14

La conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su misión
Cuatro proposiciones con comentarios
(1985)

 

14.1. Nota preliminar, por Mons. Ph. Delhaye

La sesión plenaria de la Comisión teológica internacional de 1985 (2-7 de octubre) ha permitido dar la última mano al texto de eclesiología y proceder a su tercera votación estatutaria. Pero ha estado, sobre todo, consagrada al estudio de ciertos aspectos de «la ciencia» o «ciencias» de Cristo Jesús. Estas difíciles cuestiones teológicas habían sido abordadas desde el principio del tercer quinquenio (1980-1985). El estudio de los problemas eclesiológicos había hecho aparecer un nuevo aspecto de la investigación teológica y pastoral actual: ¿cómo hay que presentar a los cristianos de hoy la conciencia que Jesús ha tenido de ser el Hijo de Dios y de fundar la Iglesia, la «comunión» que él rescataba con su sangre?(368). No se trata sólo de un problema de escuela. El gran público cristiano interpela hoy a los teólogos y a los Pastores a este propósito.

Un nuevo proyecto de investigación fue así puesto en marcha desde 1983 para clarificar dos problemas: ¿cuál es el contenido de «las ciencias-conocimientos» de Cristo, Dios y hombre?, ¿cuál es el estatuto psicológico de éstas? Para retomar la antigua terminología técnica, se ha podido decir: «quid scitur a Iesu Christo?»; «quomodo haec cognoscuntur a Verbo Incarnato?». Este trabajo fue confiado a una subcomisión que tuvo múltiples reuniones. El R.P. Christoph Schönborn, profesor en Friburgo de Suiza, era su presidente. Los miembros de la subcomisión eran los profesores F. Gál, W. Kasper, C. Peter, C. Pozo, B. Sesboüé y J. Walgrave. Los Excmos. Sres. J. Medina Estévez y B. Kloppenburg, y el R.P. J. Thornhill, miembros de la Comisión teológica internacional, contribuyeron también a la redacción del primer texto que fue sometido a discusión en la plenaria del mes de octubre de 1985(369).

Sin embargo, para llegar a este resultado, en un final de quinquenio un poco agobiado, había sido necesario reducir el proyecto inicial. Así, el texto acabado y votado por los miembros de la Comisión teológica internacional se limitaba a la primera de las dos cuestiones propuestas, un «quid» solamente, y deja a investigaciones ulteriores los «quomodo». No se encontrarán, por ello, aquí exposiciones sobre las ciencias divina, infusa, humana, mística o profética del Verbo Encarnado. Estos temas han sido ciertamente estudiados, pero a la Comisión teológica internacional ha faltado tiempo para confiar aportar respuestas que sean, a la vez, conformes con la Doctrina de la Iglesia y con las investigaciones que tantos teólogos y filósofos cristianos han conducido sobre este tema desde comienzos de siglo. Por el contrario, ha parecido oportuno, si no necesario, reafirmar los datos de la Fe, de la Revelación y de la Tradición sobre algunos puntos esenciales: ¿qué conciencia tenía Jesús de su persona, de su misión, del reino que concretizaba en una Iglesia que es, a la vez, una comunión de hombres terrestres y el «reino de los Cielos», el reino de Dios, el Cuerpo Místico en que participan, de modo diferente pero real, todos los fieles estén en la condición carnal y en el tiempo humano, o en la vida con Dios y en el «eón» divino y eterno?

A esta expresión de su fe, que es la de la Iglesia, los miembros de la Comisión teológica internacional han querido dar un carácter sistemático. Por ello, la doctrina ha sido repartida en cuatro proposiciones esenciales. El comentario que había que dar de ellas, se sitúa, ante todo, en el plano de la gran Tradición de la Iglesia, que se expresa en la Sagrada Escritura y en la enseñanza del Magisterio. En un tiempo en que, como decíamos, ciertos cristianos se preguntan qué es necesario creer todavía, los miembros de la Comisión teológica internacional aportan la respuesta de la Tradición cristiana. Los estudios ulteriores -ya esbozados- no se han perdido de vista por ello. Pero el papel de los profesores de teología no es solamente explicar la fe; también lleva a la explicitación de la fe. Es lo que se ha intentado hacer aquí.

Ph. Delhaye

 

14.2. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión teológica internacional

Introducción

Ya dos veces, la Comisión teológica internacional se ha ocupado de la Cristología(370). En la relación publicada el año 1980, los miembros hablaban de una síntesis que había de ser elaborada por los teólogos para que a la doctrina calcedonense sobre la persona y las naturalezas de Jesucristo se añadiera una visión soteriológica. En el mismo contexto se hizo una alusión a la cuestión dificilísima de la conciencia y la ciencia de Cristo(371). Después de un trienio se trató de la preexistencia de Jesucristo y del aspecto trinitaria de su pasión. Con las debidas cautelas, mirando al futuro, la Comisión indicó que el estudio de la ciencia y conciencia de Jesucristo permanecía todavía incompleto(372).

Defender la importancia de la humanidad del Señor y de los misterios de su vida (por ejemplo, del bautismo, las tentaciones, la agonía en Getsemaní) para la salvación del hombre(373) interesa hoy a la Comisión no menos que en años pasados. Por lo cual se decidió comenzar una nueva investigación sobre la vida cognoscitiva y afectiva de aquel que conoció al Padre y quiso revelarlo a los otros. La Comisión no pretende tratar de todas las cuestiones o de las de mayor importancia con respecto al tema. Pero la mentalidad de nuestro tiempo hace oportuno que, al menos, se dé respuesta a algunos interrogantes sobre Jesucristo que agitan hoy las inteligencias y los corazones de los hombres.

¿Quién que esté en su sano juicio querrá poner su esperanza en alguien que carezca de mente o inteligencia humana? Dar importancia a esta cuestión no era sólo propio de los hombres del siglo cuarto(374); ella permanece hoy actual en otro contexto. En efecto, el método histórico-crítico se aplica a los Evangelios. Por este mismo hecho surgen cuestiones sobre Jesucristo: sobre la conciencia que tenía de su divinidad, de su vida y muerte salvífica, de su misión y doctrina y, sobre todo, de su propósito de fundar la Iglesia. Diversas respuestas -que, a veces, se excluyen mutuamente- han sido propuestas por los peritos que emplean ese método. Con el progreso del tiempo, las controversias no resultan menos numerosas. Esta discusión no se realiza sólo en revistas científicas, sino también, al menos a veces, en periódicos diarios o en semanarios, en otra literatura popular, en los medios modernos de comunicación.

Este mismo hecho, quizás, manifiesta que las cosas tratadas tienen importancia para hombres muy diversos entre sí. Esto vale también de los fieles cristianos. Por lo cual también a ellos resulta difícil dar satisfacción a todo el que les pide razón de la esperanza que hay en ellos (1 Pe 3, 15). Porque en un Salvador que no sabe y no quiere, ¿quién querrá, más aún, quién podrá confiar?

Por lo mismo, es claro que a la misma Iglesia interesan mucho las cuestiones de la conciencia y de la ciencia humana de Jesús. Pues en ambos casos no se trata de teologúmenos meramente especulativos, sino del fundamento mismo del mensaje y de la misión propias de la Iglesia. La Iglesia llama a los hombres a la penitencia, anunciando el reino de Dios; evangeliza; propone medios y los da como necesarios para la reconciliación, la liberación y la salvación; quiere comunicar a todos la revelación de Dios Padre en el Hijo por el Espíritu. No se avergüenza de presentarse ante el mundo dotada de estos deberes. Confiesa abiertamente que tiene esta misión y doctrina encomendadas por su Señor Jesús. Se esfuerza en responder a los que preguntan si esto responde a la realidad. Éste es el lugar teológico, por cierto muy pastoral, de las cuestiones actuales sobre la conciencia y la ciencia humanas de Jesús.

Al tratar estas cuestiones teológicas y pastorales, por cierto de gran importancia si atendemos a las discusiones actuales, se presentan como dos complejos de cuestiones. En primer lugar, debemos nombrar la relación entre la exégesis eclesiástico-dogmática y la histórico-crítica de la Escritura. Estas difíciles cuestiones hermenéuticas se agudizan, de modo especial, en nuestra cuestión. Según la doctrina del Concilio Vaticano II, la exégesis de la Sagrada Escritura «debe investigar qué es lo que los hagiógrafos han pretendido realmente expresar». En esta investigación de la intención original de las afirmaciones también «hay que atender al contenido y a la unidad de toda la Escritura», que debe ser entendida «teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe»(375). En este sentido complexivo, la Comisión quiere, en el tratamiento de su tema, comenzar, según la indicación del Concilio, por los temas bíblicos. Pues el estudio de la Sagrada Escritura «debe ser como el alma de toda la teología»(376).

Otra cuestión no menos difícil surge en el tratamiento de la Tradición viva de la Iglesia. Porque la Iglesia y su teología viven en la historia, ambas deben necesariamente, para explicar la fe transmitida una vez para siempre, usar de manera propia y crítica también la lengua filosófica de su tiempo. Las controversias en tomo a nuestra cuestión proceden también de las diversas concepciones filosóficas. La Comisión, en su exposición, no quiere partir «a priori» de una determinada terminología filosófica. Parte de la pre-comprensión humana común de que en todos nuestros actos estamos presentes a nosotros mismos, como hombres, en nuestro «corazón». En este punto somos conscientes de que la conciencia de Jesús participa de la singularidad y de la índole misteriosa de su Persona y de que, por ello, se sustrae a una consideración puramente racional. Sólo podemos tratar la cuestión que nos proponemos a la luz de la fe, para la cual Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo (cf. Mt 16, 16).

Proposiciones y comentarios

Nuestro estudio se limita a algunas grandes afirmaciones sobre aquello de que Jesús tenía conciencia con respecto a su propia persona y su misión. Las cuatro proposiciones que siguen, se sitúan en el plano de lo que la fe ha creído siempre con respecto a Cristo. Deliberadamente no entran en las elaboraciones teológicas que intentan explicar este dato de fe. Por tanto, no se trata aquí de intentar formular teológicamente cómo esta conciencia ha podido articularse en la humanidad de Cristo.

Los comentarios de las cuatro proposiciones siguen, en líneas generales, un plan en tres etapas: en primer lugar, exponemos lo que la predicación apostólica dice con respecto a Cristo. Intentamos a continuación explorar lo que los Evangelios sinópticos, por la convergencia de sus diferentes líneas, nos permiten decir sobre la conciencia misma de Jesús. Finalmente, consideramos el Evangelio de San Juan, que dice frecuentemente, de manera explícita, lo que los Evangelios sinópticos contienen más implícitamente, sin que haya oposición entre ellos.

Proposición primera

La vida de Jesús testifica la conciencia de su relación filial al Padre. Su comportamiento y sus palabras, que son las del «servidor» perfecto, implican una autoridad que supera la de los antiguos profetas y que corresponde sólo a Dios. Jesús tomaba esta autoridad incomparable de su relación singular a Dios, a quien él llama «mi Padre». Tenía conciencia de ser el Hijo único de Dios y, en este sentido, de ser, él mismo, Dios.

Comentario

1.1. La predicación apostólica pospascual que proclama a Jesús como Hijo y como Hijo de Dios, no es el resultado de un desarrollo tardío en la Iglesia primitiva; está ya en el corazón de las más antiguas formulaciones del kerygma, confesiones de fe o himnos (cf. Rom 1, 3s; Flp 2, 6ss). San Pablo llega a resumir el conjunto de su predicación en la expresión «el Evangelio de Dios acerca de su Hijo» (Rom 1, 3. 9; cf. 2 Cor 1, 19; Gál 1, 16). A este respecto son particularmente significativas también las «fórmulas de misión»: «Dios ha enviado a su Hijo» (Gál 4, 4; Rom 8, 3). La filiación divina de Jesús está, por tanto, en el centro de la predicación apostólica. Ésta puede ser comprendida como una explicitación, a la luz de la cruz y de la resurrección, de la relación de Jesús a su «Abbá».

1.2. En efecto, la designación de Dios como «Padre» que ha llegado a ser pura y simplemente la manera cristiana de nombrar a Dios, se remonta a Jesús mismo: es éste uno de los datos más seguros de la investigación histórica sobre Jesús. Pero Jesús no sólo ha llamado a Dios «Padre» o «mi Padre» en general, sino que dirigiéndose a él en la oración, lo invoca con la designación de «Abbá» (Mc 14, 36; cf. Rom 8, 15; Gál 4, 6). Hay allí algo nuevo. La manera de orar de Jesús (cf. Mt 11, 25) y la manera de orar que enseña a sus discípulos (cf. Lc 11, 2) sugieren la distinción (que será explícita después de Pascua; cf. Jn 20, 17) entre «mi Padre» y «vuestro Padre», y el carácter único e intransferible de la relación que une a Jesús con Dios. Anteriormente a la manifestación de su misterio a los hombres había en la percepción humana de la conciencia de Jesús una percepción singular muy profunda, la de su relación al Padre. La invocación de Dios como «Padre» implica consecuentemente la conciencia que Jesús tenía de su autoridad divina y de su misión. No sin razón se encuentra en este contexto el término «revelar» (Mt 11, 27 par.; cf. Mt 16, 17). Consciente de ser aquel que conoce a Dios perfectamente, Jesús sabe, por tanto, que es, al mismo tiempo, el mensajero de la revelación definitiva de Dios a los hombres. Es y tiene conciencia de ser «el» Hijo (cf. Mc 12, 6; 13, 32).

A causa de esta conciencia, Jesús habla y actúa con una autoridad que corresponde propiamente sólo a Dios. La actitud de los hombres con respecto a él, a Jesús, es lo que decide su salvación eterna (Lc 12, 8; cf. Mc 8, 38; Mt 10, 32). Por ello, Jesús puede llamar a su seguimiento (Mc 1, 17); para seguirle es necesario amarle más que a los padres (Mt 16, 37), ponerle por encima de todos los bienes terrestres (Mc 16, 29), estar dispuesto hasta a perder la vida «por mí» (Mc 8, 35). Habla como legislador soberano (Mt 5, 22. 28, etc.) que se coloca por encima de los profetas y reyes (Mt 12, 41s). No hay otro maestro más que él (Mt 23, 8); todo pasará salvo su palabra (Mc 13, 31).

1.3. El Evangelio de San Juan dice más explícitamente de dónde tiene Jesús esta autoridad inaudita: es porque «el Padre está en mí y yo estoy en el Padre» (10, 38); «Yo y el Padre somos una sola cosa» (10, 30). El «Yo» que habla aquí y que legisla soberanamente, tiene la misma dignidad que el «Yo» de Yahveh (cf. Éx 3, 14).

Incluso desde el punto de vista histórico está bien fundado afirmar que la proclamación apostólica primitiva de Jesús como Hijo de Dios está fundada sobre la conciencia misma de Jesús de ser el Hijo y el enviado del Padre.

Proposición segunda

Jesús conocía el fin de su misión: anunciar el Reino de Dios y hacerlo presente en su persona, sus actos y sus palabras, para que el mundo sea reconciliado con Dios y renovado. Ha aceptado libremente la voluntad del Padre: dar su vida para la salvación de todos los hombres; se sabía enviado por el Padre para servir y para dar su vida «por la muchedumbre» (Mc 14, 24).

Comentario

2.1. La predicación apostólica de la filiación divina de Cristo implica igual e inseparablemente una significación soteriológica. En efecto, el envío, la venida de Jesús en la carne (Rom 8, 3), bajo la ley (Gál 4, 4), su abajamiento (Flp 2, 7) apuntan a nuestro levantamiento: hacernos justos (2 Cor 5, 21) y enriquecernos (2 Cor 8, 9), hacer de nosotros hijos por el Espíritu (Rom 8, 15s; Gál 4, 5s; Heb 2, 10). Tal participación en la filiación divina de Jesús, que se realiza en la fe viva y se expresa particularmente en la oración de los cristianos al Padre, supone la conciencia que Jesús mismo tiene de ser Hijo. Toda la predicación apostólica reposa sobre la persuasión de que Jesús sabía que él era el Hijo, el Enviado del Padre. Sin tal conciencia de Jesús, no sólo la cristología, sino también toda la soteriología carecería de fundamento.

2.2. La conciencia que Jesús posee de su relación filial singular a «su Padre» es el fundamento y el presupuesto de su misión. A la inversa, se puede de su misión inferir su conciencia. Según los Evangelios sinópticos, Jesús se sabía enviado para anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios (Lc 4, 43; cf. Mt 15, 24). Para esto ha salido (Mc 1, 38 griego) y venido (cf. Mc 2, 17).

A través de su misión a favor de los hombres se puede, al mismo tiempo, descubrir a Aquel, del que él es el enviado (cf. Lc 10, 16). En gestos y en palabras, Jesús ha manifestado el fin de su «venida»: llamar a los pecadores (Mc 2, 17), «buscar y salvar lo que está perdido» (Lc 19, 10), no abolir la Ley, sino llevarla a cumplimiento (Mt 5, 17), traer la espada de la decisión (Mt 10, 34), echar fuego sobre la tierra (Lc 12, 49). Jesús se sabe «venido» no para ser servido, sino para servir «y para dar su vida en rescate por la muchedumbre» (Mc 10, 45)(377).

2.3. Esta «venida» no puede tener otro origen sino Dios. El Evangelio de San Juan lo dice claramente explicitando, en su cristología de la misión (Sendungschristologie), los testimonios más implícitos de los Sinópticos sobre la conciencia que Jesús tenía de su misión incomparable: él se sabía «venido» del Padre (Jn 5, 43), «salido» de él (8, 42; 16, 28). La misión, recibida del Padre, no se le impone exteriormente, le es propia hasta el punto de coincidir con todo su ser: ella es toda su vida (6, 57), su alimento (4, 34); él no busca más que ella (5, 30), porque la voluntad de Aquel que lo ha enviado, es toda su voluntad (6, 38), sus palabras son las palabras de su Padre (3, 34; 12, 49), sus obras las obras del Padre (9, 4), de manera que puede decir de sí mismo: «Quien me ha visto, ha visto al Padre» (14, 9). La conciencia que Jesús tiene de sí mismo coincide con la conciencia de su misión. Esto va mucho más lejos que la conciencia de una misión profética, recibida en un determinado momento, aunque sea «desde el seno de su madre» (Jeremías, cf. Jer 1, 5; el Bautista, cf. Lc 1, 15; Pablo, cf. Gál 1, 15). Esta misión se enraíza mucho más en una «salida» originaria de Dios («Porque he salido de Dios»: 8, 42), lo que presupone, como condición de posibilidad, que él había estado «desde el principio» con Dios (1, 1. 18).

2.4. La conciencia que Jesús tiene de su misión implica, por tanto, la conciencia de su «preexistencia». En efecto, la misión (temporal) no es esencialmente separable de la procesión (eterna), ella es su «prolongación»(378). La conciencia humana de su misión «traduce», por así decirlo, en el lenguaje de una vida humana, la relación eterna al Padre.

Esta relación del Hijo encarnado al Padre supone, en primer lugar, la mediación del Espíritu Santo. El Espíritu debe, por tanto, ser incluido en la conciencia de Jesús en cuanto Hijo. Ya su pura existencia humana es el resultado de una acción del Espíritu; desde el bautismo de Jesús toda su obra -sea acción o pasión entre los hombres o comunión de oración al Padre- no se realiza sino en y por el Espíritu (Lc 4, 18; Hech 10, 38; cf. Mc 1, 12; Mt 12, 28). El Hijo sabe que en el cumplimiento del querer del Padre, el Espíritu lo guía y lo mantiene hasta la cruz. Allí, acabada su misión terrestre, «entrega (ðáñÝäùêåv) su aliento (ðvå_ìá)» (Jn 19, 30), en lo que algunos leen una insinuación del don del Espíritu. A partir de su resurrección y de su ascensión, llega a ser como hombre glorificado lo que ha sido como Dios desde toda la eternidad, «Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45; 2 Cor 3, 13), Señor capaz de distribuir soberanamente el Espíritu Santo para elevamos a la dignidad de hijos en él mismo.

Pero esta misma relación del Hijo encarnado al Padre se expresa, al mismo tiempo, de manera «kenótica»(379). Para poder realizar la obediencia perfecta, Jesús renuncia libremente (Flp 2, 6-9) a todo lo que podría entorpecer esta actitud. No quiere, por ejemplo, servirse de las legiones de ángeles que podría tener (Mt 26, 53), quiere crecer, como un hombre, «en sabiduría, en edad y en gracia» (Lc 2, 52), aprender la obediencia (Heb 5, 8), afrontar las tentaciones (Mt 4, 1-11 par.), sufrir. Esto no es incompatible con las afirmaciones de que Jesús «sabe todo» (Jn 16, 30), que «el Padre le ha mostrado todo lo que hace» (Jn 5, 20; cf. 13, 3; Mt 11, 27), si estas afirmaciones se comprenden en el sentido de que Jesús recibe de su Padre todo lo que le permite cumplir su obra de revelación y de redención universal (cf. Jn 3, 11. 32; 8, 38. 40; 15, 15; 17, 8).

Proposición tercera

Para realizar su misión salvífica, Jesús ha querido reunir a los hombres en orden al Reino y convocarlos en torno a sí. En orden a este designio, Jesús ha realizado actos concretos, cuya única interpretación posible, tomados en su conjunto, es la preparación de la Iglesia que será definitivamente constituida en los acontecimientos de Pascua y Pentecostés. Es, por tanto, necesario decir que Jesús ha querido fundar la Iglesia.

Comentario

3.1. Según el testimonio apostólico, la Iglesia es inseparable de Cristo. Según una fórmula corriente en San Pablo, las iglesias están «en Cristo» (1 Tes 1, 1; 2, 14; 2 Tes 1, 1; Gál 1, 22), son «las iglesias de Cristo» (Rom 16, 16). Ser cristiano significa que «Cristo [está] en vosotros» (Rom 8, 10; 2 Cor 13, 5), es «la vida en Cristo Jesús» (Rom 8, 2); «todos vosotros sois uno en Cristo» (Gál 3, 28). Esta unidad se expresa, sobre todo, por la analogía de la unidad del cuerpo humano. El Espíritu Santo constituye la unidad de este cuerpo: «cuerpo de Cristo» (1 Cor 12, 27) o «en Cristo» (Rom 12, 5) e incluso «Cristo» (1 Cor 12, 12). El Cristo celeste es el principio de vida y de crecimiento de la Iglesia (Col 2, 19, Ef 4, 11-16), es «la cabeza del cuerpo» (Col 1, 18; 3, 15 y alibi), la «plenitud» (Ef 1, 22s) de la Iglesia.

Ahora bien, esta unidad irrompible de Cristo con su Iglesia se enraíza en el acto supremo de su vida terrestre: el don de su vida en la cruz. Porque la ha amado, «se ha entregado por ella» (Ef 5, 25), porque quería presentársela a sí mismo «resplandeciente» (5, 27; cf. Col 1, 22). La Iglesia, cuerpo de Cristo, tiene su origen en el cuerpo entregado en la cruz, en «la sangre preciosa» (1 Pe 1, 19) de Cristo que es el «precio» con que hemos sido comprados (cf. 1 Cor 6, 20). Para la predicación apostólica, la Iglesia es el objetivo de la obra de salvación realizada por Cristo en su vida terrestre.

3.2. Cuando Jesús predica el Reino de Dios, no anuncia simplemente la inminencia de la gran mutación escatológica, convoca primeramente a los hombres para entrar en el Reino. El germen y el comienzo del Reino es el «pequeño rebaño» (Lc 12, 32) de aquellos que Jesús ha venido a convocar en tomo a sí y del que él mismo es el pastor (Mc 14, 27 par.; Jn 10, 1-29; cf. Mt 10, 16 par.), que ha venido a reunir y liberar a sus ovejas (Mt 15, 24; Lc 15, 4-7). Jesús habla de esta convocación bajo la imagen de los invitados a las bodas (Mc 2, 19 par.), de la plantación de Dios (Mt 13, 24; 15, 13), de la red de pescar (Mt 13, 47; Mc 1, 17). Los discípulos de Jesús forman la ciudad sobre la montaña visible de lejos (Mt 5, 14), constituyen la nueva familia, de la que Dios mismo es el Padre y en la que todos son hermanos (Mt 23, 9); constituyen la verdadera familia de Jesús (Mc 3, 34 par.). Las parábolas de Jesús y las imágenes de que se sirve para hablar de los que ha venido a convocar, llevan consigo una «eclesiología implícita».

No se trata de afirmar que esta intención de Jesús implique una voluntad expresa de fundar y establecer todos los aspectos de las instituciones de la Iglesia tal y como se han desarrollado en el curso de los siglos(380). Es necesario, por el contrario, afirmar que Jesús ha querido dotar a la comunidad que ha venido a convocar en tomo a sí, de una estructura que permanecerá hasta la consumación del Reino. Hay que mencionar aquí, en primer lugar, la elección de los doce y de Pedro como su jefe (Mc 3, 14ss). Esta elección, de las más intencionales, mira al restablecimiento escatológico del pueblo de Dios que estará abierto a todos los hombres (cf. Mt 8, 11s). Los doce (Mc 6, 7) y los otros discípulos (Lc 10, 1ss) participan de la misión de Cristo, de su poder, pero también de su suerte (Mt 10, 25; Jn 15, 20). En ellos viene Jesús mismo y en él el que lo ha enviado (Mt 10, 40).

La Iglesia tendrá también su oración propia, la que Jesús le ha dado (Lc 11, 2-4); ella recibe, sobre todo, el memorial de la cena, centro de la «Nueva Alianza» (Lc 22, 20) y de la comunidad nueva reunida en la fracción del pan (Lc 22, 19). A los que Jesús ha convocado en torno a sí, les ha enseñado también un «modo de obrar» nuevo diferente del de los antiguos (cf. Mt 5, 21 etc.), del de los paganos (cf. Mt 5, 47), del de los grandes de este mundo (Lc 22, 25ss).

¿Ha querido Jesús fundar la Iglesia? Sí, pero esta Iglesia es el pueblo de Dios que él reúne a partir de Israel, a través del cual busca la salvación de todos los pueblos. Pues Jesús se sabe enviado y envía a sus discípulos, en primer lugar, «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6; 15, 24). Una de las expresiones más conmovedoras de la conciencia que Jesús tenía de su divinidad y de su misión, es esta queja (¡la queja del Dios de Israel!): «Jerusalén, Jerusalén.... ¡cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y no habéis querido!» (Lc 13, 34; cf. 19, 41-44). En efecto, Dios (Yahveh) en el Antiguo Testamento intenta sin cesar reunir a los hijos de Israel en un pueblo, su pueblo. Este «no habéis querido» cambió, no la intención, sino el camino que tomará la convocación de todos los hombres en torno a Jesús. En adelante será principalmente «el tiempo de los paganos» (Lc 21, 24; cf. Rom 11, 1-6) lo que marcará a la ecclesia de Cristo.

Cristo tenía conciencia de su misión salvífica. Esta implicaba la fundación de su ecclesia, es decir, la convocación de todos los hombres a la «familia de Dios». La historia del cristianismo reposa, en último término, sobre la intención y la voluntad de Jesús de fundar su Iglesia.

3.3 A la luz del Espíritu, el Evangelio de San Juan ve toda la vida terrestre de Cristo como iluminada por la gloria del Resucitado. Así la mirada sobre el círculo de los discípulos de Jesús se abre ya sobre todos aquellos que «gracias a su palabra creerán en mí» (Jn 17, 20). Los que, durante su vida terrestre, han estado con él, los que el Padre le había dado (17, 6) y que él había guardado y por los que se había «consagrado» (17, 19) a sí mismo dando su vida, representan ya a todos los fieles, a todos los que le habrán recibido (1, 12) y habrán creído en él (3, 36). Por la fe le están unidos como los sarmientos lo están con la cepa sin la que se secan (Jn 15, 6). Esta unión íntima entre Jesús y los creyentes («vosotros en mí y yo en vosotros»: 14, 20) tiene, sin duda, su origen en el designio del Padre que «da» los discípulos a Jesús (6, 39. 44. 65), pero se realiza finalmente por el don libre de su vida (10, 18), «por sus amigos» (15, 13). El misterio pascual permanece la fuente de la Iglesia (cf. Jn 19, 34): «Y yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (12, 32).

Proposición cuarta

La conciencia que tiene Cristo de ser enviado por el Padre para la salvación del mundo y para la convocación de todos los hombres en el pueblo de Dios implica, misteriosamente, el amor de todos los hombres, de manera que todos podemos decir que «el Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado por mí» (Gál 2, 20).

Comentario

4.1. La predicación apostólica implica, desde sus primeras formulaciones, la convicción de que «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras» (1 Cor 15, 3), que «se ha entregado por nuestros pecados» (Gál 1, 4), y esto en concordancia con la voluntad de Dios Padre que lo «ha entregado por nuestras faltas» (Rom 4, 25 en griego pasivo teológico; cf. Is 53, 6), «por todos nosotros» (Rom 8, 32), «para rescatarnos» (Gál 4, 5). Dios que «quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4), no excluye a nadie de su designio de salvación que Cristo abraza con todo su ser. Toda la vida de Cristo desde su «entrada en el mundo» (Heb 10, 5) hasta el don de su vida es un único «por nosotros». Así lo ha predicado la Iglesia desde el comienzo (cf. Rom 5, 8; 1 Tes 5, 10; 2 Cor 5, 15; 1 Pe 2, 21; 3, 18 y alibi).

Si ha muerto por nosotros, es que nos ha amado. «Cristo nos ha amado y se ha entregado por nosotros como oblación» (Ef 5, 2). Este «nosotros» son todos los hombres que quiere reunir en su Iglesia: «Cristo ha amado a la Iglesia y se ha entregado por ella» (Ef 5, 25). Ahora bien, la Iglesia no ha comprendido este amor como una actitud general solamente, sino como un amor tan concreto que mira a cada uno personalmente. Así ve la Iglesia las cosas cuando oye a San Pablo recordar el respeto a los «débiles«: «No vayas por un alimento a causar la pérdida de aquel por quien Cristo ha muerto» (Rom 14, 15; cf. 1 Cor 8, 11; 2 Cor 5, 14s). A los Corintios, divididos en partidos, Pablo mismo plantea la pregunta: «¿Está dividido Cristo? ¿Ha sido Pablo crucificado por vosotros?» (1 Cor 1, 13). Y con respecto a sí mismo, Pablo que, sin embargo, no ha conocido a Jesús «en los días de su carne» (Heb 5, 7), podrá afirmar: «Vivo en la fe del Hijo de Dios que me ha amado y se ha entregado por mí» (Gál 2, 20).

4.2. Los testimonios apostólicos recordados aquí arriba en favor de una muerte amante de Jesús, de manera completamente personal, «por nosotros», «por mí» y mis «hermanos» engloban en una sola mirada el amor sin límites del «Hijo de Dios» (Gál 2, 20) preexistente, que al mismo tiempo es reconocido como el «Señor» glorificado. El «por nosotros» amante de Jesús tiene su fundamento en la preexistencia y se mantiene hasta el amor del Glorificado que -después de habernos amado (cf. Rom 8, 37) en su encarnación y en su muerte- ahora «intercede por nosotros» (Rom 8, 34). El amor «pro-existente» de Jesús es el elemento continuo que caracteriza al Hijo en todas estas tres «etapas» (preexistencia, vida terrena, existencia glorificada).

Esta continuidad de su amor se expresa en las palabras de Jesús. Según Lc 22, 27, Jesús comprende el conjunto de su vida terrestre y de su comportamiento bajo la imagen de «aquel que sirve a la mesa». «Ser el servidor de todos» (Mc 9, 35 par.) es la regla fundamental en el círculo de los discípulos. Este amor de servicio alcanza su punto culminante en la comida de despedida, durante la cual Jesús se sacrifica a sí mismo y se da como aquel que debe morir (Lc 22, 19s par.). En la cruz su vida de servicio se cambia totalmente en una muerte de servicio, «por la multitud» (Mc 10, 45; cf. 14, 22-24). El servicio de Jesús en su vida y en su muerte era, en último término, igualmente un servicio al «Reino de Dios» en palabras y acciones, hasta el punto que puede presentar su vida y su acción en su gloria futura como un «servir a la mesa» (Lc 12, 37) y como una intercesión (Rom 8, 34). Este servicio era el servicio del amor, que asocia el amor radical de Dios y el amor, lleno de abnegación, del prójimo (cf. Mc 12, 28-34).

Este amor que toda la vida de Jesús demuestra, se nos presenta en primer lugar como universal en el sentido de que no excluye a nadie de los que vienen a él. Este amor busca «lo que está perdido» (Lc 15, 3-10. 11-32), a los publicanos y a los pecadores (cf. Mc 2, 15; Lc 7, 34. 36-50; Mt 9, 1-8; Lc 15, 1s), a los ricos (Lc 19, 1-10) y a los pobres (Lc 16, 19-31), a los hombres y a las mujeres (Lc 8, 2-3; 7, 11-17; 13, 10-17), a los enfermos (Mc 1, 29-34 y alibi), a los endemoniados (Mc 1, 21-28 y alibi), a los que lloran (Lc 6, 2 l) y a aquellos que gimen bajo sus cargas (Mt 11, 28). Esta apertura del corazón de Jesús para todos parece, sin duda, superar los límites de su generación. Esto se manifiesta en «la universalización» de su misión, de sus promesas. Las bienaventuranzas superan los límites de sus oyentes inmediatos, se refieren a todos los pobres, a todos los hambrientos (cf. Lc 6, 20s). Jesús se identifica con los pequeños y los pobres (Mc 10, 13-16): el que acoge a uno de estos pequeños, acoge al mismo Jesús, y en él acoge a Aquel que lo ha enviado (Mc 9, 37). Sólo en el juicio final aparecerá abiertamente hasta dónde ha podido ir esta identificación, ahora todavía oculta (Mt 25, 31-46).

4.3. En el corazón de nuestra fe se encuentra este misterio: la inclusión de todos los hombres en este amor eterno con que Dios ha amado al mundo hasta dar a su propio Hijo (Jn 3, 16). «He aquí en lo que hemos conocido el amor. El [es decir, Cristo] ha dado su vida por nosotros» (1 Jn 3, 16). En efecto, «el buen pastor da su vida por sus ovejas» (Jn 10, 11); él las conoce (Jn 10, 14) y las llama a cada una por su nombre (Jn 10, 3).

4.4. Por haber conocido este amor personal de cada uno(381), tantos cristianos se han comprometido en el amor por los más pobres, sin discriminación, y continúan dando testimonio de este amor que sabe ver a Jesús en cada uno «de estos hermanos míos pequeñísimos» (Mt 25, 40). «Se trata de cualquier hombre, ya que cada uno está comprendido en el misterio de la Redención y por este misterio Cristo se ha unido con él para siempre»(382).