Homilía del Papa a los jóvenes sobre la
confesión
En una
celebración penitencial en preparación de la Jornada Mundial de la Juventud
ROMA, sábado, 22 marzo 2008 (ZENIT.org ).- Publicamos la homilía que dirigió Benedicto XVI a los jóvenes de la diócesis de Roma el 13 de marzo, durante la celebración penitencial en la Basílica de San Pedro, en preparación de la Jornada Mundial de la Juventud.
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Queridos jóvenes de Roma:
También este año, en la proximidad del domingo de Ramos, nos reunimos para
preparar la celebración de la XXIII Jornada mundial de la juventud que, como
sabéis, culminará con el encuentro de los jóvenes de todo el mundo que se
celebrará en Sydney del 15 al 20 del próximo mes de julio. Desde hace tiempo
conocéis el tema de esta Jornada. Está tomado de las palabras que acabamos de
escuchar en la primera lectura: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos" (Hch 1, 8). No es
casualidad que este encuentro tenga forma de liturgia penitencial, con la
celebración de las confesiones individuales.
¿Por qué "no es casualidad"? Podemos hallar la respuesta en lo que escribí en mi
primera encíclica. En ella puse de relieve que se comienza a ser cristiano por
el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a
la vida y, con ello, una orientación decisiva (cf. Deus caritas est, 1).
Precisamente para favorecer este encuentro os disponéis a abrir vuestro corazón
a Dios, confesando vuestros pecados y recibiendo, por la acción del Espíritu
Santo y mediante el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Así se deja
espacio para la presencia en nosotros del Espíritu Santo, la tercera Persona de
la santísima Trinidad, que es el "alma" y la "respiración vital" de la vida
cristiana: el Espíritu nos capacita para "ir madurando una comprensión de Jesús
cada vez más profunda y gozosa, y al mismo tiempo hacer una aplicación eficaz
del Evangelio" (Mensaje para la XXIII Jornada mundial de la juventud, n.
1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de julio de 2007,
p. 6).
Cuando era arzobispo de Munich-Freising, en una meditación sobre Pentecostés me
inspiré en una película titulada Metempsicosis (Seelenwanderung)
para explicar la acción del Espíritu Santo en un alma. Esa película narra la
historia de dos pobres hombres que, por su bondad, no lograban triunfar en la
vida. Un día, a uno de ellos se le ocurrió que, no teniendo otra cosa que
vender, podía vender su alma. Se la compraron muy barata y la pusieron en una
caja. Desde ese momento, con gran sorpresa suya, todo cambió en su vida. Logró
un rápido ascenso, se hizo cada vez más rico, obtuvo grandes honores y, antes de
su muerte, llegó a ser cónsul, con abundante dinero y bienes. Desde que se
liberó de su alma ya no tuvo consideraciones ni humanidad. Actuó sin escrúpulos,
preocupándose únicamente del lucro y del éxito. Para él el hombre ya no contaba
nada. Él mismo ya no tenía alma. La película -concluí- demuestra de modo
impresionante cómo detrás de la fachada del éxito se esconde a menudo una
existencia vacía.
Aparentemente ese hombre no perdió nada, pero le faltaba el alma y así le
faltaba todo. Es obvio -proseguí en esa meditación- que propiamente hablando el
ser humano no puede desprenderse de su alma, dado que es ella la que lo
convierte en persona. En cualquier caso, sigue siendo persona humana. Sin
embargo, tiene la espantosa posibilidad de ser inhumano, de ser persona que
vende y al mismo tiempo pierde su propia humanidad. La distancia entre una
persona humana y un ser inhumano es inmensa, pero no se puede demostrar; es algo
realmente esencial, pero aparentemente no tiene importancia (cf. Suchen, was
droben ist. Meditationem das Jahr hindurch, LEV, 1985).
También el Espíritu Santo, que está en el origen de la creación y que gracias al
misterio de la Pascua descendió abundantemente sobre María y los Apóstoles en el
día de Pentecostés, no se manifiesta de forma evidente a los ojos externos. No
se puede ver ni demostrar si penetra, o no penetra, en la persona; pero eso
cambia y renueva toda la perspectiva de la existencia humana. El Espíritu Santo
no cambia las situaciones exteriores de la vida, sino las interiores. En la
tarde de Pascua, Jesús, al aparecerse a los discípulos, "sopló sobre ellos y
dijo: "Recibid el Espíritu Santo"" (Jn 20, 22).
De modo aún más evidente, el Espíritu descendió sobre los Apóstoles el día de
Pentecostés como ráfaga de viento impetuoso y en forma de lenguas de fuego.
También esta tarde el Espíritu vendrá a nuestro corazón, para perdonarnos los
pecados y renovarnos interiormente, revistiéndonos de una fuerza que también a
nosotros, como a los Apóstoles, nos dará la audacia necesaria para anunciar que
"Cristo murió y resucitó".
Así pues, queridos amigos, preparémonos con un sincero examen de conciencia para
presentarnos a aquellos a quienes Cristo ha encomendado el ministerio de la
reconciliación. Con corazón contrito confesemos nuestros pecados, proponiéndonos
seriamente no volverlos a cometer y, sobre todo, seguir siempre el camino de la
conversión. Así experimentaremos la auténtica alegría: la que deriva de la
misericordia de Dios, se derrama en nuestro corazón y nos reconcilia con él.
Esta alegría es contagiosa. "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá
sobre vosotros" -reza el versículo bíblico elegido como tema de la XXIII Jornada
mundial de la juventud- y seréis mis testigos" (Hch 1, 8). Comunicad esta
alegría que deriva de acoger los dones del Espíritu Santo, dando en vuestra vida
testimonio de los frutos del Espíritu Santo: "Amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí" (Ga 5,
22-23). Así enumera san Pablo en la carta a los Gálatas estos frutos del
Espíritu Santo.
Recordad siempre que sois "templo del Espíritu". Dejad que habite en vosotros y
seguid dócilmente sus indicaciones, para contribuir a la edificación de la
Iglesia (cf. 1 Co 12, 7) y descubrir cuál es la vocación a la que el
Señor os llama. También hoy el mundo necesita sacerdotes, hombres y mujeres
consagrados, parejas de esposos cristianos. Para responder a la vocación a
través de uno de estos caminos, sed generosos; tratando de ser cristianos
coherentes, buscad ayuda en el sacramento de la confesión y en la práctica de la
dirección espiritual. De modo especial, abrid sinceramente vuestro corazón a
Jesús, el Señor, para darle vuestro "sí" incondicional.
Queridos jóvenes, la ciudad de Roma está en vuestras manos. A vosotros
corresponde embellecerla también espiritualmente con vuestro testimonio de vida
vivida en gracia de Dios y lejos del pecado, realizando todo lo que el Espíritu
Santo os llama a ser, en la Iglesia y en el mundo. Así haréis visible la gracia
de la misericordia sobreabundante de Cristo, que brotó de su costado traspasado
por nosotros en la cruz. El Señor Jesús nos lava de nuestros pecados, nos cura
de nuestras culpas y nos fortalece para no sucumbir en la lucha contra el pecado
y en el testimonio de su amor.
Hace veinticinco años, el siervo de Dios Juan Pablo II inauguró, no lejos de
esta basílica, el Centro internacional juvenil San Lorenzo: una iniciativa
espiritual que se sumaba a muchas otras ya activas en la diócesis de Roma, para
favorecer la acogida a jóvenes, el intercambio de experiencias y de testimonios
de fe, y sobre todo la oración que nos ayuda a descubrir el amor de Dios.
En esa ocasión, Juan Pablo II dijo: "El que se deje colmar de este amor -el amor
de Dios- no puede seguir negando su culpa. La pérdida del sentido del pecado
deriva en último análisis de otra pérdida más radical y secreta, la del sentido
de Dios" (Homilía en la inauguración del Centro internacional juvenil San
Lorenzo, 13 de marzo de 1983, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 10 de abril de 1983, p. 9). Y añadió: "¿A dónde ir en este
mundo, con el pecado y la culpa, sin la cruz? La cruz se carga con toda la
miseria del mundo que nace del pecado. Y se manifiesta como signo de gracia.
Acoge nuestra solidaridad y nos anima a sacrificarnos por los demás" (ib.).
Queridos jóvenes, que esta experiencia se renueve hoy para vosotros: en este
momento mirad la cruz y acoged el amor de Dios, que se nos da en la cruz, por el
Espíritu Santo, pues brota del costado traspasado del Señor. Como dijo el Papa
Juan Pablo II, "transformaos también vosotros en redentores de los jóvenes del
mundo" (ib.).
Divino Corazón de Jesús, del que brotaron sangre y agua como manantial de
misericordia para nosotros, en ti confiamos. Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]