Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de Oración por
las Vocaciones
Se celebra el 29 de abril de 2007
CIUDAD DEL VATICANO, martes, 24 abril 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos el mensaje que Benedicto XVI ha publicado con motivo de la 44ª
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebra el 29 de abril de
2007, IV Domingo de Pascua, sobre el tema «la vocación al servicio de la Iglesia
comunión».
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Venerados Hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas:
La Jornada Mundial de Oración por las vocaciones de cada año ofrece una buena
oportunidad para subrayar la importancia de las vocaciones en la vida y en la
misión de la Iglesia, e intensificar la oración para que aumenten en número y en
calidad. Para la próxima Jornada propongo a la atención de todo el pueblo de
Dios este tema, nunca más actual: «la vocación al servicio de la Iglesia
comunión».
El año pasado, al comenzar un nuevo ciclo de catequesis en las Audiencias
generales de los miércoles, dedicado a la relación entre Cristo y la Iglesia,
señalé que la primera comunidad cristiana se constituyó, en su núcleo
originario, cuando algunos pescadores de Galilea, habiendo encontrado a Jesús,
se dejaron cautivar por su mirada, por su voz, y acogieron su apremiante
invitación: «Seguidme, os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17; cf Mt 4, 19).
En realidad, Dios siempre ha escogido a algunas personas para colaborar de
manera más directa con Él en la realización de su plan de salvación. En el
Antiguo Testamento al comienzo llamó a Abrahán para formar «un gran pueblo» (Gn
12, 2), y luego a Moisés para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto (cf Ex
3, 10). Designó después a otros personajes, especialmente los profetas, para
defender y mantener viva la alianza con su pueblo. En el Nuevo Testamento,
Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente a los Apóstoles a estar con él
(cf Mc 3, 14) y compartir su misión. En la Última Cena, confiándoles el encargo
de perpetuar el memorial de su muerte y resurrección hasta su glorioso retorno
al final de los tiempos, dirigió por ellos al Padre esta ardiente invocación:
«Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para que el
amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté con ellos»
(Jn 17, 26). La misión de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel
comunión con Dios.
La Constitución «Lumen gentium» del Concilio Vaticano II describe la Iglesia
como «un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
(n. 4), en el cual se refleja el misterio mismo de Dios. Esto comporta que en él
se refleja el amor trinitario y, gracias a la obra del Espíritu Santo, todos sus
miembros forman «un solo cuerpo y un solo espíritu» en Cristo. Sobre todo cuando
se congrega para la Eucaristía ese pueblo, orgánicamente estructurado bajo la
guía de sus Pastores, vive el misterio de la comunión con Dios y con los
hermanos. La Eucaristía es el manantial de aquella unidad eclesial por la que
Jesús oró en la vigilia de su pasión: «Padre… que también ellos estén unidos a
nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17, 21).
Esa intensa comunión favorece el florecimiento de generosas vocaciones para el
servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno de amor divino, se ve
empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino. Para promover vocaciones
es por tanto importante una pastoral atenta al misterio de la Iglesia-comunión,
porque quien vive en una comunidad eclesial concorde, corresponsable, atenta,
aprende ciertamente con más facilidad a discernir la llamada del Señor. El
cuidado de las vocaciones, exige por tanto una constante «educación» para
escuchar la voz de Dios, como hizo Elí que ayudó a Samuel a captar lo que Dios
le pedía y a realizarlo con prontitud (cf 1 Sam 3, 9). La escucha dócil y fiel
sólo puede darse en un clima de íntima comunión con Dios. Que se realiza ante
todo en la oración. Según el explícito mandato del Señor, hemos de implorar el
don de la vocación en primer lugar rezando incansablemente y juntos al «dueño de
la mies». La invitación está en plural: «Rogad por tanto al dueño de la mies que
envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Esta invitación del Señor se corresponde
plenamente con el estilo del «Padrenuestro» (Mt 9, 38), oración que Él nos
enseñó y que constituye una «síntesis del todo el Evangelio», según la conocida
expresión de Tertuliano (cf «De Oratione», 1, 6: CCL 1, 258). En esta
perspectiva es iluminadora también otra expresión de Jesús: «Si dos de vosotros
se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi
Padre celestial» (Mt 18, 19). El buen Pastor nos invita pues a rezar al Padre
celestial, a rezar unidos y con insistencia, para que Él envíe vocaciones al
servició de la Iglesia-comunión.
Recogiendo la experiencia pastoral de siglos pasados, el Concilio Vaticano II
puso de manifiesto la importancia de educar a los futuros presbíteros en una
auténtica comunión eclesial. Leemos a este propósito en «Presbyterorum ordinis»:
«Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo
Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una
fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el
Espíritu Santo» (n. 6). Se hace eco de la afirmación del Concilio, la
Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores dabo vobis», subrayando que el
sacerdote «es servidor de la Iglesia comunión porque -unido al Obispo y en
estrecha relación con el presbiterio- construye la unidad de la comunidad
eclesial en la armonía de las diversas vocaciones, carismas y servicios» (n.
16). Es indispensable que en el pueblo cristiano todo ministerio y carisma esté
orientado hacia la plena comunión, y el obispo y los presbíteros han de
favorecerla en armonía con toda otra vocación y servicio eclesial. Incluso la
vida consagrada, por ejemplo, en su «proprium» está al servicio de esta
comunión, como señala la Exhortación apostólica post-sinodal «Vita consecrata»
de mi venerado Predecesor Juan Pablo II: «La vida consagrada posee ciertamente
el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la
exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante
promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone
de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar
las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad» (n. 41).
En el centro de toda comunidad cristiana está la Eucaristía, fuente y culmen de
la vida de la Iglesia. Quien se pone al servicio del Evangelio, si vive de la
Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo y contribuye así a construir
la Iglesia como comunión. Cabe afirmar que «el amor eucarístico» motiva y
fundamenta la actividad vocacional de toda la Iglesia, porque como he escrito en
la Encíclica «Deus caritas est», las vocaciones al sacerdocio y a los otros
ministerios y servicios florecen dentro del pueblo de Dios allí donde hay
hombres en los cuales Cristo se vislumbra a través de su Palabra, en los
sacramentos y especialmente en la Eucaristía. Y eso porque «en la liturgia de la
Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el
amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a
reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos
primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor» (n. 17).
Nos dirigimos, finalmente, a María, que animó la primera comunidad en la que
«todos perseveraban unánimes en la oración» (cf Hch 1, 14), para que ayude a la
Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de la Trinidad, signo elocuente del amor
divino a todos los hombres. La Virgen, que respondió con prontitud a la llamada
del Padre diciendo: «Aquí está la esclava del Señor» (Lc 1, 38), interceda para
que no falten en el pueblo cristiano servidores de la alegría divina: sacerdotes
que, en comunión con sus Obispos, anuncien fielmente el Evangelio y celebren los
sacramentos, cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos a evangelizar a toda
la humanidad. Que ella consiga que también en nuestro tiempo aumente el número
de las personas consagradas, que vayan contracorriente, viviendo los consejos
evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, y den testimonio profético de
Cristo y de su mensaje liberador de salvación. Queridos hermanos y hermanas a
los que el Señor llama a vocaciones particulares en la Iglesia, quiero
encomendaros de manera especial a María, para que ella que comprendió mejor que
nadie el sentido de las palabras de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que
escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8, 21), os enseñe a
escuchar a su divino Hijo. Que os ayude a decir con la vida: «Aquí estoy, oh
Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10, 7). Con estos deseos para cada uno, mi
recuerdo especial en la oración y mi bendición de corazón para todos.
Vaticano, 10 febrero 2007
BENEDICTUS PP. XVI
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]