Homilía de Benedicto XVI ante la tumba
de San Agustín
En su visita pastoral a Pavía (Italia, 22 de Abril)
PAVÍA, viernes, 4 mayo 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI ante la tumba de su maestro
teólgo, Agustín de Hipona, durante su viaje pastoral a Pavía el 22 de abril.
Sus palabras resonaron en la Basílica de San Pedro en el Cielo de Oro con motivo
de la celebración de las vísperas con sacerdotes, religiosos (muchos de ellos
agustinos) y seminaristas de la diócesis del norte de Italia.
Los escritos de San Agustín (354-430), obispo de Hipona, doctor de la iglesia,
han marcado la vida de Joseph Ratzinger, quien en 1953 escribió su tesis
doctoral sobre ese filósofo y teólogo.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
En su momento conclusivo, mi visita a Pavía toma la forma de una peregrinación.
Es la forma en que yo la había concebido al inicio, pues deseaba venir a venerar
los restos mortales de san Agustín, para rendir el homenaje de toda la Iglesia
católica a uno de sus "padres" más destacados, así como para manifestar mi
devoción y mi gratitud personal hacia quien ha desempeñado un papel tan
importante en mi vida de teólogo y pastor, pero antes aún de hombre y sacerdote.
Con afecto renuevo mi saludo al obispo Giovanni Giudici y lo extiendo en
particular al prior general de los agustinos, padre Robert Francis Prevost, al
padre provincial y a toda la comunidad agustina. Con alegría os saludo a todos
vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos consagrados y
seminaristas.
La Providencia ha querido que mi viaje asumiera el carácter de una auténtica
visita pastoral; por eso, en esta etapa de oración quisiera recoger aquí, junto
al sepulcro del Doctor gratiae, un mensaje significativo para el camino
de la Iglesia. Este mensaje nos viene del encuentro entre la palabra de Dios y
la experiencia personal del gran obispo de Hipona.
Hemos escuchado la breve lectura bíblica de las segundas Vísperas del tercer
domingo de Pascua (Hb 10, 12-14): la carta a los Hebreos nos ha
presentado a Cristo, sumo y eterno sacerdote, exaltado a la gloria del Padre
después de haberse ofrecido a sí mismo como único y perfecto sacrificio de la
nueva alianza, con el que se llevó a cabo la obra de la Redención. San Agustín
fijó su mirada en este misterio y en él encontró la Verdad que tanto buscaba:
Jesucristo, el Verbo encarnado, el Cordero inmolado y resucitado, es la
revelación del rostro de Dios Amor a todo ser humano en camino por las sendas
del tiempo hacia la eternidad.
En un pasaje que se puede considerar paralelo al que se acaba de proclamar de la
carta a los Hebreos, el apóstol san Juan escribe: "En esto consiste el amor: no
en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su
Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). Aquí radica el
corazón del Evangelio, el núcleo central del cristianismo. La luz de este amor
abrió los ojos de san Agustín, le hizo encontrar la "belleza antigua y siempre
nueva" (Las Confesiones, X, 27), en la cual únicamente encuentra paz el
corazón del hombre.
Queridos hermanos y hermanas, aquí, ante la tumba de san Agustín, quisiera
volver a entregar idealmente a la Iglesia y al mundo mi primera encíclica, que
contiene precisamente este mensaje central del Evangelio: Deus caritas est,
"Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Esta encíclica, y sobre todo su primera
parte, debe mucho al pensamiento de san Agustín, que fue un enamorado del amor
de Dios, y lo cantó, meditó, predicó en todos sus escritos, y sobre todo lo
testimonió en su ministerio pastoral.
Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II y de mis venerados
predecesores Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, estoy
convencido de que la humanidad contemporánea necesita este mensaje esencial,
encarnado en Cristo Jesús: Dios es amor. Todo debe partir de esto y todo debe
llevar a esto: toda actividad pastoral, todo tratado teológico. Como dice san
Pablo: "Si no tengo caridad, nada me aprovecha" (cf. 1 Co 13, 3). Todos
los carismas carecen de sentido y de valor sin el amor; en cambio, gracias al
amor todos ellos contribuyen a edificar el Cuerpo místico de Cristo.
El mensaje que repite también hoy san Agustín a toda la Iglesia, y en particular
a esta comunidad diocesana que con tanta veneración conserva sus reliquias, es
el siguiente: el Amor es el alma de la vida de la Iglesia y de su actividad
pastoral. Lo hemos escuchado esta mañana en el diálogo entre Jesús y Simón
Pedro: "¿Me amas?... Apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21, 15-17). Sólo quien
vive en la experiencia personal del amor del Señor es capaz de cumplir la tarea
de guiar y acompañar a los demás en el camino del seguimiento de Cristo. Al
igual que san Agustín, os repito esta verdad a vosotros como Obispo de Roma,
mientras con alegría siempre nueva la acojo juntamente con vosotros como
cristiano.
Servir a Cristo es ante todo una cuestión de amor. Queridos hermanos y hermanas,
vuestra pertenencia a la Iglesia y vuestro apostolado deben brillar siempre por
la ausencia de cualquier interés individual y por la adhesión sin reservas al
amor de Cristo. Los jóvenes, en especial, necesitan recibir el anuncio de la
libertad y la alegría, cuyo secreto radica en Cristo. Él es la respuesta más
verdadera a las expectativas de sus corazones inquietos por los numerosos
interrogantes que llevan en su interior. Sólo en él, Palabra pronunciada por el
Padre para nosotros, se encuentra la unión entre la verdad y el amor, en la que
se encuentra el sentido pleno de la vida. San Agustín vivió personalmente y
analizó a fondo los interrogantes que el hombre alberga en su corazón y sondeó
la capacidad que tiene de abrirse al infinito de Dios.
Siguiendo las huellas de san Agustín, también vosotros debéis ser una Iglesia
que anuncie con valentía la "buena nueva" de Cristo, su propuesta de vida, su
mensaje de reconciliación y perdón. He visto que vuestro primer objetivo
pastoral consiste en llevar a las personas a la madurez cristiana. Aprecio esta
prioridad que otorgáis a la formación personal, porque la Iglesia no es una
simple organización de manifestaciones colectivas, ni lo opuesto, la suma de
individuos que viven una religiosidad privada. La Iglesia es una comunidad de
personas que creen en el Dios de Jesucristo y se comprometen a vivir en el mundo
el mandamiento de la caridad que él nos dejó. Por tanto, es una comunidad en la
que se nos educa en el amor, y esta educación se lleva a cabo no a pesar de los
acontecimientos de la vida, sino a través de ellos. Así fue para san Pedro, para
san Agustín y para todos los santos. Y así es también para nosotros.
La maduración personal, animada por la caridad eclesial, permite también crecer
en el discernimiento comunitario, es decir, en la capacidad de leer e
interpretar el tiempo presente a la luz del Evangelio, para responder a la
llamada del Señor. Os exhorto a progresar en el testimonio personal y
comunitario del amor con obras. El servicio de la caridad, que con razón
concebís siempre unido al anuncio de la Palabra y a la celebración de los
sacramentos, os llama y a la vez os estimula a estar atentos a las necesidades
materiales y espirituales de los hermanos.
Os aliento a tratar de alcanzar el "alto grado" de la vida cristiana, que
encuentra en la caridad el vínculo de la perfección y que debe traducirse
también en un estilo de vida moral inspirado en el Evangelio, inevitablemente
contra corriente con respecto a los criterios del mundo, pero que es preciso
testimoniar siempre de modo humilde, respetuoso y cordial.
Queridos hermanos y hermanas, para mí ha sido un don, realmente un don,
compartir con vosotros esta visita a la tumba de san Agustín; vuestra presencia
ha dado a mi peregrinación un sentido eclesial más concreto. Recomencemos desde
aquí llevando en nuestro corazón la alegría de ser discípulos del Amor.
Que nos acompañe siempre la Virgen María, a cuya maternal protección os
encomiendo a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos, a la vez que con
gran afecto os imparto la bendición apostólica.
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