Pienso con
frecuencia en la Jornada Mundial
de
la Juventud de
Sydney, en el 2008. Allí vivimos una gran fiesta de la fe, en la que el
Espíritu de Dios actuó con fuerza, creando una intensa comunión entre los
participantes, venidos de todas las partes del mundo. Aquel encuentro, como
los precedentes, ha dado frutos abundantes en la vida de muchos jóvenes y de
toda la Iglesia.
![Image Image](http://revistaecclesia.com/images/stories/JMJMADRID/madrid2011.gif)
Nuestra mirada se
dirige ahora a la próxima Jornada Mundial de
la Juventud,
que tendrá lugar en Madrid, en el mes de agosto de 2011. Ya en 1989, algunos
meses antes de la histórica caída del Muro de Berlín, la peregrinación de los
jóvenes hizo un alto en España, en Santiago de Compostela. Ahora, en un momento
en que Europa tiene que volver a encontrar sus raíces cristianas, hemos fijado
nuestro encuentro en Madrid, con el lema: «Arraigados
y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,
7). Os invito a este evento tan importante para
la Iglesia en
Europa y para
la Iglesia
universal. Además, quisiera que todos los jóvenes, tanto los que comparten
nuestra fe, como los que vacilan, dudan o no creen, puedan vivir esta
experiencia, que puede ser decisiva para la vida: la experiencia del Señor Jesús
resucitado y vivo, y de su amor por cada uno de nosotros.
1. En las
fuentes de vuestras aspiraciones más grandes
En cada época,
también en nuestros días, numerosos jóvenes sienten el profundo deseo de que las
relaciones interpersonales se vivan en la verdad y la solidaridad. Muchos
manifiestan la aspiración de construir relaciones auténticas de amistad, de
conocer el verdadero amor, de fundar una familia unida, de adquirir una
estabilidad personal y una seguridad real, que puedan garantizar un futuro
sereno y feliz. Al recordar mi juventud, veo que, en realidad, la estabilidad y
la seguridad no son las cuestiones que más ocupan la mente de los jóvenes. Sí,
la cuestión del lugar de trabajo, y con ello la de tener el porvenir asegurado,
es un problema grande y apremiante, pero al mismo tiempo la juventud sigue
siendo la edad en la que se busca una vida más grande. Al pensar en mis años de
entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida
aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos encontrar la vida
misma en su inmensidad y belleza. Ciertamente, eso dependía también de nuestra
situación. Durante la dictadura nacionalsocialista y la guerra, estuvimos, por
así decir, "encerrados" por el poder dominante. Por ello, queríamos salir afuera
para entrar en la abundancia de las posibilidades del ser hombre. Pero creo que,
en cierto sentido, este impulso de ir más allá de lo habitual está en cada
generación. Desear algo más que la cotidianidad regular de un empleo seguro y
sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se
trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el
hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier
otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: nuestro corazón está
inquieto, hasta que no descansa en Ti. El deseo de la vida más grande es un
signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su "huella". Dios es vida, y cada
criatura tiende a la vida; en un modo único y especial, la persona humana, hecha
a imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la paz. Entonces comprendemos
que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que el hombre viva. Dios
es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e,
inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: «sin el Creador la
criatura se diluye» (Con. Ecum. Vaticano. II, Const. Gaudium
et Spes, 36). La cultura actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en
Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar la fe como un hecho privado,
sin ninguna relevancia en la vida social. Aunque el conjunto de los valores, que
son el fundamento de la sociedad, provenga del Evangelio –como el sentido de la
dignidad de la persona, de la solidaridad, del trabajo y de la familia- , se
constata una especie de "eclipse de Dios", una cierta amnesia, más aún, un
verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de la fe recibida,
con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos caracteriza.
Por este motivo,
queridos amigos, os invito a intensificar vuestro camino de fe en Dios, Padre de
nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el futuro de la sociedad y de
la Iglesia. Como
escribía el apóstol Pablo a los cristianos de la ciudad de Colosas, es vital
tener raíces y bases sólidas. Esto es verdad, especialmente hoy, cuando muchos
no tienen puntos de referencia estables para construir su vida, sintiéndose así
profundamente inseguros. El relativismo que se ha difundido, y para el que todo
da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto, no
genera verdadera libertad, sino inestabilidad, desconcierto y un conformismo con
las modas del momento. Vosotros, jóvenes, tenéis el derecho de recibir de las
generaciones que os preceden puntos firmes para hacer vuestras opciones y
construir vuestra vida, del mismo modo que una planta pequeña necesita un apoyo
sólido hasta que crezcan sus raíces, para convertirse en un árbol robusto, capaz
de dar fruto.
2. Arraigados y
edificados en Cristo
Para poner de
relieve la importancia de la fe en la vida de los creyentes, quisiera detenerme
en tres términos que san Pablo utiliza en:«Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe» (cf. Col 2,
7). Aquí podemos distinguir tres imágenes: "arraigado" evoca el árbol y las
raíces que lo alimentan; "edificado" se refiere a la construcción; "firme" alude
al crecimiento de la fuerza física o moral. Se trata de imágenes muy elocuentes.
Antes de comentarlas, hay que señalar que en el texto original las tres
expresiones, desde el punto de vista gramatical, están en pasivo: quiere decir,
que es Cristo mismo quien toma la iniciativa de arraigar, edificar y hacer
firmes a los creyentes.
La primera imagen
es la del árbol, firmemente plantado en el suelo por medio de las raíces, que le
dan estabilidad y alimento. Sin las raíces, sería llevado por el viento, y
moriría. ¿Cuáles son nuestras raíces? Naturalmente, los padres, la familia y la
cultura de nuestro país son un componente muy importante de nuestra identidad.
La Biblia nos
muestra otra más. El profeta Jeremías escribe: «Bendito quien confía en el Señor
y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto
a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará
verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto» (Jer 17,
7-8). Echar raíces, para el profeta, significa volver a poner su confianza en
Dios. De Él viene nuestra vida; sin Él no podríamos vivir de verdad. «Dios nos
ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo» (1 Jn 5,11).
Jesús mismo se presenta como nuestra vida (cf. Jn 14,
6). Por ello, la fe cristiana no es sólo creer en la verdad, sino sobre todo una
relación personal con Jesucristo. El encuentro con el Hijo de Dios proporciona
un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando comenzamos a tener una relación
personal con Él, Cristo nos revela nuestra identidad y, con su amistad, la vida
crece y se realiza en plenitud. Existe un momento en la juventud en que cada uno
se pregunta: ¿qué sentido tiene mi vida, qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es
una fase fundamental que puede turbar el ánimo, a veces durante mucho tiempo. Se
piensa cuál será nuestro trabajo, las relaciones sociales que hay que
establecer, qué afectos hay que desarrollar… En este contexto, vuelvo a pensar
en mi juventud. En cierto modo, muy pronto tomé conciencia de que el Señor me
quería sacerdote. Pero más adelante, después de la guerra, cuando en el
seminario y en la universidad me dirigía hacia esa meta, tuve que reconquistar
esa certeza. Tuve que preguntarme: ¿es éste de verdad mi camino? ¿Es de verdad
la voluntad del Señor para mí? ¿Seré capaz de permanecerle fiel y estar
totalmente a disposición de Él, a su servicio? Una decisión así también causa
sufrimiento. No puede ser de otro modo. Pero después tuve la certeza: ¡así está
bien! Sí, el Señor me quiere, por ello me dará también la fuerza. Escuchándole,
estando con Él, llego a ser yo mismo. No cuenta la realización de mis propios
deseos, sino su voluntad. Así, la vida se vuelve auténtica.
Como las raíces
del árbol lo mantienen plantado firmemente en la tierra, así los cimientos dan a
la casa una estabilidad perdurable. Mediante la fe, estamos arraigados en Cristo
(cf. Col 2,
7), así como una casa está construida sobre los cimientos. En la historia
sagrada tenemos numerosos ejemplos de santos que han edificado su vida sobre
la Palabra de
Dios. El primero Abrahán. Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le pedía
dejar la casa paterna para encaminarse a un país desconocido. «Abrahán creyó a
Dios y se le contó en su haber. Y en otro pasaje se le llama "amigo de Dios"» (St 2,
23). Estar arraigados en Cristo significa responder concretamente a la llamada
de Dios, fiándose de Él y poniendo en práctica su Palabra. Jesús mismo reprende
a sus discípulos: «¿Por qué me llamáis: "¡Señor, Señor!", y no hacéis lo que
digo?» (Lc 6, 46). Y
recurriendo a la imagen de la construcción de la casa, añade: «El que se acerca
a mí, escucha mis palabras y las pone por obra… se parece a uno que edificaba
una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida,
arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba
sólidamente construida» (Lc 6,
47-48).
Queridos amigos,
construid vuestra casa sobre roca, como el hombre que "cavó y ahondó". Intentad
también vosotros acoger cada día
la Palabra de
Cristo. Escuchadle como al verdadero Amigo con quien compartir el camino de
vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces de afrontar con valentía y
esperanza las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los
fracasos. Continuamente se os presentarán propuestas más fáciles, pero vosotros
mismos os daréis cuenta de que se revelan como engañosas, no dan serenidad ni
alegría. Sólo
la Palabra de
Dios nos muestra la auténtica senda, sólo la fe que nos ha sido transmitida es
la luz que ilumina el camino. Acoged con gratitud este don espiritual que habéis
recibido de vuestras familias y esforzaos por responder con responsabilidad a la
llamada de Dios, convirtiéndoos en adultos en la fe. No creáis a los que os
digan que no necesitáis a los demás para construir vuestra vida. Apoyaos, en
cambio, en la fe de vuestros seres queridos, en la fe de
la Iglesia, y
agradeced al Señor el haberla recibido y haberla hecho vuestra.
3. Firmes en la
fe
Estad «arraigados
y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,
7). La carta de la cual está tomada esta invitación, fue escrita por san Pablo
para responder a una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad de
Colosas. Aquella comunidad, de hecho, estaba amenazada por la influencia de
ciertas tendencias culturales de la época, que apartaban a los fieles del
Evangelio. Nuestro contexto cultural, queridos jóvenes, tiene numerosas
analogías con el de los colosenses de entonces. En efecto, hay una fuerte
corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las
personas y la sociedad, planteando e intentando crear un "paraíso" sin Él. Pero
la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un "infierno", donde
prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas
y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio, cuando las
personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y
escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada
uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto
conlleva. Hay cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar laicista, o
son atraídos por corrientes religiosas que les alejan de la fe en Jesucristo.
Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se enfriara
su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano moral.
El apóstol Pablo
recuerda a los hermanos, contagiados por las ideas contrarias al Evangelio, el
poder de Cristo muerto y resucitado. Este misterio es el fundamento de nuestra
vida, el centro de la fe cristiana. Todas las filosofías que lo ignoran,
considerándolo "necedad" (1 Co 1,
23), muestran sus límites ante las grandes preguntas presentes en el corazón del
hombre. Por ello, también yo, como Sucesor del apóstol Pedro, deseo confirmaros
en la fe (cf. Lc 22,
32). Creemos firmemente que Jesucristo se entregó en
la Cruz para
ofrecernos su amor; en su pasión, soportó nuestros sufrimientos, cargó con
nuestros pecados, nos consiguió el perdón y nos reconcilió con Dios Padre,
abriéndonos el camino de la vida eterna. De este modo, hemos sido liberados de
lo que más atenaza nuestra vida: la esclavitud del pecado, y podemos amar a
todos, incluso a los enemigos, y compartir este amor con los hermanos más pobres
y en dificultad.
Queridos amigos,
la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la negación de la vida. En
realidad, es lo contrario. Es el "sí" de Dios al hombre, la expresión máxima de
su amor y la fuente de donde mana la vida eterna. De hecho, del corazón de Jesús
abierto en la cruz ha brotado la vida divina, siempre disponible para quien
acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero invitaros a acoger la cruz de
Jesús, signo del amor de Dios, como fuente de vida nueva. Sin Cristo, muerto y
resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede liberar al mundo del mal y hacer
crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al que todos aspiramos.
4. Creer en
Jesucristo sin verlo
En el Evangelio se
nos describe la experiencia de fe del apóstol Tomás cuando acoge el misterio de
la cruz y resurrección de Cristo. Tomás, uno de los doce apóstoles, siguió a
Jesús, fue testigo directo de sus curaciones y milagros, escuchó sus palabras,
vivió el desconcierto ante su muerte. En la tarde de Pascua, el Señor se aparece
a los discípulos, pero Tomás no está presente, y cuando le cuentan que Jesús
está vivo y se les ha aparecido, dice: «Si no veo en sus manos la señal de los
clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su
costado, no lo creo» (Jn 20,
25).
También nosotros
quisiéramos poder ver a Jesús, poder hablar con Él, sentir más intensamente aún
su presencia. A muchos se les hace hoy difícil el acceso a Jesús. Muchas de las
imágenes que circulan de Jesús, y que se hacen pasar por científicas, le quitan
su grandeza y la singularidad de su persona. Por ello, a lo largo de mis años de
estudio y meditación, fui madurando la idea de transmitir en un libro algo de mi
encuentro personal con Jesús, para ayudar de alguna forma a ver, escuchar y
tocar al Señor, en quien Dios nos ha salido al encuentro para darse a conocer.
De hecho, Jesús mismo, apareciéndose nuevamente a los discípulos después de ocho
días, dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela
en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20,
27). También para nosotros es posible tener un contacto sensible con Jesús,
meter, por así decir, la mano en las señales de su Pasión, las señales de su
amor. En los Sacramentos, Él se nos acerca en modo particular, se nos entrega.
Queridos jóvenes, aprended a "ver", a "encontrar" a Jesús en
la Eucaristía,
donde está presente y cercano hasta entregarse como alimento para nuestro
camino; en el Sacramento de
la Penitencia,
donde el Señor manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre su perdón.
Reconoced y servid a Jesús también en los pobres y enfermos, en los hermanos que
están en dificultad y necesitan ayuda.
Entablad y
cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe. Conocedle mediante la
lectura de los Evangelios y del Catecismo de
la Iglesia Católica;
hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca os traicionará. «La fe es ante
todo una adhesión personal del
hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el
asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (Catecismo
de
la Iglesia Católica,
150). Así podréis adquirir una fe madura, sólida, que no se funda únicamente en
un sentimiento religioso o en un vago recuerdo del catecismo de vuestra
infancia. Podréis conocer a Dios y vivir auténticamente de Él, como el apóstol
Tomás, cuando profesó abiertamente su fe en Jesús: «¡Señor mío y Dios mío!».
5. Sostenidos
por la fe de
la Iglesia,
para ser testigos
En aquel momento
Jesús exclama: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin
haber visto» (Jn 20, 29).
Pensaba en el camino de
la Iglesia,
fundada sobre la fe de los testigos oculares: los Apóstoles. Comprendemos ahora
que nuestra fe personal en Cristo, nacida del diálogo con Él, está vinculada a
la fe de
la Iglesia: no
somos creyentes aislados, sino que, mediante el Bautismo, somos miembros de esta
gran familia, y es la fe profesada por
la Iglesia la
que asegura nuestra fe personal. El Credo que
proclamamos cada domingo en
la Eucaristía
nos protege precisamente del peligro de creer en un Dios que no es el que Jesús
nos ha revelado: «Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los
creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi
fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros» (Catecismo de
la Iglesia Católica,
166). Agradezcamos siempre al Señor el don de
la Iglesia;
ella nos hace progresar con seguridad en la fe, que nos da la verdadera vida (cf. Jn 20,
31).
En la historia de
la Iglesia,
los santos y mártires han sacado de la cruz gloriosa la fuerza para ser fieles a
Dios hasta la entrega de sí mismos; en la fe han encontrado la fuerza para
vencer las propias debilidades y superar toda adversidad. De hecho, como dice el
apóstol Juan: «¿quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el
Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 5). La
victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos cristianos han sido y son un
testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han sido
artífices de paz, promotores de justicia, animadores de un mundo más humano, un
mundo según Dios; se han comprometido en diferentes ámbitos de la vida social,
con competencia y profesionalidad, contribuyendo eficazmente al bien de todos.
La caridad que brota de la fe les ha llevado a dar un testimonio muy concreto,
con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino
que es el bien más precioso que tenemos que compartir con los demás. En la era
de la globalización, sed testigos de la esperanza cristiana en el mundo entero:
son muchos los que desean recibir esta esperanza. Ante la tumba del amigo
Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a llamarlo a la
vida, le dice a su hermana Marta: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11,
40). También vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada día testimonio de
vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará a otros jóvenes como vosotros a
encontrar el sentido y la alegría de la vida, que nace del encuentro con Cristo.
6. Hacia
la Jornada Mundial
de Madrid
Queridos amigos,
os reitero la invitación a asistir a
la Jornada Mundial
de
la Juventud
en Madrid. Con profunda alegría, os espero a cada uno personalmente. Cristo
quiere afianzaros en la fe por medio de
la Iglesia. La
elección de creer en Cristo y de seguirle no es fácil. Se ve obstaculizada por
nuestras infidelidades personales y por muchas voces que nos sugieren vías más
fáciles. No os desaniméis, buscad más bien el apoyo de la comunidad cristiana,
el apoyo de
la Iglesia. A
lo largo de este año, preparaos intensamente para la cita de Madrid con vuestros
obispos, sacerdotes y responsables de la pastoral juvenil en las diócesis, en
las comunidades parroquiales, en las asociaciones y los movimientos. La calidad
de nuestro encuentro dependerá, sobre todo, de la preparación espiritual, de la
oración, de la escucha en común de
la Palabra de
Dios y del apoyo recíproco.
Queridos jóvenes,
la Iglesia
cuenta con vosotros. Necesita vuestra fe viva, vuestra caridad creativa y el
dinamismo de vuestra esperanza. Vuestra presencia renueva
la Iglesia, la
rejuvenece y le da un nuevo impulso. Por ello, las Jornadas Mundiales de
la Juventud
son una gracia no sólo para vosotros, sino para todo el Pueblo de Dios.
La Iglesia en
España se está preparando intensamente para acogeros y vivir la experiencia
gozosa de la fe. Agradezco a las diócesis, las parroquias, los santuarios, las
comunidades religiosas, las asociaciones y los movimientos eclesiales, que están
trabajando con generosidad en la preparación de este evento. El Señor no dejará
de bendecirles. Que
la Virgen María
acompañe este camino de preparación. Ella, al anuncio del Ángel, acogió con fe
la Palabra de
Dios; con fe consintió que la obra de Dios se cumpliera en ella. Pronunciando su
"fiat", su "sí", recibió el don de una caridad inmensa, que la impulsó a
entregarse enteramente a Dios. Que Ella interceda por todos vosotros, para que
en la próxima Jornada Mundial podáis crecer en la fe y en el amor. Os aseguro mi
recuerdo paterno en la oración y os bendigo de corazón.
Vaticano, 6 de
agosto de 2010, Fiesta de
la Transfiguración
del Señor.
BENEDICTUS PP XVI
[01149-04.01]
[Texto original: Italiano]