Homilía de Benedicto XVI en el Corpus Christi
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 18 junio 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI el 7 de junio, solemnidad del
Corpus Christi, en la plaza de la Basílica de San Juan de Letrán.
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Queridos hermanos y hermanas:
Hace poco hemos cantado en la Secuencia: "Dogma datur christianis, quod in
carnem transit panis, et vinum in sanguinem", "Es certeza para los
cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre". Hoy reafirmamos
con gran gozo nuestra fe en la Eucaristía, el Misterio que constituye el corazón
de la Iglesia.
En la reciente exhortación postsinodal Sacramentum caritatis recordé que
el Misterio eucarístico "es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos
el amor infinito de Dios por cada hombre" (n. 1). Por tanto, la fiesta del
Corpus Christi es singular y constituye una importante cita de fe y de alabanza
para toda comunidad cristiana. Es una fiesta que tuvo su origen en un contexto
histórico y cultural determinado: nació con la finalidad precisa de reafirmar
abiertamente la fe del pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en
el santísimo sacramento de la Eucaristía. Es una fiesta instituida para adorar,
alabar y dar públicamente las gracias al Señor, que "en el Sacramento
eucarístico Jesús sigue amándonos "hasta el extremo", hasta el don de su cuerpo
y de su sangre" (ib., 1).
La celebración eucarística de esta tarde nos remonta al clima espiritual del
Jueves santo, el día en que Cristo, en la víspera de su pasión, instituyó en el
Cenáculo la santísima Eucaristía. Así, el Corpus Christi constituye una
renovación del misterio del Jueves santo, para obedecer a la invitación de Jesús
de "proclamar desde los terrados" lo que él dijo en lo secreto (cf. Mt 10, 27).
El don de la Eucaristía los Apóstoles lo recibieron en la intimidad de la última
Cena, pero estaba destinado a todos, al mundo entero. Precisamente por eso hay
que proclamarlo y exponerlo abiertamente, para que cada uno pueda encontrarse
con "Jesús que pasa", como acontecía en los caminos de Galilea, de Samaria y de
Judea; para que cada uno, recibiéndolo, pueda quedar curado y renovado por la
fuerza de su amor.
Queridos amigos, esta es la herencia perpetua y viva que Jesús nos ha dejado en
el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Es necesario reconsiderar, revivir
constantemente esta herencia, para que, como dijo el venerado Papa Pablo VI,
pueda ejercer "su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal"
(Audiencia general del miércoles 24 de mayo de 1967).
En la misma exhortación postsinodal, comentando la exclamación del sacerdote
después de la consagración: "Este es el misterio de la fe", afirmé: "Proclama el
misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del
pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera
toda comprensión humana" (n. 6).
Precisamente porque se trata de una realidad misteriosa que rebasa nuestra
comprensión, no nos ha de sorprender que también hoy a muchos les cueste aceptar
la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No puede ser de otra manera. Así
ha sucedido desde el día en que, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús declaró
abiertamente que había venido para darnos en alimento su carne y su sangre (cf.
Jn 6, 26-58).
Ese lenguaje pareció "duro" y muchos se volvieron atrás. Ahora, como entonces,
la Eucaristía sigue siendo "signo de contradicción" y no puede menos de serlo,
porque un Dios que se hace carne y se sacrifica por la vida del mundo pone en
crisis la sabiduría de los hombres. Pero con humilde confianza la Iglesia hace
suya la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, y con ellos proclama, y
proclamamos nosotros: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna" (Jn 6, 68). Renovemos también nosotros esta tarde la profesión de fe en
Cristo vivo y presente en la Eucaristía. Sí, "es certeza para los cristianos: el
pan se convierte en carne, y el vino en sangre".
La Secuencia, en su punto culminante, nos ha hecho cantar: "Ecce panis
angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum", "He aquí el pan de
los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos". La Eucaristía
es el alimento reservado a los que en el bautismo han sido liberados de la
esclavitud y han llegado a ser hijos, y por la gracia de Dios nosotros somos
hijos; es el alimento que los sostiene en el largo camino del éxodo a través del
desierto de la existencia humana.
Como el maná para el pueblo de Israel, así para toda generación cristiana la
Eucaristía es el alimento indispensable que la sostiene mientras atraviesa el
desierto de este mundo, aridecido por sistemas ideológicos y económicos que no
promueven la vida, sino que más bien la mortifican; un mundo donde domina la
lógica del poder y del tener, más que la del servicio y del amor; un mundo donde
no raramente triunfa la cultura de la violencia y de la muerte. Pero Jesús sale
a nuestro encuentro y nos infunde seguridad: él mismo es "el pan de vida" (Jn 6,
35.48). Nos lo ha repetido en las palabras del Aleluya: "Yo soy el pan
vivo bajado del cielo. Quien come de este pan, vivirá para siempre" (cf. Jn 6,
51).
En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas, narrándonos el
milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces con los que Jesús
sació a la muchedumbre "en un lugar desierto", concluye diciendo: "Comieron
todos hasta saciarse (cf. Lc 9, 11-17).
En primer lugar, quiero subrayar la palabra "todos". En efecto, el Señor desea
que todos los seres humanos se alimenten de la Eucaristía, porque la Eucaristía
es para todos. Si en el Jueves santo se pone de relieve la estrecha relación que
existe entre la última Cena y el misterio de la muerte de Jesús en la cruz, hoy,
fiesta del Corpus Christi, con la procesión y la adoración común de la
Eucaristía se llama la atención hacia el hecho de que Cristo se inmoló por la
humanidad entera. Su paso por las casas y las calles de nuestra ciudad será para
sus habitantes un ofrecimiento de alegría, de vida inmortal, de paz y de amor.
En el pasaje evangélico salta a la vista un segundo elemento: el milagro
realizado por el Señor contiene una invitación explícita a cada uno para dar su
contribución. Los cinco panes y dos peces indican nuestra aportación, pobre pero
necesaria, que él transforma en don de amor para todos. "Cristo —escribí en la
citada exhortación postsinodal— sigue exhortando también hoy a sus discípulos a
comprometerse en primera persona" (n. 88). Por consiguiente, la Eucaristía es
una llamada a la santidad y a la entrega de sí a los hermanos, pues "la vocación
de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la
vida del mundo" (ib.).
Nuestro Redentor dirige esta invitación en particular a nosotros, queridos
hermanos y hermanas de Roma, reunidos en torno a la Eucaristía en esta histórica
plaza: os saludo a todos con afecto. Mi saludo va ante todo al cardenal vicario
y a los obispos auxiliares, a los demás venerados hermanos cardenales y obispos,
así como a los numerosos presbíteros y diáconos, a los religiosos y las
religiosas, y a todos los fieles laicos.
Al final de la celebración eucarística nos uniremos en procesión, como para
llevar idealmente al Señor Jesús por todas las calles y barrios de Roma. Por
decirlo así, lo sumergiremos en la cotidianidad de nuestra vida, para que camine
donde nosotros caminamos, para que viva donde vivimos. En efecto, como nos ha
recordado el apóstol san Pablo en la carta a los Corintios, sabemos que
en toda Eucaristía, también en la de esta tarde, "anunciamos la muerte del Señor
hasta que venga" (cf. 1 Co 11, 26). Caminamos por las calles del mundo sabiendo
que lo tenemos a él a nuestro lado, sostenidos por la esperanza de poderlo ver
un día cara a cara en el encuentro definitivo.
Mientras tanto, ya ahora escuchamos su voz, que repite, como leemos en el
libro del Apocalipsis: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi
voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,
20).
La fiesta del Corpus Christi quiere hacer perceptible, a pesar de la
dureza de nuestro oído interior, esta llamada del Señor. Jesús llama a la puerta
de nuestro corazón y nos pide entrar no sólo por un día, sino para siempre. Lo
acogemos con alegría elevando a él la invocación coral de la liturgia: "Buen
pastor, verdadero pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros (...). Tú que todo lo
sabes y lo puedes, que nos alimentas en la tierra, lleva a tus hermanos a la
mesa del cielo, en la gloria de tus santos". Amén.
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
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