Discurso de Benedicto XVI a los jóvenes y seminaristas en el Seminario de San José de Nueva York
Escrito por Ecclesia Digital
domingo, 20 de abril de 2008
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Queridos jóvenes amigos:
Proclamen a Cristo Señor, “siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se la pidiere” (1 Pe 3,15). Con estas palabras de la Primera carta de san Pedro, saludo a cada uno de ustedes con cordial afecto.
Agradezco al Señor Cardenal Egan sus amables palabras de bienvenida y también doy las gracias a los representantes que han elegido por sus manifestaciones de gozosa acogida. Dirijo un particular saludo y expreso mi gratitud al Señor Obispo Walsh, Rector del Seminario de San José, al personal y a los seminaristas.
Jóvenes
amigos, me alegra tener la ocasión de hablar con ustedes. Lleven, por favor, mis
cordiales saludos a los miembros de sus familias y a sus parientes, así como a
sus profesores y al personal de las diversas Escuelas, Colegios y Universidades
a las que pertenecen. Me consta que muchos han trabajado intensamente para
garantizar la realización de este nuestro encuentro. Les quedo muy reconocido.
Gracias también por haberme cantado el “Happy Birthday”. Gracias por este
detalle conmovedor; a todos les doy un sobresaliente por la pronunciación del
alemán. Esta tarde quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones sobre el
ser discípulo de Jesucristo; siguiendo las huellas del Señor, nuestra vida se
transforma en un viaje de esperanza.
Tienen delante las imágenes de seis hombres y mujeres ordinarios que se
superaron para llevar una vida extraordinaria. La Iglesia les tributa el honor
de Venerables, Beatos o Santos: cada uno respondió a la llamada de Dios y a una
vida de caridad, y lo sirvió aquí en las calles y callejas o en los suburbios de
Nueva York. Me ha impresionado la heterogeneidad de este grupo: pobres y ricos,
laicos y laicas –una era una pudiente esposa y madre–, sacerdotes y religiosas,
emigrantes venidos de lejos, la hija de un guerrero Mohawk y una madre Algonquin,
un esclavo haitiano y un intelectual cubano.
Santa Isabel Ana Seton, Santa Francisca Javier Cabrina, San Juan Neumann, la
beata Kateri Tekakwitha, el venerable Pierre Toussaint y el Padre Félix Varela:
cada uno de nosotros podría estar entre ellos, pues en este grupo no hay un
estereotipo, ningún modelo uniforme. Pero mirando más de cerca se aprecian
ciertos rasgos comunes. Inflamados por el amor de Jesús, sus vidas se
convirtieron en extraordinarios itinerarios de esperanza. Para algunos, esto
supuso dejar la Patria y embarcarse en una peregrinación de miles de kilómetros.
Para todos, un acto de abandono en Dios con la confianza de que él es la meta
final de todo peregrino. Y cada uno de ellos ofrecían su “mano tendida” de
esperanza a cuantos encontraban en el camino, suscitando en ellos muchas veces
una vida de fe. Atendieron a los pobres, a los enfermos y a los marginados en
hospicios, escuelas y hospitales, y, mediante el testimonio convincente que
proviene del caminar humildemente tras las huellas de Jesús, estas seis personas
abrieron el camino de la fe, la esperanza y la caridad a muchas otras,
incluyendo tal vez a sus propios antepasados.
Y ¿qué ocurre hoy? ¿Quién da testimonio de la Buena Noticia de Jesús en las
calles de Nueva York, en los suburbios agitados en la periferia de las grandes
ciudades, en las zonas donde se reúnen los jóvenes buscando a alguien en quien
confiar? Dios es nuestro origen y nuestra meta, y Jesús es el camino. El
recorrido de este viaje pasa, como el de nuestros santos, por los gozos y las
pruebas de la vida ordinaria: en vuestras familias, en la escuela o el colegio,
durante vuestras actividades recreativas y en vuestras comunidades parroquiales.
Todos estos lugares están marcados por la cultura en la que estáis creciendo.
Como jóvenes americanos se les ofrecen muchas posibilidades para el desarrollo
personal y están siendo educados con un sentido de generosidad, servicio y
rectitud. Pero no necesitan que les diga que también hay dificultades:
comportamientos y modos de pensar que asfixian la esperanza, sendas que parecen
conducir a la felicidad y a la satisfacción, pero que sólo acaban en confusión y
angustia.
Mis años de teenager fueron arruinados por un régimen funesto que pensaba
tener todas las respuestas; su influjo creció –filtrándose en las escuelas y los
organismos civiles, así como en la política e incluso en la religión– antes de
que pudiera percibirse claramente que era un monstruo. Declaró proscrito a Dios,
y así se hizo ciego a todo lo bueno y verdadero. Muchos de los padres y abuelos
de ustedes les habrán contado el horror de la destrucción que siguió después.
Algunos de ellos, de hecho, vinieron a América precisamente para escapar de este
terror.
Demos gracias a Dios, porque hoy muchos de su generación pueden gozar de las
libertades que surgieron gracias a la expansión de la democracia y del respeto
de los derechos humanos. Demos gracias a Dios por todos los que lucharon para
asegurar que puedan crecer en un ambiente que cultiva lo bello, bueno y
verdadero: sus padres y abuelos, sus profesores y sacerdotes, las autoridades
civiles que buscan lo que es recto y justo.
Sin embargo, el poder destructivo permanece. Decir lo contrario sería
engañarse a sí mismos. Pero éste jamás triunfará; ha sido derrotado. Ésta es la
esencia de la esperanza que nos distingue como cristianos; la Iglesia lo
recuerda de modo muy dramático en el Triduo Pascual y lo celebra con gran gozo
en el Tiempo pascual. El que nos indica la vía tras la muerte es Aquel que nos
muestra cómo superar la destrucción y la angustia; Jesús es, pues, el verdadero
maestro de vida (cf. Spe salvi, 6). Su muerte y resurrección significa que
podemos decir al Padre celestial: “Tú has renovado el mundo” (Viernes Santo,
Oración después de la comunión). De este modo, hace pocas semanas, en la
bellísima liturgia de la Vigilia pascual, no por desesperación o angustia, sino
con una confianza colmada de esperanza, clamamos a Dios por nuestro mundo:
“Disipa las tinieblas del corazón. Disipa las tinieblas del espíritu” (cf.
Oración al encender el cirio pascual).
¿Qué pueden ser estas tinieblas? ¿Qué sucede cuando las personas, sobre todo
las más vulnerables, encuentran el puño cerrado de la represión o de la
manipulación en vez de la mano tendida de la esperanza? El primer grupo de
ejemplos pertenece al corazón. Aquí, los sueños y los deseos que los jóvenes
persiguen se pueden romper y destruir muy fácilmente. Pienso en los afectados
por el abuso de la droga y los estupefacientes, por la falta de casa o la
pobreza, por el racismo, la violencia o la degradación, en particular muchachas
y mujeres. Aunque las causas de estas situaciones problemáticas son complejas,
todas tienen en común una actitud mental envenenada que se manifiesta en tratar
a las personas como meros objetos: una insensibilidad del corazón, que primero
ignora y después se burla de la dignidad dada por Dios a toda persona humana.
Tragedias similares muestran también que lo podría haber sido y lo que puede ser
ahora, si otras manos, vuestras manos, hubieran estado tendidas o se tendiesen
hacia ellos. Les animo a invitar a otros, sobre todo a los débiles e inocentes,
a unirse a ustedes en el camino de la bondad y de la esperanza.
El segundo grupo de tinieblas –las que afectan al espíritu– a menudo no se
percibe, y por eso es particularmente nocivo. La manipulación de la verdad
distorsiona nuestra percepción de la realidad y enturbia nuestra imaginación y
nuestras aspiraciones. Ya he mencionado las muchas libertades que
afortunadamente pueden gozar ustedes. Hay que salvaguardar rigurosamente la
importancia fundamental de la libertad. No sorprende, pues, que muchas personas
y grupos reivindiquen en voz alta y públicamente su libertad. Pero la libertad
es un valor delicado. Puede ser malentendida y usada mal, de manera que no lleva
a la felicidad que todos esperamos, sino hacia un escenario oscuro de
manipulación, en el que nuestra comprensión de nosotros mismos y del mundo se
hace confusa o se ve incluso distorsionada por quienes ocultan sus propias
intenciones.
¿Han notado ustedes que, con frecuencia, se reivindica la libertad sin hacer
jamás referencia a la verdad de la persona humana? Hay quien afirma hoy que el
respeto a la libertad del individuo hace que sea erróneo buscar la verdad,
incluida la verdad sobre lo que es el bien. En algunos ambientes, hablar de la
verdad se considera como una fuente de discusiones o de divisiones y, por tanto,
es mejor relegar este tema al ámbito privado. En lugar de la verdad –o mejor, de
su ausencia– se ha difundido la idea de que, dando un valor indiscriminado a
todo, se asegura la libertad y se libera la conciencia. A esto llamamos
relativismo. Pero, ¿qué objeto tiene una “libertad” que, ignorando la verdad,
persigue lo que es falso o injusto? ¿A cuántos jóvenes se les ha tendido una
mano que, en nombre de la libertad o de una experiencia, los ha llevado al
consumo habitual de estupefacientes, a la confusión moral o intelectual, a la
violencia, a la pérdida del respeto por sí mismos, a la desesperación incluso y,
de este modo, trágicamente, al suicidio? Queridos amigos, la verdad no es una
imposición. Tampoco es un mero conjunto de reglas. Es el descubrimiento de
Alguien que jamás nos traiciona; de Alguien del que siempre podemos fiarnos.
Buscando la verdad llegamos a vivir basados en la fe porque, en definitiva, la
verdad es una persona: Jesucristo. Ésta es la razón por la que la auténtica
libertad no es optar por “desentenderse de”. Es decidir “comprometerse con”;
nada menos que salir de sí mismos y ser incorporados en el “ser para los otros”
de Cristo (cf. Spe salvi, 28).
Como creyentes, ¿cómo podemos ayudar a los otros a caminar por el camino de la
libertad que lleva a la satisfacción plena y a la felicidad duradera? Volvamos
una vez más a los santos. ¿De qué modo su testimonio ha liberado realmente a
otros de las tinieblas del corazón y del espíritu? La respuesta se encuentra en
la médula de su fe, de nuestra fe. La encarnación, el nacimiento de Jesús nos
muestra que Dios, de hecho, busca un sitio entre nosotros. A pesar de que la
posada está llena, él entra por el establo, y hay personas que ven su luz. Se
dan cuenta de lo que es el mundo oscuro y hermético de Herodes y siguen, en
cambio, el brillo de la estrella que los guía en la noche. ¿Y qué irradia? A
este respecto pueden recordar la oración recitada en la noche santa de Pascua:
“¡Oh Dios!, que por medio de tu Hijo, luz del mundo, nos has dado la luz de tu
gloria, enciende en nosotros la llama viva de tu esperanza” (cf. Bendición del
fuego). De este modo, en la procesión solemne con las velas encendidas, nos
pasamos de uno a otro la luz de Cristo. Es la luz que “ahuyenta los pecados,
lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes,
expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Exsultet). Ésta es
la luz de Cristo en acción. Éste es el camino de los santos. Ésta es la visión
magnífica de la esperanza. La luz de Cristo les invita a ser estrellas-guía para
los otros, marchando por el camino de Cristo, que es camino de perdón, de
reconciliación, de humildad, de gozo y de paz.
Sin embargo, a veces tenemos la tentación de encerrarnos en nosotros mismos,
de dudar de la fuerza del esplendor de Cristo, de limitar el horizonte de la
esperanza. ¡Ánimo! Miren a nuestros santos. La diversidad de su experiencia de
la presencia de Dios nos sugiere descubrir nuevamente la anchura y la
profundidad del cristianismo. Dejen que su fantasía se explaye libremente por el
ilimitado horizonte del discipulado de Cristo. A veces nos consideran únicamente
como personas que hablan sólo de prohibiciones. Nada más lejos de la verdad. Un
discipulado cristiano auténtico se caracteriza por el sentido de la admiración.
Estamos ante un Dios que conocemos y al que amamos como a un amigo, ante la
inmensidad de su creación y la belleza de nuestra fe cristiana.
Queridos amigos, el ejemplo de los santos nos invita, también, a considerar
cuatro aspectos esenciales del tesoro de nuestra fe: oración personal y
silencio, oración litúrgica, práctica de la caridad y vocaciones.
Lo más importante es que ustedes desarrollen su relación personal con Dios.
Esta relación se manifiesta en la plegaria. Dios, por virtud de su propia
naturaleza, habla, escucha y responde. En efecto, San Pablo nos recuerda que
podemos y debemos “ser constantes en orar” (cf. 1 Ts 5,17). En vez de
replegarnos sobre nosotros mismos o de alejarnos de los vaivenes de la vida, en
la oración nos dirigimos hacia Dios y, por medio de Él, nos volvemos unos a
otros, incluyendo a los marginados y a cuantos siguen vías distintas a las de
Dios (cf. Spe salvi, 33). Como admirablemente nos enseñan los santos, la oración
se transforma en esperanza en acto. Cristo era su constante compañero, con quien
conversaban en cualquier momento de su camino de servicio a los demás.
Hay otro aspecto de la oración que debemos recordar: la contemplación y el
silencio. San Juan, por ejemplo, nos dice que para acoger la revelación de Dios
es necesario escuchar y después responder anunciando lo que hemos oído y visto (cf.
1 Jn 1,2-3; Dei Verbum, 1). ¿Hemos perdido quizás algo del arte de escuchar?
¿Dejan ustedes algún espacio para escuchar el susurro de Dios que les llama a
caminar hacia la bondad? Amigos, no tengan miedo del silencio y del sosiego,
escuchen a Dios, adórenlo en la Eucaristía. Permitan que su palabra modele su
camino como crecimiento de la santidad.
En la liturgia encontramos a toda la Iglesia en plegaria. La palabra
“liturgia” significa la participación del pueblo de Dios en “la obra de Cristo
Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Sacrosanctum concilium, 7). ¿En
qué consiste esta obra? Ante todo se refiere a la Pasión de Cristo, a su muerte
y resurrección y a su ascensión, lo que denominamos “Misterio pascual”. Se
refiere también a la celebración misma de la liturgia. Los dos significados, de
hecho, están vinculados inseparablemente, ya que esta “obra de Jesús” es el
verdadero contenido de la liturgia. Mediante la liturgia, “la obra de Jesús”
entra continuamente en contacto con la historia; con nuestra vida, para
modelarla. Aquí percibimos otra idea de la grandeza de nuestra fe cristiana.
Cada vez que se reúnen para la Santa Misa, cuando van a confesarse, cada vez que
celebran uno de los Sacramentos, Jesús está actuando. Por el Espíritu Santo los
atrae hacia sí, dentro de su amor sacrificial por el Padre, que se transforma en
amor hacia todos. De este modo vemos que la liturgia de la Iglesia es un
ministerio de esperanza para la humanidad. Vuestra participación colmada de fe
es una esperanza activa que ayuda a que el mundo -tanto santos como pecadores-
esté abierto a Dios; ésta es la verdadera esperanza humana que ofrecemos a cada
uno (cf. Spe salvi, 34).
Su plegaria personal, sus tiempos de contemplación silenciosa y su
participación en la liturgia de la Iglesia les acerca más a Dios y les prepara
también para servir a los demás. Los santos que nos acompañan esta tarde nos
muestran que la vida de fe y de esperanza es también una vida de caridad.
Contemplando a Jesús en la cruz, vemos el amor en su forma más radical.
Comencemos a imaginar el camino del amor por el que debemos marchar (cf. Deus
caritas est, 12). Las ocasiones para recorrer este camino son muchas. Miren a su
alrededor con los ojos de Cristo, escuchen con sus oídos, intuyan y piensen con
su corazón y su espíritu. ¿Están ustedes dispuestos a dar todo por la verdad y
la justicia, como hizo Él? Muchos de los ejemplos de sufrimiento a los que
nuestros santos respondieron con compasión, siguen produciéndose todavía en esta
ciudad y en sus alrededores. Y han surgido nuevas injusticias: algunas son
complejas y derivan de la explotación del corazón y de la manipulación del
espíritu; también nuestro ambiente de la vida ordinaria, la tierra misma, gime
bajo el peso de la avidez consumista y de la explotación irresponsable. Hemos de
escuchar atentamente. Hemos de responder con una acción social renovada que
nazca del amor universal que no conoce límites. De este modo estamos seguros de
que nuestras obras de misericordia y justicia se transforman en esperanza viva
para los demás.
Queridos jóvenes, quisiera añadir por último una palabra sobre las
vocaciones. Pienso, ante todo, en sus padres, abuelos y padrinos. Ellos han sido
sus primeros educadores en la fe. Al presentarlos para el bautismo, les dieron
la posibilidad de recibir el don más grande de su vida. Aquel día ustedes
entraron en la santidad de Dios mismo. Llegaron a ser hijos e hijas adoptivos
del Padre. Fueron incorporados a Cristo. Se convirtieron en morada de su
Espíritu. Recemos por las madres y los padres en todo el mundo, en particular
por los que de alguna manera están lejos, social, material, espiritualmente.
Honremos las vocaciones al matrimonio y a la dignidad de la vida familiar.
Deseamos que se reconozca siempre que las familias son el lugar donde nacen las
vocaciones.
Saludo a los seminaristas congregados en el Seminario de San José y animo
también a todos los seminaristas de América. Me alegra saber que están
aumentando. El Pueblo de Dios espera de ustedes que sean sacerdotes santos,
caminando cotidianamente hacia la conversión, inculcando en los demás el deseo
de entrar más profundamente en la vida eclesial de creyentes. Les exhorto a
profundizar su amistad con Jesús, el Buen Pastor. Hablen con Él de corazón a
corazón. Rechacen toda tentación de ostentación, hacer carrera o de vanidad.
Tiendan hacia un estilo de vida caracterizado auténticamente por la caridad, la
castidad y la humildad, imitando a Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote, del que
deben llegar a ser imágenes vivas (cf. Pastores dabo vobis, 33). Queridos
seminaristas, rezo por ustedes cada día. Recuerden que lo que cuenta ante el
Señor es permanecer en su amor e irradiar su amor por los demás.
Las Religiosas, los Religiosos y los Sacerdotes de las Congregaciones
contribuyen generosamente a la misión de la Iglesia. Su testimonio profético se
caracteriza por una convicción profunda de la primacía del Evangelio para
plasmar la vida cristiana y transformar la sociedad. Quisiera hoy llamar su
atención sobre la renovación espiritual positiva que las Congregaciones están
llevando a cabo en relación con su carisma. La palabra “carisma” significa don
ofrecido libre y gratuitamente. Los carismas los concede el Espíritu Santo que
inspira a los fundadores y fundadoras y forma las Congregaciones con el
consiguiente patrimonio espiritual. El maravilloso conjunto de carismas propios
de cada Instituto religioso es un tesoro espiritual extraordinario. En efecto,
la historia de la Iglesia se muestra tal vez del modo más bello a través de la
historia de sus escuelas de espiritualidad, la mayor parte de las cuales se
remontan a la vida de los santos fundadores y fundadoras. Estoy seguro que,
descubriendo los carismas que producen esta riqueza de sabiduría espiritual,
algunos de ustedes, jóvenes, se sentirán atraídos por una vida de servicio
apostólico o contemplativo. No sean tímidos para hablar con hermanas, hermanos o
sacerdotes religiosos sobre su carisma y la espiritualidad de su Congregación.
No existe ninguna comunidad perfecta, pero es el discernimiento de la fidelidad
al carisma fundador, no a una persona en particular, lo que el Señor les está
pidiendo. Ánimo. También ustedes pueden hacer de su vida una autodonación por
amor al Señor Jesús y, en Él, a todos los miembros de la familia humana (cf.
Vita consecrata, 3).
Amigos, de nuevo les pregunto, ¿qué decir de la hora presente? ¿Qué están
buscando? ¿Qué les está sugiriendo Dios? Cristo es la esperanza que jamás
defrauda. Los santos nos muestran el amor desinteresado por su camino. Como
discípulos de Cristo, sus caminos extraordinarios se desplegaron en aquella
comunidad de esperanza que es la Iglesia. Y también ustedes encontrarán dentro
de la Iglesia el aliento y el apoyo para marchar por el camino del Señor.
Alimentados por la plegaria personal, preparados en el silencio, modelados por
la liturgia de la Iglesia, descubrirán la vocación particular a la que el Señor
les llama. Acójanla con gozo. Hoy son ustedes los discípulos de Cristo. Irradien
su luz en esta gran ciudad y en otras. Den razón de su esperanza al mundo.
Hablen con los demás de la verdad que les hace libres. Con estos sentimientos de
gran esperanza en ustedes, les saludo con un “hasta pronto”, hasta encontrarme
de nuevo con ustedes en julio, para la Jornada Mundial de la Juventud en Sidney.
Y, como signo de mi afecto por ustedes y sus familias, les imparto con alegría
la Bendición Apostólica.
Palabras del Santo Padre a los jóvenes y seminaristas de lengua española
Queridos seminaristas, queridos jóvenes:
Es para mí una gran alegría poder encontrarme con todos ustedes en este día
de mi cumpleaños. Gracias por su acogida y por el cariño que me han demostrado.
Les animo a abrirle al Señor su corazón para que Él lo llene por completo y
con el fuego de su amor lleven su Evangelio a todos los barrios de Nueva York.
La luz de la fe les impulsará a responder al mal con el bien y la santidad de
vida, como lo hicieron los grandes testigos del Evangelio a lo largo de los
siglos. Ustedes están llamados a continuar esa cadena de amigos de Jesús, que
encontraron en su amor el gran tesoro de sus vidas. Cultiven esta amistad a
través de la oración, tanto personal como litúrgica, y por medio de las obras de
caridad y del compromiso por ayudar a los más necesitados. Si no lo han hecho,
plantéense seriamente si el Señor les pide seguirlo de un modo radical en el
ministerio sacerdotal o en la vida consagrada. No basta una relación esporádica
con Cristo. Una amistad así no es tal. Cristo les quiere amigos suyos íntimos,
fieles y perseverantes.
A la vez que les renuevo mi invitación a participar en
la Jornada Mundial de la Juventud en Sidney, les aseguro mi recuerdo en la
oración, en la que suplico a Dios que los haga auténticos discípulos de Cristo
Resucitado. Muchas gracias.