Mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Juventud 2008
Se
celebrará en julio de ese año en Sydney (Australia)
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 25 julio 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos el mensaje que Benedicto XVI ha dirigido a los jóvenes del mundo con
motivo de la Jornada Mundial de la Juventud 2008 que se celebrará en julio de
ese año en Sydney (Australia).
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo,
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8)
Queridos jóvenes:
1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud
Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos transcurridos juntos en
Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de aquella inolvidable
manifestación de fe y entusiasmo, que permanece impresa en mi espíritu y en mi
corazón, os di cita para el próximo encuentro que tendrá lugar en Sydney, en
2008. Será la XXIII Jornada Mundial de la Juventud y tendrá como tema:
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis
mis testigos» (Hch 1, 8). El hilo conductor de la preparación espiritual para el
encuentro en Sydney es el Espíritu Santo y la misión. En 2006 nos habíamos
detenido a meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad, en
2007 quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor, para
encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008 reflexionando
sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el valor de vivir
el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es fundamental que cada uno
de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y con los educadores, reflexione
sobre este Protagonista de la historia de la salvación que es el Espíritu Santo
o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas altas metas: reconocer la verdadera
identidad del Espíritu, escuchando sobre todo la Palabra de Dios en la
Revelación de la Biblia; tomar una lúcida conciencia de su presencia viva y
constante en la vida de la Iglesia, redescubrir en particular que el Espíritu
Santo es como el “alma”, el respiro vital de la propia vida cristiana gracias a
los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía;
hacerse capaces así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más
profunda y gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio
en el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje un
motivo de meditación ir profundizándolo a lo largo de este año de preparación y
ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu Santo, de volver
a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha debilitado, de
gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo, gracias precisamente a
la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis nunca que la Iglesia, más
aún la humanidad misma, la que está en torno a vosotros y que os aguarda en
vuestro futuro, espera mucho de vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el
don supremo del Padre, el Espíritu de Jesús.
2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia
La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra del
Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes que resumo
en los siguientes puntos.
Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré lo que
mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de Pentecostés,
cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la Virgen María. La
efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el cumplimiento de una
promesa de Dios más antigua aún, anunciada y preparada en todo el Antiguo
Testamento.
En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de Dios
como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2) y precisa
que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida, (cf. Gn 2, 7),
infundiéndole así la vida misma. Después del pecado original, el espíritu
vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas ocasiones en la historia
de los hombres, suscitando profetas para incitar al pueblo elegido a volver a
Dios y a observar fielmente los mandamientos. En la célebre visión del profeta
Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu al pueblo de Israel, representado en
«huesos secos» (cf. 37, 1-14). Joel profetiza una «efusión del espíritu» sobre
todo el pueblo, sin excluir a nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado–
yo derramaré mi Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas
derramaré mi Espíritu en aquellos días» (3, 1-2).
En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a la
Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo», descenderá sobre
Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella será santo y será llamado
Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión del profeta Isaías, sobre el
Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. 11, 1-2; 42, 1). Jesús retoma
precisamente esta profecía al inicio de su ministerio público en la sinagoga de
Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí –dijo ante el asombro de los
presentes–, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los
pobres. Para anunciar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para
dar libertad a los oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor»
(Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí
mismo estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que
acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz,
anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el
«Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los
creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14,
16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).
3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia
La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los discípulos,
«sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). El
Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza aún el día de
Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los Hechos de los
Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la casa donde se
encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían,
posándose encima de cada uno» (2, 2-3).
El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una
fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha
resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2,
29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos
valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres
«sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto
valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con
alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio
respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch
4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de
extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).
4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión
Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde
los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la
«Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que
inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad
apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos
pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración
comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. «Evangelii nuntiandi», 75).
La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas,
que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén
dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde
en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo
II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e
irradiación (cf. Enc. «Redemptoris missio», 26). Así sucedía al inicio del
cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo
el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos»
(cf. «Apologético», 39, 7).
Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a
notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio
supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente
como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a
la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal
mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de
Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera
constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para
los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el
día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con
el mundo, su misión prioritaria.
Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu
Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo
que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se
acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes,
suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.
5. El Espíritu Santo «Maestro interior»
Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la Iglesia
también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que estamos dispuestos a
abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es importante que cada uno de
nosotros lo conozca, entre en relación con Él y se deje guiar por Él. Pero aquí
surge naturalmente una pregunta: ¿Quién es para mí el Espíritu Santo? Para
muchos cristianos sigue siendo el «gran desconocido». Por eso, como preparación
a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, he querido invitaros a profundizar
en el conocimiento personal del Espíritu Santo. En nuestra profesión de de fe
proclamamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del
Padre y del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo,
Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica,
«porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del
Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta conocerlo; es
necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el «Maestro interior» que
nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo Él puede abrirnos a la fe y
permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos impulsa hacia los demás,
enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace misioneros de la caridad de
Dios.
Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y amor
hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien, recordad que
precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua, constituye y
construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús crucificado y
resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu Santo, para tenerla
con Jesús.
6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía
Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y crecer en
nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede mediante los
Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros gracias a los
Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e inseparables (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad sobre los tres Sacramentos
que están al inicio de nuestro ser cristianos se encuentra quizás desatendida en
la vida de fe de no pocos cristianos, para los que estos son gestos del pasado,
pero sin repercusión real en la actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta
que, una vez recibida la Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de
fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo,
con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo
constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre,
hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio
del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.
Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es
especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y
reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los
sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido en
«templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello y
haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está
bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se
prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno»,
porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).
La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a Dios
con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes de
nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos
miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo
bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la
edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada
uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el
Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz,
paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5,
22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les
invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de
sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece: ¡no la
dejéis escapar!
Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida
cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En
efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. «Sacramentum caritatis»,
17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un
«Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa recibimos
el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos transforma en Él.
Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la Celebración eucarística,
si consagráis un poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento,
a la Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación
de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo,
experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos
transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del ardor
misionero de Cristo resucitado.
7. La necesidad y la urgencia de la misión
Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos interrogantes
sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en un mundo
marcado por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante
el egoísmo y la violencia que a veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido
pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos
recordado precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad,
fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y
frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu
vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda creación o
redención, puede convertirse en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que
cuanto más grande es el don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo–
tanto más lo es la necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más
grande y apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de
él. Y vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto
modo testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos
amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las cuales
meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las aspiraciones más
íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de humanizar la humanidad y
conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su Espíritu, Él infunde en
nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de amar al prójimo y prontos
para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo
crucificado y resucitado, y nos indica el camino para asemejarnos más a Él, para
ser precisamente «expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. «Deus
caritas est», 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse
al servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la
urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es necesario
recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si nos dejamos guiar
por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la evangelización» (cf. «Evangelii
nuntiandi», 75) y «el protagonista de la misión» (cf. «Redemptoris missio», 21).
Queridos jóvenes, como han reiterado tantas veces mis venerados Predecesores
Pablo VI y Juan Pablo II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más
necesario que nunca (cf. «Redemptoris missio», 1). Alguno puede pensar que
presentar el tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten
significa ser intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo
no significa imponerlo (cf. «Evangelii nuntiandi», 80). Además, doce Apóstoles,
hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado.
Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias
a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto,
también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía
para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el
amor de Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han
hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos cercanos al
nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a
vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros
coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera
comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual
el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de
ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las
expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos.
Tenéis ante vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la
formación, de la expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de
vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a
Jesucristo, como mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza,
pero con mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).
Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed misioneros,
porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf. «Redemptoris missio»,
90). Non tengáis miedo de convertiros en santos misioneros como San Francisco
Javier, que recorrió el Extremo Oriente anunciando la Buena Noticia hasta el
límite de sus fuerzas, o como Santa Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún
sin haber dejado el Carmelo: tanto el uno como la otra son «Patronos de las
Misiones». Estad listos a poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con
la verdad de Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida;
para proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.
8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo
Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en Sydney. Será una
ocasión providencial para experimentar plenamente el poder del Espíritu Santo.
Venid muchos, para ser signo de esperanza y sustento precioso para las
comunidades de la Iglesia en Australia que se preparan para acogeros. Para los
jóvenes del país que nos hospedará será una ocasión excepcional de anunciar la
belleza y el gozo del Evangelio a una sociedad secularizada de muchas maneras.
Australia, como toda Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces
cristianas. En la Exhortación postsinodal «Ecclesia in Oceania» Juan Pablo II
escribía: «Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está
preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de
Cristo... La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía»
(n. 18).
Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual en este
último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada Mundial de la
Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas de vuestro Bautismo y
de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al Espíritu Santo, pidiendo con
confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la
humanidad del tercer milenio.
María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe durante
estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva efusión del
Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia confía en
vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que améis y hagáis
amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos sentimientos os
bendigo a todos con gran afecto.
En Lorenzago, 20 de julio de 2007
Benedicto XVI
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]