Mensaje del Papa con
motivo del 20 aniversario Encuentro Interreligioso por la Paz en Asís
«Una profecía», reconoce Benedicto XVI
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 4 septiembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos el mensaje que Benedicto XVI ha enviado al arzobispo de Asís -Nocera
Umbra-Gualdo Tadino, monseñor Domenico Sorrentino, con motivo de la celebración
del vigésimo aniversario del Encuentro Interreligioso de Oración por la Paz, que
tiene lugar en Asís del 4 al 5 de septiembre.
Al venerado hermano
Monseñor Domenico Sorrentino
Obispo de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino
Se celebra este año el vigésimo aniversario del Encuentro Interreligioso de
Oración por la Paz, convocado por mi venerado predecesor Juan Pablo II, el 27 de
octubre de 1986, en esa ciudad de Asís. No sólo invitó a aquel encuentro a los
cristianos de las diferentes confesiones, sino también a exponentes de las
diferentes religiones. La iniciativa tuvo un amplio eco en la opinión pública:
fue un mensaje vibrante a favor de la paz y se convirtió en un acontecimiento
que dejó huella en la historia de nuestro tiempo. Se comprende, por tanto, que
el recuerdo de lo que entonces sucedió continúe suscitando iniciativas de
reflexión y de compromiso. Algunas han sido organizadas precisamente en Asís,
con motivo del vigésimo aniversario de aquel acontecimiento. Pienso en la
celebración, organizada, en colaboración con esa diócesis, por la Comunidad de
San Egidio, siguiendo la estela de análogos encuentros realizados anualmente por
la misma. En los días del aniversario se celebrará, además, un Congreso
organizado por el Instituto Teológico de Asís, en el que se encontrarán las
Iglesias particulares de esa región en torno a la eucaristía celebrada por los
obispos de Umbría en la Basílica de San Francisco. Por último, el Consejo
Pontificio para el Diálogo Interreligioso organizará un encuentro de diálogo, de
oración y de formación en la paz para jóvenes católicos y de otras religiones.
Estas iniciativas, cada una con su carácter específico, subrayan el valor de la
intuición que tuvo Juan Pablo II y muestran su actualidad a la luz de los
acontecimientos acaecidos en estos veinte años y de la situación por la que
atraviesa en estos momentos la humanidad. El suceso más significativo en este
espacio de tiempo ha sido, sin duda, la caída, en el Este de Europa, de los
regímenes de inspiración comunista. Con ésta, terminó la «guerra fía», que había
generado aterradores arsenales de armas y de ejércitos preparados para una
guerra total. Fue un momento de general esperanza de paz, que llevó a muchos a
soñar en un mundo diferente, en el que las relaciones entre los pueblos se
desarrollarían lejos de la pesadilla de la guerra, y el proceso de
«globalización» tendría lugar en un ambiente de pacífica confrontación entre
pueblos y culturas, en el marco de derecho internacional compartido, inspirado
en el respeto de las exigencias de la verdad, de la justicia, de la solidaridad.
Por desgracia, este sueño de paz no se ha hecho realidad. El tercer milenio
comenzó con escenarios de terrorismo y de violencia que no parecen desvanecerse.
Además, el hecho de que los conflictos armados se desarrollen sobre todo con el
telón de fondo de tensiones geopolíticas existentes en muchas regiones puede dar
la impresión de que no sólo las diferencias culturales sino también las
diferencias religiosas son motivo de instabilidad o de amenaza para las
perspectivas de paz.
Precisamente desde este punto de vista, la iniciativa promovida hace veinte años
por Juan Pablo II se convierte en una profecía. Su invitación a los líderes de
las religiones mundiales a dar un testimonio conjunto de paz sirvió para aclarar
sin posibilidad de equivocaciones que la religión sólo puede ser promotora de la
paz. Como enseñó el Concilio Vaticano II, en la declaración
«Nostra Aetate» sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no
cristianas, «no podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a
conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios»
(número 5). A pesar de las diferencias que caracterizan a los diferentes caminos
religiosos, el reconocimiento de la existencia de Dios, al que los hombres
pueden llegar incluso basándose únicamente en la experiencia de la creación (Cf.
Romanos 1, 20), dispondrá necesariamente a los creyentes a considerar a los
demás seres humanos como hermanos. A nadie le es lícito, por tanto, servirse de
la diferencia religiosa como presupuesto o pretexto para una actitud beligerante
hacia los demás seres humanos.
Se podría objetar que la historia conoce el triste fenómeno de las guerras de
religión. Sabemos, sin embargo, que semejantes manifestaciones de violencia no
pueden atribuirse a la religión en cuanto tal, sino a los límites culturales con
que se vive y se desarrolla en el tiempo. Ahora bien, cuando el sentido
religioso alcanzar su madurez, genera en el creyente la percepción de que la fe
en Dios, Creador del universo y Padre de todos, tiene que promover
necesariamente relaciones de fraternidad universal entre los hombres. De hecho,
se registran testimonios del íntimo lazo que existe entre la relación con Dios y
la ética del amor en todas las grandes tradiciones religiosas. Nosotros, los
cristianos, nos sentimos confirmados en este sentido y ulteriormente iluminados
por la Palabra de Dios. Ya el Antiguo Testamento manifiesta el amor de Dios por
todos los pueblos que Él, en la alianza hecha con Noé, reúne en un gran abrazo,
simbolizado por el «arco en las nubes» (Génesis 9,13.14.16) que, según las
palabras de los profetas, pretende congregar en una sola familia universal (Cf.
Isaías 2,2 y siguientes; 42, 6; 66,18-21; Geremías 4,2; Salmo 47). Después, en
el Nuevo Testamento, la revelación de este designio universal de amor culmina en
el misterio pascual, en el que el Hijo de Dios encarnado, con un sobrecogedor
acto de solidaridad salvífica, se ofrece en sacrificio en la cruz por toda la
humanidad. Dios muestra de este modo que su naturaleza es el Amor. Es lo que
querido subrayar en mi primera encíclica, que comienza precisamente con las
palabras «Deus caritas est» (1 Juan 4, 7). Esta afirmación de la Escritura no
sólo ilumina el misterio de Dios, sino que ilumina también las relaciones entre
los hombres, todos ellos llamados a vivir según el mandamiento del amor.
El encuentro promovido en Asís por el siervo de Dios Juan Pablo II subrayó el
valor de la oración en la construcción de la paz. Somos conscientes de lo
difícil que es difícil el camino hacia este bien fundamental y a veces parece
humanamente desesperado. La paz es un valor en el que confluyen tantos
componentes. Para construirla son importantes caminos de carácter cultural,
político, económico. Ahora bien, en primer lugar, la paz tiene que construirse
en los corazones. Ahí es donde se desarrollan los sentimientos que pueden
alentarla o, por el contrario, amenazarla, debilitarla, sofocarla. El corazón
del hombre, de hecho, es el lugar en el que actúa Dios. Por tanto, junto a la
dimensión «horizontal» de las relaciones con los demás hombres, es de
importancia fundamental la dimensión «vertical» de la relación de cada quien con
Dios, en quien todo encuentra su fundamento. Esto es precisamente lo que quiso
recordar con fuerza al mundo el Papa Juan Pablo II con la iniciativa de 1986.
Pidió una oración auténtica, que involucrara toda la existencia. Quiso, por este
motivo, que estuviera acompañada por el ayuno y que fuera expresada con la
peregrinación, símbolo del camino hacia el encuentro con Dios. Y explicó: «La
oración comporta por nuestra parte la conversión del corazón» («Insegnamenti di
Giovanni Paolo II», 1986, vol. II, p. 1253). Entre los aspectos caracterizadores
del encuentro de 1986, hay que subrayar que este valor de la oración en la
construcción de la paz fue testimoniado por exponentes de diferentes tradiciones
religiosas, y esto no sucedió en la lejanía, sino en el contexto de un
encuentro. De este modo, los orantes de las diferentes religiones pudieron
mostrar, con el lenguaje del testimonio, que la oración no divide sino que une,
y que constituye un elemento determinante para una eficaz pedagogía de la paz,
basada en la amistad, en la acogida recíproca, en el diálogo entre los hombres
de diferentes culturas y religiones. Tenemos más necesidad que nunca,
especialmente si prestamos atención a las nuevas generaciones. Muchos jóvenes,
en las zonas del mundo caracterizadas por conflictos, son educados en
sentimientos de odio y venganza, en contextos ideológicos en los que se cultivan
las semillas de antiguos rencores y se preparan los espíritus para futuras
violencias. Es necesario abatir estas empalizadas y favorecer el encuentro. Me
alegro por el hecho de que las iniciativas programadas en este año en Asís vayan
en esta dirección y por que el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso
haya pensando en su aplicación particularmente a los jóvenes.
Para no equivocar el sentido de lo que Juan Pablo II quiso realizar en 1986, y
que se ha calificado con una expresión suya como «espíritu de Asís», es
importante no olvidar la atención que entonces se puso para que el encuentro
interreligioso de oración no se prestara a interpretaciones sincretistas,
fundadas en una concepción relativista. Precisamente por este motivo, desde un
primer momento, Juan Pablo II declaró: «El hecho de que hayamos venido aquí no
implica ninguna intención de buscar un consenso religioso entre nosotros o de
negociar nuestras convicciones de fe. Quiere decir que las religiones pueden
reconciliarse a nivel de un compromiso común en un proyecto terreno que las
superara a todas. Y tampoco es una concesión al relativismo en las creencias
religiosas…» («Insegnamenti», cit., p. 1252). Deseo confirmar este principio,
que constituye el presupuesto de ese diálogo entre las religiones que auspició
hace cuarenta años el Concilio Vaticano II en la Declaración sobre las
relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (Cf. «Nostra aetate»,
2). Aprovecho con gusto la ocasión para saludar a los exponentes de las demás
religiones que participan en las conmemoraciones de Asís. Al igual que nosotros,
los cristianos, también ellos saben que en la oración se puede hacer una
experiencia especial de Dios y sacar estímulos eficaces para la entrega a la
causa de la paz. En este sentido, también es un deber evitar confusiones. Por
ello, cuando nos encontramos juntos para rezar por la paz, es necesario que la
oración se desarrolle según esos caminos distintos que son propios de las
diferentes religiones. Esta fue la elección que se hizo en 1986 y esta elección
no puede dejar se seguir siendo válida también hoy. La convergencia de la
diversidad no debe dar la impresión de ser una concesión a ese relativismo que
niega el sentido mismo de la verdad y la posibilidad de alcanzarla.
Juan Pablo II quiso escoger para su iniciativa audaz y profética el sugerente
escenario de esa ciudad de Asís, universalmente conocida por la figura de san
Francisco. El «pobrecillo» encarnó de manea ejemplar la bienaventuranza
proclamada por Jesús en el Evangelio: «Bienaventurados los que trabajan por la
paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5, 9). El testimonio que
dio en su época hace de él un punto de referencia natural para quienes cultivan
también hoy el ideal de la paz, del respeto de la naturaleza, del diálogo entre
las personas, entre las religiones y las culturas. Ahora bien, es importante
recordar, si no se quiere traicionar su mensaje, que la elección radical de
Cristo le ofreció la clave para comprender la fraternidad a la que todos los
hombres están llamados, y en la que también participan en cierto sentido las
criaturas inanimadas --desde el «hermano sol» hasta la «hermana luna»--. Quiero
recordar, por tanto, que en este vigésimo aniversario de la iniciativa de
oración por la paz de Juan Pablo II se celebra también el octavo centenario de
la conversión de san Francisco. Las dos conmemoraciones se iluminan
recíprocamente. En las palabras que le dirigió el Crucifijo de San Damián
--«vete, repara mi casa…»--, en su elección de la pobreza radical, en el beso al
leproso con el que expresó su nueva capacidad de ver y de amar a Cristo en los
hermanos que sufren, comenzaba esa aventura humana y cristiana que sigue
fascinando a tantos hombres de nuestro tiempo y que hace que esa ciudad sea meta
de innumerables peregrinos.
Le confío a usted, venerado hermano, pastor de esa Iglesia de Asís-Nocera Umbra-Gualdo
Tadino, la tarea de dar a conocer mis reflexiones a los participantes en las
diferentes celebraciones previstas para conmemorar el vigésimo aniversario de
aquel histórico acontecimiento, el Encuentro Interreligioso del 27 de octubre de
1986. Transmita a todos mi afectuoso saludo, impartiéndoles mi bendición, que va
acompañada con el deseo y la oración del pobrecillo de Asís: «¡La paz del Señor
sea con vosotros!».
Castel Gandolfo, 2 de septiembre de 2006
BENEDICTUS P.P. XVI
[Traducción del original italiano realizada por Zenit.
© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]