DIÁLOGO CIENCIA—FE:
RAZONES PARA LA ESPERANZA

Luis GAHONA-FRAGA
Consejo Pontificio de la Cultura

 

¿En qué medida favorece la situación cultural actual una renovación fructuosa del diálogo entre ciencia y fe? ¿Puede decirse que la relación entre ciencia y fe está entrando en una nueva fase histórica? Y, si así fuera, ¿qué cambios —tanto en el terreno del pensamiento como en el de la ciencia— están propiciando la transición? Intentaremos responder a estos interrogantes ofreciendo algunas pistas sugerentes que, a partir de una valoración histórica, arrojen nueva luz sobre el estado actual de la relación entre ciencia y fe.

I. EL CONTEXTO DEL DIÁLOGO: LA CRISIS DE LA MODERNIDAD.

1. El influjo de la ciencia en la filosofía moderna y la contradicción resultante.

La ciencia moderna nace gracias al descubrimiento de un nuevo modo de acercamiento a la realidad, que se inaugura históricamente, si se quiere, con Galileo. Galileo dota a la ciencia de una metodología propia, basada en la combinación fecunda de experimentación y análisis matemático, cuyo mejor aval serán los éxitos indiscutibles con que la nueva ciencia inicia su andadura. Con las armas del método matemático-experimental, la ciencia se libera del yugo de la vieja metafísica aristotélico-tomista, que amenaza con vetar su acelerado progreso; y, en breve tiempo, logra una «victoria» arrolladora de repercusiones profundas.

Debido a su enorme influjo, la ciencia moderna engendra una filosofía moderna. Descartes intenta construir una ciencia universal, extendiendo el método matemático —perfecto, riguroso y progresivo— a todos los ámbitos del saber. Pero este intento de la filosofía de inspirarse en la nueva ciencia le acarreará amargas contradicciones. Mientras los racionalistas construyen la nueva filosofía more geometrico —destacando el aspecto matemático del método científico—, los empiristas ingleses —privilegiando el polo experimental— negarán toda legitimidad al intento de aplicar una ciencia de ideas a una ciencia de hechos. Racionalismo y empirismo son las dos caras de una misma moneda: el intento de construir una filosofía moderna inspirada en el método científico, matemático-experimental. Pero será el empirismo el que sacará a la luz las últimas consecuencias de la nueva filosofía, al poner de relieve, de forma despiadada casi, que la crítica de la metafísica clásica contenida en el racionalismo, exige, para ser coherente, la crítica de toda metafísica.

En este sentido, la penetrante crítica de Hume al principio de causalidad tiene una relevancia tan enorme que es difícil apreciarla en toda su magnitud. Hume hace saltar en pedazos el puente entre las ideas innatas y el mundo exterior que tanta fatiga le había costado construir a Descartes. Hume despierta a Kant de su «sueño dogmático». Después de Hume, la metafísica racionalista, construida a priori, según el modelo de las matemáticas, si quiere sobrevivir, tendrá que navegar en pleno idealismo.

Pero hay más. Las consecuencias de la crítica de Hume no afectan sólo a la metafísica. ¡También la ciencia se ve privada de su fundamento epistemológico! Este descubrimiento turbó a Kant de tal manera que se quedó clavado en su asiento, y, rompiendo por una vez su hábito inveterado, se olvidó de su sólito paseo vespertino. Si nuestro conocimiento de la realidad se limita a los fenómenos, ¿cómo puede la ciencia establecer leyes necesarias? Toda la filosofía crítica de Kant será una «dicea» de la ciencia, un intento de justificar filosóficamente las leyes de la física de Newton. Pero la victoria final será de Hume, que encerrará a Kant y a toda la filosofía moderna en el fenomenismo: nuestro conocimiento de la realidad se limita a los fenómenos, el noúmenon es incognoscible.

Se produce así una asombrosa contradicción en la cultura moderna: mientras la ciencia, animada por el firme convencimiento de que está desentrañando las recónditas leyes de la realidad objetiva, continúa su vertiginoso desarrollo, poniendo las bases de la civilización tecnológica actual, por otro lado la filosofía moderna, nacida de la ciencia, construida con un método que pretende ser científico, niega a la ciencia la legitimidad de su más primordial pretensión: la de ser un conocimiento válido de la realidad objetiva. De este modo, una cultura que nace precisamente de la exaltación de la ciencia —exaltación que es ilegítima en cuanto que va en detrimento de otros modos de acercamiento a la realidad, como el metafísico o el teológico— acoge (contradictoriamente) en su seno un elemento de escepticismo que, bien mirado, supone la más vil de las traiciones a la misma ciencia, porque le niega precisamente aquello que más la engrandece: el poder de desvelar la naturaleza profunda de la realidad del cosmos.

2. La crisis del racionalismo y el ocaso de la Edad Moderna.

Hemos querido poner de manifiesto la acogida moderna del escepticismo empirista. Pero es claro que lo que caracteriza a la Edad Moderna es el intento de superar, mediante el racionalismo, el escepticismo total en que desemboca el empirismo. El hombre moderno, deslumbrado por la ciencia, y en especial por su formalismo matemático, cree poder escapar al escepticismo epistemológico y al relativismo moral, fundamentando tanto la ciencia como la moral en el poder de la pura razón. El éxito de las matemáticas para explicar científicamente la realidad, mueve a fundamentar la ciencia experimental en la sola razón humana, dado que es la misma razón la que produce, a priori, sacándola de la riqueza de su propio espíritu, la excelsa ciencia matemática. Con esta solución a su problema, la modernidad se embarca en la aventura de endiosar cada vez más la razón humana: primero haciendo de ella el fundamento de la ciencia (criticismo kantiano); después, fundamentando la realidad del mundo en el espíritu humano (idealismo); por último, divinizando al espíritu humano (panteísmo) o negando la existencia de Dios como hipótesis innecesaria (ateísmo).

Ahora bien: si la Edad Moderna se caracterizó desde sus inicios por el optimismo con que acometió la «revolución copernicana» de colocar al hombre en el centro del cosmos y de la historia, es cada vez más evidente que el optimismo inicial ha degenerado en cansancio, pesimismo y frustración. El hombre moderno se siente hoy demasiado débil para llevar sobre sus hombros el peso del mundo que su propia exaltación ha cargado sobre él. La tentación del hombre contemporáneo no es ya la de fundamentarlo todo en la razón humana, sino la de renunciar a todo intento de fundamentación, para entregarse desenfrenadamente al hedonismo y a los placeres que le ofrece la sociedad de consumo. Es como si el elemento escéptico y relativista del empirismo hubiese triunfado sobre el lado racionalista que impregna la modernidad, para dar a luz, sorprendentemente, una sociedad post-moderna que se gloría de la endeblez de su pensamiento y que exalta el nihilismo a la categoría de filosofía profunda.

3. El influjo profundo del desarrollo científico en la crisis de la modernidad.

Parecería que la ciencia, cuyo nacimiento está íntimamente ligado al de la modernidad, no tiene nada que ver en esta crisis postmoderna. Y sin embargo, es profundamente iluminador el constatar que un papel no pequeño en esta crisis de la modernidad lo ha tenido el mismo desarrollo de la ciencia. El fatigoso progreso de la ciencia ha ido poniendo en evidencia que no todo era tan sencillo como sugería la simplicidad de las ecuaciones de Newton. La demostración de Poincaré de que las ecuaciones de la mecánica clásica no permiten la predicción determinística del comportamiento de sistemas incluso mínimamente complejos; la superación de la física de Newton con la teoría de la relatividad; y, por último, la revolución de la mecánica cuántica, que introduce un principio de indeterminación en el mismo corazón de la física, han llevado al hombre contemporáneo a una desconfianza casi total en el poder de la razón.

En este sentido, podría situarse simbólicamente el fin del racionalismo moderno en la demostración matemática del teorema de Gödel. El teorema de Gödel marca el fin de una época, porque pone en evidencia el talón de Aquiles de la misma ciencia matemática, y, por tanto, de todo intento de explicar la realidad por la sola razón.

Si hay algo que caracteriza la cultura del mundo moderno, es la fe ciega en las matemáticas como modelo de ciencia rigurosa e indiscutible. «Matemático» y «científico» se identifican. Lo que hace «científicas» a las ciencias, y lo que además las hace progresar como tales ciencias, es la introducción y la aplicación de las matemáticas. Ahora bien: con el teorema de Gödel fracasa el programa formalista de Hilbert de unificación de los diversos sistemas axiomáticos. El teorema de Gödel demuestra definitivamente que no existe una matemática universal, esa matemática universal con la que sueña todo racionalista, que sería la explicación científica omnicomprensiva de la realidad. No existe ni puede existir, porque una matemática completa y autoconsistente es contradictoria en sí misma. Y si la matemática universal es contradictoria en sí misma, a fortiori lo será el racionalismo. Después de Gödel ¿qué sentido tendrá ya intentar buscar la razón de todo en un sistema racional, según el modelo de las matemáticas, si las mismas matemáticas no pueden darse a sí mismas su propio fundamento? Para huir de esta contradicción interna, la filosofía contemporánea, heredera del racionalismo y del idealismo, intentará refugiarse en una oscura intuición trascendental del ser expresada en lenguaje poético. Pero ¿hasta qué punto se esconde algo profundo detrás de este recurso a lo impredicativo para evitar definiciones precisas?

4. Una profunda crisis cultural, contexto actual del diálogo entre ciencia y fe.

Vaclav Havel, presidente de la República Checa, en un reciente artículo titulado «El doloroso parto de una nueva era» (Diario El Mundo, Madrid, 23-IX-1994), sentenciaba que «la relación con el mundo que la ciencia moderna promueve, parece haber agotado su potencialidad. Resulta cada vez más claro que a esa relación le está faltando algo pues no acierta a conectarse con la más intrínseca naturaleza de la realidad ni con la experiencia natural del hombre y, de hecho, es más una fuente de desintegración y dudas que de integración y sentido. [...] Pese a que en la actualidad sabemos inconmesurablemente más sobre el universo que nuestros antecesores, parece cada vez más claro que ellos sabían algo que a nosotros se nos escapa».

Para encontrar ese «algo que se nos escapa», y que nos es vital para salir de la crisis, hay que remontarse más allá del Siglo de las Luces. «La Edad Moderna ha terminado», dice Havel, esa edad en la que «el Creador, que estaba mucho más allá de la comprensión y el alcance de la ciencia moderna, fue gradualmente empujado a la esfera privada de las personas y hasta la esfera de las fantasías privadas». Hoy esta era, «caracterizada por la fe en una relación puramente científica con el mundo», está agonizando. Y mientras sufrimos este período de transición, en el cual una era está sucediendo a otra, nuestra esperanza es que el hombre recobre «la certidumbre de que estamos arraigados en la tierra y, al mismo tiempo, en el cosmos», para redescubrir, desde el «respeto por los milagros del ser y del universo», el camino que lleva a la trascendencia, al reconocimiento del Creador.

II. CIENCIA Y FE: NUEVAS PERSPECTIVAS DE DIÁLOGO.

Es en este contexto de profunda crisis cultural, de fin de una era, de derrumbamiento de la civilización construida sobre un humanismo y una ciencia sin Dios, que hay que situar el actual diálogo entre ciencia y fe. Pero las perspectivas de este diálogo, en contra de lo que pudiera parecer, son esperanzadoras. Así lo cree Mariano Artigas, que en un artículo titulado «Ciencia y fe: nuevas perspectivas», afirma: «nos equivocaríamos si contemplásemos ese diálogo bajo un punto de vista demasiado defensivo. Sin duda, existen equívocos que deben clarificarse con la paciencia que sea necesaria. Pero la cosmovisión científica actual invita a planteamientos audaces y positivos, plenamente coherentes con el contenido de la fe, y capaces de aportar luces nuevas a una situación cultural que las está esperando» (en Cardinal Paul Poupard, Après Galilée. Science et foi: nouveau dialogue, Desclée de Brouwer, París 1994, p. 209).

1. La importancia de la mediación filosófica en el diálogo entre ciencia y fe.

Artigas sostiene que no podemos contentarnos con una coexistencia pacífica de ciencia y fe que equivalga a una ignorancia mutua. Es preciso tender puentes entre ambas, y hoy ello es posible. Por primera vez en la historia, disponemos, gracias al desarrollo de la ciencia, «de una imagen de la naturaleza que es coherente, unitaria, completa y rigurosa» (p. 202). No es exagerado afirmar que nos encontramos en una situación privilegiada, lo cual hace hoy factible una renovada reflexión filosófica de la ciencia sobre sus propios fundamentos, que conduzca a la elaboración de una filosofía de la naturaleza adaptada a la nueva cosmovisión de que disponemos.

Ésta es también la opinión de Giuseppe Tanzella-Nitti, que bajo el título «Cultura científica y revelación cristiana», advierte de la miopía que supondría encauzar el diálogo entre ciencia y fe limitándose a recordarle a la ciencia sus límites empíricos: «Una orientación semejante, si bien parte de observaciones acertadas, es fuente de equívocos [...]: la premisa [base] del diálogo no está [tanto] en exigir que la ciencia se mantenga dentro de sus propios límites, sino en mostrar cuáles son sus verdaderos fundamentos. Ello implica precisar la relación entre ciencia y filosofía [...] para poner de manifiesto la naturaleza de tales fundamentos» (en Après Galilée, pp. 222-223).

Quizás sorprenda que para el diálogo entre ciencia y fe se apele a la mediación de la filosofía, desafiando el desprestigio en que ha caído esta ancilla que, según parece, ya no vale para nada. Sin embargo, como afirma Artigas, «el puente entre ciencia y fe es filosófico. No podría ser de otro modo, puesto que se trata de perspectivas heterogéneas, y para unirlas debe existir algo que posea elementos comunes con ambas. La filosofía de la naturaleza se relaciona con los supuestos e implicaciones de las ciencias, y proporciona la base para la reflexión metafísica: es, por tanto, un puente legítimo entre la ciencia y la fe» (art. cit., p. 208. Cfr. también José-Antonio Sayés, Ciencia, ateísmo y fe en Dios, EUNSA, Pamplona 1994).

La propuesta de Artigas es atrayente. Es una invitación a la ciencia a tomar en serio a la filosofía, porque, aunque la filosofía transcienda el saber científico, su salto es un salto legítimo. La desautorización de este salto, aunque se haga en nombre de la ciencia, nace de prejuicios filosóficos (como el prejuicio empirista heredado por Kant). Además de legítimo, el salto es necesario. El saber científico tiene necesidad de reflexionar sobre sus propios fundamentos, y dicha reflexión es de naturaleza necesariamente filosófica, no científica. La necesidad de esta reflexión se siente hoy de manera especial; por ello el salto del saber científico al saber filosófico es urgente. Cada vez es mayor el número de científicos deseosos de hacer sus propias aportaciones en este sentido; y algunos de ellos, como John Polkinghorne o Arthur Peacocke, dejando incluso la práctica activa de la ciencia para poderse dedicar más plenamente a ello. Lo cual nos hace caer en la cuenta de que la situación actual de la ciencia hace que este salto al saber filosófico sea más atrayente que nunca. Es el mismo desarrollo contemporáneo de la ciencia, el que está pidiendo a gritos que se profundice en las consecuencias que de sus logros se derivan para un saber humano más integral y armónico.

2. El orden de la naturaleza como puente privilegiado de diálogo.

Existe hoy entre los científicos un resurgir de la admiración por el mismo hecho de que la ciencia sea posible, un replantearse la pregunta por el primero de los presupuestos de la ciencia: ¿cómo es que el hombre es capaz de descubrir y entender las leyes del cosmos? «En efecto: la actividad científica supone que la naturaleza es racional, inteligible, cognoscible racionalmente, ordenada. No es caótica; consta de niveles jerarquizados de manera continua y gradual, y tanto cada uno de los niveles como las relaciones mutuas entre ellos responden a leyes» (Artigas, art. cit., p. 200; cfr. del mismo autor La inteligibilidad de la naturaleza, EUNSA, Pamplona 1992). El mismo hecho de que la ciencia funcione, es un misterio para el científico; y si esto ha sido siempre así, lo es más hoy en día, en que la nueva cosmovisión nos da una imagen de la naturaleza como sistema ordenado, integrado por distintos niveles jerarquizados que se organizan de forma progresiva y unitaria.

Si la ciencia nos descubre en la naturaleza una estructuración fascinante, aún lo es más el dinamismo que desvela. «La actividad de la naturaleza se manifiesta como el "despliegue" de un dinamismo que produce estructuras, pautas, orden, organización» (Artigas, art. cit., p. 203). Los procesos naturales no son indiferenciados. Se caracterizan por una direccionalidad. Su despliegue es «creativo» y articulado, produciendo pautas de complejidad creciente. El estudio científico de este dinamismo ordenado, invita al asombro ante el carácter inteligente de los procesos de la naturaleza inconsciente. «Esta perspectiva conduce de la mano hasta los problemas relacionados con la finalidad, que en la actualidad vuelven a ser considerados como plenamente legítimos. Y la finalidad nos lleva hasta las puertas de la teología natural. [...] la actuación de los seres naturales remite al plan de una inteligencia superior: la "inteligencia inconsciente" de la naturaleza remite a una inteligencia consciente» (ibid., pp. 205 y 207).

3. Posibles objeciones a esta vía de diálogo desde el mundo de la ciencia.

Esta línea de argumentación quizás parezca atrevida en exceso. ¿Puede dialogarse con la ciencia desde estos presupuestos? ¿No nos tropezaríamos con sonrisas irónicas o sarcásticas si empezamos a hablarles a los científicos de causalidades metafísicas y de finalidades inteligentes? El partir de conceptos filosóficos, ¿no supone cerrar el diálogo antes de empezar a dialogar, pretendiendo que poseemos verdades absolutas obtenidas al margen, e incluso en contra de la ciencia?

Se puede constatar la fuerza de estas objeciones recordando, a modo de ejemplo, el enorme influjo que siguen teniendo el evolucionismo darwinista y las interpretaciones filosóficas que se han dado de la teoría cuántica. Werner von Heisenberg, descubridor del principio de indeterminación que está a la base de la mecánica cuántica, afirmaba en 1927: «puesto que todos los experimentos están sometidos a las leyes de la mecánica cuántica, y por tanto, a las relaciones de indeterminación, resulta que la invalidez de la ley causal queda definitivamente constatada por la mecánica cuántica» (cfr. Stanley L. Jaki, «Determinism and Reality», en Great Ideas Today 1990, Encyclopaedia Britannica, Chicago 1990, pp. 277-302). Asimismo Max Born, partidario con Heisenberg y Niels Bohr de la interpretación «ortodoxa» de la mecánica cuántica, o interpretación de Copenhague, escribía en 1963: «estoy convencido de que la física teórica es, en realidad, filosofía. Ha revolucionado conceptos fundamentales, por ejemplo, del espacio y el tiempo (relatividad), de la causalidad (teoría cuántica), y de la substancia y la materia (complementariedad), que tienen aplicación mucho más allá de la física» (My Life and Views, Scribner, New York 1968, p. 48). El influjo asfixiante que tales concepciones continúan teniendo en el momento actual lo evidencia el reciente libro de Jean Guitton—Grichka Bogdanov—Igor Bogdanov (Dieu et la science. Vers le métaréalisme, Grasset & Fasquelle, París 1991), en el cual, recurriendo a la física moderna, se defiende que «el espíritu y la materia forman una sola y única realidad», y que «la realidad en sí del universo es incognoscible». ¡Y para probar la legitimidad de estas afirmaciones se apela a la intuición genial de Santo Tomás de Aquino!

A estas muestras del influjo de la mecánica cuántica hemos de añadir al menos una breve alusión al darwinismo, cuyo peso específico, debido a la profundidad de sus raíces, sigue siendo notable. El descomunal influjo de esta teoría —que ya desde sus inicios fue extrapolada más allá del terreno estrictamente científico— para justificar una visión reduccionista y materialista de la realidad, presentándola como la única cosmovisión científicamente seria, raya en lo increíble. Precisamente cuando los avances de la biología más justificaban el asombro del hombre de hoy ante el orden que el Creador ha impreso en la naturaleza, con más pasión se justificaba «científicamente» la más completa de las indiferencias ante el milagro de la vida, para llevar a toda una cultura a una absurda profesión de fe en el azar y la necesidad. Llama poderosamente la atención que un científico serio como Jacques Monod, premio Nobel de Medicina en 1965 por sus contribuciones a la biología molecular, pudiera llegar a escribir: «La antigua alianza se ha roto; el hombre sabe por fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo del que ha surgido por azar. Ni su destino, ni tampoco su deber, están escritos en parte alguna. Es a él que le toca elegir entre el Reino y las tinieblas» (Le hasard et la nécessité. Essai sur la philosophie naturelle de la biologique moderne, Éd. du Seuil, París 1970, pp. 194-195). No hubiera estado mal recordarle al Dr. Monod aquella frase de Víctor Hugo: «el azar es un plato que preparan los bribones para que se lo coman los tontos».

4. Respuesta a las objeciones: valoración positiva del momento actual.

Volviendo a nuestro problema: ¿cabe hablar, en este contexto científico-cultural, de un renovado diálogo entre ciencia y fe? ¿No nos encontramos ante un clima cultural que plantearía a este diálogo objeciones insuperables, al menos hoy por hoy? ¿O hay signos de que el ya secular abismo separador entre ciencia y fe empieza a quebrarse, dando a luz una nueva era de fructuosa colaboración? «La cosmovisión científica actual invita a planteamientos audaces y positivos», nos decía Artigas. ¿Optimismo excesivo? ¿O clarividencia realista?

Sin menospreciar el peso de las dificultades, creo que hay razones para la esperanza. Ciertamente queda mucho por hacer. Pero es indudable que estamos viviendo el momento histórico en que el cientificismo, con todo lo que conlleva, está dando, moribundo, sus últimos estertores. Aunque ello es difícil de probar de forma rigurosa, hay suficientes signos que lo apuntan. El mismo hecho de que sean tantos los científicos deseosos de hacer sus aportaciones en el plano filosófico-teológico, parece muy significativo, incluso reconociendo que muchos de ellos lo hagan para defender apasionadamente, y con escaso rigor filosófico, posturas que cierran el acceso a la trascendencia. El interés que estos temas suscitan apunta a que, de una forma global, nuestra cultura está tomando conciencia de lo endebles que son sus bases para negar la legitimidad de la fe. La alternativa a la fe es el nihilismo y el pensamiento débil, y no se puede caminar indefinidamente en esta dirección. Por ello hay esperanza, de que, a pesar del lastre del cientificismo, nuestra cultura se abra a una nueva cosmovisión.

Puede citarse como ejemplo en este sentido el caso de Paul Davies. Autor de una veintena de libros que han alcanzado amplia difusión, es un físico no cristiano que incluso encuentra serias dificultades para admitir la existencia de un Dios personal. Pero es digna de notarse la evolución que ha experimentado últimamente su pensamiento. En la introducción de God and the New Physics (Penguin Books, Harmondsworth 1983, pp. viii-ix) afirma que su libro intenta dar respuesta, desde el punto de vista del físico, a las preguntas fundamentales de la existencia. «Mis respuestas pueden estar totalmente equivocadas, pero creo que la física goza de una perspectiva privilegiada para proporcionarlas. Puede parecer raro, pero, en mi opinión, la ciencia ofrece un camino más seguro hacia Dios que la religión. Esté bien o mal, el hecho de que la ciencia haya avanzado hasta el punto de poder afrontar seriamente lo que antiguamente eran preguntas religiosas, indica por sí mismo las consecuencias de largo alcance de la nueva física».

Este planteamiento de Davies evidencia un reduccionismo propio del físico, que cree encontrar en su ciencia una respuesta adecuada a todos los interrogantes profundos sobre la realidad. Y sin embargo, en su último libro, The Mind of God. Science and the Search for Ultimate Meaning (Simon & Schuster, Londres 1992), Davies se abre a nuevas perspectivas. Después de escribir: «siempre he deseado creer que la ciencia puede explicar todo, al menos en principio», añade: «pero incluso si se descartan los sucesos sobrenaturales, no está claro, a pesar de todo, que la ciencia pueda explicar todo en el universo físico. Permanece el viejo problema acerca del final de la cadena de explicaciones. Por mucho éxito que puedan tener nuestras explicaciones científicas, siempre incluyen algunos supuestos en su punto de partida. [...] Por tanto, las cuestiones últimas siempre permanecerán más allá de la ciencia empírica» (pp. 14-15). Y el libro finaliza con estas palabras: «No puedo creer que nuestra existencia en este universo sea un mero capricho del destino, un accidente de la historia, una mera cresta incidental en el gran drama cósmico [...] no puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas sin mente ni propósito. Está realmente previsto que estemos aquí» (p. 232).

John Polkinghorne hace, con razón, una recensión bastante crítica de esta obra de Davies (Theology, IX-1992, p. 396). Le achaca el mezclar de forma incoherente verdades adquiridas con especulaciones chocantes, ideas holísticas con interpretaciones reduccionistas, deseos de llegar a una visión profunda de la realidad con una distante incomprensión de la visión religiosa tradicional e, incluso, una altiva ignorancia de las aportaciones actuales de otros científicos interesados en cuestiones teológicas.

Sin poner en duda todos estos elementos negativos, creo que Davies es, sin pretenderlo, un exponente de la debilidad de todo planteamiento cientificista. Su caso es un ejemplo significativo de cómo en nuestra cultura se está produciendo una toma de conciencia de la necesidad de superar los antiguos planteamientos reduccionistas para abrirse a una cosmovisión renovada y armónica. Esta toma de conciencia es, si se quiere, parcial e incipiente, y sus frutos, con frecuencia deficientes. Se acusa la falta un verdadero aprovechamiento, debido a un gran desconocimiento, de los logros alcanzados en el pasado por la filosofía perenne, que podrían ayudar a clarificar muchos equívocos. Gran parte de la producción en el campo del diálogo entre ciencia y fe, aunque sofisticada desde el punto de vista científico, da la impresión de unos primeros balbuceos en el plano filosófico. Parece, por tanto, que estamos aún en los inicios del diálogo entre ciencia y fe. Pero, precisamente porque estamos aún en los inicios, hay razones para la esperanza.

(Français)

Luis Gahona-Fraga estime que le dialogue entre science et foi entre actuellement dans une nouvelle période historique. L'optimisme scientiste de la modernité a dégénéré en pessimisme et en scepticisme. Cependant au milieu de cette profonde crise culturelle, il y a des raisons d'espérer que surgisse un dialogue fructueux entre science et foi. La science contemporaine offre une image cohérente et unitaire de la nature en mettant en lumière l'intelligibilité de son dynamisme. Cela devrait favoriser une réflexion philosophique renouvelée qui, transcendant le niveau purement scientifique, puisse établir un pont entre la foi et la science moderne.

(English)

Luis Gahona-Fraga believes that the dialogue between science and faith is entering a new epoch. The scientific optimism of the modern age has degenerated into pessimism and skepticism. But in the middle of this profound cultural crisis, there are reasons to hope for new fruitful developments in the dialogue between science and faith. Contemporary science offers a coherent image of nature, casting light on the intelligibility of its workings. This fact should favour a renewed philosophical reflection, which, transcending the purely scientific level, could create a bridge between faith and modern science.