas. Les dice
que les comprende muy bien, ya que él mismo estuvo muerto como ellos; pero él,
que sabe lo que es sufrir, ahora vive para siempre y podrá conseguir que ellos
vivan también para siempre como él mismo. El dolor del Crucificado es consuelo
para los crucificados de este mundo; pero el consuelo se convierte en esperanza
cuando nos damos cuenta que ése que sufrió junto a nosotros ha triunfado, y en
su triunfo no se ha olvidado de nosotros, sino que “nos ama” (1,5). Todo lo que nos puede dar miedo en esta vida
está simbolizado en la muerte y en el infierno; pues bien, “el que nos ama”, tiene
en su mano las llaves de la muerte y del infierno... Por eso dice “no
temas nada”.
Es como si dijera: “Yo soy el que vive
(para siempre). Estuve muerto (como tú, y por eso te entiendo) y de nuevo soy
el que vive para siempre (como tú estás llamado a serlo). No temas nada,
porque yo tengo guardadas en la mano la llave de la puerta que encierra a esas
cosas que tanto te asustan: el mal y el dolor, el infierno y la muerte. Por eso,
porque yo compré esa llave con mi sangre, jamás pasarás por eso”.
Éste es uno de los cuadros maravillosos
del Cristo del Apocalipsis. Todo el libro está jalonado de ellos. Por eso
rezuma consuelo y esperanza para los que intentan de veras seguir a Jesús. El
horror del Apocalipsis queda sólo para sus enemigos...
Veamos un poco más rápidamente un cuadro más.
El capítulo quinto trata de la visión
del Cordero degollado. En la mano de Dios está un libro, el libro de la vida,
perfectamente cerrado: siete sellos (5,1). Contiene el itinerario de la historia
desde el año 33 hasta el fin. Nadie es capaz de abrir el libro (5,3). Juan
llora (5,4). Es la situación de las comunidades. Ellos lloran porque creen que
Dios ya no controla la historia. Nadie entiende el mal en el mundo. ¿Por qué
los malos progresan y los buenos son sacrificados? En el Apocalipsis de Daniel
también aparece este libro cerrado y la gente llorando, porque no lo entienden
(Dan 12,9). Nadie comprende la marcha de la historia hasta que llega Jesús,
clave de ella.
Pero alguien con experiencia, un anciano,
o sea un resucitado, le dice: “No
llores, ha vencido el león de la tribu de Judá, el retoño de David; él abrirá
el libro y sus siete sellos” (5,5).
Somos como Jonás: Nos pasamos la vida
lloriqueando, lamentándonos por pavadas (una plantita que crece o muere), pero
no nos preocupamos por lo verdaderamente importante: el triunfo de Jesucristo y
su Reino. El anciano dice: “¡No llores
más!”. Mira a Cristo triunfante: él ha vencido ya. El resucitado sabe
ver la presencia de Cristo en lo pequeño y en lo grande. Por eso lo llama “brote”
y “león”. Jesús es un león, tierno como un brote; o un tierno
brote, fuerte como un león. Él abrirá los sellos, nos hará entender la
historia y triunfar con él. Desde Jesús tenemos que saber mirar sus triunfos,
los triunfos del amor, rara vez propagandeados, pero reales y palpables. Es
cuestión de aprender a mirar la realidad desde Jesús.
Juan –el pueblo‑ ve “un Cordero... como degollado, pero que está de pie” (5,6). Es
Jesús, que entra triunfante llevando en su cuerpo las señales de su pasión.
Recibe el libro de las manos de Dios (5,7), y se convierte así en el Señor de
la historia (5,13). Es él el que va a asumir el control de los acontecimientos
y a ejecutar el plan de Dios. Gracias a la sangre del Cordero la liberación está
ya en camino. El está ya liberando al pueblo (5,9-10). Resucitando de la
muerte, Jesús recibió todo el poder y asumió el liderazgo: a él “la
gloria y el poder por los siglos de los siglos” (5,13). El imperio va a
ser derrotado por el Cordero (17,14). Y como en el antiguo éxodo (Ex 15,1-22),
también ahora todos estallan en un “cántico
nuevo” de alabanza (5,9.12-14).
La palabra apocalipsis quiere decir
quitar el velo, develar. En momentos de dudas y obscuridad el Apocalipsis
concientiza sobre el poder y la victoria de Dios. Pero con una visión cruda
concientiza también sobre la realidad política y económica que aplasta al
pueblo, normalmente engañado por las propagandas oficiales.
Este libro maravilloso es, entre otras
cosas, un tratado de teología política, profunda, táctica y pedagógicamente
realizado, a nivel popular. Por eso su lenguaje tan simbólico. No se puede
tener una seria experiencia de Dios en medio de tremendos sufrimientos, si no se
es consciente de las causas de esos padecimientos. A Dios se le experimenta
desde la realidad, desde la verdad, y no desde la ingenuidad, y menos aun desde
la mentira. Por eso el Apocalipsis, para poder hacer sentir la presencia
salvadora de Dios, devela a sus oyentes la realidad opresora que viven. Y lo
realiza desde todos los ángulos posibles.
Desde la experiencia de Moisés y su
pueblo de esclavos, Dios se presentó siempre como liberador. Liberador de
realidades concretas y palpables. El Apocalipsis es el último éxodo bíblico,
pero, como es natural, su análisis de la realidad opresora contra la que hay
que triunfar es mucho más complejo.
No sólo hace tomar conciencia de la
maldad de los sistemas políticos opresores (la bestia o gran prostituta,
Babilonia), sino de los sistemas religiosos que los apoyan y sacralizan (la
pequeña bestia o falsos profetas). Detrás de todo ello se devela la existencia
del mal, simbolizado en el dragón o Satanás. Y por fin presenta a la misma
muerte, todo lo que es dolor y destrucción, como el último enemigo a vencer.
El capítulo XIV marca la oposición
total que existe entre el Cordero y la bestia; entre los “que llevaban inscrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre
de su Padre” (14,1) y el mundo de gente marcada con el número de la
bestia; entre el susurro del canto de victoria que alaba a Dios (14,2-3), y las
palabras insolentes y blasfemas contra Dios; entre la fidelidad que resiste al
imperio sin contaminarse (14,4), y la seducción del imperio que lleva a adorar
a la bestia.
El pueblo de las comunidades sigue al
Cordero, sin contaminarse con el culto de los falsos dioses: son vírgenes
(14,4). Alimentan su fe y perseverancia con la certeza de que Dios, y no el
imperio, es el dueño del mundo (13,10). Se organizan de manera fraterna e
igualitaria, como antiguamente las doce tribus (7,3-8). Es la lucha resistente
del pueblo perseguido que, a largo plazo, va a derrotar al imperio (17,14). El
tercer ángel anuncia la derrota final de todos los adoradores de la bestia
(14,9-11). Y esta certeza da fuerza a las comunidades para continuar resistiendo
(14,12-13).
Desde el capítulo XVII al XIX, 10 se da
una nueva visión de Babilonia y su caída. Juan recibe una invitación: “Ven
acá, voy a mostrarte la sentencia de la gran prostituta” (17,1). El ve
una mujer ricamente ataviada (17,3-4). Su nombre es: “La
gran Babilonia, madre de las prostitutas y de los abominables ídolos de todo el
mundo” (17,5). Ella está “borracha...
de la sangre de los testigos de Jesús” (17,6). Juan deja claro que se
trata de la ciudad de Roma, capital del imperio (17,9): “La
mujer que viste es la gran ciudad, emperatriz de los reyes de la tierra”
(17,18). La causa de la maldad del imperio fue su deseo de lujo y su afán de
acumulación planificada y organizada a costa de la sangre del pueblo
(18,3.7.9-20.23). Por eso se convirtió “en
morada de demonios” (18,2).
Después del juicio a la gran prostituta,
llega el tiempo de “las bodas del
Cordero” (19,7). Su esposa, el pueblo de Dios, ya está lista. Ya se
distribuyen las invitaciones para la fiesta (19,9). Pero antes de la fiesta
final, viene la derrota total de los adoradores de la bestia.
Desde el 19,11 al 20,15 habla el
Apocalipsis de la derrota final del dragón, de la bestia y de sus adoradores.
Se trata de visiones, de símbolos, que no se deben tomar al pie de la letra. Lo
que quieren enseñar es que al final el mal será totalmente derrotado: la
victoria será del bien y de la justicia.
En la primera derrota contra el mal
(19,11-21) aparece “un caballo blanco”
(19,11). Su jinete tiene varios nombres: “El
fiel y el leal”, “Palabra de Dios”, “Rey de reyes y Señor de señores”
(19,11.13.16). ¡Es Cristo Jesús! Acompañado por los que montan también
caballos blancos, el color de la victoria (19,14), que viene a juzgar y combatir
con justicia (19,11).
En la derrota y juicio final (20,7-15),
después de dura lucha, finalmente el dragón (el mal) es tomado preso y
arrojado al lago de fuego, donde ya se hallaban la bestia y el falso profeta
(20,10). Y allá se quedarán por los siglos de los siglos. Enseguida Juan ve el
trono blanco de Dios (20,11), quien obliga a la muerte a devolver a todos los
que por ella fueron engullidos en el correr de la historia (20,13). Todos son
juzgados, cada uno conforme a sus obras (20, 12-13). Terminado el juicio, la
propia muerte, ya vencida, es arrojada en el lago de fuego. Es la “segunda muerte” (20,14). ¡La muerte a la propia muerte! ¡Al
final sólo va a quedar la vida y vida en abundancia! (Jn 10,10). ¡Todo está
listo para la fiesta final!
Triunfo definitivo de Dios en la historia
El Apocalipsis, que es una “revelación de Jesús Mesías” (1,1), comienza deseando al
pueblo de las comunidades de Asia “gracia
y paz de parte del que es, y era y ha de venir, de parte de los siete espíritus
que están ante su trono, y de parte de Jesús el Mesías, el testigo fidedigno,
el primero en nacer de la muerte y el soberano de los reyes de la tierra”
(1,5).
Jesús triunfante es el motivo de gozo y
esperanza para todas las comunidades que luchan en esta vida. El Apocalipsis no
se cansará de apoyarse continuamente en Cristo. Él es “el primero en nacer de la muerte”, está vivo (1,18),
realizando la promesa que el Padre hizo para nosotros.
Este Jesús, fuerte, fiel y hermano, “nos
ama”. Llegó a derramar su sangre para liberarnos (1,5), y hacer de
nosotros “sacerdotes para su Dios y
Padre” (1,6). Tiene “el poder por
los siglos de los siglos” (1,6). Y al final de los tiempos, volverá sobre
las nubes: “todos lo verán con sus
ojos, aun aquellos que lo traspasaron” (1,7).
En
el capítulo XI se habla de la venida definitiva del Reino de Dios. Después de
que el séptimo ángel toca la trompeta (11,15), se oye una aclamación que
dice: “¡El reinado sobre el mundo ha
pasado a nuestro Señor y a su Mesías, y reinará por los siglos de los
siglos!” (11,15). Los veinticuatro ancianos, o sea, los representantes de
todo el pueblo, se arrodillan, adoran a Dios y dicen: “¡Gracias, Señor Dios, soberano de todo, el que eres y eras, por
haber asumido tu gran potencia y haber empezado a reinar!” (11,17). Es el
inicio de la celebración final de la historia. La venida de Dios en la historia
de los hombres es el nuevo éxodo que acaba de terminar. ¡El fin llegó! ¡Dios
probó para siempre que él es “Yavé”, Dios con nosotros, Dios liberador!
Llegará el momento en el que el Padre
diga: “Ahora todo lo hago nuevo”
(21,5). Dios no tira el mundo viejo como inservible, sino que lo hace nuevo, a
partir de lo ya construido. Todo lo bueno y lindo que hemos construido en este
mundo, será parte del nuevo mundo. Y será un mundo sin templo, pues no será
ya necesaria la religión, “pues el Señor
Dios, el Dueño del Universo, es su templo, lo mismo que el Cordero”
(21,22).
El futuro que Dios ofrece es una nueva
creación (21,1-22,5), “un cielo nuevo y
una tierra nueva” (21,1). El mar, símbolo del poder del mal, ya no
existe. En la primera creación Dios inició su trabajo creando la luz, pero
quedó la noche (Gén. 1,3.5). Aquí, en la nueva creación del futuro, vence la
luz; la noche, la oscuridad, ya no existen más (21,25; 22,5). ¡Todo es luz! El
mismo Dios brilla sobre su pueblo (22,5). La ciudad de Dios está iluminada por “la
gloria de Dios y su lámpara es el Cordero” (21,23). Del dolor antiguo
nada quedó (21,1.4). Y Dios proclama: Sí, ahora “todo
lo hago nuevo” (21,5). “Allí no
habrá ya nada maldito” (22,3). “Dios
en persona estará con ellos y será su Dios. El enjugará las lágrimas de sus
ojos; ya no habrá muerte, ni luto ni dolor, pues lo de antes ha pasado”
(21,3-4).
Como antiguamente, después de la salida
de Egipto, también ahora Dios viene a vivir con su pueblo (21,3), y hace con
ellos su Alianza: con todos y con cada uno en particular (21,3; 21,7). ¡Es la
perfecta armonía del pueblo entre sí y del pueblo con Dios! ¡Del individuo
con la comunidad y de la comunidad con el individuo! Nadie se pierde ni en el
anonimato de la masa del pueblo, ni en el individualismo de una fe que sólo
piensa en sí mismo.
El futuro que Dios ofrece es también un
pueblo renovado, bello como una novia. La ciudad del imperio era una prostituta;
la ciudad de Dios es una novia, toda arreglada para su marido (21.2). Su esposo
es el Cordero (21,9). Ella es la hija de Sión, imagen del pueblo de Dios. Es la
mujer que luchó contra la muerte y contra el dragón. Aquí, en el futuro de
Dios, la lucha terminó. La serpiente, sus falsos ídolos y sus falsos profetas,
ya no molestan más. La novia, el pueblo, se prepara para la unión definitiva
con Dios, para el casamiento con el Cordero (19,7.9; 21,9). Es la fiesta final y
definitiva.
El futuro principal que Dios ofrece es él
mismo, Dios presente para siempre en medio de nosotros. El cielo desciende a la
tierra, transformada para siempre en morada de Dios (21,2). Dios es la fuente de
la vida (21,6; 22,1). Es el principio y el fin de todo (21,5). Yavé, Dios con
nosotros, Dios liberador, será nuestro Dios para siempre (21,3). El mismo será
nuestra luz; su gloria ilumina a su pueblo (21,23) y brillará sobre él (22,5).
Dios es luz, Dios es Padre (21,7). Y todos, para siempre, contemplarán su
rostro: “Lo verán cara a cara y llevarán
su nombre en la frente” (22,4).
Cuando decimos, con el pueblo del
Apocalipsis, “ven, Señor Jesús”
estamos pidiendo que este nuevo nacimiento venga lo antes posible (22,7.12-17),
que se acabe ya la debilidad y podamos querernos sin límites, en plenitud,
todos, sin malos entendidos.
¡Será el triunfo definitivo de Dios en la historia! A la luz de la seguridad de la victoria final, los cristianos de entonces y los de ahora nos sentimos animados para seguir tras las huellas de Jesús en busca del rostro del Dios verdadero. ¡Sabemos que el Dios de Jesús, Dios de vida, ha de triunfar contra todas las falsas divinidades de la muerte!
¿Cuándo será esto? ¿Al fin del mundo? Sí, pero entendiendo por mundo lo que dice Juan en 1Jn 2,15-16. Se acabará todo lo que no es según Dios, todo lo que hoy llamamos corrupción: la absolutización idolátrica del placer, del tener y del orgullo. Con las bodas del Cordero, no habrá más lágrimas: se vencieron las estructuras de la opresión, del engaño, de la maldad y de la misma muerte. “En adelante Dios será todo en todos” (1Cor 15,28). Su amor se desplegará sin ningún tipo de traba.
“Digno
es el Cordero, que ha sido degollado de recibir el poder y la riqueza, la
sabiduría y la fuerza, la honra, la gloria y la alabanza” (5,12).
“¡Sí,
ven, Señor Jesús!” (22,20).
Para dialogar y orar: Ap 1,17-18; 5,5;
21,5-7; 22,12-14
1.
¿He
tenido experiencias gratificantes del triunfo de Jesús en mí? Si se ve
conveniente, contar algún testimonio.
2.
¿Sabemos
ver cómo Jesús va triunfado en nuestra sociedad y en la Historia?
3.
¿Nos
ayuda el Apocalipsis para madurar en una visión de la política desde la fe en
Cristo Jesús?
4.
¿Somos
hombres y mujeres de esperanza a toda prueba, apoyados en el Cristo del
Apocalipsis?
39.
LAS PRIMERAS COMUNIDADES EXPERIMENTAN
¿Qué importancia tiene para nosotros
creer en la Trinidad? Si, por un imposible, se nos dijera oficialmente que no
hay que creer más en la Trinidad, ¿qué cambiaría en nuestras vidas?
Lastimosamente, quizás para muchos de nosotros no cambiaría nada importante...
Muchos esconden su ignorancia infantil
tras la afirmación de que la Santísima Trinidad es un misterio insondable,
imposible de entender. Y ahí se quedan sin más. Pero resulta que el
“misterio divino” no es absolutamente incognoscible, sino algo inmensamente
maravilloso, que ya conocemos en parte y cada vez lo podremos conocer mejor,
pero tan grandioso que nunca podremos llegar a abarcarlo del todo.
Progresivo
conocimiento de la Trinidad
En este capítulo final de nuestro largo
recorrido llegamos a la plenitud bíblica de la experiencia de Dios en las
primeras comunidades que se reúnen alrededor de la fe en Jesús. A partir de la
enseñanza del Maestro, ellos se fueron aclarando progresivamente que Dios es
uno y trino.
Nosotros también tenemos que ir
madurando nuestra fe, de forma que poco a poco vayamos conociendo a Dios en sus
tres personas, distinguiéndolas y aprendiendo a relacionarnos con cada una de
ellas. No basta con conocer a una familia en bloque; es necesario saber
distinguir y relacionarse con el padre, con la madre y con los hijos, cada uno
tal como es...
Los apóstoles habían presenciado con
estupor cómo Jesús se dirigía a Dios llamándole “Papito querido” (Abbá).
Fueron testigos de la intimidad entre Jesús y el Padre, absolutamente única,
vivida no sólo ante ellos, sino para ellos también, ya que Jesús los invita a
compartirla (Mt 6,9).
Después de su muerte, al sentir la
fuerza arrolladora de Jesús resucitado, y recordando sus palabras, llegan a la
conclusión de que Jesús es Dios. Si Dios no se hubiera hecho hombre, ¿cómo
podría ser divinizado el hombre? ¿Y cómo un Dios que no fuera más que una
persona podría encarnarse?
Además, él les había prometido: “En
adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi
Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he
dicho” (Jn 14,26). Por eso, en Pentecostés se sienten
invadidos por el Espíritu de Jesús, tal como él se lo había prometido. Pero
se dan cuenta de que este Espíritu no puede ser otro que el Espíritu de Dios,
ya que sólo Dios puede dar su Espíritu. Nosotros no podemos dar nuestro espíritu,
pero Dios sí. A partir de Pentecostés entienden que Jesús es Dios y su Espíritu
también.
La Iglesia mantuvo un combate apasionado
durante los primeros siglos para mantener y desarrollar la fe en un Dios Trino.
No quiso separar nunca, en la unidad de su fe, la triple creencia en la
divinización de la humanidad, en la divinidad de Jesucristo y en la existencia
de la Trinidad. Si Dios no fuera trinitario, la Encarnación sería un mito; y
si la Encarnación fuera un mito, de nada serviría el ideal cristiano.
A lo largo de todo el libro hemos ido
viendo que a Dios se le conoce poco a poco. Ello es aun más verdad al final del
recorrido, al llegar a la fe en el Dios Trino. Cuanto más conozcamos a Dios en
su misterio trinitario, más nos sentiremos invitados y desafiados a profundizar
en su conocimiento. Estamos llamados a experimentar cada vez más a fondo el
misterio de la Trinidad, sin agotar jamás esta voluntad de conocer y de
alegrarnos con la experiencia que vamos adquiriendo progresivamente.
Misterio
de amor
Como hemos visto, Jesús enseñó y las
primeras comunidades aceptaron que Dios es Padre, Hijo y Espíritu. Después de
resucitar, mandó predicar y bautizar “en
el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
A partir de Jesús, Dios no puede ser
concebido sino como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Después de la resurrección
de Cristo se radicaliza, explicita y sistematiza la estructura trinitaria de la
salvación, y por ello, de la experiencia y de la realidad de Dios. Dios no vive
solo: es una familia, una comunidad. Cada persona divina es distinta, pero está
siempre abierta a las otras, en reciprocidad absoluta, por puro amor. Son tres
personas y un único amor; tres únicos y una sola comunión. Los tres divinos
se aman de tal manera y están tan interpenetrados entre sí que viven siempre
unidos, de una forma tan profunda y radical, que son un solo Dios.
Los primeros cristianos fueron
desarrollando esta experiencia. Fueron comprendiendo que Dios es siempre comunión
y unión amorosa de tres. Y desde los primeros Concilios con toda claridad Dios
es afirmado como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¿Por qué tres personas? Sencillamente
porque la exigencia de reciprocidad es esencial para la perfección del amor. En
teoría, quizás bastaría con dos, por lo menos en nosotros. Pero en Dios el
amor entre el Padre y el Hijo es tan perfecto que ese amor es una nueva persona,
el Espíritu Santo. Entre ellos el amor se vive tan en plenitud, que existe el
Amante, el Amado y el Amor. El amante es amado, el Amado es amante y el Amor es
el dinamismo del impulso por el que dos no son más que uno siendo distintos.
En ellos está excluido todo egoísmo,
todo tener. En Dios no hay señal de propiedad de sí mismo. El amor recíproco
del Padre y del Hijo se abre a un tercero, con exclusión absoluta de toda forma
de tener, de toda mirada sobre sí. Es la pureza absoluta del amor.
Amar es ser y vivir para el otro y por el
otro, para los otros y por los otros; nunca por sí y para sí. Cada una de las
tres personas divinas no es ella más que siendo por y para las otras dos. Dios
es un poder infinito, sin límite, de renuncia a ser para sí y por sí. Dios es
una impotencia absoluta de encerrarse en sí mismo. La omnipotencia de Dios no
es más que la omnipotencia del amor. Dios no es poderoso más que para amar.
Afirmar que Dios es amor y que es Trinidad, es exactamente lo mismo...
Cuando Jesús dice que hay que ser “perfectos
como el Padre” (Mt 5,48) o Pablo nos llama a “imitar
a Dios” (Ef 5,1), nos están invitando a crecer más y más en el amor al
estilo del Dios Trinitario. El amor trinitario nos impulsa a crecer sin medida
en el amor y nos obliga a excluir tanto la voluntad de poder y dominio, como la
“voluntad de debilidad” y la ruindad de dejarse anular.
La Trinidad no son tres personas
yuxtapuestas, sino tres generosidades que se dan la una a la otra en plenitud.
En ellas hay diferencia y distinción, igualdad y perfecta comunión, de forma
que son una sola realidad divina, una sola familia, una sola comunidad, ¡un
solo amor! En Dios existe la riqueza complementaria de la diversidad y la
unidad.
Dios, en cuanto es el insondable
Misterio, origen de todo siendo él mismo sin origen, se llama Padre. Este mismo
y único Dios en cuanto se abre permanentemente a todos, se revela en su Verdad,
deja manifestar su misterio, está presente en el mundo, se llama Palabra o
Hijo. Este mismo y único Dios en cuanto se entrega como don, como amor, como
fuerza unificante y como vida que lo renueva todo, se llama Espíritu Santo.
Dios se ha revelado como Padre: Ser que
da la vida al hombre y está siempre en favor del hombre. Dios se ha revelado
como Hijo: amigo cercano y familiar al hombre, que traza el camino que debe
seguir el creyente. Dios se ha revelado como Espíritu: amor absoluto y libertad
soberana, que posibilita las opciones fundamentales del hombre en la vida.
A partir de esto se intuye en qué puede
consistir nuestra experiencia trinitaria. Es la experiencia de la seguridad y la
confianza total en Dios como Padre. Es la experiencia del seguimiento a Jesús,
como Hijo, Hermano nuestro. Y es la esperanza del amor sin límites y de la
liberación total frente a los poderes e instituciones de este mundo. Ésa es la
experiencia de lo que Dios es en sí mismo.
Creer en el Padre significa la entrega
confiada y obediente a lo que en Dios hay de misterio absoluto, origen gratuito
y futuro bienaventurado. Creer en el Hijo significa creer que en Jesús se ha
acercado y dicho el Padre; que el misterio del Padre es realmente amor; es creer
en la escandalosa dialéctica de amor crucificado y amor resucitante; es creer
que en el seguimiento de Jesús, y no fuera de él, se da el acceso al Padre.
Creer en el Espíritu significa la realización de la entrega al Padre siguiendo
de cerca a Jesús.
La fe es entrega al Dios que se revela,
pero como Dios es trinitario, la fe tiene también su propia estructura
trinitaria. Por ser Dios así, la salvación histórica, personal y social, se
realiza manteniendo una estructura trinitaria. Si se mutila ésta, se mutila
también al hombre individual y las relaciones entre los hombres.
El pecado, por consiguiente, es también
trinitario.
Se peca contra el Padre, cuando el hombre
se considera salvador absoluto de sí mismo. Entonces aparecen los
totalitarismos políticos y los paternalismos eclesiásticos. Se confunde el
libre designio del Padre con la imposición de una voluntad arbitraria; la
absolutez del Padre con el despotismo. Se ignora que el misterio de Dios se ha
concretado en Jesús y produce la libertad del Espíritu.
Se peca contra el Hijo, cuando desaparece
lo concreto, histórico, normativo y escandaloso de Jesús. En su lugar se pone
la pura trascendencia o el sólo sentimiento, como si Jesús fuese lo
provisional y no el definitivo acercamiento de Dios a los hombres y de los
hombres a Dios. Pero se peca también, cuando se le exclusiviza o absolutiza.
Entonces surge la imitación voluntarista, la ley sin espíritu, la secta
cerrada, en lugar de la fraternidad abierta. Se ignora entonces el gozo de la
gratuidad del Padre y la inventiva imaginación del Espíritu.
Se peca contra el Espíritu, cuando
desaparece la apertura a la novedad histórica como manifestación de Dios o la
voluntad de seguir dando vida en la historia; cuando se ahoga el movimiento
interior que nos libera y nos hace salir de nosotros mismos. Pero se peca también
cuando se le exclusiviza y absolutiza. Entonces surge el anarquismo, el olvido
de lo concreto de Jesús y el rechazo de lo que de peligroso tiene su recuerdo.
Todo esto tiene abundantes repercusiones
prácticas comprobadas por la historia. Una fe y una vida que mutilen en su
realización concreta su estructura trinitaria mutilan o anulan la salvación.
La realidad trinitaria de Dios es el recuerdo constante de cómo debe ser la fe
y la vida para que sean salvíficas.
Fuimos creados a imagen de Dios. Y, puesto que Dios es comunidad, la perfección de la persona humana se ha de realizar también en la comunidad, en la unión con los demás, en el amor. Por ello podemos afirmar, siguiendo al Concilio Vaticano II, que la Trinidad es la meta y el modelo de la vivencia cristiana: “El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno, (Jn 27,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una semejanza entre la unión de las Personas Divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (Gaudium et Spes, 24).
Esta diversidad de vida y de amor se
desborda creativamente fuera de ella. Resulta subyugante pensar que en la raíz
de todo lo que existe hay un proceso de vida procedente de la Trinidad. La
creación es un desbordamiento de vida y de comunión de las tres divinas
personas, que invitan a todas sus criaturas a entrar en el juego simultáneo de
la diversidad y la complementariedad.
Los seres humanos, a imagen de la
Trinidad, estamos llamados a mantener relaciones de comunión con todos los
seres creados, dando y recibiendo, construyendo todos juntos una convivencia
rica, abierta, que, respetando las diferencias, forme un solo pueblo. De esta
forma se realiza, como en Dios, la riqueza pluriforme de la unidad y no mera
uniformidad.
Acentuar demasiado la unicidad de Dios
lleva a justificar concentraciones de poder: fomenta totalitarismos políticos,
autoritarismo religioso, paternalismo social y machismo familiar. En esta
sociedad de egoísmos, en la que se tiende a acumular poder y riquezas, y por
consiguiente se mata el respeto a las diferencias, hay que partir de la fe en
las relaciones igualitarias entre las tres personas divinas. Sólo la fe en un
Dios-comunidad ayuda a crear una convivencia humana fraterna.
La vida es un misterio de espontaneidad,
un proceso inagotable de dar y recibir, de asimilar, incorporar y entregar la
propia vida en comunión con otras vidas. Toda vida se desarrolla, se abre a
nuevas expresiones de vida y se reproduce en otras vidas. La vida implica
movimiento, espontaneidad, libertad, futuro y novedad. La Trinidad es novedad,
como toda vida; libertad, donación y recepción perenne, encuentro consigo
misma para darse incesantemente.
El Dios Trino de Jesús está del lado de
la unión y no de la exclusión; del consenso, en lugar de la imposición; de la
participación y no de la dictadura. Es dador de vida y protector de toda vida
amenazada. Actúa animando el coraje de los profetas e inspirando sabiduría
para las acciones humanas. Ayuda a realizar el difícil desafío de construir la
unidad en la pluralidad.
La Trinidad está presente cuando hay
entusiasmo en el trabajo de la comunidad, cuando hay decisión para inventar
caminos nuevos para nuevos problemas, cuando hay resistencia contra todo género
de opresión, cuando hay voluntad de liberación, cuando hay hambre y sed de
Justicia…
Cuando nos amamos de veras y nos sentimos
confraternizados con los excluidos de la sociedad, estamos revelando en la
historia el rostro del Dios Trino.
La lucha de los oprimidos contra la
disgregación de la comunión querida por la Trinidad tiene una especial
densidad trinitaria. Siempre que se comienza de nuevo, después de cada fracaso,
y aun después de cada triunfo, se está anunciando la presencia del Padre.
Siempre que en medio de las contradicciones se avanza hacia unas relaciones más
fraternales y productoras de vida, es el Hijo el que se revela. La unión de los
oprimidos, la convergencia de intereses en la línea del bien de todos, el
coraje para enfrentarse con los obstáculos, la valentía de la palabra que
denuncia, la habilidad para la creación de alternativas, la solidaridad con los
más oprimidos, la identificación con su causa y con su vida, son indicaciones
de la presencia activa del Espíritu en la Historia.
La fe en la Trinidad lleva a criticar
todas las formas de exclusión y de no-participación que existen y persisten en
la sociedad y en las Iglesias. E impulsa las transformaciones necesarias para
que haya participación en todas las esferas de la vida.
Si violamos, en cambio, la naturaleza
humana, si atropellamos los derechos de las personas, si vilipendiamos a los
pobres, si consentimos un gobierno corrupto, estamos destruyendo los caminos de
acceso al Dios-vida-comunión.
Las tres divinas personas invitan a las
personas humanas y a todo el universo a participar de su comunidad y de su vida,
de forma que se superen las barreras que transforman las diferencias en
discriminaciones. La Trinidad desencadena energías para que alcancemos niveles
cada vez mayores de participación y, al mismo tiempo, relativiza y critica cada
conquista alcanzada, conservándola abierta a nuevos perfeccionamientos.
El
misterio trinitario apunta hacia formas sociales en las que se valoran todas las
relaciones entre las personas y las instituciones, de forma igualitaria,
fraternal, dentro del respeto a las diferencias. Sólo así se superarán las
opresiones y triunfarán la vida y la libertad para todos.
Necesitamos, ciertamente, superar los
viejos estilos del monoteísmo pretrinitario, y convertirnos a la Trinidad, para
potenciar la diversidad y la comunión, de forma que se construya una unidad dinámica,
abierta siempre a nuevos enriquecimientos.
La creación, al final de la historia,
será el cuerpo de la Trinidad. En la creación trinitarizada saltaremos de
gozo, alabaremos y amaremos a cada una de las divinas personas y la comunión
entre ellas y su creación. Todo este universo, estos astros, estos bosques,
estos pájaros, estos ríos, estos cerros, todo se conservará, transfigurado y
convertido en templo de la santísima Trinidad. Y viviremos como una sola
familia, los minerales, los vegetales, los
animales, los seres humanos, todos los demás seres posibles, en íntima unión
con la familia divina.
Para dialogar y orar: Mt 28,18-20
1.
¿Qué significa para mí creer en la Trinidad? ¿Creo de veras que Dios
es trino?
2.
¿Tengo más relación con una persona
que con otra? ¿Con cuál? ¿Cómo? ¿Por qué?
3.
¿Qué cambia en mí por experimentar
intimidad con las tres divinas personas?
4.
¿En qué debo crecer y madurar en mi relación con
el Dios Trinitario?
Hemos recorrido un largo camino. Nuestro
peregrinar ha tocado la puerta de numerosos personajes, de muy diversas clases
sociales y muy diversas épocas. A todos ellos les hemos indagado sobre su
experiencia de Dios. Unos nos han mostrado con sencillez su vida; otros nos
mostraron la historia de su época; algunos nos discursearon un poco. Todos nos
entregaron algo muy vital para ellos.
Según hemos ido saltando de época en época,
hemos ido comprendiendo cómo las experiencias de sus antepasados eran
aprovechadas por sus descendientes en la fe. De generación en generación se
iba avanzando en ese largo pero ilusionado caminar hacia Dios. Poco a poco se
iban corrigiendo errores del pasado y se iban descubriendo nuevas cumbres que
escalar.
El caminar bíblico tardó casi dos
milenios. El caminar de la Iglesia a lo largo de dos nuevos milenios ha seguido
el mismo proceso. Seguimos en búsqueda ilusionada del Dios de la vida y del
amor.
Millones continuamos hoy también esta búsqueda,
a tientas, espoleados por la angustia y arrastrados por la esperanza. El mundo
entero, de una forma o de otra, busca a Dios. A veces, hasta buscan a Dios
negando a dios.
Espero que el testimonio de esta galería
de personajes bíblicos sean luces en nuestro tanteo medio a ciegas, por
corazonadas, intentando palpar la razón de nuestras vidas.
Lo mismo que hemos recorrido este
inspirador museo bíblico, espero que sepamos visitar fraternalmente el
testimonio de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo que se esfuerzan por
alcanzar la misma meta por los caminos tortuosos de esta actualidad que nos toca
vivir.
Y especialmente, espero que sepamos
romper el ruido y meternos en las cavernas de nuestro propio ser, palpando lo más
íntimo de nosotros mismos, liberándolo y dándole alas de águila.
Que así sea.
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