Quinta
etapa:
EXPERIENCIAS
DE DIOS EN CRISTO
El
Antiguo Testamento, camino hacia Jesús
El Israel que Jesús encuentra había ido
conociendo a Dios poco a poco. Todas las experiencias de Dios del Antiguo
Testamento iban encaminadas, como revelación progresiva, hacia la revelación
de Dios que realizaría Jesús. En él se cumple la revelación plena y
definitiva de Dios, pues él es su imagen viva. La experiencia del Dios de Jesús
es la cumbre hacia la que se dirigían los patriarcas, los profetas y los
sabios.
Casi todo lo que Jesús enseña sobre
Dios ya estaba más o menos expresado en la herencia espiritual de Israel. Lo
que en realidad hace Jesús es llevar a sus discípulos a rehacer las etapas
religiosas por las que había pasado su pueblo, para volverlos así capaces de
comprender la Buena Noticia que él trae. Reúne toda la tradición en apretada
síntesis y le da las últimas pinceladas, resultando una obra maravillosa,
nunca antes vista en su plenitud.
Jesús,
como más tarde también hizo Pablo, inicia a sus seguidores haciéndoles
recorrer de nuevo las etapas religiosas del Antiguo Testamento. Por ello, ésta
deba ser también actualmente nuestra tarea inicial en toda obra evangelizadora.
Debemos pedir luces a esa historia ejemplar reflejada en el Antiguo Testamento,
que es una educación progresiva de la fe camino hacia su plenitud.
Pero un cristiano estudie las etapas del
Antiguo Testamento no quiere decir que debe dar marcha atrás. De lo que se
trata es de que cada persona y cada comunidad reconozcan en qué etapa están
realmente en su caminar hacia Dios y, a partir de ella, recorrer el camino que
les falta, de forma que puedan llegar a encontrarse de veras con el Dios de Jesús.
Hay que ser muy honrados para discernir
este proceso, porque los seres humanos tendemos a volver a concepciones
religiosas fáciles y asentarnos cómodamente en ellas.
En esa revelación progresiva que Dios
fue mostrando a los hombres a lo largo del Antiguo Testamento, al comienzo Dios
se presenta como un poder y una fuerza que está presente en el hombre y en toda
la creación (el Dios de los patriarcas). Después su presencia y cercanía
interpela continuamente al hombre en su existencia (Yavé). Más adelante su
conocimiento tiene lugar en la práctica del derecho y de la justicia, en
especial con el hombre marginado (Dios de los profetas). Más tarde se presenta
como el Dios presente en la cultura y la sabiduría popular (Dios de los
sabios).
¿Aporta algo nuevo Jesús de Nazaret al
enriquecimiento de esta experiencia de Dios? Sin duda alguna. En Jesucristo el
Dios de Israel se revela como Dios de todos los hombres, que ante todo sabe amar
y perdonar, y se manifiesta en todo acto de amor y perdón: el Dios que es
Padre, el Dios que es familia, el Dios que es gracia... Lo profundizaremos a lo
largo de esta última etapa.
33.
MARÍA, camino hacia Jesús
María, una joven de un pueblito perdido
llamado Nazaret, pertenece también a la larga serie de “los pobres de Yavé”,
que sienten una experiencia muy especial de Dios. Dios escogió por madre a
una joven de un pueblito campesino; no a una señora copetuda. Y al elegirla,
está confirmando de una forma definitiva su predilección por los pobres. Ella
representa el clamor y la esperanza de los sencillos, que ponen su corazón en
el Señor.
Todo el Antiguo Testamento había sido un
largo período de preparación del pueblo para recibir a Dios. Y en esta
campesina, aparentemente insignificante, se va a cumplir la larga espera. Ella
es heredera de una larga tradición de escucha y espera de la Palabra de Dios.
Nunca endureció su corazón (Sal 95,8) para que su Palabra se hiciera en ella
realidad humana palpitante (Lc 1,38). La Palabra se hizo carne en su vientre al
hacerse verdad en su mente, como dijo san Agustín. Por eso el mismo Jesús la
alabó como prototipo de los que oyen la Palabra de Dios y la cumplen (Lc 8,21).
Y ella misma invita a prestar atención a la Palabra que se ha hecho vibración
en su Hijo: “Hagan lo que él les
diga” (Jn 2,5).
Dios le anunció a María con todo
respeto que quería que fuera su Madre. Y ella aceptó de corazón. Encontró la
simpatía de Dios y concibió en su seno al Hijo del Altísimo (Lc 1,30). El Espíritu
Santo descendió sobre ella y su poder le cubrió con su sombra; por eso el niño
santo que nació de ella es Hijo de Dios (Lc 1,34). Sabía que era pequeña,
pero con la ayuda de Dios sabía también que podría serlo. Fue valiente en
aceptar responsabilidad tan grande: “Soy
una pobre esclava del Señor; que se cumpla en mí tu palabra” (Lc 1,38).
Su alegría de mujer creyente responde positivamente al gesto de los ojos de
Dios que se dirigen compasivos hacia ella.
María hizo suya la misión de su Hijo y
creyó en él hasta las últimas consecuencias. Entendió tan a fondo su actitud
de servicio, que lo entregó a la humanidad de todo corazón. Por ello todas las
generaciones la proclaman: “¡Bendita
eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!” (Lc
1,42). “¡Dichosa tú por haber creído
que se cumplirían todas las promesas de Dios!” (Lc 1,45). ¡Realmente
para Dios nada es imposible! (Lc 1,37). “¡El
Poderoso hizo grandes maravillas en ella!” (Lc 1,49). En María se cumple,
más que en nadie, aquella célebre bendición a Judit: “El Señor Dios te ha bendecido más que a todas las mujeres de la
tierra; por eso tu alabanza estará siempre en la boca de todos” (Jdt
13,18s).
Llevando ya en sus entrañas al hijo mesiánico,
visita a su prima Isabel, ante cuyo gozo demuestra en su “canto de pobreza”
(Lc 1,46-55) que conocía y vivía con alegría la espiritualidad de “los
pobres de Yavé”. Ella engrandece a Dios al sentir que el mismo Dios la ha
engrandecido. Se admira de cómo la grandeza divina ha bajado tan cerca de ella.
Canta con gozo desbordado la llegada de los tiempos mesiánicos. Siente
desbordante de alegría cómo la mirada de Dios se ha fijado en ella (Lc
1,47-48).
Pero su experiencia de Dios le hace
ampliar su mirada a toda la historia humana. Como Ana, la madre de Samuel (1Sam
2,1-10), también ella experimenta que los juicios de Dios no son como los de
los hombres. Sabe ver, agradecida, la mano de Dios cuando “deshace los planes de los soberbios, derriba a los potentados de sus
tronos y eleva a los oprimidos”; cuando “colma
de bienes a los hambrientos y despide a los ricos con las manos vacías” (Lc
1,51-3). Parece como si se estuviera refiriendo a toda aquella legislación de
Moisés para conseguir entre el Pueblo Elegido una igualdad de hermanos. En este
canto suyo está el gran deseo de nivelar las desigualdades humanas que impiden
vivir a todos como hijos del mismo Padre. Como heredera de los profetas, ve a
Yavé como el que invierte las prepotencias y los orgullos de los hombres. La
acción de Dios se expresa en forma creadora contra la soberbia, el poder y las
riquezas acumuladoras. Poderoso es Dios, pero no en línea de imposición
destructora, sino de mirada y acción que engrandece a los pequeños, como lo
está demostrando en ella misma. Dios ha mirado a María, y en ella a todos los
pequeños de la historia. Él rompe las tendencias hacia la búsqueda
desenfrenada de riquezas y poder, manifestándose como salvador de los humildes.
Ella lleva en sus entrañas al Mesías de los pueblos.
María canta al combate de Dios a favor
de la instauración de un mundo de relaciones igualitarias, de respeto profundo
a cada ser, en el cual habita la divinidad. Ella canta al programa del Reino de
Dios, tal como su Hijo años más tarde lo proclamará en Nazaret (Lc 4,16-22).
Su pariente Zacarías, padre de Juan
Bautista, se alegra también con los mismos sentimientos (Lc 1,67-79). Según él,
Dios viene a cumplir sus antiguas promesas dándonos “un
poderoso Salvador, para concedernos que, libres de temor, arrancados de las
manos de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia todos nuestros días”
(Lc 1,74-75). Ciertamente, a través de ella, “la misericordia de nuestro Dios ha venido a visitarnos, cual sol
naciente, iluminando a los que viven en tinieblas, para guiar nuestros pasos por
el sendero de la paz” (Lc 1,78-79).
A pesar de tanta grandeza, María, al
nacer su Hijo no tiene ni dónde recostarlo (Lc 2,7). Y unos despreciados
pastores son los primeros que lo adoran (Lc 2,16).
Bajo sus cuidados maternos, “Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante
los hombres” (Lc 2,52). Y aunque a veces no entendía bien a su Hijo, sabe
respetarlo y “guarda en nuestro corazón”
toda la vida de Jesús para poder tenerla siempre presente (Lc 2,19).
Jesús, desde la cruz se la entregó como
madre a su joven discípulo Juan, y éste la llevó consigo a su casa. (Jn
19,26-27). Después, como buena madre, les ayudó a los discípulos a mantenerse
“unidos en la oración y en un mismo espíritu”
(Hch 1, 14). Sin morir, ella mereció la palma del martirio junto a la cruz de
su Hijo (Jn 19,25). Desde entonces, la Virgen María, es también Madre nuestra
y, por ello, nuestra gran esperanza.
Los Hechos de los Apóstoles () la vemos
presente en las raíces de la primera comunidad cristiana, perseverante en la
oración y unida a los discípulos de su Hijo. Es la madre de ese movimiento
organizado por su Hijo, la madre de la Iglesia naciente.
Dejemos, una vez más, que se nos llene
el corazón de esperanza mariana, de forma que ella nos pueda llevar ante la
presencia de su Hijo.
A partir de esta agradecida mujer cantora
está en marcha la experiencia de transformación mesiánica del mundo. Las
mismas generaciones que alaben a María (1,48) serán receptoras privilegiadas
de las obras grandes que Dios ha realizado en ella (1,50).
El rostro de María es rostro del pueblo
lleno de luz, rostro de Dios que renace siempre de los escombros de la destrucción.
María es la nueva arca de la Alianza, morada de Dios, donde puede ser
encontrado y amado.
Ella es anuncio gozoso de que Dios
conserva siempre su fidelidad misericordiosa. En sus brazos Dios se hace visible
y presente, Palabra hecha carne; el Dios de los pobres se hace pobreza y compasión;
el Dios de la fidelidad se nos hace testigo de amor y camino de encuentro y
servicio a los hermanos. Ella es la conciencia de la presencia de Dios en la
carne humana. En los brazos de María vemos el último y definitivo icono de la
divinidad.
Bendita
seas, Virgen María, pues de ti ha salido el sol de justicia (Mal 3,20). De ti,
por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18), ha nacido Jesús, el Cristo (Mt 1,16),
el Dios-con-nosotros (Mt 1,23). ¡Feliz porque has creído que se cumplirían
las promesas de Dios! (Lc 1,45).
Como
flor fragante ofreces siempre tu aroma, y cual mirra exquisita das buen olor;
como plantas olorosas y como el humo del incienso que se quema en el Santuario
de Dios (Eclo 24,15). Extiendes como una enredadera tus ramas, llenas de
gracia y majestad; como la vid echas brotes graciosos y tus flores dan frutos de
gloria y riqueza (Eclo 24,16s). De ti guardaremos siempre recuerdos más dulces
que la miel (Eclo 24,19s)
Canta,
llena de gozo, hija de Sión, pues el Todopoderoso ha venido a habitar dentro de
ti (Zac 2,14). ¡De ti, mujer, en la plenitud de los tiempos, nació Jesús! (Gál
4,4). Bendita seas por habernos dado al que permanece siempre el mismo, hoy
como ayer y por toda la eternidad (Heb 13,8).
Tú
eres la mujer del Apocalipsis, símbolo y cumbre de todas las mujeres del
mundo, vestida del sol, con la luna bajo tus pies y una corona de doce estrellas
sobre tu cabeza (Ap 12,1). El dragón quiere devorar a tu primogénito (Ap 12,4)
y ahogarnos a todos tus otros hijos con el vómito de su boca (Ap 12,15). Pero
la tierra viene a ayudarnos, y se traga el río que vomita el dragón (Ap
12,16). ¡Aplasta ya del todo, madre, la cabeza de la serpiente antigua! (Gn
3,15).
Para dialogar y orar: Lc 1,46-55
1. ¿Cómo era la fe y la espiritualidad
de María? ¿A qué Dios escuchaba, adoraba y servía ella?
2. En el Documento de Santo Domingo nº
15 se nos dice que María es “modelo de todos los discípulos” ¿Cómo
podemos seguir su ejemplo en nuestra vida de cada día?
3. ¿Por qué nuestro pueblo le ha tenido
siempre tanto amor y devoción a la Virgen María?
Recemos juntos la oración de los últimos
cuatro párrafos.