EL SANTUARIO,
MEMORIA, PRESENCIA Y PROFECÍA
DEL DIOS VIVO

(8-V-99)

Consejo Pontificio para la pastoral
de los emigrantes e itinerantes


El martes 25 de mayo de 1999, en la Sala de prensa de la Santa Sede tuvo lugar la presentación del documento: «El santuario, memoria, presencia y profecía del Dios vivo», elaborado por el Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Se trata de un texto complementario del publicado el 11 de abril de 1998 sobre el significado, la historia, el valor y las modalidades de la peregrinación. Ambos han sido realizados con vistas a la preparación espiritual de los fieles para el gran jubileo del año 2000. Además de la introducción, en la que se explican su sentido y finalidad, el documento consta de tres capítulos: «El santuario, memoria del origen», «El santuario, lugar de la presencia divina» y «El santuario, profecía de la patria celestial». Es digna de destacar la conclusión, en la que se subraya el papel de la Virgen María, santuario vivo del Dios encarnado.
Texto tomado de L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 28 de mayo de 1999.


 

I N T R O D U C C I Ó N

1. Sentido y finalidad del documento

«Todos los cristianos están invitados a tomar parte en esta gran peregrinación que Cristo, la Iglesia y la humanidad han recorrido y deben seguir recorriendo en la historia. El santuario hacia el cual se dirigen debe convertirse en "la tienda del encuentro", como la Biblia denomina el tabernáculo de la alianza» (1). Estas palabras relacionan directamente la reflexión sobre la peregrinación (2) con la que se realiza sobre el santuario, que es normalmente la meta visible del itinerario de los peregrinos: «Con el nombre de santuario se designa una iglesia u otro lugar sagrado al que, por un motivo peculiar de piedad, acuden en peregrinación numerosos fieles, con la aprobación del Ordinario del lugar» (3). En el santuario, el encuentro con el Dios vivo se propone a través de la experiencia vivificante del Misterio proclamado, celebrado y vivido: «En los santuarios se debe proporcionar abundantemente a los fieles los medios de salvación, predicando con diligencia la palabra de Dios y fomentando con esmero la vida litúrgica principalmente mediante la celebración de la Eucaristía y de la penitencia, y practicando también otras formas aprobadas de piedad popular» (4). Así, «los santuarios son como hitos que orientan el caminar de los hijos de Dios sobre la tierra» (5), promoviendo la experiencia de convocación, encuentro y construcción de la comunidad eclesial.

Estas características valen especialmente para los santuarios surgidos en Tierra Santa, en los lugares santificados por la presencia del Verbo encarnado, y pueden reconocerse, en particular, en los que fueron consagrados por el martirio de los Apóstoles y de cuantos testimoniaron la fe con su sangre. Además, toda la historia de la Iglesia peregrinante se puede ver reflejada en numerosos santuarios, «antenas permanentes de la buena nueva» (6), vinculados a acontecimientos decisivos de la evangelización o de la vida de fe de pueblos y comunidades. Cada santuario puede considerarse portador de un mensaje preciso, puesto que en él se vuelve a presentar, en el momento presente, el acontecimiento originario del pasado que sigue hablando al corazón de los peregrinos. En particular, los santuarios marianos ofrecen una auténtica escuela de fe con el ejemplo y la intercesión maternal de María. Testigos de la múltiple riqueza de la acción salvífica de Dios, los santuarios son también en la actualidad un don inestimable de gracia a su Iglesia.

Por ello, reflexionar sobre la naturaleza y la función del santuario puede contribuir de manera eficaz a acoger y vivir el gran don de reconciliación y de vida nueva que la Iglesia ofrece continuamente a todos los discípulos del Redentor y, a través de ellos, a la familia humana. De aquí se deduce el sentido y la finalidad del presente documento, que quisiera hacerse eco de la vida espiritual que brota en los santuarios, del compromiso pastoral de quienes en ellos desempeñan su ministerio y de la irradiación que ellos tienen en las Iglesias locales.

La reflexión que sigue es sólo una modesta ayuda para apreciar cada vez más el servicio que los santuarios prestan a la vida de la Iglesia.

2. A la escucha de la revelación

Para que la reflexión sobre el santuario alimente la fe y dé fecundidad a la acción pastoral, es necesario que se origine en la escucha obediente de la revelación, en la cual están presentados densamente el mensaje y la fuerza de salvación contenidos en «el misterio del Templo».

En el lenguaje bíblico, sobre todo en el lenguaje paulino, el término «misterio» expresa el designio divino de salvación que se va realizando en la historia humana. Cuando, a la luz de la palabra de Dios, se escruta el «misterio del templo», se capta, más allá de los signos visibles de la historia, la presencia de la «gloria» divina (cf. Sal 29,9), es decir, la manifestación del Dios tres veces santo (cf. Is 6,3), su presencia en diálogo con la humanidad (cf. 1 R 8,30-53) y su ingreso en el tiempo y en el espacio, a través de «la tienda» que él puso en medio de nosotros (cf. Jn 1,14). Se perfilan, así, las líneas de una teología del templo, a cuya luz se puede comprender mejor también el significado del santuario.

Esta teología se caracteriza por una progresiva concentración: en primer lugar, se destaca la figura del «templo cósmico», que el Salmo 19, por ejemplo, celebra con la imagen de los «dos soles»: el «sol de la Torah», o sea de la revelación dirigida explícitamente a Israel (vv. 8-15), y el «sol del cielo» que «proclama la gloria de Dios» (vv. 2-7) a través de una revelación universal silenciosa, pero eficaz, destinada a todos. En este templo la presencia divina está viva por doquier, como reza el Salmo 139, y se celebra una liturgia de aleluya, reafirmada en el Salmo 148 que, además de las criaturas celestes, introduce veintidós criaturas terrestres (tantas cuantas son las letras del alfabeto hebraico, para significar la totalidad de la creación) que entonan un aleluya universal.

Viene, luego, el templo de Jerusalén, donde se conserva el Arca de la alianza, lugar santo por excelencia de la fe judía y memoria permanente del Dios de la historia, que ha sellado una alianza con su pueblo y permanece fiel a él. El templo es la casa visible del Eterno (cf. Sal 11,4), llenada por la nube de su presencia (cf. 1 R 8,10.13) y colmada de su «gloria» (cf. 1 R 8,11).

Por último, está el templo nuevo y definitivo, constituido por el Hijo eterno, que se hizo carne (cf. Jn 1,14): el Señor Jesús, crucificado y resucitado (cf. Jn 2,19-21), que transforma a los que creen en él en el templo de piedras vivas, que es la Iglesia peregrina en el tiempo: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 P 2,4-5). Acercándose a Aquel que es la «piedra viva» se construye el edificio espiritual de la alianza nueva y perfecta y se prepara la fiesta del Reino, «todavía no» plenamente realizado, mediante los sacrificios espirituales (cf. Rm 12,1-2), agradables a Dios precisamente porque se hacen en Cristo, por él y con él, la Alianza en persona. Así, la Iglesia se presenta sobre todo como el «templo santo, representado en los templos de piedra» (7).

3. Los tres arcos

A la luz de estos testimonios es posible profundizar en el «misterio del templo» en tres direcciones, que corresponden a las tres dimensiones del tiempo y constituyen los arcos en los que se apoya una teología del santuario que es memoria, presencia y profecía del Dios-con-nosotros.

Con respecto al pasado único y definitivo del evento salvífico, el santuario se presenta como memoria de que nuestro origen está en el Señor del cielo y de la tierra; con respecto al presente de la comunidad de los redimidos, congregada en el tiempo que transcurre entre la primera venida del Señor y la última, se presenta como signo de la presencia divina, lugar de la alianza, donde se expresa y se regenera siempre de forma nueva la comunidad del pacto; y con respecto al futuro cumplimiento de la promesa de Dios, al «todavía no», que es el objeto de la esperanza mayor, el santuario se presenta como profecía del mañana de Dios en el hoy del mundo.

En relación con cada una de estas tres dimensiones será posible desarrollar también las líneas fundamentales de una pastoral de los santuarios, que permita traducir a la vida personal y eclesial el mensaje simbólico del templo, en el que se reúne la comunidad cristiana convocada por el obispo y por los sacerdotes, sus colaboradores.

I
EL SANTUARIO, MEMORIA DEL ORIGEN

4. Memoria de la obra de Dios

El santuario es ante todo lugar de la memoria de la acción poderosa de Dios en la historia, que ha dado origen al pueblo de la alianza y a la fe de cada uno de los creyentes.

Ya los patriarcas recuerdan el encuentro con Dios mediante la erección de un altar o memorial (cf. Gn 12,6-8; 13,18; 33,18-20), al que vuelven como signo de fidelidad (cf. Gn 13,4; 46,1), y Jacob considera «morada de Dios» el lugar de su visión (cf. Gn 28,11-22). Por consiguiente, en la tradición bíblica el santuario no es simplemente fruto de una obra humana, cargada de simbolismos cosmológicos o antropológicos, sino testimonio de la iniciativa de Dios en su manifestación a los hombres para sellar con ellos el pacto de la salvación. El significado profundo de todo santuario es hacer memoria, en la fe, de la obra salvífica del Señor (8).

En el clima de adoración, invocación y alabanza, Israel sabe que fue su Dios quien quiso libremente el templo y que no se lo impuso la voluntad humana. Lo atestigua de forma ejemplar la espléndida oración de Salomón, que parte precisamente de la dramática conciencia de la posibilidad de ceder a la tentación de la idolatría: «¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta casa que yo te he construido! Atiende a la plegaria de tu siervo y a su petición, Señor Dios mío, y escucha el clamor y la plegaria que tu siervo hace hoy en tu presencia; que tus ojos estén abiertos día y noche sobre esta casa, sobre este lugar del que dijiste: "En él estará mi nombre"; escucha la oración que tu servidor te dirige en este lugar» (1 R 8,27-29).

El santuario, pues, no se construye porque Israel quiere forzar la presencia del Eterno, sino, exactamente al contrario, porque el Dios vivo, que ha entrado en la historia, que ha caminado con su pueblo de día en columna de nube y de noche en columna de fuego (cf. Ex 13,21), quiere dar un signo de su fidelidad y de su presencia siempre actual en medio de su pueblo. El templo no será, entonces, la casa edificada por manos de hombres, sino el lugar que testimonia la iniciativa de Aquel que es el único que edifica la casa. Es la verdad sencilla y grande expresada a través de las palabras del profeta Natán: «Ve y di a mi siervo David: Esto dice el Señor: ¿Me vas a edificar tú una casa para que yo habite? (...) El Señor te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Él constituirá una casa para mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 S 7,5.11-14).

El santuario asume, por consiguiente, el carácter de memoria viva del origen divino del pueblo de la alianza, elegido y amado. Es un recuerdo permanente de que no se nace como pueblo de Dios de la carne y de la sangre (cf. Jn 1,13), sino que la vida de fe brota de la iniciativa admirable de Dios, que entró en la historia para unirnos a él y cambiar nuestro corazón y nuestra vida. El santuario es la memoria eficaz de la obra de Dios, el signo visible que proclama a todas las generaciones cuán grande es él en el amor, y testimonia que él nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,19) y ha querido ser el Señor y Salvador de su pueblo. Como decía san Gregorio de Nisa, refiriéndose a los Santos Lugares, en todo santuario se pueden reconocer «las huellas de la gran bondad del Señor para con nosotros», «los signos salvíficos del Dios que nos ha vivificado» (9), «los recuerdos de la misericordia del Señor para con nosotros» (10).

5. Iniciativa que nace «de lo alto»

Lo que en el Antiguo Testamento es el templo de Jerusalén, en el Nuevo Testamento encuentra su realización más elevada en la misión del Hijo de Dios, que se hace él mismo nuevo Templo, morada del Eterno entre nosotros, la alianza en persona. El episodio de la expulsión de los vendedores del templo (cf. Mt 21,12-13) proclama que el espacio sagrado, por una parte, se ha extendido a todas las gentes -como lo confirma también el detalle, de gran valor simbólico, del velo del templo «rasgado en dos, de arriba abajo» (Mc 15,38)- y, por otra, se ha concentrado en la persona de Aquel que, vencedor de la muerte (cf. 2 Tm 1,10), podrá ser para todos el sacramento del encuentro con Dios.

Jesús dice a los jefes religiosos: «Destruid este Templo y en tres días lo levantaré». Al referir la réplica de los judíos: «Cuarenta y seis años se ha tardado en construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?», el evangelista Juan comenta: «Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn 2,19-22).

También en la economía de la nueva Alianza el templo es el signo de la iniciativa del amor de Dios en la historia: Cristo, el enviado del Padre, el Dios hecho hombre por nosotros, sumo y definitivo sacerdote (cf. Hb 7), es el Templo nuevo, el Templo esperado y prometido, el santuario de la Alianza nueva y eterna (cf. Hb 8). Por eso, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el santuario es la memoria viva del origen, es decir, de la iniciativa con que Dios nos amó primero (1 Jn 4,19). Cada vez que Israel ha mirado hacia el templo con los ojos de la fe, cada vez que, con esos mismos ojos, los cristianos miran hacia Cristo, nuevo Templo, y miran los santuarios que ellos mismos han edificado, desde el edicto de Constantino, como signo de Cristo que vive entre nosotros, han reconocido en este signo la iniciativa del amor del Dios vivo en favor de los hombres (11).

Así, el santuario testimonia que Dios es más grande que nuestro corazón, que él nos ha amado desde siempre y nos ha dado a su Hijo y al Espíritu Santo, porque quiere habitar entre nosotros y hacer de nosotros su templo y de nuestros miembros el santuario del Espíritu Santo, como dice san Pablo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios es sagrado, y vosotros sois ese templo» (1 Co 3,16-17, cf. 6,19); «nosotros somos el templo de Dios vivo, como dijo Dios mismo: "Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo"» (2 Co 6,16).

El santuario es el lugar de la actualización permanente del amor de Dios, que puso su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14); por eso, como afirma san Agustín, en el lugar santo «no hay sucesión de días, como si cada día debiera llegar y luego pasar. El inicio del uno no marca el fin del otro, porque allí se hallan presentes todos al mismo tiempo. La vida a la que esos días pertenecen no conoce ocaso» (12). Así, en el santuario resuena de modo siempre nuevo el anuncio gozoso según el cual «Dios nos ha amado primero y nos ha dado la capacidad de amarlo (...). Nos ha amado, no para dejarnos tan feos como estábamos, sino para cambiarnos y embellecernos (...). ¿Cómo seremos bellos? Amándolo a él, que es siempre bello. Cuanto más crezca en ti el amor, tanto más crecerá la belleza; la caridad es, precisamente, la belleza del alma» (13). Por tanto, el santuario recuerda constantemente que la vida nueva no nace «de abajo», por una iniciativa puramente humana, y que la Iglesia no es simplemente fruto de carne y de sangre (cf. Jn 1,13), sino que la existencia redimida y la comunión eclesial en la que se manifiesta nacen «de lo alto» (cf. Jn 3,3), de la iniciativa gratuita y sorprendente del amor trinitario que precede al amor del hombre (cf. 1 Jn 4,9-10).

6. Asombro y adoración

¿Qué consecuencias tiene para la vida cristiana este mensaje, principal y fundamental, que el santuario transmite por ser memoria de que nuestro origen está en el Señor?

Se pueden distinguir tres perspectivas fundamentales.

En primer lugar, el santuario recuerda que la Iglesia nace de la iniciativa de Dios; iniciativa que la piedad de los fieles y la aprobación pública de la Iglesia reconocen en el acontecimiento que ha dado origen a cada santuario. Por tanto, en todo lo que guarda relación con el santuario y en todo lo que en él se expresa, es preciso descubrir la presencia del misterio, obra de Dios en el tiempo, revelación de su presencia eficaz, oculta en los signos de la historia. Esta convicción se manifiesta en el santuario también a través del mensaje específico vinculado a él, tanto con respecto a los misterios de la vida de Jesucristo, como con relación a algunos de los títulos de María, «modelo de todas las virtudes ante toda la comunidad de los elegidos» (14), y también con relación a los santos cuya memoria proclama «las maravillas de Cristo en sus siervos» (15).

Al misterio nos hemos de acercar con una actitud de asombro y de adoración, con un sentimiento de maravilla ante el don de Dios; por esto, en el santuario se entra con espíritu de adoración. Quien no es capaz de asombrarse de la obra de Dios, quien no percibe la novedad de lo que el Señor realiza con su iniciativa de amor, tampoco podrá captar el sentido profundo y la belleza del misterio del Templo que se deja reconocer en el santuario. El respeto que se debe al lugar santo expresa la conciencia de que frente a la obra de Dios es preciso situarse, no con una lógica humana que pretende definirlo todo según lo que se ve y se produce, sino con una actitud de veneración, llena de estupor y de sentido del misterio.

Ciertamente, es necesaria una preparación adecuada al encuentro con el santuario para poder captar, más allá de los aspectos visibles, artísticos o de folclore, la obra gratuita de Dios que evocan los diversos signos: apariciones, milagros, acontecimientos que le dieron origen y que constituyen el inicio de cada santuario como lugar de fe.

Esta preparación se desarrollará, ante todo, en las etapas del camino que lleva al peregrino al santuario, como acontecía con los peregrinos de Sión que se preparaban al gran encuentro con el Santuario de Dios mediante el canto de los Salmos de las subidas (Salmos 120-134), que son una auténtica catequesis litúrgica sobre las condiciones, la naturaleza y los frutos del encuentro con el misterio del Templo.

La disposición topográfica del santuario y de cada uno de sus ambientes, el comportamiento respetuoso que se exigirá incluso a los que vayan simplemente de visita, la escucha de la Palabra, la oración y la celebración de los sacramentos, serán instrumentos válidos para ayudar a comprender el significado espiritual de lo que se vive en él. Este conjunto de actos expresará la acogida del santuario, abierto a todos y en particular a la multitud de personas que, en la soledad de un mundo secularizado y desacralizado, sienten en lo más íntimo de su corazón la nostalgia y el atractivo de la santidad (16).

7. Acción de gracias

En segundo lugar, el santuario recuerda la iniciativa de Dios y nos ayuda a comprender que esa iniciativa, fruto de un don, debe ser acogida con espíritu de acción de gracias.

En el santuario se entra, ante todo, para dar gracias, conscientes de que hemos sido amados por Dios antes de que nosotros fuéramos capaces de amarlo; para expresar nuestra alabanza al Señor por las maravillas que ha realizado (cf. Sal 136); para pedirle perdón por los pecados cometidos; y para implorar el don de la fidelidad en nuestra vida de creyentes y la ayuda necesaria para nuestro peregrinar en el tiempo.

En ese sentido, los santuarios constituyen una excepcional escuela de oración, donde especialmente la actitud perseverante y confiada de los humildes testimonia la fe en la promesa de Jesús: «Pedid y se os dará» (Mt 7,7) (17).

Percibir el santuario como memoria de la iniciativa divina significa, por consiguiente, educarse para la acción de gracias, alimentando en el corazón un espíritu de reconciliación, de contemplación y de paz. El santuario nos recuerda que la alegría de la vida es, ante todo, fruto de la presencia del Espíritu Santo, que suscita en nosotros también la alabanza a Dios. Cuanto más seamos capaces de alabar al Señor y hacer de la vida una perenne acción de gracias al Padre (cf. Rm 12,1), presentada en unión con la única y perfecta de Cristo sacerdote, especialmente en la celebración de la Eucaristía, tanto más el don de Dios será acogido y fecundo en nosotros.

Desde este punto de vista, la Virgen María es «modelo excelso» (18): con espíritu de acción de gracias, supo dejarse cubrir por la sombra del Espíritu (cf. Lc 1,35), para que en ella el Verbo fuera concebido y donado a los hombres. Mirando hacia ella, se comprende que el santuario es el lugar de la acogida del don de lo alto, la morada en la cual, en acción de gracias, nos dejamos amar por el Señor, precisamente siguiendo el ejemplo de María y con su ayuda.

El santuario recuerda, por tanto, que si no hay gratitud, el don se pierde; si el hombre no sabe dar gracias a su Dios que cada día, incluso en la hora de la prueba, lo ama de modo nuevo, el don es ineficaz.

El santuario testimonia que la vocación de la vida no ha de ser disipación, aturdimiento o fuga, sino alabanza, paz y alegría. La comprensión profunda del santuario educa así a vivir la dimensión contemplativa de la vida, no sólo en el santuario, sino en todas partes. Y puesto que la celebración eucarística dominical, en particular, es el culmen y la fuente de toda la vida del cristiano, vivida como respuesta de gratitud y de entrega al don de lo alto, el santuario invita de modo muy especial a redescubrir el domingo, que es «el día del Señor», y también «el señor de los días» (19), «fiesta primordial», «puesta no sólo para marcar el paso del tiempo, sino para revelar su sentido profundo» que es la gloria de Dios, todo en todos (20).

8. Coparticipación y compromiso

En tercer lugar, el santuario, en cuanto memoria de nuestro origen, muestra cómo este sentido de asombro y de acción de gracias nunca debe prescindir de la coparticipación y del compromiso en favor de los demás. El santuario recuerda el don de un Dios que nos ha amado hasta el punto de colocar su tienda entre nosotros para darnos la salvación, para ser nuestro compañero en la vida, solidario con nuestro dolor y con nuestra alegría. Esta solidaridad divina la testimonian también los acontecimientos que dan origen a los diversos santuarios. Si Dios nos ha amado así, también nosotros estamos llamados a amar a los demás (cf. 1 Jn 4,12), para ser con la vida el templo de Dios. El santuario nos impulsa a la solidaridad, a ser «piedras vivas», que se sostienen mutuamente en la construcción, en torno a la piedra angular que es Cristo (cf. 1 P 2,4-5).

De nada serviría vivir el «tiempo del santuario», si eso no nos impulsara al «tiempo del camino», al «tiempo de la misión» y al «tiempo del servicio», en los que Dios se manifiesta como amor a las criaturas más débiles y pobres.

Como nos recuerdan las palabras de Jeremías, citadas también en la enseñanza de Jesús, el templo, sin la fe y el compromiso en favor de la justicia, queda reducido a una «cueva de ladrones» (cf. Jr 7,11; Mt 21,13). Los santuarios mencionados por el profeta Amós no tienen sentido si en ellos no se busca de verdad al Señor (cf. Am 4,4; 5,5-6). La liturgia, sin una vida fundada en la justicia, se transforma en una farsa (cf. Is 1,10-20; Am 5,21-25; Os 6,6). La palabra profética remite el santuario a su inspiración, despojándolo del sacralismo vacío, de la idolatría, para transformarlo en semilla fecunda de fe y de justicia en el espacio y en el tiempo. Entonces, verdaderamente, el santuario, memoria de que nuestro origen está en el Señor, constituye una invitación continua a amar a Dios y a compartir los dones recibidos. La visita al santuario mostrará, pues, sus frutos de modo especial en el compromiso caritativo, en la acción en favor de la promoción de la dignidad humana, de la justicia y de la paz, valores hacia los cuales los creyentes se sentirán de nuevo llamados.

II
EL SANTUARIO, LUGAR DE LA PRESENCIA DE DIOS

9. Lugar de la alianza

El misterio del santuario no sólo nos recuerda que nuestro origen está en el Señor, sino también que el Dios que nos amó una vez no deja nunca de amarnos y que hoy, en el momento concreto de la historia en que nos encontramos, frente a las contradicciones y a los sufrimientos del presente, él está con nosotros. El Antiguo y el Nuevo Testamento atestiguan de forma unánime que el templo no sólo es el lugar del recuerdo de un pasado salvífico, sino también el ambiente de la experiencia presente de la gracia. El santuario es el signo de la presencia divina, el lugar de la actualización siempre nueva de la alianza de los hombres con el Eterno y entre sí. Al ir al santuario, el israelita piadoso redescubría la fidelidad del Dios de la promesa en cada «hoy» de la historia (21).

Mirando a Cristo, nuevo santuario, de cuya presencia viva en el Espíritu los templos cristianos son signo, sus seguidores saben que Dios está siempre vivo y presente entre ellos y para ellos. El templo es la morada santa del Arca de la alianza, el lugar en donde se actualiza el pacto con el Dios vivo y el pueblo de Dios tiene la conciencia de constituir la comunidad de los creyentes, «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa» (1 P 2,9). San Pablo recuerda: «Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,19-22). Es Dios quien, habitando entre los suyos y en su corazón, hace de ellos su santuario vivo. El santuario de «piedras muertas» remite a Aquel que nos hace santuario de «piedras vivas» (22).

El santuario es el lugar del Espíritu, porque es el lugar en el cual la fidelidad de Dios nos llega y nos transforma. Al santuario se va ante todo para invocar y acoger al Espíritu Santo, y para llevar luego ese Espíritu a todas las acciones de la vida. En este sentido, el santuario se presenta como recuerdo constante de la presencia viva del Espíritu Santo en la Iglesia, que nos dio Cristo resucitado (cf. Jn 20,22), para gloria del Padre. El santuario es una invitación visible a acudir a la fuente invisible de agua viva (cf. Jn 4,14); invitación que se puede experimentar siempre de forma nueva para vivir en la fidelidad a la alianza con el Eterno en la Iglesia.

10. Lugar de la Palabra

La expresión «comunión de los santos», que se encuentra en la sección del Credo relativa a la obra del Espíritu, puede servir para expresar densamente un aspecto del misterio de la Iglesia, peregrina en la historia. El Espíritu Santo, al impregnar los miembros del cuerpo de Cristo, hace de la Iglesia el santuario vivo del Señor, como recuerda el concilio Vaticano II: «A veces se designa a la Iglesia como edificación de Dios (cf. 1 Co 3,9). (...) Esta edificación recibe diversos nombres: casa de Dios (cf. 1 Tm 3,15) en la que habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-22); "tienda de Dios entre los hombres" (Ap 21,3), y, sobre todo, templo santo, que los santos Padres celebran como representado en los templos de piedra, y la liturgia, no sin razón, lo compara a la ciudad santa, la nueva Jerusalén. Efectivamente, en este mundo servimos cual piedras vivas para edificarla (cf. 1 P 2,5)» (23).

En este Templo santo de la Iglesia, el Espíritu obra especialmente a través de los signos de la nueva alianza, que el santuario conserva y ofrece. Entre ellos está la Palabra de Dios. El santuario es, por excelencia, el lugar de la Palabra, en la que el Espíritu llama a la fe y suscita la «comunión de los fieles». Es sumamente importante asociar el santuario a la escucha perseverante y acogedora de la Palabra de Dios, que no es una palabra humana cualquiera, sino el mismo Dios vivo en el signo de su Palabra. El santuario, en el que la Palabra resuena, es el lugar de la alianza, donde Dios confirma a su pueblo su fidelidad, para iluminarle el camino y para consolarlo.

El santuario puede llegar a ser un lugar excelente de profundización de la fe, un espacio privilegiado y un tiempo favorable, distintos del ordinario; puede brindar ocasiones de nueva evangelización; puede contribuir a promover la religiosidad popular «rica en valores» (24), llevándola a una conciencia de fe más exacta y madura (25); y puede agilizar el proceso de inculturación (26).

Por consiguiente, será necesario desarrollar en los santuarios «una catequesis adecuada» (27), que «debe tomar pie de los acontecimientos que se celebran en los lugares visitados y de su índole propia, pero no deberá olvidar ni la necesaria jerarquía en la exposición de las verdades de la fe, ni su inclusión en el itinerario litúrgico en el que toda la Iglesia participa» (28).

En este servicio pastoral de evangelización y catequesis se deben subrayar los aspectos específicos vinculados con la memoria del santuario en donde se actúa, con el mensaje particular que él ofrece y el «carisma» que el Señor le ha encomendado y que la Iglesia ha reconocido, y con el patrimonio, a menudo riquísimo, de las tradiciones y de las costumbres que se han establecido en él.

Desde esa misma perspectiva de servicio a la evangelización, se podrá recurrir a iniciativas culturales y artísticas como congresos, seminarios, muestras, exposiciones, concursos y manifestaciones sobre temas religiosos. «Antiguamente nuestros santuarios se llenaban de mosaicos, pinturas y esculturas religiosas para inculcar la fe. ¿Tendremos nosotros el vigor espiritual y el ingenio suficientes para crear "imágenes eficaces" de gran calidad y, a la vez, adaptadas a la cultura del hoy? Se trata no sólo del anuncio primero de la fe, en un mundo con frecuencia secularizado, o de la catequesis para ahondar esta fe, sino también de la inculturación del mensaje evangélico a nivel de cada pueblo y de cada tradición cultural» (29).

Con este fin, es indispensable en el santuario la presencia de agentes pastorales capaces de iniciar a la gente en el diálogo con Dios y en la contemplación del misterio inmenso que nos envuelve y atrae. Es preciso subrayar la importancia del ministerio de los sacerdotes, de los religiosos y de las comunidades responsables de los santuarios (30) y, por consiguiente, la importancia de una formación específica, adecuada al servicio que deben prestar. Al mismo tiempo, hay que promover la aportación de laicos preparados para la labor de catequesis y evangelización vinculada a la vida de los santuarios, de modo que también en los santuarios se manifieste la riqueza de carismas y ministerios que el Espíritu Santo suscita en la Iglesia del Señor, y los peregrinos se beneficien del múltiple testimonio de los diversos agentes de la pastoral.

11. Lugar del encuentro sacramental

Los santuarios, lugares en los que el Espíritu habla también a través del mensaje específico vinculado a cada uno de ellos y reconocido por la Iglesia, son también lugares privilegiados de las acciones sacramentales, especialmente de la reconciliación y la Eucaristía, en los que la Palabra encuentra su actuación más densa y eficaz. Los sacramentos realizan el encuentro de los vivos con Aquel que los hace continuamente vivos y los alimenta con vida siempre nueva en la consolación del Espíritu Santo. No se trata de ritos repetitivos, sino de acontecimientos de salvación, encuentros personales con el Dios vivo que, en el Espíritu, llega a cuantos acuden a él hambrientos y sedientos de su verdad y de su paz. Así pues, cuando en el santuario celebramos un sacramento, no «hacemos» algo, sino que nos encontramos con Alguien; más aún, ese Alguien, Cristo, se hace presente en la gracia del Espíritu para comunicarse a nosotros y cambiar nuestra vida, insertándonos de manera cada vez más fecunda en la comunidad de la alianza, que es la Iglesia.

El santuario, en cuanto lugar de encuentro con el Señor de la vida, es signo seguro de la presencia del Dios que actúa en medio de su pueblo, porque en él, a través de su Palabra y de sus sacramentos, él se comunica a nosotros. Por eso, al santuario se acude como al templo del Dios vivo, al lugar de la alianza viva con él, para que la gracia de los sacramentos libere a los peregrinos del pecado y les dé la fuerza de volver a comenzar con nuevo brío y con nueva alegría en el corazón, para ser entre los hombres testigos transparentes del Eterno.

Con frecuencia, el peregrino llega al santuario particularmente dispuesto a pedir la gracia del perdón, y hay que ayudarle a abrirse al Padre, «rico en misericordia (Ef 2,4)» (31), en la verdad y en la libertad, con plena conciencia y responsabilidad, de modo que del encuentro de gracia brote una vida realmente nueva. Una liturgia penitencial comunitaria adecuada podrá ayudar a vivir mejor la celebración personal del sacramento de la penitencia, que «es el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo Redentor» (32). Los lugares en los que tiene lugar dicha celebración deben ser oportunamente preparados para que favorezcan el recogimiento (33).

Puesto que «el perdón, concedido de forma gratuita por Dios, implica como consecuencia un cambio real de vida, una progresiva eliminación del mal interior, una renovación de la propia existencia», los agentes pastorales de los santuarios han de sostener de todos los modos posibles la perseverancia de los peregrinos en los frutos del Espíritu. Además, deben prestar una atención especial al ofrecer aquella expresión del «don total de la misericordia de Dios», que es la indulgencia, con la cual «se condona al pecador arrepentido la pena temporal por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa» (34). En la profunda experiencia de la «comunión de los santos», que el peregrino vive en el santuario, le resultará más fácil comprender «lo mucho que cada uno puede ayudar a los demás -vivos o difuntos- para estar cada vez más íntimamente unidos al Padre celestial» (35).

Por lo que atañe a la celebración de la Eucaristía, es preciso recordar que es el centro y el corazón de toda la vida del santuario, acontecimiento de gracia que «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia» (36). Por esto, es conveniente que manifieste de modo especial la unidad que brota del sacramento eucarístico, reuniendo en una misma celebración a los diversos grupos de visitantes. De igual modo, la presencia eucarística del Señor Jesús no sólo ha de ser adorada individualmente, sino también por todos los grupos de peregrinos, con actos particulares de piedad preparados con gran esmero, como acontece de hecho en muchísimos santuarios, con la convicción de que «la Eucaristía contiene y expresa todas las formas de oración» (37).

Sobre todo la celebración de los sacramentos de la reconciliación y de la Eucaristía da a los santuarios una dignidad particular: «No se trata de lugares de lo marginal y lo accesorio, sino, por el contrario, de lugares de lo esencial; de lugares adonde se va para obtener "la Gracia", antes incluso que "las gracias"» (38).

12. Lugar de comunión eclesial

Regenerados por la Palabra y los sacramentos, los que han acudido al santuario de «piedras muertas» se transforman en santuario de «piedras vivas» y así pueden realizar una experiencia renovada de la comunión de fe y santidad que es la Iglesia. En este sentido, se podría decir que en el santuario puede nacer de nuevo la Iglesia de los hombres vivos en el Dios vivo. En él cada uno puede redescubrir el don que la creatividad del Espíritu le ha regalado para la utilidad de todos; y también en el santuario cada uno puede discernir y madurar la propia vocación y estar disponible para realizarla al servicio de los demás, especialmente en la comunidad parroquial, donde se integran las diferencias humanas y se articulan en la comunión eclesial (39). Por tanto, es preciso prestar una atención especial a la pastoral vocacional y a la pastoral de la familia, «lugar privilegiado y santuario donde se desarrolla toda la aventura, grande e íntima, de cada persona humana irrepetible» (40).

La comunión en el Espíritu Santo, realizada a través de la comunión en las realidades santas de la Palabra y de los sacramentos, engendra la comunión de los santos, el pueblo del Dios altísimo, constituido en cuanto tal por el Espíritu Santo. De modo particular, la Virgen María, «figura de la Iglesia en el orden de la fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo» (41), venerada en tantos santuarios (42), ayuda a los fieles a comprender y acoger esta acción del Espíritu Santo, que suscita la comunión de los santos en Cristo.

La intensa experiencia de la unidad de la Iglesia, que se realiza en los santuarios, puede ayudar también a los peregrinos a discernir y acoger el impulso del Espíritu, que los lleva de modo especial a orar y actuar con vistas a la unidad de todos los cristianos (43). El compromiso ecuménico puede hallar en los santuarios un lugar de promoción excepcional, puesto que en ellos se favorece la conversión del corazón y la santidad de la vida que son «el alma de todo el movimiento ecuménico» (44), y se experimenta la gracia de la unidad donada por el Señor. Además, en el santuario puede realizarse de forma concreta la «comunicación en las cosas espirituales», especialmente en la oración común y en el uso del lugar sagrado (45), que favorece en gran medida el camino de la unidad, cuando se realiza con el máximo respeto de los criterios establecidos por los pastores.

Esta experiencia de Iglesia debe estar apoyada especialmente por una acogida adecuada a los peregrinos en el santuario, que tenga en cuenta lo específico de cada grupo y de cada persona, las expectativas de los corazones y sus auténticas necesidades espirituales.

En el santuario se aprende a abrir el corazón a todos, en particular a los que son distintos de nosotros: el huésped, el extranjero, el inmigrante, el refugiado, el que profesa otra religión y el no creyente. Así el santuario, además de presentarse como espacio de experiencia de Iglesia, se convierte en lugar de convocación abierta a toda la humanidad.

Es preciso destacar, en efecto, que en numerosas ocasiones, debido a tradiciones históricas y culturales, o a circunstancias favorecidas por la moderna movilidad humana, los creyentes en Cristo se encuentran en los santuarios, como compañeros de peregrinación, con hermanos miembros de otras Iglesias y comunidades eclesiales y con fieles de otras religiones. La certeza de que el designio de salvación los incluye también a ellos (46), el reconocimiento de la fidelidad que profesan a sus propias convicciones religiosas, muchas veces ejemplar (47), y la experiencia, vivida en común, de los mismos acontecimientos de la historia, abren un horizonte nuevo y apremiante para el diálogo ecuménico y para el diálogo interreligioso, que el santuario ayuda a vivir ante el misterio santo de Dios, que acoge a todos (48). Sin embargo, es necesario tener presente que el santuario es el lugar de encuentro con Cristo a través de la Palabra y los sacramentos. Por eso se debe velar continuamente para evitar toda forma posible de sincretismo. Al mismo tiempo, el santuario se presenta como signo de contradicción con respecto a los movimientos pseudo-espiritualistas, como por ejemplo la New Age, porque en vez de un sentimiento religioso genérico, basado en la potenciación exclusiva de las facultades humanas, el santuario promueve el fuerte sentido de la primacía de Dios y la necesidad de abrirse a su acción salvífica en Cristo para la plena realización de la existencia humana.

III
EL SANTUARIO, PROFECÍA DE LA PATRIA CELESTIAL

13. Signo de esperanza

El santuario, memoria de que nuestro origen está en el Señor y signo de la presencia divina, es también profecía de nuestra patria última y definitiva: el reino de Dios, que se realizará cuando «pondré mi santuario en medio de ellos para siempre», según la promesa del Eterno (Ez 37,26).

El signo del santuario no sólo nos recuerda de dónde venimos y quiénes somos; también abre nuestra mirada para hacernos descubrir a dónde vamos, hacia qué meta se dirige nuestra peregrinación en la vida y en la historia. El santuario, como obra de las manos del hombre, remite a la Jerusalén celestial nuestra Madre, la ciudad que baja de junto a Dios, ataviada como una esposa (cf. Ap 21,2), santuario escatológico perfecto, donde la gloriosa presencia divina es directa y personal: «No vi templo alguno en ella, porque el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero, son su templo» (Ap 21,22). En esa ciudad-templo ya no habrá lágrimas, ni tristeza, ni dolor, ni muerte (cf. Ap 21,4).

Así, el santuario se presenta como un signo profético de esperanza, una evocación del horizonte más amplio que se abre a la promesa que no defrauda. En las contradicciones de la vida, el santuario, edificio de piedra, se convierte en evocación de la patria vislumbrada, aunque aún no poseída, cuya espera, entretejida de fe y de esperanza, sostiene el camino de los discípulos de Cristo. En ese sentido, es significativo que después de las grandes pruebas del exilio, el pueblo elegido haya sentido la necesidad de expresar el signo de la esperanza reconstruyendo el templo, santuario de adoración y de alabanza. Israel hizo todos los sacrificios posibles para que fuera devuelto a sus ojos y a su corazón este signo, que no sólo le recordara el amor de Dios que lo eligió y vive en medio de él, sino que también le avivara la nostalgia de la meta última de la promesa hacia la que se dirigen los peregrinos de Dios de todos los tiempos. El acontecimiento escatológico en el cual se funda la fe de los cristianos es la reconstrucción del templo-cuerpo del Crucificado, realizada con su resurrección gloriosa, prenda de nuestra esperanza (cf. 1 Co 15,12-28).

Icono vivo de esta esperanza es sobre todo la presencia, en los santuarios, de los enfermos y de los que sufren (49). La meditación de la acción salvífica de Dios les ayuda a comprender que a través de sus sufrimientos participan de modo privilegiado de la fuerza sanante de la redención realizada en Cristo (50) y proclaman ante el mundo la victoria del Resucitado. Junto a ellos, los que los acompañan y asisten con caridad auténtica son testigos de la esperanza del Reino, inaugurado por el Señor Jesús precisamente a partir de los pobres y los que sufren: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la buena nueva» (Lc 7,22).

14. Invitación a la alegría

La esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5) llena el corazón de alegría (cf. Rm 15,13). En el santuario, el pueblo de Dios aprende a ser la «Iglesia de la alegría». Quien ha entrado en el misterio del santuario sabe que Dios ya está actuando en esta historia humana; que, a pesar de las tinieblas del tiempo presente, desde ahora raya el alba del tiempo que ha de venir; que el reino de Dios está ya presente y, por esto, nuestro corazón puede llenarse de alegría, de confianza y de esperanza, pese al dolor, la muerte, las lágrimas y la sangre que cubren la faz de la tierra.

El Salmo 122, uno de los que cantaban los peregrinos en camino hacia el templo, dice: «¡Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la casa del Señor"...». Es un testimonio que refleja los sentimientos de todos los que se dirigen al santuario, ante todo la alegría del encuentro con los hermanos (cf. Sal 133,1).

En el santuario se celebra «la alegría del perdón», que impulsa a «celebrar una fiesta y alegrarse» (Lc 15,32), porque «se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte» (Lc 15,10). Reunidos en torno a la misma mesa de la Palabra y la Eucaristía, se experimenta la misma «alegría de la comunión» con Cristo que sintió Zaqueo cuando lo acogió en su casa «con alegría» (Lc 19,6). Esta es la «alegría perfecta» (Jn 15,11), que nadie podrá quitar (cf. Jn 16,23) a un corazón fiel que se ha convertido en templo vivo del Eterno, santuario de carne de la adoración divina en Espíritu y verdad. Con el Salmista, cada peregrino está invitado a decir: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, y exultaré; te alabaré al son de la cítara, Dios, Dios mío» (Sal 43,4).

15. Llamamiento a la conversión y a la renovación

El signo del santuario nos atestigua que no estamos hechos para vivir y morir, sino para vivir y derrotar a la muerte con la victoria de Cristo. En consecuencia, la comunidad que celebra a su Dios en el santuario recuerda que es Iglesia peregrina hacia la patria prometida, en estado de continua conversión y de renovación. El santuario presente no es el punto último de llegada. Experimentando en él el amor de Dios, los creyentes reconocen que no han llegado aún; al contrario, sienten mucho más fuerte la nostalgia de la Jerusalén celestial, el deseo del cielo. Así los santuarios nos ayudan a reconocer, por una parte, la santidad de aquellos a los que están dedicados y, por otra, nuestra condición de pecadores que debemos comenzar cada día de nuevo la peregrinación hacia la gracia. De este modo, nos ayudan a descubrir que la Iglesia «es santa y está a la vez siempre necesitada de purificación » (51), porque sus miembros son pecadores.

La Palabra de Dios nos ayuda a mantener vivo este llamamiento, especialmente a través de la crítica que hacen los profetas al santuario que se ha reducido a lugar de ritualismo vacío: «¿Quién ha solicitado de vosotros que vengáis a pisar mis atrios? No sigáis trayendo oblaciones vanas: el humo del incienso me resulta detestable. Novilunio, sábado, convocatoria: no tolero falsedad y solemnidad (...). Desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1,12-17). Sacrificio agradable a Dios es el corazón contrito y humillado (cf. Sal 51,19-21). Como afirma Jesús: «No todo el que me diga: "Señor, Señor", entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21).

La continua conversión es inseparable del anuncio del horizonte hacia el cual se proyecta la esperanza teologal. Cada vez que la comunidad de los creyentes se reúne en el santuario, lo hace para recordarse a sí misma otro santuario: la ciudad futura, la morada de Dios que queremos comenzar a construir ya en este mundo y que no podemos dejar de desear, llenos de esperanza y conscientes de nuestros límites, comprometidos a preparar lo más posible la llegada del Reino. El misterio del santuario recuerda, pues, a la Iglesia peregrina en la tierra su condición de precariedad, el hecho de que está encaminada hacia una meta más grande, la patria futura, que llena el corazón de esperanza y paz. Este estímulo a la constante conversión en la esperanza, este testimonio de la primacía del reino de Dios, del que la Iglesia es inicio y primicia, deberán promoverse con particular esmero en la acción pastoral de los santuarios, al servicio del crecimiento de la comunidad y de cada uno de los creyentes.

16. Símbolo del cielo nuevo y de la tierra nueva

El santuario asume una importancia profética, porque es signo de la esperanza más grande, que nos orienta hacia la meta última y definitiva, donde cada hombre será plenamente hombre, respetado y realizado según la justicia de Dios. Por esto, se convierte en llamamiento constante a criticar la miopía de todas las realizaciones humanas que se nos quieren presentar como absolutas. El santuario puede considerarse, por tanto, como impugnación de toda presunción mundana, de cualquier dictadura política, de toda ideología que quiera decir todo sobre el hombre, porque nos recuerda que existe otra dimensión, la del reino de Dios que debe llegar en su plenitud. En el santuario resuena constantemente el Magníficat, en el que la Iglesia «encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la poca fe en Dios» y en el que «María proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios santo y todopoderoso, que desde el comienzo es la fuente de todo don, aquel que "ha hecho obras grandes"» (52).

En el santuario se testimonia la dimensión escatológica de la fe cristiana, es decir, su tensión hacia la plenitud del Reino. En esta dimensión se funda y florece la vocación ético-política de los creyentes a ser, en la historia, conciencia evangélicamente crítica de las propuestas humanas, que llama a los hombres al destino más grande, que les impide empobrecerse en la miopía de lo que se realiza, y los obliga a actuar incesantemente como levadura (cf. Mt 13,33) con vistas a una sociedad más justa y más humana.

Precisamente por ser un llamamiento a otra dimensión, la «del cielo nuevo y de la tierra nueva» (Ap 21,1), el santuario estimula a vivir como fermento crítico y profético en este cielo presente y en esta tierra presente, y renueva la vocación del cristiano a vivir en el mundo, aun sin ser del mundo (cf. Jn 17,16). Esa vocación es un rechazo de las instrumentalizaciones ideológicas de cualquier tipo y, más que todo, presencia estimulante al servicio de la construcción de todo el hombre en cada hombre, según la voluntad del Señor.

A la luz de esto se comprende cómo una atenta acción pastoral puede transformar los santuarios en lugares de educación para los valores éticos, en particular la justicia, la solidaridad, la paz y la salvaguardia de la creación, para contribuir al crecimiento de la calidad de la vida para todos.

C O N C L U S I Ó N

17. Convergencia de esfuerzos

El santuario no es sólo una obra humana, sino también un signo visible de la presencia del Dios invisible. Por esto, se exige una oportuna convergencia de esfuerzos y una adecuada conciencia de las funciones y de las responsabilidades de los protagonistas de la pastoral de los santuarios, precisamente para favorecer el pleno reconocimiento y la acogida fecunda del don que el Señor hace a su pueblo a través de cada santuario.

El santuario presta un valioso servicio a las Iglesias particulares, sobre todo cuidando de la proclamación de la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos de la reconciliación y de la Eucaristía (53). Este servicio expresa y vivifica los vínculos históricos y espirituales que los santuarios tienen con las Iglesias en las que han surgido, y exige la plena inserción de la acción pastoral realizada por el santuario en la pastoral de los obispos, con particular atención a lo que más atañe al «carisma» del lugar y al bien espiritual de los fieles que acuden a él en peregrinación.

Bajo la guía del obispo o de la Conferencia episcopal, según los casos, los santuarios definen su identidad pastoral específica y su estructura organizativa, que debe expresarse en sus propios estatutos (54). Por lo demás, esta participación de los santuarios en la pastoral diocesana requiere que se atienda a la preparación específica de las personas y de las comunidades que deberán encargarse de ella.

Es igualmente importante promover la colaboración y el asociacionismo entre los santuarios, especialmente entre los de una misma área geográfica y cultural, y la coordinación de su acción pastoral con la acción del turismo y de la movilidad en general. La multiplicación de iniciativas en ese sentido -desde congresos a nivel mundial hasta encuentros continentales y nacionales (55)- ha puesto de relieve la creciente afluencia a los santuarios, ha estimulado la toma de conciencia de nuevas urgencias y ha favorecido nuevas respuestas pastorales a los nuevos desafíos de los lugares y de los tiempos.

El «misterio del templo» ofrece, por tanto, una riqueza de estímulos que se han de meditar y hacer fructificar con la acción. En cuanto Memoria de nuestro origen, el santuario recuerda la iniciativa de Dios y ayuda al peregrino a acogerla con sentimientos de asombro, gratitud y compromiso. En cuanto lugar de la Presencia divina, testimonia la fidelidad de Dios y su acción incesante en medio de su pueblo, mediante la Palabra y los sacramentos. En cuanto Profecía, o sea, evocación de la patria celestial, recuerda que no todo está cumplido, y debe aún cumplirse en plenitud según la promesa de Dios hacia la cual nos encaminamos; precisamente, al mostrar la relatividad de todo lo que es penúltimo con respecto a la última patria, el santuario ayuda a descubrir a Cristo como Templo nuevo de la humanidad reconciliada con Dios.

Teniendo presentes estas tres dimensiones teológicas del santuario, la pastoral de los santuarios deberá promover la continua renovación de la vida espiritual y del compromiso eclesial, con una intensa vigilancia crítica frente a todas las culturas y las realizaciones humanas, pero también con un espíritu de colaboración, abierto a las exigencias del diálogo ecuménico e interreligioso.

18. María, santuario vivo

La Virgen María es el santuario vivo del Verbo de Dios, el Arca de la alianza nueva y eterna. En efecto, el relato del anuncio del ángel a María está modelado por san Lucas, mediante un fino contrapunto, con las imágenes de la tienda del encuentro con Dios en el Sinaí y del templo de Sión. Así como la nube cubría al pueblo de Dios en marcha hacia el desierto (cf. Nm 10,34; Dt 33,12; Sal 91,4), y así como esa misma nube, signo del misterio divino presente en medio de Israel, se cernía sobre el Arca de la alianza (cf. Ex 40,35), asimismo ahora la sombra del Altísimo envuelve y penetra el tabernáculo de la nueva Alianza que es el seno de María (cf. Lc 1,35).

Más aún, el evangelista san Lucas relaciona sutilmente las palabras del ángel con el canto que el profeta Sofonías eleva a la presencia de Dios en Sión. El ángel dice a María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo (...). No temas, María (...), vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo...» (Lc 1,28-31). El profeta dice a Sión: «Alégrate, hija de Sión, el rey de Israel, el Señor, está en tu seno. No temas, Sión (...). El Señor, tu Dios, está en tu seno, el Poderoso te salvará» (So 3,14-17). En el «seno» (be qereb) de la hija de Sión, símbolo de Jerusalén, sede del templo, se manifiesta la presencia de Dios con su pueblo; en el seno de la nueva hija de Sión el Señor establece su templo perfecto para una comunión plena con la humanidad a través de su Hijo, Jesucristo.

El tema se propone nuevamente en la escena de la visitación de María a Isabel. La pregunta que Isabel dirige a la futura madre de Jesús tiene un gran contenido alusivo: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Lc 1,43). Esas palabras, en efecto, remiten a las de David frente al Arca del Señor: «¿Cómo va a venir a mí el Arca de Yahveh?» (2 S 6,9). María es, pues, la nueva Arca de la presencia del Señor: cabe destacar que aquí, por primera vez en el evangelio de san Lucas, aparece el título Kyrios, «Señor», aplicado a Cristo, el título que en la Biblia griega traducía el nombre sagrado de Dios YHVH. Así como el Arca del Señor permaneció tres meses en la casa de Obed Edom, llenándola de bendiciones (cf. 2 S 6,11), también María, el Arca viva de Dios, permaneció tres meses en la casa de Isabel con su presencia santificante (cf. Lc 1,56).

Es iluminadora, a este respecto, la afirmación de san Ambrosio: «María era el templo de Dios, no el Dios del templo, y por eso es preciso adorar solamente a Aquel que actuaba en el templo» (56). Por este motivo, «la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre espiritual de la humanidad y abogada de gracia» (57), como lo demuestra la presencia de los numerosos santuarios marianos esparcidos por el mundo (58), que constituyen un auténtico «Magníficat misionero» (59).

En los múltiples santuarios marianos, afirma el Santo Padre, «no sólo los individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y continentes buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído; es la primera entre los creyentes y por esto se ha convertido en Madre del Emmanuel. Este es el mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual de todos los cristianos, al ser patria del Salvador del mundo y de su Madre. Este es el mensaje de tantos templos que en Roma y en el mundo entero la fe cristiana ha levantado a lo largo de los siglos. Este es el mensaje de los centros como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tierra natal, Jasna Góra. Tal vez se podría hablar de una específica "geografía" de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del pueblo de Dios, el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el ámbito de la materna presencia de "la que ha creído", la consolidación de la propia fe» (60).

Con este fin, los responsables de la pastoral de los santuarios han de velar, con atención constante, para que las diversas expresiones de la piedad mariana se integren en la vida litúrgica, que es el centro y la definición del santuario.

Al acercarse a María, el peregrino debe sentirse llamado a vivir la «dimensión pascual» (61) que gradualmente transforma su vida mediante la acogida de la Palabra, la celebración de los sacramentos y el compromiso en favor de los hermanos.

El encuentro comunitario y personal con María, «estrella de la evangelización» (62), impulsará a los peregrinos, como animó a los Apóstoles, a anunciar con la palabra y el testimonio de vida «las maravillas de Dios» (Hch 2,11).

Ciudad del Vaticano, 8 de mayo de 1999.

Arzobispo Stephen Furnio HAMAO
Presidente

Arzobispo Francesco GIOIA, o.f.m.cap.
Secretario


1) Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, La peregrinación en el Gran Jubileo del año 2000 (11.4.1998), 32; el texto remite a Ex 27,21; 29,4.10-11.30.32.42.44.

2) Cf. el documento citado del Consejo Pontificio y el de la Conferencia Episcopal Italiana: «Venite, saliamo sul monte del Signore» (Is 2,3). Il pellegrinaggio alle soglie del terzo millennio (29.6.1998).

3) Código de Derecho Canónico, c. 1230.

4) Ib., c. 1234, § 1.

5) Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Corrientes, Argentina (9.4.1987): L'Osservatore Romano, edición en lengua española (3.5.1987), 6.

6) Juan Pablo II, Ángelus (12.7.1992): L'Osservatore Romano, edición en lengua española (17.7.1992), p. 1.

7) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 6.

8) Todos los santuarios que Israel tuvo (Siquem, Betel, Berseba y Silo) están vinculados a la historia de los patriarcas y son memoriales del encuentro con el Dios vivo.

9) San Gregorio de Nisa, Epist. 3,1: Sources Chrétiennes 363, 124.

10) Ib., 3,2: SCh 363, 126.

11) En los santuarios es posible «encender en todo hogar el fuego del amor divino», como afirma Teodoreto de Ciro a propósito de la iglesia edificada en honor de Santa Tecla (Historia Religiosa, 29,7: SCh 257, 239.

12) S. Agustín, Carta a Proba, 130,8,15.

13) S. Agustín, Comentario a la carta de San Juan, IX,9.

14) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65.

15) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Sacrosanctum Concilium, 111.

16) Cf. Juan Pablo II, Homilía en el santuario de Belém, Brasil (8.7.1980).

17) El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda: «Los santuarios son, para los peregrinos en busca de fuentes vivas, lugares excepcionales para vivir en comunión con la Iglesia las formas de la oración cristiana» (2691).

18) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 54 y 65.

19) Pseudo Eusebio de Alejandría, Sermón 16: PG 86, 416.

20) Juan Pablo II, en la Carta apostólica Dies Domini (31.5.1998), afirma: «Se recuperan también expresiones antiguas de la religiosidad, como la peregrinación, y los fieles aprovechan el reposo dominical para acudir a los santuarios donde poder transcurrir, preferiblemente con toda la familia, algunas horas de una experiencia más intensa de fe. Son momentos de gracia que es preciso alimentar con una adecuada evangelización y orientar con auténtico tacto pastoral» (n. 52).

21) Pensemos también en los Salmos de las subidas al templo de Jerusalén y en la imagen del Dios protector de Israel que ellos ofrecen (cf. en particular los Salmos 121 y 127).

22) Gregorio de Nisa escribe: «Dondequiera que estés, Dios vendrá a ti, si la morada de tu alma se encuentra preparada para que el Señor pueda habitar en ti» (Epistula 2,16: SCh 363, 121).

23) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 6.

24) Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (8.12.1975), 48.

25) Cf. Juan Pablo II, Homilía en el santuario de Zapopan, México, (30.1.1979).

26) Cf. Comisión Teológica Internacional, Documento Fe e inculturación (1987), III, 2-7.

27) Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, Camina hacia el esplendor, el Señor camina contigo. Actas del Primer Congreso Mundial de la Pastoral de los Santuarios y Peregrinaciones (Roma, 26-29.2.1992), Documento final, 8, p. 240.

28) La peregrinación en el Gran Jubileo del año 2000, o.c., 34.

29) Juan Pablo II, Mensaje con ocasión del 50· aniversario de la Organización Católica Internacional del Cine (31.10.1978): L'Osservatore Romano, edición en lengua española (22.4.1979), p. 14.

30) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 4.

31) Juan Pablo II, Carta encíclica Dives in misericordia (30.11.1980), 1.

32) Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptor hominis (4.3.1979), 20.

33) Para las líneas fundamentales con respecto a la catequesis y a la celebración del sacramento de la reconciliación, cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et poenitentia (2.12.1984).

34) Juan Pablo II, Bula de convocación del Gran Jubileo del año 2000 Incarnationis mysterium (29.11.1998), 9.

35) Ib., 10. Cf. Pablo VI, Constitución apostólica Indulgentiarum doctrina (1.1.1967).

36) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 5.

37) Catecismo de la Iglesia católica, 2643; cf. Pablo VI, Carta encíclica Mysterium fidei (3.9.1965); Congregación par el Culto Divino, Instrucción Inaestimabile donum (3.4.1980).

38) Juan Pablo II, Carta al Arzobispo Pasquale Macchi con ocasión del VII Centenario del Santuario de la Santa Casa de Loreto (15.8.1993), 7: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española (24.9.1993), p. 7.

39) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 10.

40) Juan Pablo II, Discurso durante la audiencia general (3.1.1979): L'Osservatore Romano, edición en lengua española (7.1.1979), p.4; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11.

41) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 63.

42) Juan Pablo II afirma: «Los santuarios marianos son como la casa de la Madre, lugares para detenerse y descansar en el largo camino que lleva a Cristo; son hogares donde, mediante la fe sencilla y humilde de los "pobres de espíritu" (cf. Mt 5,3), se vuelve a tomar contacto con las grandes riquezas que Cristo ha confiado y dado a la Iglesia, especialmente los sacramentos, la gracia, la misericordia, la caridad para con los hermanos que sufren y los enfermos» (Ángelus, 21.6.1987): L'Osservatore Romano, edición en lengua española (28.6.1987), p. 1.

43) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 4.

44) Ib., 8.

45) Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para la Aplicación de los Principios y Normas sobre el Ecumenismo (25.3.1993), 29 y 103.

46) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 16.

47) Cf. Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptor hominis (4.3.1979), 6.

48) Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente (10.11.1994), 52-53.

49) Cf. Juan Pablo II, Homilía en la misa para los enfermos en la basílica de San Pedro (11.2.1990).

50) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 41; Juan Pablo II, Carta apostólica Salvifici doloris (11.2.1984).

51) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8; cf. Decr. Unitatis redintegratio, 6-7.

52) Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater (25.3.1987), 37.

53) Al contrario, es pastoralmente conveniente que los sacramentos del bautismo, la confirmación y el matrimonio se celebren en las parroquias de residencia, ayudando a los fieles a captar el significado comunitario de estos sacramentos; cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici (30.12.1988), 26.

54) Código de Derecho Canónico, c. 1232. En ese sentido, la Conferencia Episcopal Francesa, por ejemplo, ha elaborado una Carta de los Santuarios.

55) El Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes trabaja en esta dirección, como lo demuestra la organización de los dos Congresos Mundiales (Roma, 26-29.2.1992, y Éfeso, Turquía, 4- 7.5.1998) y de los dos celebrados a nivel regional (Máriapócs, Hungría, 2-4.9.1986, y Pompeya, Italia, 17- 21.10.1998); cf. respectivas Actas.

56) San Ambrosio, De Spiritu Sancto III, 11, 80.

57) Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater (25.3.1987), 47.

58) Juan Pablo II recuerda: «Sé perfectamente que cada pueblo, cada país y también cada diócesis tiene sus lugares santos en los que late el corazón de todo el pueblo de Dios de manera, podríamos decir, más viva; lugares de encuentro especial entre Dios y los seres humanos; sitios en que Cristo mora de modo particular entre nosotros. Si estos lugares están dedicados con tanta frecuencia a su Madre, ello nos revela la naturaleza de su Iglesia en plenitud total», Homilía en el santuario de Knock, Irlanda, (30.9.1979): L'Osservatore Romano, edición en lengua española (7.10.1979), p. 13.

59) Juan Pablo II, Mensaje al III Congreso Misionero Latinoamericano, Bogotá (6.7.1987).

60) Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater (25.3.1987), 28.

61) Congregación para el Culto Divino, Carta circular a los Presidentes de las Comisiones Litúrgicas nacionales Orientaciones y propuestas para la celebración del Año mariano (3.4.1987), 78: Notitiae 23 (1987), p. 386.

62) Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (8.12.1975), 82.