Mensaje de Benedicto XVI para la
Jornada Misionera Mundial
«La caridad, alma de la misión»
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 2 junio 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos el mensaje que ha escrito Benedicto XVI con motivo de la octogésima
Jornada Misionera Mundial 2006, que lleva por tema «La caridad, alma de la
misión», que este año se celebra el 22 de octubre.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
1. La Jornada Misionera Mundial, que celebraremos, si Dios quiere, el domingo 22
de octubre ofrece la oportunidad de reflexionar este año sobre el tema «La
caridad, alma de la misión». La misión, si no está orientada por la caridad, es
decir, si no surge de un profundo acto de amor divino, corre el riesgo de
reducirse a mera actividad filantrópica y social. El amor que Dios tiene por
cada persona constituye, de hecho, el corazón de la experiencia y del anuncio
del Evangelio, y cuantos lo acogen se convierten a su vez en testigos. El amor
de Dios que da vida al mundo es el amor que se nos ha entregado en Jesús,
Palabra de salvación, imagen perfecta de la misericordia del Padre celestial. El
mensaje salvífico podría sintetizarse, por tanto, en las palabras del
Evangelista Juan: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios
envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Juan 4, 9).
El mandato de difundir el anuncio de este amor fue confiado por Jesús a los
apóstoles después de su resurrección y los apóstoles, trasformados interiormente
el día de Pentecostés por la potencia del Espíritu Santo, comenzaron a dar
testimonio del Señor muerto y resucitado. Desde entonces, la Iglesia sigue esta
misma misión, que constituye para todos los creyentes un compromiso
irrenunciable y permanente.
2. Toda comunidad cristiana está llamada, por tanto, a dar a conocer que Dios es
Amor. En este misterio fundamental de nuestra fe quise detenerme a reflexionar
en la encíclica «Deus caritas est». Dios penetra con su amor toda la creación y
la historia humana. El hombre, en su origen, salió de las manos del Creador como
fruto de una iniciativa de amor. El pecado ofuscó después en él la impronta
divina. Engañados por el maligno, los primeros padres Adán y Eva abandonaron la
relación de confianza con su Señor, cediendo a la tentación del maligno, que
introdujo en ellos la sospecha de que Él era un rival y quería limitarles su
libertad. De este modo, se prefirieron a sí mismos en lugar del amor gratuito
divino, persuadidos de que de esta manera estaban reafirmando su libre albedrío.
Como consecuencia acabaron perdiendo la felicidad original y experimentaron la
amargura de la tristeza del pecado y de la muerte. Dios, sin embargo, no les
abandonó y les prometió a ellos y a su descendencia la salvación, preanunciando
el envío de su Hijo unigénito, Jesús, que revelaría, en la plenitud de los
tiempos, su amor de Padre, un amor capaz de rescatar a toda criatura humana de
la esclavitud del mal y de la muerte. En Cristo, por tanto, se ha comunicado la
vida inmortal, la misma vida de la Trinidad. Gracias a Cristo, buen Pastor, que
no abandona a la oveja perdida, se da la posibilidad a los hombres de todos los
tiempos de entrar en la comunión con Dios, Padre misericordioso, dispuesto a
volver a acoger en su casa al hijo pródigo. Signo sorprendente de este amor es
la Cruz. En su muerte en la cruz, Cristo --como he escrito en la encíclica «Deus
caritas est»-- «se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para
dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical […].
Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se
debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra
la orientación de su vivir y de su amar» (n. 12).
3. En la vigilia de su pasión, Jesús dejó como testamento a los discípulos,
reunidos en el Cenáculo para celebrar la Pascual, el «mandamiento nuevo del
amor– "mandatum novum"»:
«Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Juan 15, 17). El amor
fraterno que el Señor pide a sus «amigos» tiene su manantial en el amor paterno
de Dios. Observa el apóstol Juan: «todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a
Dios» (1 Juan 4, 7). Por tanto, para amar según Dios es necesario vivir en Él y
de Él: es Dios la primera «casa» del hombre y sólo quien habita en Él arde con
un fuego de caridad divina capaz de «incendiar» al mundo. ¿No es esta la misión
de la Iglesia en todos los tiempos? Entonces no es difícil comprender que la
autentica solicitud misionera, compromiso primario de la comunidad eclesial,
está unida a la fidelidad al amor divino, y esto vale para cada cristiano, para
cada comunidad local, para las Iglesias particulares y para todo el Pueblo de
Dios. Precisamente, de la conciencia de esta misión común recobra fuerzas la
generosa disponibilidad de los discípulos de Cristo para realizar obras de
promoción humana y espiritual que testimonian, como escribía el querido Juan
Pablo II en la Encíclica «Redemptoris missio», «el alma de toda la actividad
misionera»: «el amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión, y es también
el único criterio según el cual todo debe hacerse y no hacerse, cambiarse y no
cambiarse. Es el principio que debe dirigir toda acción y el fin al que debe
tender. Actuando con caridad o inspirados por la caridad, nada es disconforme y
todo es bueno» (número 60). Ser misioneros significa amar a Dios con todo
nuestro ser, hasta dar, si es necesario, incluso la vida por El. ¡Cuántos
sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, también en nuestros días, han
ofrecido el supremo testimonio de amor con el martirio! Ser misioneros es
atender, como el buen Samaritano, las necesidades de todos, especialmente de los
más pobres y necesitados, porque quien ama con el corazón de Cristo no busca el
propio interés, sino únicamente la gloria del Padre y el bien del prójimo. Este
es el secreto de la fecundidad apostólica de la acción misionera, que supera las
fronteras y las culturas, llega a los pueblos y se difunde hasta los confines
extremos del mundo.
4. Queridos hermanos y hermanas, que la Jornada Misionera Mundial sea una
oportunidad para comprender cada vez mejor que el testimonio del amor, alma de
la misión, concierne a todos. Servir al Evangelio no debe considerarse como una
aventura en solitario, sino como un compromiso compartido de toda comunidad.
Junto a los que están en primera línea en las fronteras de la evangelización --y
pienso con reconocimiento en los misioneros y las misioneras-- muchos otros,
niños, jóvenes y adultos, contribuyen con la oración y su cooperación en
diversos modos a la difusión del Reino de Dios en la tierra. El deseo es que
esta participación crezca cada vez más gracias a la contribución de todos.
Aprovecho esta oportunidad para manifestar mi gratitud a la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos y a las Pontificias Obras Misioneras (PP.OO.MM.),
que con entrega coordinan los esfuerzos desplegados en todas las partes del
mundo en apoyo a la acción de cuantos se encuentran en primera fila en las
fronteras de la misión. Que la Virgen María, que con su presencia en la Cruz y
su oración en el Cenáculo colaboró activamente en los inicios de la misión
eclesial, apoye su acción y ayude a los creyentes en Cristo a ser cada vez más
capaces de auténtico amor, para que en un mundo espiritualmente sediento se
conviertan en manantial de agua viva. Presento mi auspicio de corazón, mientras
envío a todos mi Bendición.
Vaticano, 29 de abril de 2006
BENEDICTUS PP. XVI
[Traducción del original italiano realizada por Zenit
[© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]