NOTICIA DE DIOS Y CULTURAS ACTUALES

Comisión Episcopal de Fe y Cultura
Argentina

I

Para responder a la pregunta acerca de cómo el "hombre de hoy" se plantea la cuestión del sentido de su existencia conviene recurrir al valioso auxilio del análisis sociológico. Un estudio realizado en 1991 por el Instituto Gallup de la Argentina, que forma parte de un estudio internacional sobre los valores vigentes en distintos países, revela que el 84% de los consultados pertenece a alguna religión. De ellos, el 90% es católico y, con respecto a 1984, e advierte un crecimiento de fieles en otras religiones: protestantismo, judaísmo, musulmana, hindú o budista, con porcentajes que oscilan entre el 2 y el 6 por ciento. El 70% de los argentinos se define a sí mismo como persona religiosa, cifra superior al 62% que en 1984 manifestaba tal condición. El 90% cree en Dios, el 75% en el alma, el 68% en el pecado, el 65% en el cielo, el 55% en la vida después de la muerte, el 44% en el demonio y el 38% en el infierno. Hay un aumento de la creencia en la reencarnación (33% contra el 27% en 1984). En lo que respecta a la imagen de Dios, el 56% cree en un Dios personal; el 26% se inclina por la existencia del algún tipo de espíritu o fuerza vital. La religiosidad es mayor entre las mujeres, en los sectores de más bajo nivel educativo y socioeconómico, y tiende a crecer con la edad y a medida que se avanza en el arco ideológico izquierda-derecha.

El "sentimiento de una Providencia" es particularmente fuerte en los sectores sociales medios y bajos animados por una religiosidad popular, que encuentra una fuerte expresión en la concurrencia masiva a numerosos santuarios, especialmente marianos, diseminados a lo largo y ancho del país, para dar gracias y pedir por las necesidades cotidianas. En los sectores más ilustrados de la población el problema del mal sigue siendo a menudo un escollo para la creencia en una Providencia.

La cuestión del sentido de la propia existencia y del mundo se plantea en el contexto de la crisis actual de las filosofías de la historia. Tanto la creencia en el progreso como en la posibilidad de una sociedad sin clases reconciliada consigo misma con la naturaleza, han dejado lugar a un profundo escepticismo respecto de la posibilidad misma de plantear, y mucho más, de responder la pregunta acerca del sentido de la vida humana. El hombre contemporáneo de las ciudades vive un tiempo fragmentado. la vida no es percibida como una totalidad a la que hay que dar sentido, sin como una sucesión de instantes. Sucesión de presentes pero no construcción de un futuro. De ahí la dificultad de concebir una Trascendencia. La cuestión del sentido se plantea sólo en aquellos que tienen una concepción del tiempo personal y del tiempo de la historia.

A esta dificultad se agrega una dificultad creciente en percibir en la vida social la existencia de un bien común que trasciende el interés individual o de las generaciones. Las preocupaciones ecológicas apuntarían a una dimensión trascendente, pero generalmente éstas se resuelven en tendencias de tipo panteísta. En último término existe una resistencia a aceptar la idea de un Dios personal, trascendente y creador, ya que ello implicaría aceptar la creaturidad, y por lo tanto la finitud, del hombre.

La actitud prevaleciente ante el Dios de Jesucristo no es uniforme. El anuncio de la Iglesia es muy débilmente percibido en el mundo de las universidades, las artes, las ciencias y los medios de comunicación social. En estos ambientes culturales la actitud prevaleciente es la indiferencia. El diálogo con la Iglesia se sitúa casi con esclusividad en el terreno ético, más que en el teológico, y a menudo reviste aristas de fuerte oposición. Para gran parte de la opinión pública la Iglesia no aparece anunciando la persona de Jesucristo, sino como guardiana de normas morales. Este anuncio parece haber quedado en los medios de comunicación en manos de los evangelistas y pentecostales. No debe silenciarse, sin embargo, el hecho de que se asiste a una renovación del fervor cristiano en numerosos grupos eclesiales que anuncian de modo eficaz el Dios de Jesucristo en el espíritu de la nueva evangelización proclamada en Santo Domingo por la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano.

II

En su primera encíclica, Redemptor hominis, Juan Pablo II nos indicó que el hombre es el camino de la Iglesia. El camino para hablar de Dios es hablar del hombre. No del hombre abstracto, del hombre de los filósofos y de los intelectuales, sino del hombre concreto animado por gozos y esperanzas, dolores y tristezas. Hay que partir de las necesidades de esos hombres y mujeres concretos, para lo cual, antes de hablar hay que escuchar, atender y cuidar. Escuchar, atender y cuidar son tres formas de amar a nuestro prójimo, desplazando el eje de nuestro discurso de nuestras ideas y preocupaciones al corazón del otro. Descentrar el corazón es el prerrequisito para dialogar. No se puede hablar de Dios si previamente no somos capaces de escuchar al hombre, atender sus necesidades y cuidar sus dolencias.

La experiencia central de la que probablemente habría que partir es la soledad. El hombre que vive sin conciencia de su relación con el Creador sufre una profunda soledad ontológica. El hombre que sólo atiende a sus intereses personales sufre una profunda soledad existencial. Sabemos que en todo corazón humano anida un profundo deseo de ser amado y de vivir en comunión, enraizado en el ser. No se puede a priori decir de qué experiencia concreta hay que partir para hablar de Dios. Lo fundamental es saber que el hablar se va a dar en el contexto de un encuentro personal que parte de la escucha del otro. El objetivo debería ser conectar al otro consigo mismo para que se interrogue y se admire de la existencia y de sí mismo, y que por este camino descubra la presencia de Dios en él. "¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ver que tú estabas dentro de mi y yo fuera, y por fuera te buscaba" (S. Agustin, Confesiones, X, 27, 38).

Por último, y quizás lo más importante, hablar de Dios sin que esta palabra brote de una experiencia personal suena a hueco. Decía Pablo VI que "el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente como si estuvieran viendo al Invisible" (E.N. 76). Dios revelado en Jesucristo tiene que ser una "buena noticia" vivida por quien la anuncia.

¿Con qué lenguaje hacerlo? Con el de Jesús y el de la propia experiencia. Emplear más el lenguaje del corazón que el de la inteligencia, sin temer el aspecto paradójico del mensaje. Del mismo modo que el misterio del Reino es recibido por los simples y pequeños, y no por los sabios y prudentes, el anuncio debe ser simple y directo. ¿Qué nos contestaría la Madre Teresa de Calcuta si le hiciéramos esta pregunta?

III

Para participar a otros la experiencia de Dios, primero hay que tenerla. Hoy, para la gran mayoría de los cristianos, es sumamente difícil. En efecto, para tenerla es indispensable unir la fe y la vida por medio de una intensa vida de oración. Ahora bien, la iniciación en la fe y la formación permanente debe realizarse hoy en el contexto de una sociedad pluralista, religiosamente no homogénea, donde las verdades tradicionales son cada día puestas en discusión. Esto obliga a una organización de la catequesis, y en general del ministerio de la Palabra, adaptada al contexto de sociedades secularizadas, cuando no directamente paganizadas. Falta mucho camino por recorrer para lograr esta adaptación.

La oración debe también enseñarse a cristianos que cada vez tienen un nivel superior de educación, y que por eso buscan acceder a formas de oración adaptadas a su nivel de cultura. La Iglesia debería ser una gran escuela de oración, y no lo es. El atractivo que tienen las religiones orientales y movimientos como el "New Age" están indicando una necesidad no satisfecha por la Iglesia.

La oración cristiana no es una experiencia estética destinada a gratificar a quien la realiza. Su autenticidad se mide por sus frutos. Cuando la fe y la vida se unen nos conducen a una actitud de servicio y entrega a los demás, especialmente a los más pobres, abandonados y solitarios. En ellos se hace presente Cristo. Un mundo que glorifica el poder debe ser interpelado por una actitud incondicional de servicio. Un mundo que ensalza la autoafirmación del hombre debe ser interpelado por la entrega radical a Dios. Un mundo que se organiza en función de los ganadores debe ser interpelado por la atención desinteresada a los perdedores. Un mundo que idolatra el éxito individual debe ser interpelado por la acción multifacética pero mancomunada de una comunidad eclesial animada por una pluralidad de carismas.

Uno de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo es la ausencia de una eficaz pedagogía de la vida cristiana. El cristianismo, antes que una doctrina, es una forma de vida. Dios no es una realidad de la cual hablamos impersonalmente, sino tres personas con las cuales nos encontramos porque ellas salen a nuestro encuentro. Cuando uno habla de las personas con quienes se ha encontrado en la vida, no las describe como si fueran objetos. Uno narra en qué circunstancias las encontraron y cómo se estableció y se vive la amistad nacida al calor del encuentro. Del mismo modo con Dios. Como diría Pascal, no debemos hablar del Dios de los filósofos sino del Dios de Abra-ham, de Isaac y de Jacob, del Dios de Jesucristo, de una historia de salvación que se hizo encuentro personal en el corazón del creyente. ¿ Cómo favorecer ese encuentro? Inculcando formas de vida más que el aprendizaje de verdades.