DEI VERBUM


PROEMIO


1. El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola con confianza, hace suya la frase de S. Juan, que dice: "Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn., 1, 2-3). Por tanto, siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, se propone exponer la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión, para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de salvación; creyendo, espere; y esperando, ame[1].

CAPÍTULO I:

LA REVELACIÓN EN SÍ MISMA


Naturaleza y objeto de la Revelación

2. Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef., 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef., 2, 18; 1 Pe., 1, 4). Así, pues, por esta revelación Dios invisible (cf. Col., 1, 15; 1 Tim., 1, 17), movido por su gran amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex., 33, 11; Jn., 15, 14-15) y trata con ellos (cf. Bar., 3, 38), para invitarlos y recibirlos a la comunión con El. Este plan de la revelación se realiza con palabras y hechos intrínsecamente conexos entre sí, de modo que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación[2].

Preparación de la revelación evangélica

3. Dios, creando (cf. Jn., 1, 3) y conservándolo todo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cf. Rom., 1, 19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su caída les animó a la esperanza de la salvación (cf. Gén., 3, 15) con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras (cf. Rom., 2, 6-7). A su tiempo llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo (cf. Gén., 12, 2-3), al que después de los Patriarcas instruyó por Moisés y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero, Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y de esta forma, a través de los siglos, fue preparando el camino del Evangelio.

Cristo, culmen de la revelación

4. Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, "últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo" (Heb., 1, 1-2), pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (cf. Jn., 1, 1-18); Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, "hombre enviado a los hombres"[3], "habla palabras de Dios" (Jn., 3, 34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn., 5, 36; 17, 4). Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre (cf. Jn., 14, 9),- con toda su presencia y manifestación de sí mismo, con sus palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, con el envío, finalmente, del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con testimonio divino que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna.

La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva nunca pasará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim., 6, 14; Tit., 2, 13).

La revelación hay que recibirla con fe

5. Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe" (Rom., 16, 26; cf. Rom., 1, 5; 2 Cor., 10, 5-6), por la que el hombre se entrega libre y totalmente a Dios, prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad"[4] y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El. Para profesar esta fe necesitamos la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad"[5]. Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones.

Las verdades reveladas

6. Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a sí mismo y manifestar los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, "para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana"[6].

Confiesa el Santo Concilio "que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con seguridad por la luz natural de la razón humana, partiendo de las criaturas" (cf. Rom., 1, 20); pero enseña que hay que atribuir a su revelación "el que todos, aun en la presente condición del género humano, puedan conocer fácilmente, con firme certeza y sin ningún error, las cosas divinas que por su naturaleza no son inaccesibles a la razón humana"[7].


CAPÍTULO II

TRANSMISION DE LA REVELACION DIVINA

Los Apóstoles y sus sucesores, heraldos del Evangelio

7. Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de todos los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones. Por eso, Cristo Señor, en quien se consuma la revelación total de Dios altísimo (cf. 2 Cor., 1, 30; 3, 16; 4, 6), mandó a los Apóstoles, comunicándoles los dones divinos, que el Evangelio, que prometido antes por los Profetas, El completó y promulgó con su propia boca, lo predicaran a todos los hombres[8] como fuente de toda verdad salvadora y de toda ordenación de las costumbres. Esto lo realizaron fielmente tanto los Apóstoles, que en la predicación oral transmitieron con ejemplos e instituciones lo que habían recibido por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como los Apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo, escribieron el mensaje de la salvación[9]. Mas, para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los Obispos, "entregándoles su propio cargo de magisterio"[10]. Por consiguiente, esta sagrada Tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como un espejo en que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verlo cara a cara, tal como es (cf. 1 Jn., 3, 2).

La sagrada Tradición

8. Así, pues, la predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua. De ahí que los Apóstoles, comunicando lo que ellos mismos han recibido, amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han aprendido o de palabra o por escrito (cf. 2 Tes., 2, 15), y que combatan por la fe que se les ha dado una vez para siempre (cf. Jud., 3)[11]. Ahora bien, lo que enseñaron los Apóstoles encierra todo lo necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree. Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo[12]: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón (cf. Lc., 2, 19 y 51), ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios. Las enseñanzas de los Santos Padres testifican la presencia vivificante de esta Tradición, cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida de la Iglesia creyente y orante. Por esta Tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros sagrados, y la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace incesantemente operante; y de esta forma Dios, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo; y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia y por ella en el mundo, lleva a los creyentes a toda verdad y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cf. Col., 3, 16).

Mutua relación entre la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura

9. Así, pues, la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque, procediendo ambas de la misma fuente divina, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin. Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo, para que, a la luz del Espíritu de la verdad, con su predicación fielmente la guarden, la expongan y la difundan. Por eso la Iglesia no obtiene su certeza acerca de todas las verdades reveladas solamente de la Sagrada Escritura. Por lo cual, se han de recibir y venerar ambas con un mismo espíritu de piedad[13].

Relación de una y otra con toda la Iglesia y con el Magisterio

10. La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia; fiel a este depósito todo el pueblo santo, unido con sus pastores en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, persevera constante en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech., 2, 42 gr.), de suerte que  prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida[14]. Pero el encargo de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida[15] ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia[16], cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, la sirve en cuanto que por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca lo que propone que se debe creer como divinamente revelado. Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que juntos, cada uno a su modo, bajo la acción de un único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas.

CAPÍTULO III

INSPIRACION DIVINA DE LA SAGRADA ESCRITURA
Y SU INTERPRETACION

El hecho de la inspiración y de la verdad de la Sagrada Escritura

11. Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y del Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn., 20, 31; 2 Tim., 3, 16; 2 Pe., 1, 19-20; 3, 15-16), tienen a Dios como autor, y como tales se le han confiado a la misma Iglesia[17]. Pero en la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres, y se valió de ellos que usaban sus propias facultades y fuerzas[18], de forma que, obrando El en ellos y por ellos[19], escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería[20]. Puesto que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación[21]. Así, pues, "toda la Escritura (es) divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y preparado para toda obra buena" (2 Tim., 3, 16-17 gr.).

Cómo hay que interpretar la Sagrada Escritura

12. Habiendo, pues, hablado Dios en la Sagrada Escritura por medio de hombres y a la manera humana[22], el intérprete de la Sagrada Escritura debe investigar con atención qué pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar por sus palabras, para comprender lo que El quiso comunicarnos. Para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a "los géneros literarios", porque la verdad se propone y se expresa de una manera o de otra en los textos de diverso modo históricos, proféticos, poéticos o en otras formas de hablar. Conviene, además, que el intérprete investigue el sentido que intentó expresar y expresó el hagiógrafo en cada circunstancia, según la condición de su tiempo y de su cultura, por medio de los géneros literarios usados en su época[23]. Pues para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a las acostumbradas formas nativas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del hagiógrafo, como a las que en aquella época solían usarse en el trato mutuo de los hombres[24]. Y como hay que leer e interpretar la Sagrada Escritura con el mismo Espíritu con que se escribió[25] para descubrir el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender con no menor diligencia al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. Toca a los exegetas esforzarse según estas reglas por entender y exponer más a fondo el sentido de la Sagrada Escritura, para que, como con un estudio previo, vaya madurando el juicio de la Iglesia. Porque todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios[26].

Condescendencia de Dios

13. En la Sagrada Escritura, pues, se manifiesta, salva siempre la verdad y la santidad de Dios, la admirable "condescendencia" de la Sabiduría eterna, "para que conozcamos la inefable benignidad de Dios, y de cuánta comprensión ha usado al hablar, teniendo providencia y cuidado de nuestra naturaleza"[27]. Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomando la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres.
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1 Cf. S. Agustín, De cathechizandis rudibus, c. IV, 8: PL 40, 316.

2 Cf. Mt. 11, 27; Jn. 1, 14 y 17; 14, 6; 17, 1-3; 2 Cor., 3, 16; 4, 6; Ef. 1, 3-14.

3 Epist. ad Diognetum, c. VII, 4: Funk, Patres Apostolici, I, p. 403.

4 Pío XI, Encícl. Mit Brennender Sorge, del 14 de marzo de 1937: A.A.S. 29 (3.008).

5 Conc. Araus. II, can. 7: Denz., 180 (377); Conc. Vat. I, l. c.: Denz., 1791 (3.010).

6 Conc. Vat. I, Const. dogmática De fide catholica, cap. 2 de revelatione: Denz., 1786 (3.005).

7 Ibidem: Denz., 1785 y 1786 (3.004 y 3.005).

8 Cf. Mrt. 28, 19-20; Mc. 16, 15. Conc. Trident., Sess. IV, Decr. De Canonicis Scripturis: Denz., 783 (1.501).

9 Cf. Conc. Trident., l. c.; Conc. Vat. I, Sess. III, Const. dogm. De fide catholica, c. 2 de revelatione: Denz., 1787 (3.006).

10 S. Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1: PG 7, 848; Harvey, 2, p. 9.

11 Cf. Conc. Nicaenum II: Denz., 303 (602); Conc. Constant. IV, Sess. X, can. 1: Denz., 336 (650-652).

12 Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. De fide catholica, c. 4 de fide et ratione: Denz., 1800 (3.020).

13 Cf. Conc. Trident., Sess. IV, l. c.: Denz., 783 (1.501).

14 Cf. Pío XII, Const. Apostol. Munificentissimus Deus, del 1 de noviembre de 1950: A.A.S. 42 (1950), 756, en relación con las palabras de S. Cipriano: "La Iglesia plebe aunada a su Sacerdote y grey adherida a su Pastor" (Epíst. 66, 8: Hartel, III, B. p. 733).

15 Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. De fide catholica, c. 3 de fide: Denz., 1792 (3.011).

16 Cf. Pío XII, Encícl. Humani Generis, del 12 de agosto de 1950: A.A.S. 42 (1950) 569; Denz., 2.314 (3.886).

17 Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. De fide catholica, c. 2 de revelatione: Denz., 1787 (3.006). Comm. Bíblica, Decr. del 18 de junio de 1915: Denz., 2180 (3.629); Enchir. Bibl., 420; S.S.C.S. Officii, Carta del 22 de diciembre de 1923: Enchir. Biblic., 499.
18 Cf. Pío XII, Encícl. Divino afflante Spiritu, 30 de setiembre de 1943: A.A.S. 35 (1943) p. 14, Enchir. Biblic., 556.

19 En y por el hombre: cf. Heb., 1, 1; 4, 7 (en); 2 Sam. 23, 2; Mt. 1, 22 y frecuentemente (por); Conc. Vat. I, Schema de doctrina cathol., nota 9: Coll. Lac., VII, 522.

20 León XIII, Encícl. Providentissimus Deus, del 18 de noviembre de 1893: Denz., 1952 (3.293); Enchir. Biblic., 125.

21 Cf. S. Agustín, Gen. ad litt., 2, 9, 20: PL 34, 270-271; Epist., 82, 3: PL 33, 277; CSEL., 34, 2 p. 354. Santo Tomás, De Ver., q. 12, a. 2; cf. Conc. Trident., Sess. IV, De canonicis Scripturis: Denz., 783 (1501). León XIII, Encícl. Providentissimus: Enchir. Biblic., 121, 124, 126-127. Pío XII, Encícl. Divino Affllante Spiritu: Enchir. Biblic., 539.

22 S. Agustín, De civ. Dei, XVII, 6, 2: PL 41, 537; CSEL., XI, 2, 228.

23 S. Agustín, De doctrina christiana, III, 18, 26: PL 34, 75-76.

24 Pío XII, l. c.: Denz., 2.294 (3.829-2.830); Enchir. Biblic., 557-562.

25 Cf. Benedicto XV, Encícl. Spiritus Paraclitus, del 15 de sept. de 1920: Enchir. Biblic., 469. S. Jerónimo, In Gal. 5, 19-21: PL 26, 417 A.

26 Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. De fide catholica, c. 2 de revelatione: Denz., 1788 (3.007).

27 S. Juan Crisóstomo, In Gen. 3, 8, hom. 17, 1: PG 53, 134; "Adaptación" en griego se dice synkatábasis.