PRIMER MENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI
Ofrecemos a continuación el texto del primer mensaje del Papa Benedicto XVI,
que leyó en latín al final de la concelebración eucarística presidida esta
mañana (20-IV-2005) en la Capilla Sixtina con los miembros del colegio cardenalicio. El
cardenal Joseph Ratzinger fue elegido ayer por la tarde 265 sucesor de San
Pedro.
"¡Gracias y paz en abundancia para vosotros! En mi alma conviven en estas
horas dos sentimientos contrastantes. Por una parte, un sentido de
inadecuación y de turbación humana por la responsabilidad que me han
confiado ayer de cara a la Iglesia universal, como sucesor del apóstol Pedro
en esta sede de Roma. Por otra parte, siento viva en mí una gratitud
profunda a Dios que, como nos hace cantar la liturgia, no abandona su
rebaño, sino que lo conduce a través de los tiempos bajo la guía de aquellos
que El mismo ha elegido vicarios de su Hijo y ha constituido pastores.
Queridísimos, este agradecimiento íntimo por un don de la misericordia
divina prevalece en mi corazón a pesar de todo. Y considero este hecho una
gracia especial que me ha concedido mi venerado predecesor Juan Pablo II. Me
parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía, me parece ver sus ojos
sonrientes y escuchar sus palabras, dirigidas, en este momento,
particularmente a mí: "¡No tengas miedo!".
La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días siguientes, han sido para
la Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El
gran dolor por su desaparición y el sentido de vacío que ha dejado en todos
se han templado con la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado
durante largos días en la oleada coral de fe, de amor y de solidaridad
espiritual, culminada en sus exequias solemnes.
Podemos decirlo: los funerales de Juan Pablo II han sido una experiencia
verdaderamente extraordinaria en la que se ha percibido de alguna forma la
potencia de Dios que, a través de su Iglesia, quiere formar con todos los
pueblos una gran familia, mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del
Amor. En la hora de la muerte, conformado con su Maestro y Señor, Juan Pablo
II coronó su largo y fecundo pontificado, confirmando en la fe al pueblo
cristiano, reuniéndolo en torno a sí y haciendo sentirse más unida a la
entera familia humana. ¿Cómo no sentirse sostenidos por este testimonio?
¿Cómo no advertir el aliento que procede de este acontecimiento de gracia?
Sorprendiendo toda previsión mía, la Providencia divina, a través del voto
de los venerados padres cardenales, me ha llamado a suceder a este gran
Papa. Vuelvo a pensar en estas horas en lo que sucedió en la región de
Cesarea de Filipo hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de
Pedro:"Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" y la solemne afirmación del
Señor: "Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (...) Te daré
las llaves del reino de los cielos".
¡Tu eres Cristo! ¡Tu eres Pedro! Me parece revivir la misma escena
evangélica; yo, sucesor de Pedro, repito con trepidación las palabras
trepidantes del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con emoción íntima
la consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la
responsabilidad que cae sobre mis pobres hombros, es ciertamente desmesurada
la potencia divina sobre la que puedo contar: "Tu eres Pedro y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia". Al elegirme como obispo de Roma, el Señor me
ha querido vicario suyo, me ha querido "piedra" en la que todos puedan
apoyarse con seguridad. A El pido que supla a la pobreza de mis fuerzas,
para que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a las
inspiraciones del Espíritu Santo.
Me dispongo a emprender este ministerio peculiar, el ministerio "petrino" al
servicio de la Iglesia universal, con humilde abandono en las manos de la
Providencia de Dios. Es a Cristo en primer lugar a quien renuevo mi adhesión
total y confiada: "In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!".
A vosotros, señores cardenales, con ánimo grato por la confianza que me
habéis demostrado, os pido que me sostengáis con la oración y con la
colaboración, constante, sapiente y activa. Pido también a todos los
hermanos en el episcopado que estén a mi lado con la oración y con el
consejo, para que pueda ser verdaderamente el "Servus Servorum Dei". Como
Pedro y los otros apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único
colegio apostólico, del mismo modo el sucesor de Pedro y los obispos,
sucesores de los apóstoles -el Concilio lo ha reafirmado con fuerza- deben
estar estrechamente unidos entre ellos. Esta comunión colegial, si bien en
la diversidad de roles y de funciones del romano pontífice y de los obispos,
está al servicio de la Iglesia y de la unidad de la fe, de la que depende de
manera notable la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo
contemporáneo. Por lo tanto, sobre este sendero en que han avanzado mis
venerados predecesores, quiero proseguir preocupado únicamente de proclamar
al mundo entero la presencia viva de Cristo.
Frente a mí está, en particular, el testimonio de Juan Pablo II. El deja una
Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su
enseñanza y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo del
futuro. Con el Gran Jubileo se ha introducido en el nuevo milenio, llevando
en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la
autorizada re-lectura del Concilio Vaticano II. Justamente el Papa Juan
Pablo II indicó ese concilio como "brújula" con la que orientarse en el
vasto océano del tercer milenio. También en su testamento espiritual
escribía: "Estoy convencido de que las nuevas generaciones podrán servirse
todavía durante mucho tiempo de las riquezas proporcionadas por este
Concilio del siglo XX".
Por lo tanto, yo también, cuando me preparo al servicio que es propio del
sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza la voluntad decidida de
proseguir en el compromiso de realización del Concilio Vaticano II,
siguiendo a mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición
bimilenaria de la Iglesia. Este año cae el 40 aniversario de la conclusión
de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Con el pasar de los años
los documentos conciliares no han perdido actualidad; por el contrario, sus
enseñanzas se revelan particularmente pertinentes en relación con las nuevas
instancias de la Iglesia y de la sociedad actual globalizada.
De manera muy significativa, mi pontificado inicia mientras la Iglesia vive
el año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no ver en esta coincidencia
providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que estoy
llamado? La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y fuente de la misión
evangelizadora de la Iglesia, no puede dejar de constituir el centro
permanente y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado.
La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que sigue
entregándose a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y
su Sangre. De la comunión plena con El, brota cada uno de los elementos de
la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles,
el compromiso de anuncio y testimonio del Evangelio, el ardor de la caridad
hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños.
En este año, por lo tanto, se tendrá que celebrar con relieve particular la
solemnidad del Corpus Christi. La Eucaristía constituirá el centro de la
Jornada Mundial de la Juventud en Colonia y en octubre, de la Asamblea
Ordinaria del Sínodo de los Obispos, cuyo tema será: "La Eucaristía, fuente
y cumbre de la vida y la misión de la Iglesia".
Pido a todos que intensifiquen en los próximos meses el amor y la devoción a
Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad la fe en la
esperanza real del Señor, sobre todo mediante la solemnidad y la dignidad de
las celebraciones.
Lo pido de modo especial a los sacerdotes, en los que pienso en este momento
con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con
la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo
II. "La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, 'forma
eucarística', escribió en su última carta para el Jueves Santo. A este fin
contribuye sobre todo la devota celebración cotidiana de la Santa Misa,
centro de la vida y de la misión del cada sacerdote.
Alimentados y sostenidos por la Eucaristía, los católicos no pueden dejar de
sentirse estimulados a tender a aquella plena unidad que Cristo deseó
ardientemente en el Cenáculo. El Sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse
cargo de modo muy particular de este supremo deseo del Maestro divino. A El
se le ha confiado la tarea de confirmar a los hermanos.
Plenamente consciente, por tanto, al inicio de su ministerio en la Iglesia
de Roma que Pedro ha regado con su sangre, su actual sucesor asume como
compromiso prioritario trabajar sin ahorrar energías en la reconstitución de
la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Esta es su
ambición, este es su acuciante deber. Es consciente de que para ello no
bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Son precisos gestos
concretos que entren en los ánimos y remuevan las conciencias, llevando a
cada uno a aquella conversión interior que es el presupuesto de todo
progreso en el camino del ecumenismo.
El diálogo teológico es necesario. También es indispensable profundizar en
la motivaciones históricas de decisiones tomadas en el pasado. Pero lo que
más urge es aquella "purificación de la memoria", tantas veces evocada por
Juan Pablo II, que únicamente puede preparar los ánimos a acoger la plena
verdad de Cristo. Cada uno debe presentarse ante Dios, Juez supremo de todo
ser vivo, consciente del deber de rendirle cuentas un día de lo que ha hecho
o no ha hecho por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus
discípulos.
El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esta
pregunta y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la
fundamental causa del ecumenismo. Siguiendo a sus predecesores, está
plenamente determinado a cultivar todas las iniciativas que puedan ser
oportunas para promover los contactos y el entendimiento con los
representantes de las diversas iglesias y comunidades eclesiales. A ellos,
envía también en esta ocasión, el saludo más cordial en Cristo, único Señor
de todos.
Vuelvo con la memoria en este momento a la inolvidable experiencia que hemos
vivido todos con ocasión de la muerte y del funeral por el llorado Juan
Pablo II. Junto a sus restos mortales, colocados en la tierra, se recogieron
los jefes de las naciones, personas de todas las clases sociales, y
especialmente jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El
mundo entero clavó su mirada en él con confianza. A muchos les pareció que
aquella intensa participación, amplificada hasta los confines del planeta
por los medios de comunicación social, fuese como una petición común de
ayuda dirigida al Papa por parte de la humanidad, que turbada por
incertidumbres y temores, se interroga sobre su futuro.
La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de la tarea de
volver a proponer al mundo la voz de Aquel que ha dicho: "Yo soy la luz del
mundo; el que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de
la vida". Al emprender su ministerio, el nuevo Papa sabe que su deber es
hacer que resplandezca ante los hombres y mujeres de hoy la luz de Cristo:
no la propia luz, sino la de Cristo.
Con esta conciencia me dirijo a todos, también a aquellos que siguen otras
religiones o que simplemente buscan una respuesta a las preguntas
fundamentales de la existencia y todavía no la han encontrado. Me dirijo a
todos con sencillez y afecto, para asegurar que la Iglesia quiere seguir
manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, la búsqueda del
verdadero bien del ser humano y de la sociedad.
Invoco de Dios la unidad y la paz para la familia humana y declaro la
disponibilidad de todos los católicos a cooperar en un auténtico desarrollo
social, respetuoso de la dignidad de todos los seres humanos.
No ahorraré esfuerzos y sacrificio para proseguir el prometedor diálogo
iniciado por mis venerados predecesores, con las diversas civilizaciones,
para que de la comprensión recíproca nazcan las condiciones para un futuro
mejor para todos.
Pienso en particular en los jóvenes. A ellos, interlocutores privilegiados
del Papa Juan Pablo II, dirijo mi afectuoso abrazo en espera -si Dios
quiere-, de encontrarles en Colonia, con motivo de la próxima Jornada
Mundial de la Juventud. Queridos jóvenes, futuro y esperanza de la Iglesia y
de la humanidad, seguiré dialogando y escuchando vuestras esperanzas para
ayudaros a encontrar cada vez con mayor profundidad a Cristo viviente, el
eternamente joven.
Mane nobiscum, Domine! ¡Señor, quédate con nosotros! Esta invocación, que es
el tema dominante de la carta apostólica de Juan Pablo II para el Año de la
Eucaristía, es la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón,
mientras me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha llamado Cristo.
Como Pedro, también yo renuevo a Dios mi promesa de fidelidad incondicional.
Quiero servir solo a El, dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia.
Invoco la materna intercesión de María Santísima para que sostenga esta
promesa. En sus manos pongo el presente y el futuro de mi persona y de la
Iglesia. Que intercedan también los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos
los santos.
Con estos sentimientos imparto a vosotros, venerados hermanos cardenales, a
quienes participan en este rito y a cuantos lo siguen mediante la radio y la
televisión una especial y afectuosa bendición".