P U E B L A

SEGUNDA PARTE

Designio de Dios sobre la realidad de América Latina

La Iglesia en América Latina se siente íntima y realmente solidaria con todo el pueblo del Continente. Ha estado durante casi cinco siglos a su lado y en su corazón. No puede estarlo menos en esta encrucijada de su historia.

(Puebla, Conclusiones 162)

Habiendo considerado, con ojos de fe y corazón de Pastores, la realidad de nuestro pueblo, nos preguntamos ahora ¿cuál es el designio de salvación que Dios ha dispuesto para América Latina? ¿Cuáles son los caminos de liberación que él nos depara?

Su Santidad Juan Pablo II nos ha dado la respuesta: la verdad sobre Cristo, la Iglesia y el hombre.

Reflexionamos sobre ella, teniendo como fondo las aspiraciones y los sufrimientos de nuestros hermanos latinoamericanos.

(Puebla, Conclusiones 163)

Evangelizados por el Señor en su Espíritu, somos enviados para llevar la Buena Nueva a todos los hermanos, especialmente a los pobres y olvidados. Esta tarea evangelizadora nos conduce a la plena conversión y comunión con Cristo en la Iglesia; impregnará nuestra cultura; nos llevará a la auténtica promoción de nuestras comunidades y a una presencia crítica y orientadora ante las ideologías y políticas que condicionan la suerte de nuestras naciones.

COMPRENDE:
Capítulo I: Contenido de la Evangelización.
Capítulo II: ¿Qué es evangelizar?

(Puebla, Conclusiones 164)

 

Capítulo I

Contenido de la evangelización

Queremos ahora iluminar todo nuestro apremio pastoral con la luz de la verdad que nos hace libres. No es una verdad que poseamos como algo propio. Ella viene de Dios. Ante su resplandor experimentamos nuestra pobreza.

(Puebla, Conclusiones 165)

Nos proponemos anunciar las verdades centrales de la Evangelización: Cristo, nuestra esperanza, está en medio de nosotros, como enviado del Padre, animando con su Espíritu a la Iglesia y ofreciendo al hombre de hoy su palabra y su vida para llevarlo a su liberación integral.

(Puebla, Conclusiones 166)

La Iglesia, misterio de comunión, pueblo de Dios al servicio de los hombres, continúa a través de los tiempos siendo evangelizada y llevando a todos la Buena Nueva.

(Puebla, Conclusiones 167)

María es para ella motivo de alegría y fuente de inspiración por ser la estrella de la Evangelización y la Madre de los pueblos de América Latina.

(Puebla, Conclusiones 168)

El Hombre, por su dignidad de imagen de Dios, merece nuestro compromiso en favor de su liberación y total realización en Cristo Jesús. Sólo en Cristo se revela la verdadera grandeza del hombre y sólo en él es plenamente conocida su realidad más íntima. Por eso, nosotros, Pastores, hablamos al hombre y le anunciamos el gozo de verse asumido y enaltecido por el propio Hijo de Dios, que quiso compartir con él las alegrías, los trabajos y sufrimientos de esta vida y la herencia de una vida eterna.

(Puebla, Conclusiones 169)

1. La verdad sobre Jesucristo, el Salvador que anunciamos

1.1. Introducción

La pregunta fundamental del Señor: « ¿Y vosotros quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15), se dirige permanentemente al hombre latinoamericano. Hoy como ayer se podrían registrar diversas respuestas. Quienes somos miembros de la Iglesia, sólo tenemos una, la de Pedro... «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

(Puebla, Conclusiones 170)

El pueblo latinoamericano, profundamente religioso aun antes de ser evangelizado, cree en su gran mayoría en Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre. (Puebla, Conclusiones 171)

De ello son expresión, entre otras, los múltiples atributos de poder, salud o consuelo que le reconoce; los títulos de juez y de rey que le da; las advocaciones que lo vinculan a los lugares y regiones; la devoción al Cristo paciente, a su nacimiento en el pesebre y a su muerte en la Cruz; la devoción a Cristo resucitado; más aún, las devociones al Sagrado Corazón de Jesús y a su presencia real en la Eucaristía, manifestadas en las primeras Comuniones, la adoración nocturna, la procesión de Corpus Christi y los Congresos Eucarísticos.

(Puebla, Conclusiones 172)

Somos conscientes de la insuficiente proclamación del Evangelio y de las carencias de nuestro pueblo en su vida de fe. Sin embargo, herederos de casi quinientos años de historia evangelizadora y de los esfuerzos hechos, principalmente después de Medellín, vemos con gozo que el abnegado trabajo del clero y de las familias religiosas, el desarrollo de las instituciones católicas, de los movimientos apostólicos de seglares, de las agrupaciones juveniles y de las Comunidades Eclesiales de Base han producido en numerosos sectores del pueblo de Dios un mayor acercamiento al Evangelio y una búsqueda del rostro siempre nuevo de Cristo que llena su legítima aspiración a una liberación integral.

(Puebla, Conclusiones 173)

Esto no se realiza sin problemas. Entre los esfuerzos por presentar a Cristo como Señor de nuestra historia e inspirador de un verdadero cambio social y los esfuerzos por limitarlo al campo de la conciencia individual, creemos necesario clarificar lo siguiente:

(Puebla, Conclusiones 174)

Es nuestro deber anunciar claramente, sin dejar lugar a dudas o equívocos, el misterio de la Encarnación: tanto la divinidad de Jesucristo tal como la profesa la fe de la Iglesia, como la realidad y la fuerza de su dimensión humana e histórica.

(Puebla, Conclusiones 175)

Debemos presentar a Jesús de Nazaret compartiendo la vida, las esperanzas y las angustias de su pueblo y mostrar que él es el Cristo creído, proclamado y celebrado por la Iglesia.

(Puebla, Conclusiones 176)

A Jesús de Nazaret, consciente de su misión: anunciador y realizador del Reino, fundador de su Iglesia, que tiene a Pedro por cimiento visible; a Jesucristo vivo, presente y actuante en su Iglesia y en la historia.

(Puebla, Conclusiones 177)

No podemos desfigurar, parcializar o ideologizar la persona de Jesucristo, ya sea convirtiéndolo en un político, un líder, un revolucionario o un simple profeta, ya sea reduciendo al campo de lo meramente privado a quien es el Señor de la Historia.

(Puebla, Conclusiones 178)

Haciendo eco al discurso del Santo Padre al inaugurar nuestra Conferencia, decimos: «Cualquier silencio, olvido, mutilación o inadecuada acentuación de la integridad del misterio de Jesucristo que se aparte de la fe de la Iglesia no puede ser contenido válido de la Evangelización». Una cosa son las «relecturas del Evangelio, resultado de especulaciones teóricas» y «las hipótesis, brillantes quizás, pero frágiles e inconsistentes que de ellas derivan», y otra cosa la «afirmación de la fe de la Iglesia: Jesucristo, Verbo e Hijo de Dios, se hace hombre para acercarse al hombre y brindarle por la fuerza de su ministerio, la salvación, gran don de Dios» (Juan Pablo II, Discurso inaugural I 4. 5: AAS 71 pp. 190 -191).

(Puebla, Conclusiones 179)

Vamos a hablar de Jesucristo. Vamos a proclamar una vez más la verdad de la fe acerca de Jesucristo. Pedimos a todos los fieles que acojan esta doctrina liberadora. Su propio destino temporal y eterno está ligado al conocimiento en la fe y al seguimiento en el amor de Aquel que por la efusión de su Espíritu nos capacita para imitarlo y a quien llamamos y es el Señor y el Salvador.

(Puebla, Conclusiones 180)

Solidarios con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, sentimos la urgencia de darle lo que es específico nuestro: el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Sentimos que ésta es la «fuerza de Dios» (Rom 1, 16) capaz de transformar nuestra realidad personal y social y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena manifestación del Reino de Dios.

(Puebla, Conclusiones 181)

1.2. El hombre «creado maravillosamente»

Nos enseña la Sagrada Escritura que no somos nosotros, los hombres, quienes hemos amado primero; Dios es quien primero nos amó. Dios planeó y creó el mundo en Jesucristo, su propia imagen increada. Al hacer el mundo, Dios creó a los hombres para que participáramos en esa comunidad divina de amor: el Padre con el Hijo Unigénito en el Espíritu Santo.

(Puebla, Conclusiones 182)

Este designio divino, que en bien de los hombres y para gloria de la inmensidad de su amor, concibió el Padre en su Hijo antes de crear el mundo (Ef 1, 9), nos lo ha revelado conforme al proyecto misterioso que él tenía de llevar la historia humana a su plenitud, realizando por medio de Jesucristo la unidad del universo, tanto de lo terrestre como de lo celeste.

(Puebla, Conclusiones 183)

El hombre eternamente ideado y eternamente elegido en Jesucristo, debía realizarse como imagen creada de Dios, reflejando el misterio divino de comunión en sí mismo y en la convivencia con sus hermanos, a través de una acción transformadora sobre el mundo. Sobre la tierra debía tener, así, el hogar de su felicidad, no un campo de batalla donde reinasen la violencia, el odio, la explotación y la servidumbre.

(Puebla, Conclusiones 184)

1.3. Del Dios verdadero a los falsos ídolos: el pecado

Pero el hombre, ya desde el comienzo, rechazó el amor de su Dios. No tuvo interés por la comunión con él. Quiso construir un reino en este mundo prescindiendo de Dios. En vez de adorar al Dios verdadero, adoró ídolos: las obras de sus manos, las cosas del mundo; se adoró a sí mismo. Por eso, el hombre se desgarró interiormente. Entraron en el mundo el mal, la muerte y la violencia, el odio y el miedo. Se destruyó la convivencia fraterna.

(Puebla, Conclusiones 185)

Roto así por el pecado el eje primordial que sujeta al hombre al dominio amoroso del Padre, brotaron todas las esclavitudes. La realidad latinoamericana nos hace experimentar amargamente, hasta límites extremos, esta fuerza del pecado, flagrante contradicción del plan divino.

(Puebla, Conclusiones 186)

1.4. La promesa

Dios Padre, sin embargo, no abandonó al hombre en poder de su pecado. Reinicia una y otra vez el diálogo con él; invita a hombres concretos a una alianza para que construyan el mundo a partir de la fe y de la comunión con él, aceptando ser sus colaboradores en su designio salvador. La historia de Abraham y la elección del pueblo de Israel; la historia de Moisés, de la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto y de la alianza del Sinaí; la historia de David y de su reino; el destierro de Babilonia y el retorno a la tierra prometida, nos muestran la mano poderosa de Dios Padre que anuncia, promete y empieza a realizar la liberación de todos los hombres, del pecado y de sus consecuencias.

(Puebla, Conclusiones 187)

1.5. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn. 1,14): La Encarnación

Y llegó «la plenitud de los tiempos» (Gál 4, 4). Dios Padre envió al mundo a su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, verdadero Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos y verdadero Hombre, nacido de María la Virgen por obra del Espíritu Santo. En Cristo y por Cristo, Dios Padre se une a los hombres. El Hijo de Dios asume lo humano y lo creado, restablece la comunión entre su Padre y los hombres. El hombre adquiere una altísima dignidad y Dios irrumpe en la historia humana, vale decir, en el peregrinar de los hombres hacia la libertad y la fraternidad, que aparecen ahora como un camino hacia la plenitud del encuentro con él.

(Puebla, Conclusiones 188)

La Iglesia de América Latina quiere anunciar, por tanto, el verdadero rostro de Cristo, porque en él resplandece la gloria y la bondad del Padre providente y la fuerza del Espíritu Santo, que anuncia la verdadera e integral liberación de todos y cada uno de los hombres de nuestro pueblo.

(Puebla, Conclusiones 189)

1.6. Dichos y hechos: Vida de Jesús

Jesús de Nazaret nació y vivió pobre en medio de su pueblo Israel, se compadeció de las multitudes e hizo el bien a todos. Ese pueblo agobiado por el pecado y el dolor, esperaba la liberación que él les promete (Mt 1, 21). En medio de él, Jesús anuncia: «Se ha cumplido el tiempo; el Reino de Dios está cercano; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Jesús, ungido por el Espíritu Santo para anunciar el Evangelio a los pobres, para proclamar la libertad a los cautivos, la recuperación de la vista a los ciegos y la liberación a los oprimidos, nos ha entregado en las Bienaventuranzas y el Sermón de la Montaña la gran proclamación de la nueva ley del Reino de Dios.

(Puebla, Conclusiones 190)

A las palabras Jesús unió los hechos: acciones maravillosas y actitudes sorprendentes que muestran que el Reino anunciado ya está presente, que él es el signo eficaz de la nueva presencia de Dios en la historia, que es el portador del poder transformante de Dios, que su presencia desenmascara al maligno, que el amor de Dios redime al mundo y alborea ya un hombre nuevo en un mundo nuevo.

(Puebla, Conclusiones 191)

Las fuerzas del mal, sin embargo, rechazan este servicio de amor: la incredulidad del pueblo y de sus parientes, las autoridades políticas y religiosas de su época y la incomprensión de sus propios discípulos. Se acentúan entonces en Jesús los rasgos dolorosos del «Siervo de Yahvé», de que se habla en el libro del profeta Isaías (Is 53). Con amor y obediencia totales a su Padre, expresión humana de su carácter eterno de Hijo, emprende su camino de donación abnegada, rechazando la tentación del poder político y todo recurso a la violencia. Agrupa en torno a sí unos cuantos hombres tomados de distintas categorías sociales y políticas de su tiempo. Aunque confusos y a veces infieles, los mueven el amor y el poder que de él irradian: ellos son constituidos en cimiento de su Iglesia; atraídos por el Padre, inician el camino del seguimiento de Jesús. Camino que no es el de la autoafirmación arrogante de la sabiduría o del poder del hombre, ni el odio o la violencia, sino el de la donación desinteresada y sacrificada del amor. Amor que abraza a todos los hombres. Amor que privilegia a los pequeños, los débiles, los pobres. Amor que congrega e integra a todos en una fraternidad capaz de abrir la ruta de una nueva historia.

(Puebla, Conclusiones 192)

Así Jesús, de modo original, propio, incomparable, exige un seguimiento radical que abarca todo el hombre, a todos los hombres y envuelve a todo el mundo y a todo el cosmos. Esta radicalidad hace que la conversión sea un proceso nunca acabado, tanto a nivel personal como social. Porque, si el Reino de Dios pasa por realizaciones históricas, no se agota ni se identifica con ellas.

(Puebla, Conclusiones 193)

1.7. El misterio pascual: Muerte y Vida

Cumpliendo el mandato recibido de su Padre, Jesús se entregó libremente a la muerte en la cruz, meta del camino de su existencia. El portador de la libertad y del gozo del reino de Dios quiso ser la víctima decisiva de la injusticia y del mal de este mundo. El dolor de la creación es asumido por el Crucificado, que ofrece su vida en sacrificio por todos: Sumo Sacerdote que puede compartir nuestras debilidades; Víctima Pascual que nos redime de nuestros pecados; Hijo obediente que encarna ante la justicia salvadora de su Padre el clamor de liberación y redención de todos los hombres.

(Puebla, Conclusiones 194)

Por eso, el Padre resucita a su Hijo de entre los muertos. Lo exalta gloriosamente a su derecha. Lo colma de la fuerza vivificante de su Espíritu. Lo establece como Cabeza de su Cuerpo que es la Iglesia. Lo constituye Señor del mundo y de la historia. Su resurrección es signo y prenda de la resurrección a la que todos estamos llamados y de la transformación final del universo. Por él y en él ha querido el Padre recrear lo que ya había creado.

(Puebla, Conclusiones 195)

Jesucristo, exaltado, no se ha apartado de nosotros; vive en medio de su Iglesia, principalmente en la Sagrada Eucaristía y en la proclamación de su Palabra; está presente entre los que se reúnen en su nombre y en la persona de sus pastores enviados y ha querido identificarse con ternura especial con los más débiles y pobres.

(Puebla, Conclusiones 196)

En el centro de la historia humana queda así implantado el reino de Dios, resplandeciente en el rostro de Jesucristo resucitado. La justicia de Dios ha triunfado sobre la injusticia de los hombres. Con Adán se inició la historia vieja. Con Jesucristo, el nuevo Adán, se inicia la historia nueva y ésta recibe el impulso indefectible que llevará a todos los hombres, hechos hijos de Dios por la eficacia del Espíritu, a un dominio del mundo cada día más perfecto; a una comunión entre hermanos cada vez más lograda y a la plenitud de comunión y participación que constituyen la vida misma de Dios. Así proclamamos la buena noticia de la persona de Jesucristo a los hombres de América Latina, llamados a ser hombres nuevos con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio para sostener su esfuerzo y alentar su esperanza.

(Puebla, Conclusiones 197)

1.8. Jesucristo envia su Espíritu de filiación

Cristo resucitado y exaltado a la derecha del Padre derrama su Espíritu Santo sobre los Apóstoles el día de Pentecostés y después sobre todos los que han sido llamados.

(Puebla, Conclusiones 198)

La alianza nueva que Cristo pactó con su Padre se interioriza por el Espíritu Santo, que nos da la ley de gracia y de libertad que él mismo ha escrito en nuestros corazones. Por eso, la renovación de los hombres y consiguientemente de la sociedad dependerá, en primer lugar, de la acción del Espíritu Santo. Las leyes y estructuras deberán ser animadas por el Espíritu que vivifica a los hombres y hace que el Evangelio se encarne en la historia.

(Puebla, Conclusiones 199)

América Latina, que desde los orígenes de la Evangelización selló esta Alianza con el Señor, tiene que renovarla ahora y vivirla con la gracia del Espíritu, con todas sus exigencias de amor, de entrega y de justicia.

(Puebla, Conclusiones 200)

El Espíritu, que llenó el orbe de la tierra, abarcó también lo que había de bueno en las culturas precolombinas; él mismo les ayudó a recibir el Evangelio; él sigue hoy suscitando anhelos de salvación liberadora en nuestros pueblos. Se hace, por tanto, necesario descubrir su presencia auténtica en la historia del continente.

(Puebla, Conclusiones 201)

1.9. Espíritu de verdad y vida, de amor y libertad

El Espíritu Santo es llamado por Jesús «Espíritu de verdad» y el encargado de llevarnos a la verdad plena da en nosotros testimonio de que somos hijos de Dios y de que Jesús ha resucitado y es «el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb 13, 8). Por eso es el principal evangelizador, quien anima a todos los evangelizadores y los asiste para que lleven la verdad total sin errores y sin limitaciones.

(Puebla, Conclusiones 202)

El Espíritu Santo es «Dador de vida». Es el agua viva que fluye de la fuente, Cristo, que resucita a los muertos por el pecado y nos hace odiarlo especialmente en un momento de tanta corrupción y desorientación como el presente.

(Puebla, Conclusiones 203)

Es Espíritu de amor y libertad. El Padre, al enviarnos al Espíritu de su Hijo, «derrama su amor en nuestros corazones» (Rom 5, 5), convirtiéndonos del pecado y dándonos la libertad de los hijos. Libertad esta necesariamente vinculada a la filiación y la fraternidad. El que es libre según el Evangelio, sólo se compromete a las acciones dignas de su Padre Dios y de sus hermanos los hombres.

(Puebla, Conclusiones 204)

1.10. El Espíritu reune en la unidad y enriquece en la adversidad

Jesucristo, Salvador de los hombres, difunde su Espíritu sobre todos sin acepción de personas. Quien en su evangelización excluya a un solo hombre de su amor, no posee el Espíritu de Cristo; por eso, la acción apostólica tiene que abarcar a todos los hombres, destinados a ser hijos de Dios.

(Puebla, Conclusiones 205)

«El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas» (AG 4). La Jerarquía y las instituciones, pues, lejos de ser obstáculo para la Evangelización, son instrumentos del Espíritu y de la gracia.

(Puebla, Conclusiones 206)

Los carismas nunca han estado ausentes en la Iglesia. Pablo VI ha expresado su complacencia por la renovación espiritual que aparece en los lugares y medios más diversos y que conduce a la oración gozosa, a la íntima unión con Dios, a la fidelidad al Señor y a una profunda comunión de las almas. Así lo han hecho también varias Conferencias Episcopales. Pero esta renovación exige buen sentido, orientación y discernimiento por parte de los pastores, a fin de evitar exageraciones y desviaciones peligrosas.

(Puebla, Conclusiones 207)

La acción del Espíritu Santo llega aun a aquellos que no conocen a Jesucristo, pues «el Señor quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tim 2, 4).

(Puebla, Conclusiones 208)

1.11. Consumación del designio de Dios

La vida trinitaria que nos participa Cristo llegará a su plenitud sólo en la gloria. La Iglesia peregrinante en cuanto institución humana y terrena reconoce con humildad sus errores y pecados, que oscurecen el rostro de Dios en sus hijos pero está decidida a continuar su acción evangelizadora para ser fiel a su misión con la confianza puesta en la fidelidad de su Fundador y en el poder del Espíritu.

(Puebla, Conclusiones 209)

Jesucristo buscó siempre la gloria de su Padre y culminó su entrega a él en la cruz. él es el «Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Ir al Padre. En eso consistió el caminar terrestre de Jesucristo. Desde entonces, ir al Padre es el caminar terrestre de la Iglesia, pueblo de hermanos. Sólo en el encuentro con el Padre hallaremos la plenitud que sería utópico buscar en el tiempo. Mientras la Iglesia espera la unión consumada con su esposo divino, «el Espíritu y la Esposa dicen: Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 17 -20).

(Puebla, Conclusiones 210)

1.12. Comunión y participación

Después de la proclamación de Cristo, que nos «revela» al Padre y nos da su Espíritu, llegamos a descubrir las raíces últimas de nuestra comunión y participación.

(Puebla, Conclusiones 211)

Cristo nos revela que la vida divina es comunión trinitaria. Padre, Hijo y Espíritu viven, en perfecta intercomunión de amor, el misterio supremo de la unidad. De allí procede todo amor y toda comunión, para grandeza y dignidad de la existencia humana.

(Puebla, Conclusiones 212)

Por Cristo, único Mediador, la humanidad participa de la vida trinitaria. Cristo hoy, principalmente con su actividad pascual, nos lleva a la participación del misterio de Dios. Por su solidaridad con nosotros, nos hace capaces de vivificar nuestra actividad con el amor y transformar nuestro trabajo y nuestra historia en gesto litúrgico, o sea, de ser protagonistas con él de la construcción de la convivencia y las dinámicas humanas que reflejan el misterio de Dios y constituyen su gloria viviente.

(Puebla, Conclusiones 213)

Por Cristo, con él y en él, entramos a participar en la comunión de Dios. No hay otro camino que lleve al Padre. Al vivir en Cristo, llegamos a ser su cuerpo místico, su pueblo, pueblo de hermanos unidos por el amor que derrama en nosotros el Espíritu. ésta es la comunión a la que el Padre nos llama por Cristo y su Espíritu. A ella se orienta toda la historia de la salvación y en ella se consuma el designio de amor del Padre que nos creó.

(Puebla, Conclusiones 214)

La comunión que ha de construirse entre los hombres abarca el ser, desde las raíces de su amor, y ha de manifestarse en toda la vida, aun en su dimensión económica, social y política. Producida por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es la comunicación de su propia comunión trinitaria.

(Puebla, Conclusiones 215)

ésta es la comunión que buscan ansiosamente las muchedumbres de nuestro continente cuando confían en la providencia del Padre o cuando confiesan a Cristo como Dios Salvador; cuando buscan la gracia del Espíritu en los sacramentos y aun cuando se signan «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

(Puebla, Conclusiones 216)

«En esta comunión trinitaria del Pueblo y Familia de Dios, juntamente veneramos e invocamos la intercesión de la Virgen María y de todos los santos. Todo genuino testimonio de amor que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige por su propia naturaleza a Cristo y por él a Dios» (LG 50).

(Puebla, Conclusiones 217)

La Evangelización es un llamado a la participación en la comunión trinitaria. Otras formas de comunión, aunque no constituyen el destino último del hombre, son, animadas por la gracia, su primicia.

(Puebla, Conclusiones 218)

La Evangelización nos lleva a participar en los gemidos del Espíritu, que quiere liberar a toda la creación. El Espíritu que nos mueve a esa liberación nos abre el camino a la unidad de todos los hombres entre sí y de los hombres con Dios, hasta que «Dios sea todo en todos» (1Cor 15, 28).

(Puebla, Conclusiones 219)

2. La verdad sobre la Iglesia, el Pueblo de Dios, signo y servicio de comunión

Cristo, que asciende al Padre y se oculta a los ojos de la humanidad, continúa evangelizando visiblemente a través de la Iglesia, sacramento de comunión de los hombres en el único pueblo de Dios, peregrino en la historia. Para ello, Cristo le envía su Espíritu, «quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de la conciencia hace aceptar y comprender la palabra de salvación» (EN 75).

(Puebla, Conclusiones 220)

2.1. La Buena Nueva de Jesús y la Iglesia

Dos presencias inseparables

La presencia viva de Jesucristo en la historia, la cultura y toda la realidad de América Latina es manifiesta. Esta presencia, en el sentir de nuestro pueblo, va inseparablemente unida a la de la Iglesia, porque a través de ella su Evangelio ha resonado en nuestras tierras. Tal experiencia entraña una profunda intuición de fe acerca de la naturaleza íntima de la Iglesia.

(Puebla, Conclusiones 221)

La Iglesia y Jesús evangelizador

La Iglesia es inseparable de Cristo, porque él mismo la fundó por un acto expreso de su voluntad, sobre los Doce, cuya cabeza es Pedro, constituyéndola como sacramento universal y necesario de salvación. La Iglesia no es un «resultado» posterior ni una simple consecuencia «desencadenada» por la acción evangelizadora de Jesús. Ella nace ciertamente de esta acción, pero de modo directo, pues es el mismo Señor quien convoca a sus discípulos y les participa el poder de su Espíritu, dotando a la naciente comunidad de todos los medios y elementos esenciales que el pueblo católico profesa como de institución divina.

(Puebla, Conclusiones 222)

Además, Jesús señala a su Iglesia como camino normativo. No queda, pues, a discreción del hombre el aceptarla o no sin consecuencias. «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza» (Lc 10, 16), dice el Señor a sus apóstoles. Por lo mismo, aceptar a Cristo exige aceptar su Iglesia (PO 14c). ésta es parte del Evangelio, del legado de Jesús y objeto de nuestra fe, amor y lealtad. Lo manifestamos cuando rezamos: «Creo en la Iglesia una, santa, católica, apostólica».

(Puebla, Conclusiones 223)

Pero la Iglesia es también depositaria y transmisora del Evangelio. Ella prolonga en la tierra, fiel a la ley de la encarnación visible, la presencia y acción evangelizadora de Cristo. Como él, la Iglesia vive para evangelizar. ésa es su dicha y vocación propia (EN 14): proclamar a los hombres la persona y el mensaje de Jesús.

(Puebla, Conclusiones 224)

Esta Iglesia es una sola: la edificada sobre Pedro, a la cual el mismo Señor llama «mi Iglesia» (Mt 16, 18). Sólo en la Iglesia católica se da la plenitud de los medios de salvación (UR 36), legados por Jesús a los hombres mediante los apóstoles. Por ello, tenemos el deber de proclamar la excelencia de nuestra vocación a la Iglesia católica (LG 14). Vocación que es a la vez inmensa gracia y responsabilidad.

(Puebla, Conclusiones 225)

La Iglesia y el Reino que anuncia Jesús

El mensaje de Jesús tiene su centro en la proclamación del Reino que en él mismo se hace presente y viene. Este Reino, sin ser una realidad desligable de la Iglesia (LG 8a), trasciende sus límites visibles. Porque se da en cierto modo dondequiera que Dios esté reinando mediante su gracia y amor, venciendo el pecado y ayudando a los hombres a crecer hacia la gran comunión que les ofrece en Cristo. Tal acción de Dios se da también en el corazón de hombres que viven fuera del ámbito perceptible de la Iglesia. Lo cual no significa, en modo alguno, que la pertenencia a la Iglesia sea indiferente.

(Puebla, Conclusiones 226)

De ahí que la Iglesia haya recibido la misión de anunciar e instaurar el Reino en todos los pueblos. Ella es su signo. En ella se manifiesta, de modo visible, lo que Dios está llevando a cabo silenciosamente en el mundo entero. Es el lugar donde se concentra al máximo la acción del Padre, que en la fuerza del Espíritu de Amor busca solícito a los hombres, para compartir con ellos- en gesto de indecible ternura- su propia vida trinitaria. La Iglesia es también el instrumento que introduce el Reino entre los hombres para impulsarlos hacia su meta definitiva.

(Puebla, Conclusiones 227)

Ella «ya constituye en la tierra el germen y principio de ese Reino» (LG 5). Germen que deberá crecer en la historia, bajo el influjo del Espíritu, hasta el día en que «Dios sea todo en todos» (1Cor 15, 28). Hasta entonces, la Iglesia permanecerá perfectible bajo muchos aspectos, permanentemente necesitada de autoevangelización, de mayor conversión y purificación.

(Puebla, Conclusiones 228)

No obstante, el Reino ya está en ella. Su presencia en nuestro continente es una Buena Nueva. Porque ella- aunque de modo germinal- llena plenamente los anhelos y esperanzas más profundos de nuestros pueblos.

(Puebla, Conclusiones 229)

En esto consiste el «misterio» de la Iglesia: es una realidad humana, formada por hombres limitados y pobres, pero penetrada por la insondable presencia y fuerza del Dios Trino que en ella resplandece, convoca y salva.

(Puebla, Conclusiones 230)

La Iglesia de hoy no es todavía lo que está llamada a ser. Es importante tenerlo en cuenta, para evitar una falsa visión triunfalista. Por otro lado, no debe enfatizarse tanto lo que le falta, pues en ella ya está presente y operando de modo eficaz en este mundo la fuerza que obrará el Reino definitivo.

(Puebla, Conclusiones 231)

2.2. La Iglesia vive en misterio de comunión como Pueblo de Dios

Nuestro pueblo ama las peregrinaciones. En ellas, el cristiano sencillo celebra el gozo de sentirse inmerso en medio de una multitud de hermanos, caminando juntos hacia el Dios que los espera. Tal gesto constituye un signo y sacramental espléndido de la gran visión de la Iglesia, ofrecida por el Concilio Vaticano II: la Familia de Dios, concebida como Pueblo de Dios, peregrino a través de la historia, que avanza hacia su Señor.

(Puebla, Conclusiones 232)

El Concilio aconteció en un momento difícil para nuestros pueblos latinoamericanos. Años de problemas, de búsqueda angustiosa de la propia identidad, marcados por un despertar de las masas populares y por ensayos de integración americana, a los que precede la fundación del CELAM (1955). Esto ha preparado el ambiente en el pueblo católico para abrirse con cierta facilidad a una Iglesia que también se presenta como «Pueblo». Y Pueblo universal, que penetra los demás pueblos, para ayudarlos a hermanarse y crecer hacia una gran comunión, como la que América Latina comenzaba a vislumbrar. Medellín divulga la nueva visión, antigua como la misma historia bíblica.

(Puebla, Conclusiones 233)

Diez años después, la Iglesia de América Latina se encuentra en Puebla en mejores condiciones aun para reafirmar gozosa su realidad de Pueblo de Dios. Después de Medellín nuestros pueblos viven momentos importantes de encuentro consigo mismos, redescubriendo el valor de su historia, de las culturas indígenas y de la religiosidad popular. En medio de ese proceso se descubre la presencia de este otro pueblo que acompaña en su historia a nuestros pueblos naturales. Y se comienza a apreciar su aporte como factor unificador de nuestra cultura, a la que tan ricamente ha fecundado con savia evangélica. La fecundación fue recíproca, logrando la Iglesia encarnarse en nuestros valores originales y desarrollar así nuevas expresiones de la riqueza del Espíritu.

(Puebla, Conclusiones 234)

La visión de la Iglesia como Pueblo de Dios aparece, además, necesaria para completar el proceso de tránsito acentuado en Medellín, de un estilo individualista de vivir la fe a la gran conciencia comunitaria a que nos abrió el Concilio.

(Puebla, Conclusiones 235)

v El Pueblo de Dios es un Pueblo universal. Familia de Dios en la tierra; Pueblo santo; Pueblo que peregrina en la historia; Pueblo enviado.

(Puebla, Conclusiones 236)

La Iglesia es un Pueblo universal, destinado a ser «luz de las naciones» (Is 49, 6; Lc 2, 32). No se constituye por raza, ni por idioma, ni por particularidad humana alguna. Nace de Dios por la fe en Jesucristo. Por eso no entra en pugna con ningún otro pueblo y puede encarnarse en todos, para introducir en sus historias el Reino de Dios. Así «fomenta y asume, y al asumir, purifica, fortalece y eleva todas las capacidades, riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno» (LG 13b).

(Puebla, Conclusiones 237)

Pueblo, familia de Dios

Nuestro pueblo latinoamericano llama espontáneamente al templo «Casa de Dios», porque intuye que allí se congrega la Iglesia como «Familia de Dios». Es la misma expresión usada repetidamente por la Biblia y también por el Concilio, para expresar la realidad más profunda e íntima del Pueblo de Dios (Sal 60, 8; Dt 32, 8ss; Ef 2, 19; Rom 8, 29).

(Puebla, Conclusiones 238)

Es una visión de la Iglesia que toca hondamente al hombre latinoamericano, con alta estima por los valores de la familia y que busca, ansioso, ante la frialdad creciente del mundo moderno, la manera de salvarlos. La reacción se nota en muchos países, tanto en el repunte de la pastoral familiar, como en la multiplicación de las Comunidades Eclesiales de Base, donde se hace posible- a nivel de experiencia humana- una intensa vivencia de la realidad de la Iglesia como Familia de Dios. (Puebla, Conclusiones 239)

Muchas parroquias y diócesis acentúan también lo familiar. Saben que el latinoamericano necesita y busca una familia y que de esta manera encontrarán en la Iglesia respuestas a sus necesidades. No se trata aquí de táctica sicológica, sino de fidelidad a la propia identidad. Porque la Iglesia no es el lugar donde los hombres se «sienten», sino donde se «hacen»- real, profunda, ontológicamente- «Familia de Dios». Se convierten verdaderamente en hijos del Padre en Jesucristo, quien les participa su vida por el poder del Espíritu, mediante el Bautismo. Esta gracia de la filiación divina es el gran tesoro que la Iglesia debe ofrecer a los hombres de nuestro continente.

(Puebla, Conclusiones 240)

De la filiación en Cristo nace la fraternidad cristiana. El hombre moderno no ha logrado construir una fraternidad universal sobre la tierra, porque busca una fraternidad sin centro ni origen común. Ha olvidado que la única forma de ser hermanos es reconocer la procedencia de un mismo Padre.

(Puebla, Conclusiones 241)

La Iglesia, Familia de Dios, es hogar donde cada hijo y hermano es también señor, destinado a participar del señorío de Cristo sobre la creación y la historia. Señorío que debe aprenderse y conquistarse, mediante un continuo proceso de conversión y asimilación al Señor. (Puebla, Conclusiones 242)

El fuego que vivifica la Familia de Dios es el Espíritu Santo. él suscita la comunión de fe, esperanza y caridad que constituye como su alma invisible, su dimensión más profunda, raíz del compartir cristiano a otros niveles. Porque la Iglesia se compone de hombres dotados de alma y cuerpo, la comunión interior debe expresarse visiblemente. La capacidad de compartir será signo de la profundidad de la comunión interior y de su credibilidad hacia afuera. De allí la gravedad y el escándalo de las desuniones en la Iglesia. En ella se juega la misión misma que Jesús le confió: su capacidad de ser signo y prueba de que Dios quiere por ella convertir a los hombres en su Familia.

(Puebla, Conclusiones 243)

Los problemas que afectan la unidad de la Iglesia se generan en la diversidad de sus miembros. Esta multitud de hermanos que Cristo ha reunido en la Iglesia, no constituye una realidad monolítica. Viven su unidad desde la diversidad que el Espíritu ha regalado a cada uno, entendida como un aporte que contribuye a la riqueza de la totalidad.

(Puebla, Conclusiones 244)

Dicha diversidad puede fundarse en la simple manera de ser de cada cual. En la función que le corresponde al interior de la Iglesia y que distingue nítidamente el papel de la jerarquía y del laicado. O en carismas más particulares que el Espíritu suscita, como el de la vida religiosa y otros. Por eso, la Iglesia es como un Cuerpo que, constantemente engendrado, alimentado y renovado por el Espíritu, crece hacia la plenitud de Cristo.

(Puebla, Conclusiones 245)

La fuerza que asegura la cohesión de la Familia de Dios en medio de tensiones y conflictos es, en primer lugar, la misma vitalidad de su comunión en la fe y el amor. Lo que supone no sólo la voluntad de unidad, sino también la coincidencia en la plena verdad de Jesucristo. Igualmente aseguran y construyen la unidad de la Iglesia los sacramentos. La Eucaristía la significa en su realidad más profunda, pues congrega al Pueblo de Dios, como Familia que participa de una sola mesa, donde la vida de Cristo, sacrificialmente entregada, se hace la única vida de todos.

(Puebla, Conclusiones 246)

La Eucaristía nos orienta de modo inmediato a la jerarquía, sin la cual es imposible. Porque fue a los apóstoles a quienes dio el Señor el mandato de hacerla «en memoria mía» (Lc 22, 19). Los pastores de la Iglesia, sucesores de los apóstoles, constituyen por lo mismo el centro visible donde se ata, aquí en la tierra, la unidad de la Iglesia.

(Puebla, Conclusiones 247)

Según el Concilio, el papel de los pastores es eminentemente paternal (LG 28; CD 16; PO 9). Es evidente, entonces, que suceda en la Iglesia lo que en toda familia: la unidad de los hijos se anuda- fundamentalmente- hacia arriba. Cuando la comunicación con la Iglesia se debilita y aun se rompe, son también los pastores los ministros sacramentales de la reconciliación.

(Puebla, Conclusiones 248)

Este carácter paternal no hace olvidar que los pastores están dentro de la Familia de Dios a su servicio. Son hermanos, llamados a servir la vida que el Espíritu libremente suscita en los demás hermanos. Vida que es deber de los pastores respetar, acoger, orientar y promover, aunque haya nacido independientemente de sus propias iniciativas. De ahí el cuidado necesario para «no extinguir el Espíritu ni tener en poco la profecía» (1Tes 5, 19). Los pastores viven para los otros. «Para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). La tarea de unidad no significa ejercicio de un poder arbitrario. Autoridad es servicio a la vida. Ese servicio de los pastores incluye el derecho y el deber de corregir y decidir, con la claridad y firmeza que sean necesarias.

(Puebla, Conclusiones 249)

Pueblo Santo

El Pueblo de Dios, inhabitado por el Espíritu, es también un Pueblo santo. Mediante el Bautismo, el mismo Espíritu le ha participado la vida divina. Lo ha ungido, así como Pueblo mesiánico, revestido de una santidad sustancial que se funda en la misma santidad de la vida divina recibida. Tal santidad recuerda al Pueblo de Dios la dimensión vertical y constituyente de su comunión. Es un pueblo no sólo que nace de Dios, también se ordena a él, como Pueblo consagrado, a rendirle culto y gloria. El Pueblo de Dios aparece así como su Templo vivo, morada de su presencia entre los hombres. En él, los cristianos somos piedras vivas.

(Puebla, Conclusiones 250)

Los ciudadanos de este Pueblo deben caminar por la tierra, pero como ciudadanos del cielo, con su corazón enraizado en Dios, mediante la oración y la contemplación. Actitud que no significa fuga frente a lo terreno, sino condición para una entrega fecunda a los hombres. Porque quien no haya aprendido a adorar la voluntad del Padre en el silencio de la oración, difícilmente logrará hacerlo cuando su condición de hermano le exija renuncia, dolor, humillación.

(Puebla, Conclusiones 251)

El culto que Dios nos pide- expresado en la oración y la liturgia- se prolonga en la vida diaria, a través del esfuerzo por convertirlo todo en ofrenda. Como miembros de un pueblo ya santificado por el Bautismo, los cristianos estamos llamados a manifestar esta santidad. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Santidad que exige el cultivo tanto de las virtudes sociales como de la moral personal. Todo lo que atenta contra la dignidad del cuerpo del hombre, llamado a ser templo de Dios, implica profanación y sacrilegio y entristece al Espíritu. Esto vale para el homicidio y la tortura, pero también para la prostitución, la pornografía, el adulterio, el aborto y cualquier abuso de la sexualidad.

(Puebla, Conclusiones 252)

En este mundo la Iglesia nunca logrará vivir plenamente su vocación universal a la santidad. Permanecerá compuesta de justos y pecadores. Más aún: por el corazón de cada cristiano pasa la línea que divide la parte que tenemos de justos y de pecadores.

(Puebla, Conclusiones 253)

Pueblo peregrino

Al concebirse a sí misma como Pueblo, la Iglesia se define como una realidad en medio de la historia que camina hacia una meta aún no alcanzada.

(Puebla, Conclusiones 254)

Por ser un Pueblo histórico, la naturaleza de la Iglesia exige visibilidad a nivel de estructuración social. El Pueblo de Dios considerado como «Familia» connotaba ya una realidad visible, pero en un plano eminentemente vital. La acentuación del rasgo histórico destaca la necesidad de expresar dicha realidad como institución.

(Puebla, Conclusiones 255)

Tal carácter social -institucional se manifiesta en la Iglesia a través de una estructura visible y clara, que ordena la vida de sus miembros, precisa sus funciones y relaciones, sus derechos y deberes.

(Puebla, Conclusiones 256)

La Iglesia, como Pueblo de Dios, reconoce una sola autoridad: Cristo. él es el único Pastor que la guía. Sin embargo, los lazos que a él la atan son mucho más profundos que los de la simple labor de conducción. Cristo es autoridad de la Iglesia en el sentido más profundo de la palabra: porque es su autor. Porque es la fuente de su vida y unidad, su Cabeza. Esta capitalidad es la misteriosa relación vital que lo vincula a todos sus miembros. Por eso, la participación de su autoridad a los pastores, a lo largo de la historia, arranca de esta misma realidad. Es mucho más que una simple potestad jurídica. Es participación en el misterio de su capitalidad. Y, por lo mismo, una realidad de orden sacramental.

(Puebla, Conclusiones 257)

Los Doce, presididos por Pedro, fueron escogidos por Jesús para participar de esa misteriosa relación suya con la Iglesia. Fueron constituidos y consagrados por él como sacramentos vivos de su presencia, para hacerlo visiblemente presente Cabeza y Pastor, en medio de su Pueblo. De esta comunión profunda en el misterio, fluye como consecuencia el poder de «atar y desatar». Considerado en su totalidad, el ministerio jerárquico es una realidad de orden sacramental, vital y jurídico como la Iglesia.

(Puebla, Conclusiones 258)

Tal ministerio fue confiado a Pedro y a los demás apóstoles, cuyos sucesores son hoy día el Romano Pontífice y los Obispos, a quienes se unen, como colaboradores, los presbíteros y diáconos. Los Pastores de la Iglesia no sólo la guían en nombre del Señor. Ejercen también la función de maestros de la verdad y presiden sacerdotalmente el culto divino. El deber de obediencia del Pueblo de Dios frente a los Pastores que le conducen, se funda, antes que en consideraciones jurídicas, en el respeto creyente a la presencia sacramental del Señor en ellos. ésta es su realidad objetiva de fe, independiente de toda consideración personal.

(Puebla, Conclusiones 259)

En América Latina, desde el Concilio y Medellín, se nota un cambio grande en el modo de ejercer la autoridad dentro de la Iglesia. Se ha acentuado su carácter de servicio y sacramento, como también su dimensión de afecto colegial. ésta última ha encontrado su expresión, no sólo a nivel del consejo presbiteral diocesano, sino también a través de las Conferencias Episcopales y el CELAM.

(Puebla, Conclusiones 260)

Esta visión de la Iglesia, como Pueblo histórico y socialmente estructurado, es un marco al cual necesariamente debe referirse también la reflexión teológica sobre las Comunidades Eclesiales de Base en nuestro continente, pues introduce elementos que permiten complementar el acento de dichas comunidades en el dinamismo vital de las bases y en la fe compartida más espontáneamente en comunidades pequeñas. La Iglesia, como Pueblo histórico e institucional, representa la estructura más amplia, universal y definida dentro de la cual deben inscribirse vitalmente las Comunidades Eclesiales de Base para no correr el riesgo de degenerar hacia la anarquía organizativa por un lado y hacia el elitismo cerrado o sectario por otro.

(Puebla, Conclusiones 261)

Algunos aspectos del problema de la «Iglesia popular» o de los «magisterios paralelos» se insinúan en dicha línea: la secta tiende siempre al autoabastecimiento, tanto jurídico como doctrinal. Integradas en el Pueblo total de Dios, las Comunidades Eclesiales de Base evitarán, sin duda, estos escollos y responderán a las esperanzas que la Iglesia Latinoamericana tiene puestas en ellas.

(Puebla, Conclusiones 262)

El problema de la «Iglesia popular», que nace del Pueblo, presenta diversos aspectos. Si se entiende como una Iglesia que busca encarnarse en los medios populares del continente y que, por lo mismo surge de la respuesta de fe que esos grupos den al Señor, se evita el primer obstáculo: la aparente negación de la verdad fundamental que enseña que la Iglesia nace siempre de una primera iniciativa «desde arriba»; del Espíritu que la suscita y del Señor que la convoca. Pero el nombre parece poco afortunado. Sin embargo, la «Iglesia popular» aparece como distinta de «otra», identificada con la Iglesia «oficial» o «institucional», a la que se acusa de «alienante». Esto implicaría una división en el seno de la Iglesia y una inaceptable negación de la función de la jerarquía. Dichas posiciones, según Juan Pablo II, podrían estar inspiradas por conocidos condicionamientos ideológicos.

(Puebla, Conclusiones 263)

Otro problema candente en América Latina y relacionado con la condición histórica del Pueblo de Dios, es el de los cambios en la Iglesia. Al avanzar por la historia, la Iglesia necesariamente cambia, pero sólo en lo exterior y accidental. No puede hablarse, por lo tanto, de una contraposición entre la «nueva Iglesia» y la «vieja Iglesia», como algunos lo pretenden (Juan Pablo II, Catedral de México). El problema de los cambios ha hecho sufrir a muchos cristianos que han visto derrumbarse una forma de vivir la Iglesia que creían totalmente inmutable. Es importante ayudarlos a distinguir los elementos divinos y humanos de la Iglesia. Cristo, en cuanto Hijo de Dios, permaneció siempre idéntico a sí mismo, pero en su aspecto humano fue cambiando sin cesar: de porte, de rostro, de aspecto. Igual sucede con la Iglesia.

(Puebla, Conclusiones 264)

En el otro extremo están los que quisieron vivir un cambio continuo. No es ése el sentido de ser peregrinos. No estamos buscándolo todo. Hay algo que ya poseemos en la esperanza con seguridad y de lo cual debemos dar testimonio. Somos peregrinos, pero también testigos. Nuestra actitud es de reposo y alegría por lo que ya encontramos y de esperanza por lo que aún nos falta. Tampoco es cierto que todo el camino se hace al andar. El camino personal, en sus circunstancias concretas, sí, pero el ancho camino común del Pueblo de Dios ya está abierto y recorrido por Cristo y por los santos, especialmente los santos de nuestra América Latina: Los que murieron defendiendo la integridad de la fe y la libertad de la Iglesia, sirviendo a los pobres, a los indios, a los esclavos. También los que alcanzaron las más altas cumbres de la contemplación. Ellos caminan con nosotros. Nos ayudan con su intercesión.

(Puebla, Conclusiones 265)

Ser peregrinos comporta siempre una cuota inevitable de inseguridad y riesgo. Ella se acrecienta por la conciencia de nuestra debilidad y nuestro pecado. Es parte del diario morir en Cristo. La fe nos permite asumirlo con esperanza Pascual. Los últimos diez años han sido violentos en nuestro continente. Pero caminamos seguros de que el Señor sabrá convertir el dolor, la sangre y la muerte que en el camino de la historia van dejando nuestros pueblos y nuestra Iglesia, en semillas de resurrección para América Latina. Nos reconforta el Espíritu y la Madre fiel, siempre presentes en la marcha del Pueblo de Dios.

(Puebla, Conclusiones 266)

Pueblo enviado de Dios

En la fuerza de la consagración mesiánica del bautismo, el Pueblo de Dios es enviado a servir al crecimiento del Reino en los demás pueblos. Se le envía como pueblo profético que anuncia el Evangelio o discierne las voces del Señor en la historia. Anuncia dónde se manifiesta la presencia de su Espíritu. Denuncia dónde opera el misterio de iniquidad, mediante hechos y estructuras que impiden una participación más fraternal en la construcción de la sociedad y en el goce de los bienes que Dios creó para todos.

(Puebla, Conclusiones 267)

En los últimos diez años comprobamos la intensificación de la función profética. Asumir tal función ha sido labor dura para los Pastores. Hemos intentado ser voz de los que no tienen voz y testimoniar la misma predilección del Señor por los pobres y los que sufren. Creemos que nuestros pueblos nos han sentido más cerca. Ciertamente logramos iluminar y ayudar. Ciertamente también, pudimos haber hecho más. Ahora, colegialmente, intentamos interpretar el paso del Señor por América Latina.

(Puebla, Conclusiones 268)

Otra forma privilegiada de evangelizar es la celebración de la fe en la Liturgia y los Sacramentos. Allí aparece el Pueblo de Dios como Pueblo Sacerdotal, investido de un sacerdocio universal del cual todos los bautizados participan pero que difiere esencialmente del sacerdocio jerárquico.

(Puebla, Conclusiones 269)