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La reconciliación y la penitencia
(1982)

11.1. Introducción, por Mons. Ph. Delhaye

La relación anual de la Comisión teológica internacional tiene en 1983 un aspecto particular. Efectivamente S.E. Mons. J. Tomko, Secretario General del Sínodo de los Obispos, pidió que la Comisión teológica internacional consagrara la sesión ordinaria de 1982 al estudio doctrinal y técnico de los problemas de la Penitencia y de la Reconciliación, que los Padres Sinodales iban a discutir en octubre de 1983. S. Em. el Card. J. Ratzinger, Presidente de la Comisión teológica internacional, pudo, de hecho, transmitir en tiempo oportuno los resultados de estos trabajos y autoriza hoy una más amplia difusión de ellos.

No se trataba solamente de dar una opinión sobre algunas cuestiones hoy más importantes (parte C). La Comisión teológica internacional quiso retomar el problema de la penitencia cristiana de una manera más vasta. Así decidió subrayar, al comienzo, los aspectos antropológicos de la reconciliación que son tan importantes para los hombres de nuestro tiempo (Parte A). Sin duda, era necesario confrontar este punto de vista con las enseñanzas de la Sagrada Escritura, especialmente con las doctrinas cristológicas y con toda la vida de la Iglesia (Parte B, I, II, III). Se han subrayado constantes y variables en la evolución histórica (Parte B, IV, a, b). Se ha estudiado la doctrina del Concilio de Trento tanto en la fe al Magisterio como en las perspectivas ecuménicas (Parte B, IV, c).

El trabajo de la Subcomisión ha sido dirigido por el profesor W. Kasper de la Universidad de Tubinga. Tenía como colaboradores al R.P. B. Ahern, exegeta americano, a Mons. H. Schürmann, biblista bien conocido de Erfurt, al R.P. B. Sesboüé (París), a Mons. K. Lehmann, entonces profesor en Friburgo de Brisgovia y hoy obispo de Maguncia, al profesor C. Peter de la Universidad Católica de Washington, a Mons. C. Caffarra, presidente del Instituto Juan Pablo II de Roma y al muy célebre P. Y. Congar.

Así se añade un texto más a la serie ya larga de trabajos que fueron publicados por esta Comisión, fundada en 1969. A su recopilación está dedicado el presente volumen.

 

11.2. Texto del Documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión teológica internacional(239)

Sumario

Introducción

A. El contexto antropológico de la penitencia

I. La esencia de la penitencia desde un punto de vista antropológico

II. Dimensiones antropológicas de la penitencia

B. Los fundamentos teológicos de la penitencia

I. Los fundamentos teologales

II. Los fundamentos cristológicos

III. Los fundamentos eclesiales

IV. Fundamentos en la historia de los dogmas y de la teología

a) Las constantes del desarrollo histórico

b) Las variables del desarrollo histórico

c) La doctrina del Concilio de Trento

C. Reflexiones sobre algunas cuestiones importantes para la práctica

I. Unidad y diversidad de las formas de penitencia

II. Confesión individual - Celebración penitencial - Absolución general

III. Pecado - Pecado grave - Pecados cotidianos

IV. Penitencia y Eucaristía

Conclusión

Introducción

La llamada a la conversión en la predicación de Jesús está inmediatamente ligada con el Evangelio de la venida del Reino de Dios (Mc 1, 14s). Por ello, cuando la Iglesia, siguiendo a Jesús y enviada por Él, llama a la conversión y anuncia la reconciliación del mundo que Dios ha realizado por la muerte y la resurrección de Jesucristo (cf. 2 Cor 5, 18-20), anuncia al Dios que es rico en misericordia (Ef 2, 4) y que no se desdeña de ser llamado el Dios de los hombres (cf. Heb 11, 16).

El mensaje de que Dios es Dios y de la venida de su Reino es, por ello, al mismo tiempo, el mensaje de la salvación de los hombres y de la reconciliación del mundo. Por el contrario, el pecado que no reconoce a Dios como Dios y que rechaza la comunión con Dios que Dios ofrece al hombre desde el comienzo de la creación, significa, al mismo tiempo, la alienación del hombre con respecto al sentido y al fin de su existencia humana y también la alienación de los hombres entre sí. Pero incluso cuando nosotros no somos fieles, Dios permanece fiel. Por ello, ha establecido una alianza primeramente con el pueblo elegido por Él; en la plenitud de los tiempos ha renovado esta alianza al establecer a Jesucristo como Mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5). Ha contraído esta nueva y eterna alianza por la sangre que Jesucristo ha derramado por la multitud para el perdón de los pecados (Mt 26, 28).

Si esto es el centro del mensaje cristiano, el tema de la penitencia y de la reconciliación afecta entonces a la Iglesia que es para el mundo el sacramento de la reconciliación, en toda su existencia, tanto en su doctrina como en su vida. Por otra parte, la pérdida del sentido del pecado, que comprobamos hoy en muchas partes del mundo, tiene su raíz en la pérdida del sentido de Dios, y conduce consecuentemente a la pérdida del sentido del hombre. Cuando, por ello, la Iglesia anuncia la conversión y la reconciliación, es fiel, a la vez, a Dios y a los hombres; como sirviente y administradora de los divinos misterios (cf. 1 Cor 4, 1), sirve al mismo tiempo a la salvación del hombre.

En este contexto que «sin separación ni confusión» es, a la vez, teologal y antropológico, la Comisión teológica internacional presenta la contribución que se le ha pedido para el Sínodo Episcopal de 1983. No tiene la intención de decirlo todo ni querría volver a lo que es universalmente conocido y aceptado. Opina, sin embargo, que no respondería a las esperanzas que con razón se ponen en ella, si se limitara inmediata o incluso exclusivamente a los problemas actuales teológicos y pastorales. Está persuadida de que penitencia y reconciliación son de especial importancia para el encuentro con las mentalidades culturales de los hombres, y, por otra parte, está también persuadida de la conexión indisoluble entre la doctrina y la práctica viva de la Iglesia. Por ello, querría proponer sus reflexiones en tres pasos:

1. Análisis de la situación antropológica actual de la penitencia en conexión con la presente crisis del hombre.

2. Fundamentos bíblicos, históricos y dogmáticos de la doctrina sobre la penitencia.

3. Reflexiones sobre algunas cuestiones importantes de la doctrina y de la práctica de la penitencia.

A. El contexto antropológico de la penitencia

I. La esencia de la penitencia desde un punto de vista antropológico

1. Culpa y pecado, penitencia y conversión son fenómenos universalmente humanos, que -aunque frecuentemente oscurecidos o desfigurados- se encuentran, con diversas expresiones históricas, en todas los religiones y en todas las culturas. La llamada a la penitencia y el mensaje del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre la reconciliación otorgada por Dios presuponen estos fenómenos universalmente humanos, los purifican y los superan. Pues según la concepción de la Sagrada Escritura, conversión y penitencia son la respuesta del hombre, hecha posible y sostenida por la gracia de Dios, al ofrecimiento de reconciliación realizada por Dios. La penitencia es, por tanto, a la vez, un don de la gracia y un acto libre moralmente responsable del hombre (actus humanus), en el que el hombre se reconoce como sujeto responsable de sus acciones malas y, al mismo tiempo, a partir de una decisión interior cambia su vida y le da una nueva dirección hacia Dios. De esta unidad, llena de tensión, de obrar divino y humano en el acto de la penitencia se sigue que la preocupación pastoral por la renovación de la actitud y del sacramento de la penitencia tiene que incluir, por una necesidad objetiva, la preocupación por los presupuestos antropológicos de la penitencia, es decir, económicos, sociológicos, psicológicos y espirituales.

2. La crisis actual en la concepción y práctica de la penitencia afecta no sólo y frecuentemente no primariamente cuestiones concretas, dogmáticas, disciplinares y pastorales. En amplios sectores del mundo actual se ha llegado a una pérdida del sentido del pecado y también consecuentemente del sentido de la penitencia. Esta situación tiene múltiples causas. En primer lugar, hay que indicar causas intraeclesiales. El modo como se practicó la penitencia frecuentemente en la Iglesia hasta el pasado más próximo, se percibe por muchos cristianos como humanamente vacío e ineficaz. La práctica concreta de la penitencia en muchos casos apenas afecta la vida de los hombres y la situación dramática del mundo actual. A esto se añade un aspecto más extraeclesial. La crisis presente de la penitencia tiene su último fundamento en una crisis del hombre moderno, sobre todo del hombre influido por la civilización occidental, y de la comprensión que tiene de sí mismo, la cual en amplia medida ya no conoce ni reconoce pecado y conversión. Hoy frecuentemente culpa y pecado no se entienden ya como un elemento original de la responsabilidad personal del hombre, sino que, como un fenómeno secundario, se las hace derivar de la naturaleza, la cultura, la sociedad, la historia, las circunstancias, el inconsciente, etc. y con ello se las declara ideología o ilusión. Así se llega a una debilitación de la conciencia personal a favor del influjo, generalmente inconsciente, de las normas sociales de un mundo ampliamente descristianizado.

3. Por ello, la renovación de los presupuestos antropológicos de la penitencia tiene que comenzar por la renovación de la comprensión del hombre como persona moral y religiosamente responsable. Hay que mostrar de nuevo que la posibilidad de llegar a ser culpable se da con la libertad humana en la que consiste la dignidad personal del hombre. Pues pertenece al hombre la tarea de realizarse a sí mismo. En el primado de la persona sobre las cosas se funda que el hombre no es mero objeto de fuerzas anónimas fisiológicas, económicas, sociales y culturales, sino también sujeto libremente responsable, el cual es, él mismo, causa de tensiones, rupturas y alienaciones en el mundo. Por ello, donde, por principio, ya no se reconocen pecado y culpa, lo humano del hombre mismo está en peligro.

4. La dignidad incondicionada del hombre como persona está, en último término, fundada en su relación a Dios, en su semejanza con Dios y en su vocación por la gracia a la comunión con Dios. Por ello, el hombre permanece para sí mismo como una cuestión no resuelta, a la que sólo Dios puede dar la respuesta completa y totalmente cierta; más aún, Dios mismo y la comunión con Él es la respuesta a la cuestión que el hombre no sólo se plantea, sino que es él mismo en lo más profundo(240). La renovación del hombre y de la conciencia de la dignidad personal del hombre tiene, por ello, que comenzar por la conversión a Dios y la renovación de la comunión con Él. Al contrario, la Iglesia, cuando llama a la conversión del hombre a Dios, es precisamente «signo y salvaguardia de la transcendencia de la persona humana»(241).

II. Dimensiones antropológicas de la penitencia

1. La persona humana está, según su esencia, constituida corporalmente. En su realización concreta es, en muchas maneras, dependiente de condiciones fisiológicas, económicas, sociológicas, culturales y psicológicas. En sentido inverso, culpa y pecado toman también cuerpo en las organizaciones y estructuras creadas por los hombres y por la sociedad humana, los cuales a su vez son interiorizados, de nuevo, por los hombres concretos que viven en tales organizaciones y estructuras, y así pueden gravar la libertad de los hombres y conducir al pecado. Tales estructuras culpables y acuñadas por el pecado pueden, por ello, actuar de un modo humanamente alienante y destructivo. Pero, a pesar de esta su gran importancia para el comportamiento personal del individuo, se puede hablar, a lo sumo en un sentido análogo, de «estructuras pecadoras» o «de pecado estructural»; en el sentido propio de la palabra sólo el hombre puede ser pecador. Pero porque tales estructuras proceden del pecado y pueden, a su vez, ser ocasión de pecado, incluso impulsar al pecado, la conversión y la penitencia tienen también -siempre que ello es posible- que repercutir en el cambio de las estructuras. Tales cambios presuponen la propia conversión y, por ello, tienen que realizarse por medios que corresponden y conducen a la reconciliación.

El modo como ello es posible, depende también de la posición y de los posibilidades de la persona concreta en una determinada sociedad. Hoy se impone a amplios sectores de la humanidad aceptar con sufrimiento, en actitud de penitencia, estructuras malvadas de orden económico, social o político. Para muchos, el intento de retirarse de una cooperación con tales estructuras trae consigo una sensible renuncia a bienes o posiciones, lo cual puede ser también una forma de penitencia impuesta. El intento de suavizar o de eliminar estructuras malvadas puede plenamente llevar a graves cargas, incluso a persecuciones que tienen que ser soportados en espíritu de penitencia.

De estos modos diversos se nos muestra hoy en una nueva manera que conversión y penitencia tienen necesariamente una dimensión corporal y cósmica, y que tienen que conducir a frutos corporales de penitencia. Por una tal conversión total y personal del hombre a Dios tiene lugar la vuelta a Dios y la repatriación de toda realidad en Él.

2. La persona humana no está constituida sólo corporalmente, sino también socialmente. Por ello, la conversión a Dios está indisolublemente unida con la conversión al hermano. Dios es ciertamente el Padre de todos los hombres; por Él y bajo Él forma toda la humanidad, una única familia. La conversión es, por ello, solamente auténtica, cuando incluye el cumplimiento de las exigencias de la justicia y el compromiso por un orden recto, por la paz y por la libertad de los otros. La reconciliación con Dios tiene que conducir y ayudar a la reconciliación con los hermanos, introducir una civilización del amor, de la que la Iglesia es sacramento, es decir, signo e instrumento. Sin embargo, la conversión a Dios no tiene sólo consecuencias sociales, sino también presupuestos sociales. Sólo el que experimenta amor puede abrirse amorosamente a Dios y al otro. La penitencia, por tanto, no se puede entender como puramente interna y privada. Porque (no: ¡aunque!) es un acto personal, tiene también una dimensión social. Este punto de vista es también de importancia para la fundamentación del aspecto eclesial y sacramental de la penitencia.

3. El hombre es un ser que vive en el tiempo y en la historia. Encuentra su identidad sólo cuando confiesa su pasado pecador y se abre a un nuevo futuro. Se puede entender el pecado como incurvatio hominis o como amor curvus. La conversión consiste en que el hombre renuncia a esta convulsión egoísta de sí mismo y se abre nuevamente en amor a Dios y a los otros. Las dos cosas tienen lugar en la confesión de la culpa. En ella confiesa el hombre su pasado pecador, al abrirse y mostrarse ante Dios y los hombres para alcanzar, de nuevo, un futuro en la comunión con Dios y con los hermanos. Una tal confesión es, incluso mirada de un modo puramente antropológico, un elemento esencial de la penitencia y tiene una eficacia liberadora y reconciliadora incluso en un nivel psíquico y social. La renovación del sacramento de la penitencia puede enlazar con esta visión antropológica y desde ella hacer nuevamente inteligible la confesión personal de los pecados. Puede y debe al mismo tiempo aprender de esta visión antropológica, y entender y realizar en la práctica, de nuevo, más claramente, el sacramento de la penitencia como un sacramento dialogal.

4. Siempre que hombres se convierten de este modo, hacen penitencia Y confiesan su culpa, tocan el más profundo misterio de la persona que, a su vez, remite al misterio de Dios. Siempre que sucede esto, se realiza de modo anticipado la esperanza en el sentido último y en la reconciliación escatológica del mundo, que sólo nos ha sido revelada y otorgada en su plenitud por Jesucristo. Porque la penitencia en lo que tiene de general humano y de general religioso preludia de modo anticipado y fragmentario lo que ha sido otorgado en plenitud a los fieles por Jesucristo, puede ser designada como sacramentum legis naturae(242).

B. Los fundamentos teológicos de la penitencia

I. Los fundamentos teologales

1. El mensaje del Antiguo y del Nuevo Testamento que sobrepasa y supera ampliamente toda esperanza humana, es profundísimamente teocéntrico. Se trata de que se revele que Dios es Dios, y su gloria, que venga su Reino, que su voluntad se haga y que su nombre sea glorificado (Mt 6, 9s; Lc 11, 2). De modo correspondiente, el Decálogo comienza: «Yo soy el Señor, tu Dios...» (Éx 20, 2; Dt 5, 6). La exigencia de entrega total a Dios y al prójimo recibe en Jesús una altura y profundidad de contenido, y además una vehemencia, que sobrepasa ulteriormente la del Antiguo Testamento (cf. Mc 12, 29-31, y par.). Frente a esto, el pecado es la actitud y la acción del hombre que no reconoce a Dios y su Reino. Por eso se lo describe en la Sagrada Escritura como desobediencia, como idolatría y como autonomía arbitraria y absolutizada del hombre. Por este apartarse de Dios y este volverse desordenadamente a los valores creados el hombre equivoca, en último término, la verdad de su ser creado; se aliena a sí mismo (cf. Rom 1, 21ss). Al volver en la conversión, otra vez, a Dios, su principio y fin, encuentra también, de nuevo, el sentido de su propia existencia.

2. La idea de Dios del Antiguo Testamento está determinada por la idea de alianza. Se describe a Dios como un esposo amante, un padre bondadoso; Él es «Dives in misericordia» abierto siempre al perdón y a la reconciliación, constantemente dispuesto a renovar su alianza. Sin duda, la ira de Dios es también una realidad; ella muestra que Dios en su amor se deja afectar por el mal que existe en el mundo, y que reacciona contra la injusticia y la mentira. El pecado en esta perspectiva se designa como ruptura de la alianza y se compara con un adulterio. Al final, ya en los profetas, tiene ciertamente la primera y la última palabra, la esperanza en la gracia y la fidelidad de Dios. En Jesús la radicalidad de su exigencia y de su llamada a la conversión está completamente enmarcada en su mensaje de salvación (Lc 6, 35). En Jesús hay una absoluta prioridad del Evangelio ante la Ley. Esto no significa que en Jesús no se den ya exigencias morales; más bien las exigencias morales de Jesús y su llamada a la conversión son sólo comprensibles y realizables en el marco de su Buena Nueva. Sólo la promesa de amor y la previa voluntad de perdón por parte del Padre liberan, alientan y posibilitan la conversión y la entrega total del hombre. Conversión y penitencia no son, por ello, prestaciones puramente humanas, sino un don de la gracia. Pues en sus propios intentos de conversión, el hombre está siempre bajo las condiciones del pecado, de la injusticia, de la falta de paz, de la esclavitud y de la irreconciliabilidad. Sólo Dios puede sanar al hombre en su raíz más profunda y otorgarle un comienzo cualitativamente nuevo, dándole un corazón nuevo (Jer 31, 33; Ez 36, 26). No nos reconciliamos nosotros con Dios; es Dios el que nos ha reconciliado consigo por Cristo (2 Cor 5, 18).

3. Tanto el pecado como la conversión no se entienden ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento de modo puramente individualístico. Por el contrario, precisamente en los profetas véterotestamentarios los pecados contra la justicia social son condenados por Dios en nombre de la alianza. El Antiguo y el Nuevo Testamento ven al hombre encuadrado en la solidaridad del pueblo y de toda la humanidad (cf. Gén 3; Rom 5), y respectivamente en la solidaridad del nuevo pueblo de Dios. Por otra parte ya los profetas de los siglos VII y VI antes de Cristo descubren la responsabilidad personal del hombre concreto. La conversión a Cristo llama plenamente al individuo a salir de su ligazón a su pueblo y le sitúa en el nuevo pueblo de Dios que abarca a todos los pueblos. En concreto, la gracia de la conversión exige del hombre una triple respuesta: En primer lugar, es necesario un cambio real del corazón, un nuevo espíritu y sentido. Conversión y penitencia son una opción fundamental (sobre esto véase más adelante C, III, 3s) de la persona a Dios y una completa renuncia al pecado. En segundo lugar, ya Jeremías espera del pecador una confesión pública de su culpa y una promesa de mejora «ante Yahveh» (Jer 36, 5-7). También en Jesús, una fe que confía con buena voluntad (cf. Mc 1, 15), la confesión arrepentida y la petición de perdón (Lc 11, 4; cf. 18, 10-14) son un comienzo de conversión y un inicial cambio de vida. Finalmente, la penitencia tiene que manifestarse en un cambio radical de toda la vida y de todos sus campos. A esto pertenecen, ante todo, obrar la justicia y la disposición de perdonar con respecto al prójimo (cf. Mt 18, 21s. 23-35; Lc 17, 4).

II. Los fundamentos cristológicos

1. Ya el Antiguo Testamento mira anticipadamente a la nueva alianza, en la que Dios da al hombre un nuevo corazón y un sentido nuevo (Jer 31, 31-33; Ez 36, 26s). Isaías espera al «Siervo de Dios» (Is 53), Malaquías al «Ángel de la Alianza» (Mal 3, 1). Jesús sabe que la salvación del Reino de Dios que viene, está ya presente en su propia existencia (Lc 10, 23s). Por eso, para Él el centro de la exigencia de conversión consiste en la aceptación, por fe y como niños, de la salvación ya prometida (Mc 10, 15), en volverse con fe a Él mismo (Lc 12, 8s), en oír y conservar su palabra (Lc 10, 38-42; 11, 27s), o bien en seguirle (cf. Mt 8, 19s. 21s). La conversión consiste ahora, por tanto, en la decisión a favor de Jesús, en la que al mismo tiempo se decide el Reino de Dios que viene. Sin embargo, Jesús supo bien desde el principio que Él con su exigencia pedía demasiado a sus discípulos y a sus oyentes, y que Él, de modo semejante a los profetas y al Bautista, mirando las cosas humanamente, quedaría sin éxito. A pesar de ello, con confianza en Dios, su Padre, pudo mantener su mensaje y ligarlo, ya desde el principio, con el pensamiento de la pasión (cf. Mc 12, 1-12), con respecto a lo cual la posibilidad del martirio se le convirtió hacia el final en una certeza cada vez más fuerte (cf. Mc 14, 25). Su entrega proexistente por los impenitentes y pecadores, el «servicio de su vida» (Lc 22, 27), se hace, en su pasión y muerte, un proexistente servicio de su muerte (cf. Mt 10, 45). El seguimiento de la cruz de Jesús, fundado en el bautismo (cf. Rom 6, 3ss), es, por ello, la forma fundamental de la penitencia cristiana.

2. El Nuevo Testamento explica la cruz de Jesucristo con ideas como vicariedad, sacrificio, expiación. Todas estas ideas son hoy para muchísimos hombres sólo difícilmente accesibles y tienen, por ello, que ser explicadas e interpretadas cuidadosamente. Esto es posible, de una manera introductiva y preparatoria, remitiendo a la estructura solidaria del ser humano: el ser, obrar y omitir del otro y de los otros, determinan al individuo en su ser y obrar. Así se puede hacer inteligible, de nuevo, que Jesucristo por su obediencia y entrega «por la multitud» ha determinado de modo nuevo la situación existencial de cada existencia humana. Ciertamente las afirmaciones sobre el carácter vicario de la obra redentora de Jesucristo sólo llegan a ser plenamente inteligibles, cuando se acepta que en Jesucristo, Dios mismo ha entrado en la condicio humana de modo que en la persona del Dios-hombre Jesucristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo (cf. 2 Cor 5, 19). Así tiene sentido: «Uno ha muerto por todos, por ello todos han muerto... De manera que si uno está en Cristo, es una nueva creación» (2 Cor 5, 14. 17). La redención del pecado, o sea el perdón de los pecados, sucede, por tanto, por el «admirabile commercium». Dios «al que no conoció pecado, lo hizo por nosotros pecado, para que nosotros llegáramos a ser en Él justicia de Dios» (2 Cor 5, 21; cf. Rom 8. 3s; Gál 3, 13; 1 Pe 2, 24). «El Hijo de Dios en la naturaleza humana unida a Sí venciendo la muerte por su muerte y resurrección ha redimido al hombre y lo ha transformado en una nueva creatura»(243). «Puesto que en Él la naturaleza humana fue asumida, no absorbida, por ello mismo ha sido elevada también en nosotros a una dignidad sublime. Pues Él mismo, el Hijo de Dios, se ha unido en su encarnación, de alguna manera, con todo hombre»(244).

3. La penitencia cristiana es participación en la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Esto se realiza «per fidem et caritatem et per fidei sacramenta»(245). La penitencia cristiana ha sido fundada por el bautismo que es el sacramento de la conversión para el perdón de los pecados (Hech 2, 38) y el sacramento de la fe; la penitencia tiene que determinar toda la vida del cristiano (cf. Rom 6, 3ss). La penitencia cristiana no puede, por ello, entenderse, en primer plano, de un modo ético y ascético, sino que tiene que entenderse de manera fundamentalmente sacramental, como el don, otorgado por Dios, de un nuevo ser, el cual ulteriormente impulsa sin duda a un obrar ético y ascético. La penitencia no debe tener lugar sólo de manera puntual en actos concretos sino que tiene que dar su impronta a toda la existencia cristiana. En esta afirmación consiste el deseo justificado de la primera tesis de Lutero sobre las Indulgencias de 31 de octubre de 1517(246). Finalmente no se puede recortar la penitencia individualísticamente. Hay que comprenderla más bien en el seguimiento de Cristo como obediencia con respecto al Padre y como servicio vicario por los otros y por el mundo.

III. Los fundamentos eclesiales

1. La obra de la reconciliación de Dios por Jesucristo permanece por el Espíritu Santo como presencia viva y obtiene en la comunidad de los creyentes una realidad que la abarca. Esto no excluye que, por la acción del Pneuma, la reconciliación se realiza también más allá de los fronteras de la Iglesia. Pero la Iglesia es en Jesucristo, en cierto modo, el signo sacramental del perdón y la reconciliación para el mundo entero. Lo es de tres maneras: a) Ella es Iglesia para los pobres, los que sufren, los desposeídos de sus derechos, cuya necesidad se esfuerza por aliviar, y en los cuales sirve a Jesucristo. b) Ella es la Iglesia de los pecadores, que al mismo tiempo es santa y tiene que recorrer constantemente el camino de la conversión y de la renovación. c) Ella es la Iglesia perseguida, que «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios»(247). Así la Iglesia vive fundamentalmente del perdón de Dios en Jesucristo. Pero es no sólo signo de esta reconciliación, sino también su instrumento eficaz en el mundo(248). Lo es al anunciar y comunicar, por la palabra de la penitencia y de la reconciliación, y por todo su ministerio de reconciliación, la reconciliación que Dios nos ha otorgado en Jesucristo.

2. La Iglesia sólo puede ser para el mundo signo sacramental de la reconciliación porque y cuando están vivos en ella misma la palabra y el ministerio de la reconciliación. Según el modelo de Dios que reconcilia, la comunión fraterna de la Iglesia implica la disposición de los creyentes a perdonar (cf. Ef 4, 32; Col 3, 13; Lc 17, 3s; Mt 18, 21s). El perdón recibido de Dios tiende a un perdón fraterno (cf. Mt 5, 23s; 6, 12. 14s; Mc 11, 25s). En el perdón de la comunidad, el amor reconciliador de Jesucristo viene al encuentro del hermano pecador. Advertencia y corrección (cf. Mt 18, 15s) tienen el sentido de salvar al hermano que peligra en su salvación. La solicitud por el hermano descarriado tiene que ser incansable y la disposición de perdonar ilimitada.

La seriedad del ofrecimiento de la salvación por parte de Dios exige, sin embargo, la consideración de un aspecto ulterior: Por el pecado, la Iglesia misma es herida, precisamente en cuanto signo de la reconciliación de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. Por ello, las ofensas contra el respeto debido a Dios y las ofensas del amor del prójimo están en una estrecha conexión. El juicio abarca ambos aspectos como lo muestra especialmente la identificación de Jesús con los más insignificantes de sus hermanos (cf. Mt 25, 40. 45). Por ello, la Iglesia misma tiene siempre de nuevo que purificarse del mal y recorrer el camino de la conversión y la renovación(249). La conversión a Dios es así, al mismo tiempo, la vuelta a los hermanos y la reconciliación con la comunidad eclesial. El que se convierte, tiene que rehacer el camino por el que primeramente vino a él la reconciliación. «Ecclesiae caritas quae per Spiritum sanctum diffunditur in cordibus nostris, participum suorum peccata dimittit»(250). No se da así perdón alguno de las ofensas sin la Iglesia. No hay que separar entre sí la reconciliación con la Iglesia y la reconciliación con Dios.

3. El Nuevo Testamento, a pesar de todas las advertencias a una disposición ilimitada para perdonar, cuenta con graves violaciones del amor cristiano a Dios y al prójimo. Aquí se hace visible un procedimiento gradual de la reconciliación: ganar al hermano, advertencia, corrección, reprensión, exclusión (cf. Mt 18, 15-20, y también 1 Cor 5, 1-13; 2 Cor 2, 5-11; 7, 10-13). En él, la obstinación, el endurecimiento en una determinada actitud mala son un criterio especialmente importante para la gravedad de la falta. Un procedimiento de exclusión puede así llegar a ser inevitable para la pureza de la comunidad.

4. El poder de perdonar los pecados, que corresponde a Jesús (cf. Mc 2, 1-12), se da también «a los hombres» (Mt 9, 8). En algunos pasajes del Nuevo Testamento (cf. especialmente Mt 18, 17) está, ante todo, en primer plano, la Iglesia como totalidad, la cual tiene ciertamente ministerios y oficios. Aunque en algunas afirmaciones no consta con la última evidencia cuál es el círculo de personas al que se da el encargo (cf. Mt 18, 15-20; Jn 20, 22s), hay que distinguir cualitativamente el encargo general de reconciliación (cf. Mt 5, 23s), del poder oficial para perdonar, o bien para retener los pecados. La palabra y el ministerio de la reconciliación se transmiten en la Iglesia, de modo especial, al oficio apostólico. Él es enviado en lugar de Cristo, y Dios es el que exhorta por él (2 Cor 5, 20; cf. 1 Cor 5, 1-13; 2 Cor 2, 5-11; 7, 10-13). Aquí es importante la conexión con el poder universal de enseñar y dirigir conferido al apóstol Pedro (cf. Mt 16, 18s). Precisamente con respecto a delitos que excluyen del Reino de Dios (1 Cor 6, 9s; Gál 5, 2Os; Ef 5, 5; Apoc 21, 8; 22, 15; cf. Heb 6, 4-6; 10, 26s; 1 Jn 5, 16; Mt 12, 31s), es necesario que el poder de perdonar o no perdonar los pecados se confíe a aquél, a quien se dan las llaves del Reino de los cielos. Un delito fundamental contra Dios y la Iglesia puede ser vencido solamente por una palabra inequívoca y auténtica de perdón en nombre de Jesucristo y con su poder (auctoritas). Jesucristo ha confiado el poder específico necesario para ello al oficio que preside a la Iglesia con poder y al que se ha encargado el ministerio de la unidad.

Por este ministerio dotado de poder, fundado por institución de Jesucristo, opera Dios mismo el perdón de los pecados (cf. Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20, 23). Según la institución de Jesucristo, Dios perdona por el Espíritu Santo, cuando la Iglesia por sus representantes oficiales absuelve el peso de los pecados. Esta estructura del sacramento de la penitencia se ha hecho cada vez más clara a la Iglesia en el curso de su historia por una lenta reflexión sobre el sentido de la Escritura(251), y fue declarada vinculante en el Concilio de Trento(252). El Concilio Vaticano II ha resaltado de nuevo claramente el aspecto eclesial del perdón en el sacramento de la penitencia(253).

Resumiendo se puede, por tanto, decir: La exclusión (excommunicatio = atar) de la plena comunión de la Iglesia, el universale salutis sacramentum, tiene solidez en el cielo (= ante Dios) y significa la exclusión de los sacramentos de la salvación, especialmente de la Eucaristía. La readmisión (reconciliatio = desatar) en la plena comunión de la Iglesia (= comunión de la Eucaristía) es, al mismo tiempo, reconciliación con Dios (perdón de los pecados). Así, en la penitencia sacramental, la readmisión en la plena comunión sacramental de la Iglesia es el signo sacramental (res et sacramentum) de la renovada comunión con Dios (res sacramenti). Esta idea de la Iglesia antigua sobre el sacramento de la penitencia tiene que inculcarse, de nuevo, más claramente, en la conciencia de la Iglesia por la predicación y la catequesis.

5. La penitencia tiene que considerarse en la conexión orgánica con los otros sacramentos. En primer lugar, está presente en todos como palabra de reconciliación en la predicación general de la Iglesia. Un testimonio central de ello es el artículo de las profesiones de fe: «Creo en... el perdón de los pecados». El perdón se manifiesta después en la conversión, en la que el creyente se aparta de su vida pecadora precedente, se convierte con todo su corazón a Dios que por la remisión de los pecados lo libera de su situación desgraciada y le abre una nueva vida en el Espíritu. Esta conversión se efectúa fundamentalmente por la fe y el bautismo. En el bautismo se sella la comunicación del Espíritu; el creyente llega a ser miembro del cuerpo de Cristo, de la Iglesia. El bautismo permanece así también la base para el perdón de posteriores pecados. La penitencia de los bautizados, la cual para los renacidos del agua y del Espíritu se consideró, a veces, como completamente imposible y en la penitencia de la Iglesia antigua como sólo realizable una vez, exige no sólo -como en el bautismo- arrepentimiento sincero como disposición para el perdón, sino también la voluntad firme de la enmienda y de satisfacción, así como también la confesión ante la Iglesia en sus representantes oficiales. Aunque hace referencia al bautismo, la penitencia es un sacramento distinto con un signo propio y una eficacia especial. Según su determinación interna es un complemento del bautismo(254).

Como segundo bautismo, el sacramento de la penitencia es, al mismo tiempo, un presupuesto para la recepción de los restantes sacramentos(255). Esto vale especialmente para la Eucaristía que es el culmen de la vida espiritual de la Iglesia y del creyente concreto(256). La unción de los enfermos tiene, ya desde el comienzo (cf. Sant 5, 15)(257), una relación con el perdón de los pecados. «Hoc sacramentum [...] praebet etiam, si necesse est, veniam peccatorum et consummationem paenitentiae christianae»(258). Ante la consumación de la peregrinación humana o, por lo menos, ante una grave amenaza física de la vida humana, la unción de los enfermos es una forma especial de renovación del bautismo. Todo esto muestra la estrecho conexión de bautismo -penitencia - unción de los enfermos, y su relación con la Eucaristía, centro de la vida sacramental de la Iglesia.

IV. Fundamentos en la historia de los dogmas y de la teología

a) Las constantes del desarrollo histórico

1. La estructura esencial del sacramento de la penitencia está testimoniada ya en la Iglesia antigua apostólica y postapostólica. De especial importancia, aunque no exclusiva, es la palabra de «atar» y «desatar» en Mt 16, 19 y 18, 18, así como su variante en Jn 20, 23 (cf. más arriba B, III, 4). Lo esencial de este sacramento consiste, por tanto, en que la reconciliación del pecador con Dios se realiza por la reconciliación con la Iglesia. Consecuentemente el signo del sacramento de la penitencia consiste en un doble proceso: por una parte, en los actos humanos de la conversión (conversio) por el arrepentimiento impulsado por el amor (contritio), confesión externa (confessio) y satisfacción (satisfactio) (dimensión antropológica); por otra, en que la comunidad eclesial bajo la dirección del obispo y de los sacerdotes ofrece el perdón de los pecados en nombre de Jesucristo, determina las formas necesarias de la satisfacción, ora por el pecador y hace penitencia vicariamente con él, para finalmente comunicarle la plena comunión eclesial y el perdón de sus pecados (dimensión eclesial).

2. El proceso decisivo en el desarrollo histórico del sacramento de la penitencia consiste en que el carácter personal de este sacramento se ha reconocido y se ha puesto de relieve cada vez más claramente. En este proceso de personalización, la tradición viva de la Iglesia ha prolongado y se ha apropiado de modo más profundo la evolución que ya existía dentro del Antiguo Testamento, así como la evolución del Antiguo al Nuevo Testamento (cf. más arriba B, I, 3). Porque en esta historia, la tendencia fundamental del testimonio bíblico ha repercutido en el consentimiento universal de la Iglesia, este proceso de personalización es irreversible. Sin duda, este proceso ha conducido, por otra parte, a que la dimensión eclesial del sacramento de la penitencia se viera desplazada, durante largo tiempo, a un segundo plano de la conciencia. En nuestro siglo, este aspecto comunitario de la penitencia se ha redescubierto. El Concilio Vaticano II y el nuevo Ordo Paenitentiae han hecho suya esta visión. Pero es necesario anclarla todavía más profundamente en la conciencia de los fieles y alcanzar de nuevo un equilibrio de los dos aspectos del sacramento de la penitencia que corresponda a la realidad. Para poder satisfacer esta tarea pastoral es imprescindible un conocimiento pormenorizado de la historia del sacramento de la penitencia. Ella muestra, dentro de la plena constancia en lo esencial, una variabilidad no insignificante y señala con ello, al mismo tiempo, el espacio de libertad que la Iglesia tiene hoy -salva eorum substantia(259)- en la renovación del sacramento de la penitencia.

b) Las variables del desarrollo histórico

1. La reconciliación en la Iglesia ha afectado, desde siempre, a dos situaciones cristianas diferentes: Por una parte es una realización de la vida fundada en el bautismo, la cual está obligada a una constante lucha contra los «pecados cotidianos». Por otra, la práctica de la penitencia debe conducir, de nuevo, a la vida de la gracia y devolver los derechos bautismales a aquellos que han vulnerado el sello del bautismo por pecados que llevan a la muerte y que no son conciliables con la existencia cristiana. En la Iglesia antigua se perdonaban los pecados cotidianos con oraciones litúrgicas en las que tomaba parte todo la comunidad, especialmente durante la Eucaristía dominical; junto a ello tenían también importancia otras formas diversas de penitencia (cf. más adelante C, I, 3). La disciplina penitencial en sentido propio afecta en la Iglesia antigua a la segunda situación. En el paso de la penitencia pública a la privada, el sacramento de la penitencia que desde ahora se administraba de forma repetida, se extendió cada vez más, de los pecados mortales, también a los veniales. Una única forma del sacramento correspondió ahora a las dos diversas situaciones cristianas.

2. La confesión de los pecados que en la dirección de las almas está unida con el coloquio espiritual, es un bien muy antiguo en la Iglesia. Por una parte, pertenece a la estructura de la realización de la reconciliación y, por ello, también a la estructura fundamental del sacramento instituido por Jesucristo. Pero, por otra, según el testimonio de la tradición monástica y espiritual, tiene también su lugar fuera del sacramento. El desarrollo partió de ambos lados; y fue conducido por la experiencia espiritual de la Iglesia. Llevó a que desde el final de la época de la Iglesia antigua, en la primera y en la alta Edad Media aumentó, cada vez más, la demanda de confesión privada de los pecados; dirección espiritual y penitencia sacramental se unieron entre sí cada vez más.

3. En la disciplina y en la pastoral de la reconciliación la Iglesia ha demostrado una gran libertad, al intentar dar a la disciplina de sus sacramentos, cuya estructura fundamental ciertamente no es mutable, una forma que correspondiera a las necesidades del pueblo cristiano y al mejor servicio de los fieles. El cambio más llamativo consistió en el paso del predominio de la penitencia pública al predominio de la práctica privada de la penitencia. A causa de los dificultades y de la aversión en que había decaído la antigua práctica, la Iglesia, caminando por una evolución de siglos, que no era posible sin daños y conflictos, llegó a una disciplina renovada que estructuró, de nuevo, el sacramento de manera más deseable y fructuosa. Esta nueva forma del sacramento condujo también a un cambio en el orden de los actos de penitencia: Originariamente se concedía la reconciliación sólo después de realizar la satisfacción impuesta; ahora se concedía la absolución ya después de la confesión de los pecados.

4. Además se dio un paso de una disciplina que conocía determinados casos de pecados no perdonables, es decir, casos de una penitencia que duraba toda la vida, a una disciplina en la que se perdonan todos los pecados. Ulteriormente se dio un paso en la práctica de la penitencia otorgada sólo una vez a la penitencia iterable, de la imposición de penitencias muy severas y largas a la imposición de penitencias leves, de la penitencia originariamente pública a la penitencia privada, de la reconciliación reservada al obispo a la absolución dada por el sacerdote, de la fórmula deprecativa de absolución a la indicativa.

5. La forma de los actos del penitente estuvo sometida igualmente a un cambio notable, y frecuentemente se llegó a acentuar uno tan fuertemente que los otros pasaron a un segundo plano. La penitencia pública de la Iglesia antigua estaba bajo el signo de la satisfactio externa que duraba un tiempo determinado; la penitencia privada de la Edad Media y de la época moderna está, por el contrario, bajo el signo de la contritio; en la actualidad, a su vez, se pone más el acento en la confessio. Puesto que esta confesión se refiere frecuentemente a pecados de peso existencial pequeño, el sacramento de la penitencia ha tomado en muchos casos la forma de un «sacramento barato» Confessio, contritio y satisfactio tienen, de nuevo, por ello, que considerarse más en su interna compaginación.

c) La doctrina del Concilio de Trento

1. Las declaraciones doctrinales del Concilio de Trento sobre el sacramento de la penitencia(260) tienen que entenderse como respuesta a cuestiones bastante precisas y entonces actuales en la controversia con los reformadores. Este contexto y esta intención son de gran importancia para la interpretación del decreto tridentino sobre el sacramento de la penitencia.

Las cuestiones sobre la reconciliación y el sacramento de la penitencia que se discutían en el siglo XVI entre los católicos y los reformadores, tocaban entre otras cosas:

a) la institución de la penitencia por Jesucristo como un sacramento distinto del bautismo;

b) la relación de la fe que justifica, con el arrepentimiento, la confesión, la satisfacción y la absolución sacramental;

c) la obligación de confesar todos los pecados graves, más concretamente si tal confesión es posible y si está postulada por Dios o sólo por la Iglesia, si está en contradicción con la justificación por la fe, si conduce a la paz o a la intranquilidad de la conciencia;

d) la función del confesor, más concretamente si se le puede describir adecuadamente como anunciador de la promesa incondicionada de la remisión de los pecados por Dios en atención a Cristo o si tiene que ser designado también como médico, guía de almas, restaurador del orden de la creación perturbado por el pecado y como juez.

2. Como respuesta a estas cuestiones el Concilio de Trento enseñó sobre la confesión sacramental:

a) sirve al bien espiritual y a la salvación del hombre, y, por cierto, sin conducir necesariamente a la intranquilidad de la conciencia; al contrario, el fruto de este sacramento es frecuentemente la paz y la alegría de la conciencia y el consuelo del alma(261);

b) es una parte necesaria dentro del sacramento de la penitencia, el cual de manera inconveniente se reduciría al anuncio de la promesa incondicionada del perdón divino por los méritos de Cristo(262);

c) tiene que ser clara e inequívoca cuando se trata de pecados mortales; esta obligación no existe para el caso en que es imposible acordarse de los pecados(263);

d) la confesión completa de los pecados mortales está exigida por la voluntad salvífica de Dios (iure divino), para que la Iglesia, por el orden consagrado, pueda ejercitar la función de juez, médico, guía de almas, restaurador del orden de la creación perturbado por el pecado(264).

3. A pesar de las divergencias sobre la necesidad de la confesión de todos los pecados mortales, existe entre el Concilio de Trento(265) y los escritos confesionales luteranos(266) un consenso considerable sobre la utilidad espiritual de la confesión de los pecados y de la absolución, el cual es importante para el diálogo ecuménico y puede ser punto de partida para el diálogo sobre las diferencias que todavía existen.

4. A pesar del pluralismo cultural de hoy, existen necesidades reales permanentes que son comunes a todo la humanidad y para las cuales los auxilios que proceden del sacramento de la penitencia por la misericordia divina, corresponden, también hoy, del modo mejor:

a) curación de enfermedades espirituales;

b) crecimiento en la vida espiritual personal;

c) instrucción para restablecer el orden perturbado por el pecado y para fomentar la justicia como lo postula la naturaleza social tanto del pecado como del perdón;

d) la concesión eficaz divina y eclesial del perdón de los pecados en un tiempo en que reina frecuentemente la enemistad entre los hombres y los naciones;

e) sumisión al juicio de la Iglesia que por los ministros eclesiásticos decide sobre la seriedad de la conversión a Dios y a la Iglesia.

5. Ya que existen estas necesidades humanas y espirituales y ya que para ellas se nos han dado por Dios en el sacramento de la penitencia los medios correspondientes de salvación, la confesión de los pecados graves de los que el pecador se acuerda después de un serio examen de conciencia, conserva, en virtud de la voluntad salvífica de Dios (iure divino), un puesto irrenunciable en la consecución de la absolución. La Iglesia no puede de otra forma cumplir las tareas que le han sido confiadas por Jesucristo su Señor en el Espíritu Santo (iure divino), a saber, el ministerio de médico, guía de almas, abogado de la justicia y del amor en la vida tanto personal como social, de heraldo de la promesa divina del perdón y de la paz en un mundo dominado frecuentemente por el pecado y la enemistad, de juez acerca de la seriedad de la conversión a Dios y a la Iglesia.

6. La confesión íntegra de los pecados mortales pertenece, por tanto, iure divino necesariamente al sacramento de la penitencia y, por ello, no se ha dejado ni al arbitrio del individuo ni a la decisión de la Iglesia. El Concilio de Trento conoce, sin embargo, el concepto de la confesión sacramental in voto(267). Por ello puede la Iglesia en situaciones extraordinarias de necesidad, en los que una tal confesión no es posible, permitir la dilación de la confesión y otorgar la absolución particular o colectivamente (absolución general) sin confesión previa. Entonces tiene, sin duda, la Iglesia, considerando las posibilidades y la situación espiritual del penitente, que preocuparse de la posterior confesión de los pecados mortales e informar cuidadosamente a los fieles, por medios apropiados, de esta obligación. El Concilio de Trento mismo no hizo declaración alguna sobre la naturaleza y la amplitud de estas situaciones de necesidad. Para resolver situaciones pastoralmente difíciles, la ampliación, recomendada por muchos, de las situaciones mencionadas en las Normae pastorales de 1972(268) y en el Ordo Paenitentiae(269) no representa ciertamente la única solución. El Concilio para situaciones en las que no se da una copia confessorum(270), remite más bien a la eficacia reconciliadora del arrepentimiento perfecto en virtud del amor (contritio), el cual otorga la reconciliación con Dios, cuando incluye el votum sacramenti y con él también el votum confessionis(271). Cómo debe la Iglesia, sobre la base de la doctrina del Concilio de Trento, proceder concretamente en este punto, es una cuestión de prudencia y de amor pastoral (cf. sobre esto más adelante C, II, 4).

C. Reflexiones sobre algunas cuestiones importantes para la práctica

I. Unidad y diversidad de las formas de penitencia

1. Formas de penitencia se dan también en las religiones prebíblicas y extrabíblicas. Ellas testimonian un conocimiento originario de la humanidad sobre culpa y necesidad de redención. El mensaje cristiano sobre la penitencia y sobre la reconciliación parte de que Jesucristo ha prestado toda penitencia y satisfacción, una vez por todas, en el servicio obediente de su vida y de su muerte en la cruz. La penitencia cristiana se distingue de las prácticas de penitencia de las otras religiones, ante todo, porque se deja determinar por el Espíritu de Jesucristo y lo expresa con signos tanto en la mentalidad personal de penitencia como en las obras corporales de penitencia. Así las formas cristianas de penitencia de modo al menos inicial (saltem inchoative) y en germen (in nucleo) tienen que estar impulsados por la fe, la esperanza y la caridad. Ante todo, la fe en Dios es el fundamento, el centro permanente y el principio vital de la penitencia cristiana. La esperanza da al convertido la confianza de que él con la gracia de Dios recorrerá ulteriormente el camino de la conversión y alcanzará la salvación escatológica. Con ello, está en relación el carácter de camino que tiene la penitencia; ésta puede empezar con motivos «más bajos»: temor del castigo, temor del juicio de Dios(272); y de ahí ascender a motivos «más altos». El amor a Dios y al prójimo es el motivo más profundo por el que el bautizado se arrepiente, se convierte y conduce una nueva vida(273). De aquí se sigue un nuevo modo de comunión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí (cf. más arriba A, II, 2s; B, III, 2 y 4).

2. En las muchas formas que revisten la penitencia cristiana y el perdón de los pecados, se da, a pesar de la pluralidad de sus formas, una unidad estructural del acontecimiento de conjunto: conocimiento de la culpa individual o colectiva - arrepentimiento de lo hecho u omitido - confesión de la culpa - disposición a cambiar de vida (incluida una reparación posible según los casos, y, a pesar de todo, necesaria en principio, del daño que haya resultado) - petición de perdón - recepción del don de la reconciliación (absolución) - acción de gracias por el perdón otorgado - vida en una obediencia nueva. La práctica de la penitencia es, por tanto, en los formas concretas de la penitencia un proceso dinámico con una estructura consecuente. La pastoral y la catequesis de la reconciliación tienen que atender a la totalidad y al equilibrio de los elementos concretos.

3. La única penitencia se desarrolla en una multiplicidad de modos de realización. La Sagrada Escritura y los Padres acentúan la conexión de las tres formas fundamentales: ayuno, oración y limosna (Tob 12, 8)(274). Orígenes(275) y Casiano(276) ofrecen enumeraciones más largas de formas del perdón de los pecados. Además de los efectos fundamentales de la gracia bautismal y del padecimiento del martirio, mencionan, por ejemplo, la reconciliación con el hermano, las lágrimas de la penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo, la intercesión de los santos y el amor. En la tradición viva de la Iglesia aparecen además, ante todo, la lectura de la Sagrada Escritura y el rezo del Padre nuestro. Pero hay que mencionar también las realizaciones, inspiradas por la fe, de la conversión en lo que es el mundo de la vida cotidiana, por ejemplo, el cambio de mentalidad, la común conversación sobre culpa y pecado en una comunidad, gestos de reconciliación, la correctio fraterna, la confesión de reconciliación. Ciertas formas de dirección de la vida espiritual tienen un carácter de expiación de pecados, como, por ejemplo, la revisión de vida, el capítulo de faltas, el diálogo pastoral, la confesión de los «starets» en conexión con la confesión monástica. No hay que olvidar las consecuencias éticas de una nueva orientación de la vida: cambio del estilo de vida, ascesis y renuncia de muchas maneras, acciones de amor al prójimo, obras de misericordia, expiación y reparación vicaria.

Los formas litúrgicas del perdón de los pecados no consisten meramente en las celebrationes paenitentiales, sino también en la reflexión y oración, intercesión y «Oración de los horas» de la Iglesia, en la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, como también en la celebración de la Eucaristía (cf. más adelante C, IV, 1)(277). Junto a las formas específicamente sacramentales del perdón de los pecados(278), hay que recordar también otros modos de realización de la actual disciplina penitencial(279). Los tiempos y los días de penitencia de la Iglesia a lo largo del año litúrgico son especiales centros de gravedad de la práctica penitencial de la Iglesia.

II. Confesión individual - Celebración penitencial - Absolución general

1. La conciencia de la riqueza y variedad de las formas de penitencia está frecuentemente olvidada; por ello es necesario fortalecerla de nuevo y hacerla valer tanto en la predicación de la reconciliación como en la pastoral de la penitencia. Un aislamiento del sacramento de la penitencia con respecto a la totalidad de la vida cristiana llevada con espíritu de reconciliación conduce a una atrofia del sacramento mismo. Un estrechamiento del acontecimiento de la reconciliación a sólo pocas formas puede ser corresponsable en la crisis del sacramento de la penitencia y producir los conocidos peligros de ritualismo y privatización. Los diversos caminos de la reconciliación no deben por ello llevarse a una concurrencia entre sí, sino más bien hay que exponer y hacer visible la interna unidad y la dinámica entre los modos concretos de realización. Las formas enumeradas más arriba (cf. C, I, 3) son útiles, ante todo, con respecto al perdón de los «pecados cotidianos». El perdón de los pecados puede otorgarse de modos diversos; el perdón de los pecados cotidianos se concede siempre, cuando existe arrepentimiento informado por el amor (contritio)(280).

2. Cuanto más claro y convincente sea el modo en que las mencionadas formas y dimensiones de la penitencia se realizan en la vida cotidiana del cristiano, tanto más crecerá también el deseo de la confesión sacramental individual. Ante todo, hay que declarar los pecados graves en una confesión individual y lo más completa posible de la propia culpa ante la Iglesia en sus representantes oficiales. Una confesión global de los pecados no basta, porque el pecador -en cuanto es posible- tiene que expresar en concreto la verdad de su culpa y la naturaleza de sus pecados y porque, por otra parte, una tal manifestación individual y personal de la culpa fortifica y profundiza el verdadero arrepentimiento. A favor de esta tesis hablan puntos de vista tanto antropológicos (cf. A, II, 3) como, sobre todo, teológicos (cf. B, III, 4; B, IV, c, 2. 5s). Para el perdón de tales pecados se necesita el poder sacramental. Ciertamente la forma auténtica de la confesión individual necesita hoy, en conexión con el Ordo Paenitentiae renovado, una renovación espiritual profunda, sin la que no se puede superar la crisis del sacramento de la penitencia. Por ello es necesaria, ante todo, una más profunda formación espiritual y teológica de los sacerdotes para que puedan satisfacer los exigencias actuales de la confesión que tiene que contener más elementos de dirección espiritual y de diálogo fraterno. Precisamente desde este punto de vista continúa siendo importante la llamada confesión de devoción.

3. Entre las celebrationes paenitentiales se entienden, muchas veces, cosas diversas. Aquí se hace referencia con este término a celebraciones litúrgicas de la comunidad reunida, en las que se predica la llamada a la penitencia y la promesa de la reconciliación, y en las que tiene lugar una confesión global de los pecados, pero no una confesión individual de pecados ni absolución alguna individual o general. Este modo de celebraciones de la penitencia puede hacer resaltar más claramente el aspecto comunitario del pecado y del perdón; puede despertar y profundizar el espíritu de penitencia y reconciliación. Pero no puede ser equiparado con el sacramento de la penitencia o simplemente sustituirlo. Tales celebraciones de la penitencia están ciertamente ordenadas en su finalidad interna a la confesión individual sacramental, pero no tienen solamente la función de invitación a la conversión y de disposición al sacramento de la penitencia, sino que pueden llegar a ser, con un auténtico espíritu de conversión y un arrepentimiento suficiente (contritio), un verdadero lugar de perdón con respecto a los pecados cotidianos. Así pueden las celebrationes paenitentiales obtener una significación eficaz de salvación, aunque no representan una forma del sacramento de la penitencia.

4. El Ordo Paenitentiae conoce también una celebración comunitaria de la reconciliación con confesión global y absolución general. Ésta presupone ética y jurídicamente normas inequívocas, que pastoralmente hay que observar(281).

De ello se sigue que esta forma de la reconciliación sacramental se refiere a situaciones extraordinarias de necesidad. Como la práctica ha mostrado en ocasiones, la absolución general fuera de tales situaciones extraordinarias de necesidad puede llevar fácilmente a malentendidos de naturaleza fundamental sobre la esencia del sacramento de la penitencia, especialmente sobre la necesidad de principio de la confesión personal de los pecados y la eficacia de la absolución sacramental, la cual presupone el arrepentimiento y, al menos, el votum confessionis. Tales malentendidos y los abusos que se derivan de ellos, dañan el espíritu y el sacramento de la reconciliación.

Las situaciones pastorales difíciles, y en parte dramáticas, en muchas partes de la Iglesia traen ciertamente consigo que muchos fieles apenas tienen la posibilidad de recibir el sacramento de la penitencia. En tales situaciones de necesidad es imprescindible mostrar a los fieles afectados, caminos que les posibiliten el acceso al perdón de los pecados y a la recepción de la Eucaristía. La tradición eclesiástica conoce la posibilidad, atestiguada por el Concilio de Trento, de alcanzar, en tales situaciones, el perdón de los pecados graves por el arrepentimiento perfecto (contritio); según la misma tradición, el arrepentimiento perfecto incluye también el deseo (votum) de recibir, tan pronto como sea posible, el sacramento de la penitencia(282). Cuando no se da copia confessorum, un tal arrepentimiento perfecto puede ser, según la doctrina del Concilio de Trento, la disposición suficiente para la recepción de la Eucaristía (cf. más arriba IV, c, 6)(283). En la mayor parte de las situaciones pastorales de necesidad, esta posibilidad será más conveniente que la absolución general, porque así puede hacerse psicológicamente a la mayor parte de los fieles más fácilmente visible la obligación de una confesión personal. La dimensión eclesial de tal arrepentimiento perfecto puede expresarse por las celebraciones de la penitencia mencionadas más arriba.

5. La crisis actual de la penitencia y del sacramento de la penitencia no puede superarse por la aceptación de una sola forma de penitencia, sino sólo por una concepción integradora que tenga en cuenta la relación múltiple y la complementariedad recíproca de las formas concretas de penitencia. Con ello se llegará también, de nuevo, a integrar más las formas concretas de la penitencia en la realización del sacramento de la penitencia para dar así, de nuevo, más peso existencial en la conciencia de los fieles a la penitencia sacramental.

III. Pecado - Pecado grave - Pecados cotidianos

1. La conversión como apartamiento del pecado y vuelta a Dios presupone la conciencia del pecado y de su contraposición a la salvación. La crisis actual del sacramento de la penitencia está en conexión inmediata con una crisis de la comprensión del pecado y de la conciencia de pecado, como se puede comprobar en amplias partes del mundo. En ello juega también un papel la impresión de muchos hombres de nuestro tiempo, de que los esfuerzos pastorales de la Iglesia (predicación, catequesis, diálogo personal, etc.) en muchos aspectos se han quedado atrás comparados con sus posibilidades (cf. más arriba A, I, 2). Por ello es necesario explicar, de nuevo, la auténtica comprensión cristiana del pecado.

Aunque la Sagrada Escritura no nos ofrece una definición propia del pecado, contiene, sin embargo, una serie de afirmaciones concretas que desde muchos puntos de vista y en relaciones diversas contienen una interpretación del pecado. Así la Sagrada Escritura llama al pecado entre otras cosas:

a) exclusión de la salvación (_ìáñôßá): impiedad, rechazo de reconocer a Dios (Rom 1, 18ss), ruptura de la alianza con Dios;

b) oposición a la voluntad revelada de Dios (_voìßá): oposición a la ley de Dios y a sus mandamientos;

c) injusticia y culpa (_äéêßá): negarse a vivir según la justicia otorgada por Dios;

d) mentira y tinieblas (øå_äoò; óêüôoò): oposición a la verdad de Dios, a Jesucristo que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6), a los otros hombres y a la misma verdad de ser hombre. El que peca, no viene a la luz, permanece en las tinieblas (cf. también más arriba B, I, 1-3).

Sobre este trasfondo aparece claro que cada pecado está en relación con Dios; es apartarse de Dios y su voluntad, y absolutizar bienes creados. Por ello, la conciencia y la comprensión del pecado sólo puede tener lugar por el camino de anunciar a Dios y su mensaje de salvación y de despertar una renovada y profundizada sensibilidad de Dios. Sólo cuando se hace claro que el pecado está en relación con Dios, se puede también hacer inteligible que el perdón de los pecados sólo puede venir de Dios.

2. Ya en la parenesis y en la práctica penitencial de las comunidades cristianas primitivas se establecieron distinciones sobre la naturaleza de los pecados:

a) pecados que excluyen del Reino de Dios como lascivia, idolatría, adulterio, pederastia, codicia, etc. (cf. 1 Cor 6, 9s), y que, al mismo tiempo, llevan a la exclusión de la comunidad (cf. 1 Cor 5, 1-13) (cf. más arriba B, III, 4);

b) pecados llamados cotidianos (peccata quotidiana).

La distinción fundamental de pecados graves y no graves ha sido enseñada en toda la tradición de la Iglesia, aunque con diferencias importantes en la terminología y en la valoración de los pecados concretos.

Muchas veces se intenta sustituir esta distinción binaria en pecados graves y no graves, o bien completarla, por la distinción ternaria entre crimina (peccata capitalia), peccata gravia y peccata venialia. Esta división ternaria tiene su razón de ser a nivel fenomenológico y descriptivo; sin embargo, a nivel teológico no se puede borrar la diferencia fundamental entre el sí y el no a Dios, entre el estado de gracia, la vida en comunión y amistad con Dios de una parte, y el estado de pecado, el alejamiento de Dios que lleva a la pérdida de la vida eterna de otra. Pues entre ambas cosas no puede darse esencialmente ningún tercer elemento. Así la distinción tradicional en dos miembros expresa la seriedad de la decisión moral del hombre.

3. Con estas distinciones, la Iglesia ya en siglos anteriores -cada vez en los modos de pensar y en las formas de expresión de la época- ha tenido en cuenta lo que hoy, en los modos de ver y circunstancias actuales, tiene mucho peso, en las declaraciones doctrinales de la Iglesia y en las reflexiones teológicas, sobre la diferencia y la relación entre pecado grave y no grave:

a) del lado subjetivo: la libertad de la persona humana tiene que verse desde su relación con Dios. Por eso, se da la posibilidad de que el hombre, desde el centro de su persona, diga no a Dios (aversio a Deo) como decisión fundamental sobre el sentido de su existencia. Esta decisión fundamental sucede en el «corazón» del hombre, en el centro de su persona. Pero, a causa de la existencia espacial y temporal del hombre, tiene lugar en actos concretos, en los que la decisión fundamental del hombre se expresa más o menos plenamente. A esto se añade que el hombre a causa de la ruptura de su existencia, que ha sido ocasionada por el pecado original, manteniendo el «sí» fundamental a Dios puede vivir y actuar con «corazón dividido», es decir, sin pleno compromiso;

b) del lado objetivo se da, por una parte, el mandamiento gravemente obligatorio con la obligación de un acto en que uno se entrega totalmente, y, por otra parte, el mandamiento levemente obligatorio, cuya transgresión normalmente sólo puede ser designada como pecado en un sentido análogo, pero que, no obstante, no se puede bagatelizar, porque también tal modo de actuar entra en la decisión de la libertad y puede ser o llegar a ser expresión de una decisión fundamental.

4. La Iglesia enseña esta comprensión teológica del pecado grave, cuando habla del pecado grave como rechazo de Dios, como alejarse de Dios y volverse a lo creado, o cuando ve igualmente en cada oposición al amor cristiano y en el comportamiento contra el orden de la creación querido por Dios en algo importante, sobre todo en la violación de la dignidad de la persona humana, una falta grave contra Dios. La Congregación para la Doctrina de la fe subraya este segundo aspecto haciendo referencia a la respuesta de Jesús al joven que le preguntaba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». Jesús le respondió: «Si quieres alcanzar la vida, guarda los mandamientos... No matarás, no adulterarás, no robarás, no mentirás; honra padre y madre. Y amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 16-19)(284).

Según esta doctrina de la Iglesia, la decisión fundamental determina, en último término, el estado moral del hombre. Pero la idea de decisión fundamental no sirve como criterio para distinguir concretamente entre pecado grave y no grave; esta idea sirve más bien para hacer comprensible teológicamente lo que es un pecado grave. Aunque el hombre puede expresar o cambiar fundamentalmente su decisión en un único acto, a saber, cuando este acto se hace con plena conciencia y plena libertad, sin embargo no tiene que entrar, ya en cada acción concreta, toda la decisión fundamental de modo que cada pecado concreto tenga que ser eo ipso ya también una revisión de la decisión fundamental (explícita o implícita). Según la tradición eclesiástica y teológica, para un cristiano que se encuentra en estado de gracia y que participa sinceramente en la vida sacramental de la Iglesia, un pecado grave, a causa del «centro de gravedad» que constituye la gracia, no es tan fácilmente posible ni lo normal en la vida cristiana(285).

IV. Penitencia y Eucaristía

1. La cuestión de la relación entre penitencia y Eucaristía nos coloca, en la tradición de la Iglesia, entre dos datos que sólo aparentemente son contradictorios, y que, en realidad. precisamente en su tensión inmanente, son fructíferos:

a) Por un lado, la Eucaristía es el sacramento de la unidad y del amor para los cristianos que viven en gracia de Dios. La Iglesia antigua admitía a la comunión sólo a los bautizados que si habían cometido pecados que conducen a la muerte, habían sido reconciliados después de la penitencia pública. De la misma manera exige el Concilio de Trento que aquél que es consciente de un pecado grave, no comulgue ni celebre antes de haber recibido la penitencia sacramental(286). Sin embargo, no habla aquí de una obligación iure divino; más bien traduce al plano de la disciplina la obligación de probarse a sí mismo para sólo después comer del pan y beber del cáliz (1 Cor 11, 28). Por eso, puede esta obligación permitir casos excepcionales, por ejemplo si no se dispone de copia confessorum; pero, en este caso, la contritio tiene que incluir el votum sacramenti (cf. más arriba B, IV, c, 6; C, II, 4). A pesar de ello el Concilio excluye la tesis de Cayetano que iba más allá(287). La Eucaristía no es en la Iglesia una alternativa al sacramento de la penitencia.

b) Por otra parte, la Eucaristía perdona pecados. La Iglesia antigua está persuadida de que la Eucaristía perdona los pecados cotidianos(288). También el Concilio de Trento habla de la Eucaristía como «antídoto por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados graves»(289). La Eucaristía otorga el perdón de los pecados graves mediante la gracia y el don de la penitencia(290), la cual, según la doctrina del Concilio, incluye, por lo menos in voto, la confesión sacramental (cf. más arriba B, IV, c, 6). Esta fuerza de la Eucaristía para el perdón de los pecados cotidianos está fundada en que ella es la memoria, es decir, la nueva presencia sacramental (repraesentatio) del sacrificio, ofrecido una vez por todas, de Jesucristo, cuya sangre fue derramada para el perdón de los pecados (Mt 26, 28)(291).

2. Confesión y comunión de los niños. La formación de la conciencia en los niños para la comprensión del pecado y de la penitencia tiene que tener en cuenta la edad y la experiencia de los niños y no puede simplemente trasladar a los niños la conciencia y la experiencia de los adultos. Sin embargo, la confesión de los niños como sacramento de conversión (ìåôÜvoéá) no puede considerarse como el término de la educación religiosa. Pues precisamente por la práctica del sacramento crecerá el niño en la comprensión viva de la penitencia.

Conclusión

La renovación de la actitud y del sacramento de la conversión y de la reconciliación está en conexión con la revitalización del mensaje sobre Dios que es rico en misericordia (Ef 2, 4), especialmente con el mensaje de la reconciliación que Dios ha otorgado, una vez por todas, por la muerte y resurrección de Jesucristo y hace permanentemente presente en la Iglesia por el Espíritu Santo. La renovación de la conversión y de la reconciliación es, por ello, posible solamente, si se consigue despertar más, de nuevo, el sentido de Dios y profundizar en la Iglesia el espíritu de seguimiento de Jesús y las actitudes de fe, esperanza y amor. La renovación del sacramento de la penitencia es posible solamente dentro y en la totalidad del organismo de todos los sacramentos y todas las formas de la penitencia.

Esta renovación espiritual complexiva y que brota del centro del mensaje cristiano, incluye una renovación del sentido de la dignidad personal del hombre, que ha sido llamado por la gracia a la comunión y amistad con Dios. Sólo cuando el hombre se convierte, reconoce que Dios es Dios, y vive de la comunión con Dios, encuentra también el verdadero sentido de su propia existencia. Por eso es importante que, en la renovación del sacramento de la penitencia, se tenga en cuenta la dimensión antropológica de este sacramento y se haga patente la conexión indisoluble de la reconciliación con Dios y la reconciliación con la Iglesia y con los hermanos. De este modo puede conseguirse dar al sacramento de la penitencia, por una fidelidad creadora a la tradición de la Iglesia en la línea del nuevo Ordo paenitentiae, una forma que corresponda a las indigencias y necesidades de los hombres.

No en último lugar, la Iglesia en su conjunto, por su ìáñôõñßá, su ëåéôoõñßá y su äéáêovßá, tiene que ser para el mundo sacramento, es decir, signo e instrumento de la reconciliación, y tiene que testificar y hacer presente en el Espíritu Santo, por todo lo que ella es y cree, el mensaje de la reconciliación que Dios nos ha otorgado por Jesucristo.

 

11.3. Comentario por Mons. J. Medina Estévez

Este documento, fruto de los trabajos de la Comisión teológica internacional durante su sesión Plenaria de 1982, tuvo su origen en el deseo de la Secretaría del Sínodo de Obispos de contar con una colaboración de la Comisión, que pudiera servir de apoyo a los trabajos de la Asamblea ordinaria del Sínodo, que debía celebrarse en septiembre de 1983.

Es conveniente tener presente que un documento como el que comentamos no es un acto del magisterio auténtico de la Iglesia. El hecho de que se publique con la autorización de las instancias eclesiásticas competentes, no significa que esas instancias lo hagan suyo, ni tampoco que cada uno de los juicios y opiniones que expresa el documento deban necesariamente ser compartidos por todo teólogo o fiel católico. El valor del documento estriba en que representa el consenso de un grupo numeroso de teólogos católicos, de bastante amplia representatividad sea a causa de su proveniencia geográfica, como por la diversidad de corrientes y preocupaciones que ellos reflejan. Es obvio que los miembros de la Comisión teológica desean expresar un pensamiento que sea fiel al acervo de la doctrina católica, y que le preste un servicio.

El servicio que la Comisión desea prestar es de orden pastoral, o sea de apoyo a la acción de todos aquellos que tienen responsabilidades en el sostén y acrecentamiento de la vida cristiana en sus dimensiones personales y comunitarias. Y este documento es precisamente pastoral porque es doctrinal. En efecto, ninguna acción pastoral merece tal nombre si no está fundada en la doctrina: seria un lastimoso empobrecimiento del concepto de «pastoral» identificarlo con «recetas» prácticas, organigramas o dinámicas de grupo, sin relación estrecha con lo que postula la doctrina. Si, como en el caso presente, se advierten problemas más o menos graves en la vivencia eclesial de la Penitencia y Reconciliación, la primera tarea pastoral consiste en ahondar en la doctrina, para sacar de ella el alma de una predicación revitalizada y de una praxis renovada. Pero el documento de la Comisión es y permanecerá de otro nivel que la esperada Encíclica, Carta o Exhortación apostólica en que el Papa resumirá los trabajos del Sínodo y les conferirá calidad de Magisterio: indudablemente el futuro documento pontificio tendrá más resonancia y reclamará, por su misma naturaleza, una adhesión que irá más allá del valor probatorio de los argumentos. El presente documento tiene su matiz propio de valor precisamente en cuanto expresa una reflexión e invita, a través de ella, a buscar la intelección de la fe. No es difícil ver una complementariedad entre ambos tipos de documentos y servicios a la fe de la Iglesia. Y ninguno de los dos agotará todo lo que se podría decir, y que el Espíritu sugerirá a la Iglesia como novedad en el momento oportuno.

A. Anotaciones acerca del «contexto antropológico»

Los cristianos y católicos viven en un mundo en el que la desacralización ha eliminado en buena parte la conciencia de la relación del hombre con Dios. A muchos sorprenderían poderosamente las palabras citadas por S. Pablo, al decir que en Dios «vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28), y tal vez más la afirmación del Apóstol de que «si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor» (Rom 14, 8). La afirmación, en un cierto sentido correcta, de que el hombre es el centro del mundo, ha sido entendida mal, al menos en la práctica, como si el hombre gozara de autonomía total. Así ha resurgido, con un rostro nuevo, la vieja tentación del Paraíso (ver Gén 3, 5), y se ha hecho rediviva la tentación pelagiana. El hombre rehúsa reconocerse pecador, y si se reconoce tal, piensa que puede salvarse a sí mismo. O se esquiva la responsabilidad personal derivándola hacia la sociedad, la historia, la herencia, los desequilibrios psicológicos, etc. La parábola del hijo pródigo, o del «padre amoroso» (ver Lc 15, 11ss), tan querida a la fe cristiana, resulta incomprensible para una mentalidad ajena a la experiencia de la relación entre el hombre y Dios.

El documento contiene, en esta primera parte, una precisión de mucho interés acerca de un tema de actualidad, al afirmar que en el sentido propio de la palabra, sólo el hombre puede ser pecador y que si se habla de «estructuras pecadoras» o de «pecado estructural», ello es posible, a lo sumo, en un sentido analógico. Intrínsecamente sólo el hombre peca y es pecador: las estructuras sociales defectuosas y que amenazan la dignidad de las personas, o son fruto y consecuencia de pecados personales, o ni siquiera provienen de pecados propiamente tales, sino de ignorancias moralmente no imputables. Esos defectos de las trabazones sociales humanas, originadas en deficiencias de personas, vuelven, a su vez, a influir en las personas que se encuentran inmersas en ellas, dificultándoles su camino hacia Dios, el cual pasa por los hombres. Esta temática aparece, con los necesarios matices, en la Conferencia de Puebla del Episcopado latinoamericano(292). Es claro que no todo hombre es responsable de los desajustes sociales, sino en la medida en que tiene real posibilidad de ejercitar una influencia, y teniéndola, no la ejercita. Es corriente la falacia de culpar de todo a las estructuras, olvidando que hay una cantidad enorme de acciones personales que se pueden y deben ejercitar, que están en la mano de cada cual, y cuya eficacia es real. Es un error descargarse de la responsabilidad posible y a la mano en estas acciones, so pretexto de las «estructuras de pecado». Llevado este error hasta un extremo, no queda otro camino que la revolución que aparece revestida de tal pureza de intención y de tal justicia en la acción, que llega a adquirir contornos mesiánicos.

B. Anotaciones sobre «los fundamentos teológicos de la Penitencia»

Aunque la Sagrada Escritura no acuñe «definiciones» de pecado, da de él ciertas descripciones cuya fuerza expresiva es difícilmente superable: el pecado es desobediencia, rebelión y soberbia (ver Gén 3, 1ss); es idolatría (ver Ex 32, 1ss), y es adulterio (Os 2, 2ss; Ez 16, 1ss). Paradójicamente esa soberbia conduce a la humillación y al envilecimiento; la idolatría somete a la más dura esclavitud y el adulterio aleja del verdadero amor, del amor del Dios fiel.

No cabe duda de que en la perspectiva cristiana la justicia y el pecado adquieren una profundidad muy grande. Si bien es cierto que en el Antiguo Testamento el pecado contenía ya una referencia personal negativa hacia Dios, esa referencia adquiere una consistencia diferente por el hecho de la Encarnación del Hijo de Dios. La ley moral del decálogo y de otros textos véterotestamentarios, no sólo es interiorizada y perfeccionada por Jesucristo (ver Mt 5, 7ss, y la frase «Habéis oído que se dijo...»: Mt 5, 21. 27. 33. 38 y 43, que introduce precisamente las nuevas exigencias), sino que se «encarna», por así decirlo, en el Señor Jesús. Para el discípulo de Cristo la frase de San Pablo «tened los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5), es el resumen de su ideal moral, y por eso mismo Jesucristo es con toda razón la «vida» de los suyos: porque los salva de la muerte eterna; porque los introduce en un nuevo orden de vida; porque les enseña nuevos y más hondos valores. Todo eso, y más todavía, es lo que encierra el breve grito del Apóstol: «¡Para mí, la vida es Cristo!» (Flp 1, 21). A la luz de este aspecto positivo de la vida en Cristo, se percibe toda la trágica realidad del pecado, misterio de tinieblas, de error, de perdición.

El ministerio de la reconciliación con Dios ha sido confiado a la Iglesia en cuanto ella es «sacramento de salvación». Según el vocabulario de «Lumen Gentium», el pecado «ofende» a Dios y «hiere» a la Iglesia(293), dos expresiones similares pero no idénticas. En todo caso es cierto que «por el secreto y benigno misterio de la divina dispensación, los hombres están unidos entre sí por un vínculo sobrenatural, en virtud del cual el pecado que uno comete, perjudica también a los demás, como también la santidad de uno beneficia a los otros»(294). La Iglesia, «herida» por el pecado de sus miembros en cuanto es comunidad de gracia y fruto de salvación, «reconcilia» con Dios a través de su ministerio sacerdotal, o sea a través de su estructura y en cuanto es instrumento de salvación. Pero también en el ministerio de reconciliación con Dios caben muchas acciones previas al momento de la reconciliación visible, acciones que pueden y aun deben ser puestas por los fieles, y que disponen a la acción sacramental, o incluso forman parte de ella, como son los «actos del penitente». En todo caso, como lo dice el documento, el sentido del texto de Jn 20, 21ss, fue definido magisterialmente por el Concilio de Trento(295), de modo que el ministro de la Iglesia que absuelve no lo hace como representante de la Iglesia-comunidad de salvados, sino como instrumento de ella, que lo es a su vez de Cristo, de quien procede, únicamente, la virtud y fuerza de salvación, como de su fuente. No pocos textos del Nuevo Testamento muestran que en la Iglesia hubo, ya desde un principio, una intervención de los ministros en el proceso de reconciliación (ver Hech 8, 9-15; 1 Cor 5, 1-11; 1 Tim 1, 20; 5, 17-25; Sant 5, 15-16).

La historia del ejercicio práctico y concreto del ministerio de la reconciliación es compleja y, a primera vista, desconcertante. Vale en esta materia lo que dice un texto poco citado del Concilio de Trento: «Declara, además, el santo Concilio, que perpetuamente tuvo la Iglesia poder para estatuir o mudar en la administración de los sacramentos, salvo la sustancia de ellos, aquello que según la variedad de las circunstancias, tiempos y lugares, juzgara que convenía más a la utilidad de los que los reciben o a la veneración de los mismos sacramentos»(296). El documento de la Comisión indica, sin entrar en una historia pormenorizada, los no pocos cambios que ha experimentado la celebración sacramental de la reconciliación, cuya «sustancia» inmutable ayudó a precisar el Concilio de Trento. (Téngase presente que hasta Pío XII no hubo una «definición» del concepto de «sustancia» de los sacramentos: «aquellas cosas que, conforme al testimonio de las fuentes de revelación, Cristo nuestro Señor estatuyó que debían observarse en el signo sacramental»)(297).

C. Anotaciones a las «Reflexiones sobre algunas cuestiones importantes para la práctica»

Como quiera que la conversión, penitencia o reconciliación implican un proceso que comienza con el bautismo y que no termina sino con el paso a la vida eterna, es necesario admitir que la actitud penitencial forma parte de la esencia misma de la vida cristiana: es la acción permanente de la gracia salvífica que va invadiendo al viejo hombre pecador, para hacer de él otro Cristo (ver Gál 2, 20). Por lo mismo la penitencia reviste variadas formas y grados, todas las cuales son una expresión de la acogida por parte del hombre de la gracia que renueva.

El documento de la Comisión teológica se ocupa del problema de las «absoluciones generales» dadas en ciertas circunstancias sin que haya previa confesión materialmente integra de los pecados. La historia de estas «absoluciones generales» no ha sido ni simple, ni lineal (está jalonada por diversas disposiciones de la Santa Sede que son, a grandes rasgos, una Declaración de la S. Penitenciaría Apostólica del 6. 2. 1915(298); las facultades concedidas por Pío XII a través de la S. C. Consistorial el 8. 12. 1939(299); la Instrucción de la S. Penitenciaría Apostólica de fecha 25. 3. 1944(300); las «normas pastorales» de la S. Congregación para la Doctrina de la fe, del 16. 6. 1972(301); las disposiciones del «Ordo Paenitentiae», de 2. 12. 73(302); y diversos discursos de los Papas Pablo VI y Juan Pablo II, hasta llegar al nuevo Código de derecho canónico, promulgado en 1983, en sus cánones 960ss). El estudio detenido de la historia de las así llamadas «absoluciones generales» muestra que, luego de un período de cierto auge, tolerancia y confusión, la autoridad suprema de la Iglesia ha considerado necesario subrayar el carácter marcadamente excepcional de esta forma de reconciliación sacramental, como se ve en las restricciones que al respecto establece el nuevo Código. En cambio este mismo Código indica que en caso de imposibilidad física o moral de acceder a la confesión individual e íntegra de los pecados, hay otros modos de obtener la reconciliación(303). Una aplicación de este principio está en el canon 916, cuya interpretación justa requerirá todavía algún tiempo, en el que se habla del acto de contrición perfecta con el propósito de confesarse cuanto antes.

El tema del pecado grave no podía estar ausente de estas consideraciones. Es comprensible que este tema presente serias dificultades a los teólogos, a los confesores y a los mismos fieles. Es posible que haya habido exageración en asignar la categoría de «grave» o «mortal» a muchos actos incorrectos. También es posible que no se haya tenido suficientemente en cuenta la disminución subjetiva de la culpabilidad en cada persona concreta, a causa de factores internos o externos. Tal vez han sido estas dificultades, y otras, las que han dado origen a ensayos de solución que han causado confusión sobre todo a causa de imprecisiones o falta de matices, o de simplificaciones.

Una de estas simplificaciones consiste en reemplazar la división binaria de los pecados en «graves» o «mortales», por una parte, y «leves» o «veniales», por otra, por una división ternaria en «capitales» (o «crímenes»), «graves» y «veniales». En esta división ternaria se insinuaría que una acción puede ser «gravemente» contraria al Evangelio, sin llegar, sin embargo, a privar de la amistad divina o de la gracia. Como consecuencia, sólo se requeriría, para poder acceder a la Eucaristía, la reconciliación sacramental previa cuando se tratara de pecados «capitales» o «crímenes». La Comisión creyó su deber afirmar con toda claridad, y conforme a la tradición católica, que no puede haber «tercer estado» entre la amistad con Dios y su rechazo.

El manejo poco cuidadoso del concepto de «decisión» u «opción» fundamental, también ha provocado perplejidades, pues ha sido entendido, bien o mal, como si se restara importancia, por principio, a los actos aislados del comportamiento de cada persona, para considerar como elemento determinante del juicio moral «la línea gruesa» de la conducta, línea llamada a veces también las «actitudes» en cierta oposición a los «actos». Es indudable que la actitud general de una persona constituye un elemento de legítima presunción para valorar los actos, los que no pueden considerarse como absolutamente aislados, pero tal «presunción» no puede llegar hasta el punto de rechazar la consideración del valor intrínseco de un acto determinado, en el cual hay, explícita o implícitamente, un juicio de valor y consiguientemente una toma de posición frente a Dios. Lo que sí es cierto es que pueden darse actos cuya materialidad es grave, o sea, incompatible con la relación de amor con Dios, pero que no son percibidos subjetivamente como tales, o que siéndolo, no son realizados con el nivel de libertad requerido para que representen realmente una opción que aleja de Dios. El problema de estas terminologías estriba en el peligro de desvalorizar los actos singulares, olvidando, tal vez, que las «opciones» o «actitudes» se juegan en la trama concreta de los actos de voluntad. Lo que sí es cierto y positivo es que una vez establecida sólidamente una opción de amor a Dios, sostenida por la contemplación de las cosas divinas y afianzada con los múltiples actos de conversión y penitencia cotidianos, esa misma opción va a influir sobre los actos concretos. Éstos, a su vez, refuerzan esa dirección básica, en la medida en que se realizan según la voluntad de Dios y a imagen del «estilo» de Jesús.

El tema de la relación entre la Eucaristía y la remisión de los pecados no es nuevo, por cierto. Ya Santo Tomás de Aquino había examinado en la Summa(304) el problema de si este sacramento tendría como efecto la remisión de los pecados mortales y veniales(305). El perdón de los pecados graves implica, incluso según la doctrina tomista a título de causa, la contrición. Ahora bien, la contrición no es posible sino como efecto de la gracia, y uno de los efectos o frutos de la Eucaristía es precisamente impetrar la gracia en favor del que aún no la tiene. En este sentido no carece de razón de ser el que un cristiano que está en pecado asista a la celebración eucarística, aun sin poder participar plenamente por la recepción del Cuerpo de Cristo: su participación es un acto de fe en el valor salvífico de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, y una oración, unida a la de la Iglesia, para alcanzar la gracia de la conversión. Este es el sentido teológico del formulario de Misa «por el perdón de los pecados», que aparece bajo la rúbrica «IV. Por algunas necesidades particulares» con el nº 40 del Misal Romano promulgado por el Papa Pablo VI(306). En el antiguo Misal Romano había también un formulario de oraciones «para pedir el don de lágrimas»(307).

Conclusión

El documento de la Comisión teológica, elaborado como una contribución al Sínodo de Obispos de 1983, ofrece un material de reflexión que puede ser útil para quienes trabajan en la pastoral católica e incluso para quienes no están en plena comunión con nuestra Iglesia. Es una invitación a ulteriores reflexiones, así como a revitalizar el ejercicio del múltiple ministerio de la reconciliación.