Homilía de Benedicto XVI en el santuario austríaco de Mariazell
«No basta ser y pensar como todos los demás»
MARIAZELL, domingo, 9 septiembre 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la mañana de este sábado
al visitar el santuario mariano de Mariazell, el más importante de Austria, al
celebrarse los 850 años de su fundació
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
Con nuestra gran peregrinación a Mariazell celebramos la fiesta patronal de
este Santuario, la fiesta de la Natividad de María. Hasta aquí, desde hace 850
años, acuden personas de diferentes pueblos y naciones, que rezan llevando
consigo los deseos de sus corazones y de sus países, las preocupaciones y las
esperanzas más íntimas. De este modo, Mariazell se ha convertido para Austria,
y mucho más allá de sus fronteras, en un lugar de paz y de unidad
reconciliada. Aquí experimentamos la bondad consoladora de la Madre; aquí
encontramos a Jesucristo, en el cual Dios está con nosotros como afirma el
pasaje evangélico de hoy - Jesús, de quien la lectura del profeta Miqueas dice
«y Él será la Paz» (Cf. 5,4). Hoy nos unimos a esta gran peregrinación de
muchos siglos. Nos detenemos ante la Madre del Señor y le imploramos
«Muéstranos a Jesús. Muéstranos a nosotros, peregrinos, a quien es al mismo
tiempo el camino y l a meta: la verdad y la vida.
El pasaje evangélico, que acabamos de escuchar, amplía nuestros horizontes.
Presenta la historia de Israel a partir de Abraham como una peregrinación que,
con subidas y bajadas, por caminos breves y por caminos largos, al final
conduce a Cristo. La genealogía con sus figuras luminosas y oscuras, con sus
éxitos y sus fracasos, nos demuestra que Dios también escribe derecho en los
renglones torcidos de nuestra historia humana. Dios nos deja nuestra libertad
y, sin embargo, sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor.
Dios no fracasa. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios;
una garantía de que Dios no nos deja caer, es una invitación a orientar
nuestra vida nuevamente hacia Él, a caminar siempre de de nuevo hacia Cristo.
Peregrinar significa estar orientados hacia una cierta dirección, caminar
hacia una meta. Esto atribuye también al camino y a su cansancio una belleza
propia. Entre los peregrino s de la genealogía de Jesús algunos se habían
olvidado de la meta y querían ponerse a sí mismos como meta. Pero el Señor
había suscitado de nuevo a personas que se habían dejado impulsar por la
nostalgia de la meta, orientando su vida. El impulso hacia la fe cristiana y
el inicio de la Iglesia de Jesucristo ha sido posible, porque existían en
Israel personas con un corazón en búsqueda --personas que no se acomodaron a
la rutina, sino que escrutaron a lo lejos en búsqueda de algo más grande:
Zacarías, Isabel, Simeón, Ana, María y José, los Doce y muchos otros. Dado que
sus corazones estaban en actitud de espera, podían reconocer en Jesucristo a
quien Dios había mandado y ser así el inicio de su familia universal. La
Iglesia de las gentes pudo realizarse porque tanto en el área del Mediterráneo
como en Asia, a donde llegaban los mensajeros de Jesucristo, había personas a
la espera que no se conformaban con lo que hacían y pensaban todos, sino que
buscaban la estrella que podía indicarl es el camino hacia la Verdad misma,
hacia el Dios vivo.
Necesitamos este corazón inquieto y abierto. Es el centro de una
peregrinación. También hoy no basta ser y pensar como todos los demás. El
proyecto de nuestra vida va más allá. Nosotros tenemos necesidad de Dios, de
ese Dios que nos ha mostrado su rostro y abierto su corazón, Jesucristo. Juan,
con razón, afirma que «Él es el Hijo único, que está en el seno del Padre»
(Juan 1,18); así sólo Él, desde lo íntimo de Dios mismo, podía revelarnos a
Dios, y revelarnos quiénes somos nosotros, de dónde venimos y hacia dónde
vamos. Ciertamente existen numerosas grandes personalidades en la historia que
han hecho bellas y conmovedoras experiencias de Dios. Se quedan, sin embargo,
en experiencias humanas con su límite humano. Sólo Él es Dios y por ello sólo
Él es el puente, que pone en contacto inmediato a Dios con el hombre. Ahora
bien, si nosotros le consideramos como el único Mediador de la salvación
válido para todos, que afe cta a todos y del cual, en definitiva, todos tienen
necesidad, esto no significa de ninguna manera que despreciemos a las otras
religiones ni que seamos soberbios de pensamiento, sino únicamente que hemos
sido conquistados por quien interiormente nos ha tocado y nos ha colmado de
dones para que a la vez podamos entregarlos a los demás. De hecho, nuestra fe
se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la
verdad, como si ésta fuera demasiado grande para él.
Según mi convicción, esta resignación ante la verdad es el origen de la crisis
de occidente, de Europa. Si para el hombre no existe una verdad, en el fondo,
no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal. Entonces los grandes y
maravillosos conocimientos de la ciencia se hacen ambiguos: pueden abrir
perspectivas importantes para el bien, para la salvación del hombre, pero
también --y lo vemos-- pueden convertirse en una terrible amenaza, en la
destrucción del hombre y del mundo.
Necesitamos la verdad. Pero claro, a causa de nuestra historia, tenemos miedo
de que la fe en la verdad comporte intolerancia. Si este miedo, que tiene sus
buenas razones históricas, nos asalta, es tiempo de contemplar a Jesús como lo
vemos aquí, en el santuario de Mariazell. Lo vemos en dos imágenes: como niño
en brazos de su Madre y sobre el altar principal de la basílica, crucificado.
Estas dos imágenes nos dicen: la verdad no se afirma mediante un poder externo
sino que es humilde y sólo es aceptada por el hombre a través de su fuerza
interior: el hecho de ser verdadera. La verdad se demuestra a sí misma en el
amor. Nunca es propiedad nuestra, no es un producto nuestro, como tampoco es
posible producir el amor, sino que sólo se puede recibir y transmitir como
don. Necesitamos esta fuerza interior de la verdad. Como cristianos, nos
fiamos de esta fuerza de la verdad. Somos testigos de ella. Tenemos que
entregarla como la hemos recibido, tal y como se nos ha entregado.
«Mirar a Cristo» es el lema de este día. Esta invitación, para el hombre que
busca, se transforma siempre en una espontánea petición, una petición dirigida
en particular a María, que nos ha dado a Cristo como Hijo suyo: «¡Muéstranos a
Jesús!». Rezamos hoy así con todo el corazón; rezamos así también no sólo en
este momento, interiormente, en la búsqueda del Rostro de Redentor.
«¡Muéstranos a Jesús!». María responde, presentándonoslo ante todo como niño.
Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Dios no viene con una fuerza exterior,
sino que viene con la impotencia de su amor, que es lo que constituye su
fuerza. Se pone en nuestras manos. Pide nuestro amor. Nos invita a hacernos
pequeños, a descender de nuestros altos tronos y aprender a ser niños ante
Dios. Nos ofrece el Tú. Nos pide que nos fiemos de Él y que aprendamos de ese
modo a vivir en la verdad y en el amor. El niño Jesús nos recuerda
naturalmente también a todos los niños del mundo, a través de los cuales
quiere salir al paso: los niños que viven en la pobreza; que son explotados
como soldados; que no han podido experimentar nunca el amor de sus padres; los
niños enfermos y los que sufren, pero también en aquellos alegres y sanos.
Europa se ha empobrecido de niños: queremos todo para nosotros mismos, y tal
vez no nos fiamos demasiado del futuro. Pero la tierra carecerá de futuro si
se apagan las fuerzas del corazón humano y de la razón iluminada por el
corazón, cuando el rostro de Dios deje de lucir sobre la tierra. Allí donde
está Dios, allí hay futuro.
«Mirar a Cristo»: volvamos a dirigir brevemente la mirada al Crucificado sobre
el altar mayor. Dios no ha redimido al mundo con la espada, sino con la Cruz.
Muriendo, Jesús extiende los brazos. Este es ante todo el gesto de la Pasión,
en la que se deja clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero los brazos
extendidos son al mismo tiempo la actitud del orante, una posición que el
sacerdote asume cuando, en la oración, extiende los br azos: Jesús ha
transformado la pasión --su sufrimiento y su muerte-- en oración, en un acto
de amor a Dios y a los hombres. Por este motivo, los brazos extendidos son
también un gesto de abrazo, con el que quiere atraernos hacia sí, abrazarnos
en su amor. De este modo, es imagen del Dios vivo, es Dios mismo, y a Él
podemos encomendarnos.
«Mirar a Cristo». Si lo hacemos, nos damos cuenta de que el cristianismo es
más y algo distinto que un sistema moral, una serie de preceptos y leyes. Es
el don de una amistad que perdura en la vida y en la muerte: «No os llamo
siervos sino amigos» (Juan 15,15) dice el Señor a los suyos. Nos encomendamos
a esta amistad. Pero, precisamente por el hecho de que el cristianismo es más
que una moral, al ser el don de la amistad, implica una gran fuerza moral que
tanto necesitamos, ante los desafíos de nuestro tiempo. Si con Jesucristo y
con su Iglesia volvemos a leer de manera siempre nueva el Decálogo del Sinaí,
penetrando en sus profundidades, entonces éste se nos revela como una gran
enseñanza. Es ante todo un «sí» a Dios, a un Dios que nos ama y nos guía, que
nos apoya y que además nos deja nuestra libertad, es más, la transforma en
verdadera libertad (los primeros tres mandamientos). Es un «sí» a la familia
(cuarto mandamiento), un «sí» a la vida (quinto mandamiento), un «sí» a un
amor responsable (sexto mandamiento), un «sí» a la solidaridad, a la
responsabilidad social y a la justicia (séptimo mandamiento) un «sí» a la
verdad (octavo mandamiento), y un «sí» al respeto del prójimo y a aquello que
le pertenece (noveno y décimo mandamiento). En virtud de la fuerza de nuestra
amistad con el Dios viviente, nosotros vivimos este múltiple «sí», y al mismo
tiempo lo llevamos como indicador del recorrido por nuestro mundo en esta
hora.
«¡Muéstranos a Jesús!». Con esta petición a la Madre del Señor nos hemos
puesto en camino hacia este lugar. Esta misma petición nos acompañará en
nuestra vida cotidiana. Y sabemos qu e María escucha nuestra oración: sí, en
cualquier momento, cuando miramos a María, nos muestra a Jesús. De este modo
podemos encontrar el camino justo, seguirlo paso a paso, con la gozosa
confianza de que ese camino lleva a la luz , a la alegría gozo del Amor
eterno. Amén.
[Traducción del original alemán realizada por Zenit.
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