Discurso del Papa al presidente para los Asuntos Religiosos de
Turquía
Sobre las bases del diálogo entre cristianos y musulmanes
ANKARA, martes, 28 noviembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos el discurso que pronunció este martes Benedicto XVI en la presidencia
para los Asuntos Religiosos «Diyanet» de Ankara, al ser recibido por el
presidente para los Asuntos Religiosos, el profesor Ali Bardakoglu.
En el encuentro participaron representantes de la comunidad musulmana, entre los
que se encontraban el gran muftí de Ankara y el gran muftí de Estambul, así como
cardenales y obispos que forman parte del séquito papal
* * *
Me siento agradecido por la oportunidad de visitar esta tierra, tan rica de
historia y de cultura, para admirar sus bellezas naturales, para ver con mis
ojos la creatividad del pueblo tuco y para apreciar vuestra antigua cultura, así
como vuestra larga historia, tanto civil como religiosa.
Nada más llegar a Turquía he sido gentilmente recibido por el presidente de la
República de Turquía y por el representante del gobierno. Para mí ha sido un
placer saludar y encontrar al primer ministro Erdogan en el aeropuerto. Al
saludarles, he tenido el gusto de expresar mi más profundo respeto a todos los
habitantes de esta gran nación y de honrar, en su mausoleo, al fundador de la
Turquía moderna, Mustafa Kemal Atatürk.
Ahora, tengo la alegría de encontrarme con usted, que es el presidente del
Directorio de los Asuntos Religiosos. Le presento mis sentimientos de estima,
reconociendo sus grandes responsabilidades, y extiendo mi saludo a todos los
líderes religiosos de Turquía, especialmente al gran muftí de Ankara y Estambul.
A través de usted, señor presidente, saludo a todos los musulmanes de Turquía,
con particular estima y afecto.
Su país es sumamente amado por los cristianos: muchas de las primitivas
comunidades de la Iglesia se fundaron aquí y aquí alcanzaron su madurez,
inspiradas por la predicación de los apóstoles, particularmente de san Pablo y
san Juan. La tradición afirma que María, la Madre de Jesús, vivió en Éfeso, en
la casa del apóstol san Juan.
Esta noble tierra ha visto, además, un extraordinario florecimiento de la
civilización islámica en los más variados campos, incluido el de la literatura y
el arte, así como en las instituciones.
Hay muchísimos monumentos cristianos y musulmanes que testimonian el glorioso
pasado de Turquía. Con razón, os sentís orgullos, conservándolos para la
admiración de un número cada vez más grande de visitantes que aquí acuden en
gran número.
Me he preparado para esta visita con los mismos sentimientos expresados por mi
predecesor, el beato Juan XXIII, cuando llegó cuando era el arzobispo Angelo
Giuseppe Roncalli, para cumplir con el encargo de representante pontificio en
Estambul: «Siento que amo al pueblo turco, al que el Señor me ha enviado… Yo amo
a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo, que también tiene
su papel preparado en el camino de la civilización» («Diario de un alma», «Giornale
dell'anima», 231.237).
Por mi parte, yo también deseo subrayar las cualidades de la población turca.
Hago mías las palabras de mi predecesor inmediato, el Papa Juan Pablo II de
feliz memoria, quien con motivo de su visita en 1979, dijo: «Me pregunto si no
es urgente, precisamente en estos momentos, en que los cristianos y musulmanes
han entrado en un nuevo período de la historia, reconocer y desarrollar los
vínculos espirituales que nos unen, con el objetivo de promover y defender
juntos los valores morales, la paz y la libertad» (Discurso a la comunidad
católica de Ankara, 29 de noviembre de 1979, 3).
Estas cuestiones han seguido presentándose en los años sucesivos; de hecho, como
subrayé precisamente al inicio de mi pontificado, nos llevan a continuar con
nuestro diálogo como un sincero intercambio entre amigos. Cuando tuve la alegría
de encontrarme con los miembros de las comunidades islámicas, el año pasado en
Colonia, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, confirmé la necesidad
de afrontar el diálogo interreligioso e intercultural con optimismo y esperanza.
No puede quedar reducido a un accesorio opcional: por el contrario, es «una
necesidad vital, de la que depende en buena parte nuestro futuro» (A los
representantes de las comunidades islámicas, Colonia, 20 de agosto de 2005).
Los cristianos y los musulmanes, siguiendo sus respectivas religiones, resaltan
la verdad del carácter sagrado y de la dignidad de la persona. Esta es la base
de nuestro respeto recíproco y estima, esta es la base para la colaboración al
servicio de la paz entre las naciones y pueblos, el deseo más querido por todos
los creyentes y por todas las personas de buena voluntad.
Durante más de cuarenta años, la enseñanza del Concilio Vaticano II ha inspirado
y guiado la actitud de la Santa Sede y de las Iglesias locales de todo el mundo
en las relaciones con los seguidores de las demás religiones. Siguiendo la
tradición bíblica, el Concilio enseña que todo el género humano comparte un
origen común y un destino común: Dios, nuestro Creador y nuestra meta en la
peregrinación terrena. Los cristianos y los musulmanes pertenecen a la familia
de quienes creen en el único Dios y, según sus respectivas tradiciones, son
descendientes de Abraham (Cf. Concilio Vaticano II, declaración sobre las
relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas,
«Nostra Aetate», 1, 3). Esta unidad humana y espiritual de nuestros orígenes
y de nuestros destinos nos lleva a buscar un itinerario común, desempeñando
nuestro papel en esta búsqueda de valores fundamentales, que es la
característica de las personas de nuestro tiempo. Como hombres y mujeres de
religión, nos encontramos ante el desafío de la difundida aspiración a la
justicia, al desarrollo, a la solidaridad, a la libertad, a la seguridad, a la
paz, a la defensa del ambiente y de los recursos de la tierra. Respetando la
legítima autonomía de las realidades temporales, tenemos una contribución
específica que ofrecer en la búsqueda de soluciones adaptadas a estas
apremiantes cuestiones.
En particular, podemos ofrecer una respuesta creíble a la cuestión que surge
claramente de la sociedad de hoy, aunque con frecuencia queda marginada, es
decir, la cuestión que afecta al significado y al desarrollo de la vida para
todo individuo y para toda la humanidad. Estamos llamados a trabajar juntos para
ayudar a la sociedad a abrirse a la trascendencia, reconociendo a Dios
omnipotente el lugar que le corresponde. La mejor manera para avanzar es el
diálogo auténtico entre cristianos y musulmanes, basado en la verdad e inspirado
por el sincero deseo de conocernos mejor mutuamente, respetando las diferencias
y reconociendo lo que tenemos en común. Esto llevará al mismo tiempo a un
auténtico respeto por las opciones responsables de cada persona, especialmente
las que afectan a los valores fundamentales y a las convicciones religiosas
personales.
Como ejemplo del respeto fraterno con el que los cristianos y musulmanes pueden
trabajar juntos, quiero citar unas palabras dirigidas por el Papa Gregorio VII,
en el año 1076, a un príncipe musulmán de África del Norte, que había demostrado
una gran benevolencia a los cristianos sometidos a su jurisdicción. El Papa
Gregorio VII habló del amor especial con que deben tratarse mutuamente los
cristianos y musulmanes, pues «creemos y confesamos un solo Dios, aunque de
manera diferente, cada día le alabamos y veneramos como Creador de los siglos y
gobernador de este mundo» (Patrología Latina 148, 451).
Que la libertad de religión, garantizada institucionalmente y efectivamente
respetada, tanto a los individuos como a las comunidades, constituya para todos
los creyentes la condición necesaria para su contribución leal a la edificación
de la sociedad, en actitud de auténtico servicio, particularmente a los más
vulnerables y pobres.
Señor presidente, quiero concluir alabando al Dios Omnipotente y Misericordioso
por esta afortunada oportunidad que nos permite encontrarnos juntos en su
nombre. Rezo para que sea un signo de nuestro compromiso común a favor del
diálogo entre cristianos y musulmanes, así como un aliento para perseverar en
este camino, en el respeto y en la amistad. Deseo que podamos llegar a
conocernos mejor, reforzando los vínculos de afecto entre nosotros, con el deseo
común de vivir juntos en armonía, en paz y en mutua confianza. Como creyentes,
sacamos de la oración la fuerza necesaria para superar toda huella de prejuicio
y para ofrecer un testimonio común de nuestra firme fe en Dios. ¡Que su
bendición esté siempre sobre nosotros!
[Traducción del original inglés realizada por Zenit
© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]
ZS06112805