Homilía del Papa en la misa de
celebración de su 80° cumpleaños
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 20 abril 2007 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que Benedicto XVI pronunció en el Domingo de la
Misericordia Divina, víspera de su octogésimo cumpleaños, el 15 de abril.
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Queridos hermanos y hermanas:
Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo "in Albis". En este
día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su vestido blanco,
símbolo de la luz que el Señor les había dado en el bautismo. Después se
quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria la nueva
luminosidad que se les había comunicado; debían proteger diligentemente la llama
delicada de la verdad y del bien que el Señor había encendido en ellos, para
llevar así a nuestro mundo algo de la luminosidad y de la bondad de Dios.
El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta
de la Misericordia Divina: en la palabra "misericordia" encontraba sintetizado y
nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención.
Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la
necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas,
que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la
misma intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con
su poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la
misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del
todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor.
Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo
II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia
divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un
modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día
a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el
vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que
esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar
al mundo la buena nueva de Dios.
Precisamente en estos días particularmente iluminados por la luz de la
misericordia divina se da una coincidencia significativa para mí: puedo volver
la mirada atrás para repasar mis 80 años de vida. Saludo a todos los que han
venido aquí para celebrar conmigo este aniversario. Saludo, ante todo, a los
señores cardenales, expresando en especial mi gratitud al decano del Colegio
cardenalicio, señor cardenal Angelo Sodano, que se ha hecho intérprete
autorizado de los sentimientos comunes. Saludo a los arzobispos y obispos, en
particular a los auxiliares de la diócesis de Roma, de mi diócesis; saludo a los
prelados y a los demás miembros del clero, a los religiosos, a las religiosas y
a todos los fieles presentes. Dirijo, además, un saludo deferente y agradecido a
las personalidades políticas y a los miembros del Cuerpo diplomático, que han
querido honrarme con su presencia. Saludo, por último, con afecto fraterno al
enviado personal del Patriarca ecuménico Bartolomé I, su eminencia Ioannis,
metropolita de Pérgamo, expresando mi aprecio por este gesto de amabilidad y
deseando que el diálogo teológico católico-ortodoxo prosiga con renovado empeño.
Estamos reunidos aquí para reflexionar sobre el transcurso de un largo período
de mi existencia. Obviamente, la liturgia no debe servir para hablar del propio
yo, de sí mismo; sin embargo, la vida propia puede servir para anunciar la
misericordia de Dios. "Vosotros, los que teméis al Señor, venid a escuchar: os
contaré lo que ha hecho conmigo", dice un salmo (Sal 66, 16). Siempre he
considerado un gran don de la Misericordia divina el hecho de que se me haya
concedido la gracia de que mi nacimiento y mi renacimiento tuvieran lugar —por
decirlo así— juntos, en el mismo día, al inicio de la Pascua. Así, en un mismo
día, nací como miembro de mi familia y de la gran familia de Dios.
Sí, doy gracias a Dios porque he podido experimentar lo que significa "familia";
he podido experimentar lo que quiere decir paternidad, pues he podido comprender
desde dentro que Dios es Padre; sobre la base de la experiencia humana he tenido
acceso al grande y benévolo Padre que está en el cielo. Ante él tenemos una
responsabilidad, pero, al mismo tiempo, él deposita su confianza en nosotros,
porque en su justicia se refleja siempre la misericordia y la bondad con que
acepta también nuestra debilidad y nos sostiene, de modo que poco a poco podamos
aprender a caminar con rectitud.
Doy gracias a Dios porque he podido experimentar en profundidad lo que significa
la bondad materna, siempre abierta a quien busca refugio y precisamente así
capaz de darme la libertad. Doy gracias a Dios por mi hermana y mi hermano, que
han estado fielmente cerca de mí con su ayuda a lo largo del camino de la vida.
Doy gracias a Dios por los compañeros que he encontrado en mi camino, por los
consejeros y los amigos que me ha dado. Le doy gracias de modo particular
porque, desde el primer día, he podido entrar y crecer en la gran comunidad de
los creyentes, en la que está abierto de par en par el confín entre la vida y la
muerte, entre el cielo y la tierra; le doy gracias por haber podido aprender
tantas cosas, aprovechando la sabiduría de esta comunidad, que no sólo encierra
las experiencias humanas desde los tiempos más remotos: la sabiduría de esta
comunidad no es solamente sabiduría humana, sino que en ella nos alcanza la
sabiduría misma de Dios, la Sabiduría eterna.
En la primera lectura de este domingo se nos narra que, en los albores de la
Iglesia naciente, la gente llevaba a los enfermos a las plazas para que Pedro,
al pasar, los cubriera con su sombra: a esta sombra se atribuía una fuerza de
curación, pues provenía de la luz de Cristo y por eso encerraba algo del poder
de su bondad divina.
La sombra de Pedro, mediante la comunidad de la Iglesia católica, ha cubierto mi
vida desde el inicio, y he aprendido que es una sombra buena, una sombra de
curación porque, en definitiva, proviene precisamente de Cristo mismo. Pedro era
un hombre con todas las debilidades de un ser humano, pero sobre todo era un
hombre lleno de una fe apasionada en Cristo, lleno de amor a él. Mediante su fe
y su amor, la fuerza de curación de Cristo, su fuerza unificadora, ha llegado a
los hombres, aunque mezclada con toda la debilidad de Pedro. Busquemos también
hoy la sombra de Pedro, para estar en la luz de Cristo.
Nacimiento y renacimiento; familia terrena y gran familia de Dios: este es el
gran don de las múltiples misericordias de Dios, el fundamento en el que nos
apoyamos. Prosiguiendo por el camino de la vida, después me salió al encuentro
un don nuevo y exigente: la llamada al ministerio sacerdotal. En la fiesta de
san Pedro y san Pablo de 1951, cuando mis compañeros y yo —éramos más de
cuarenta— nos encontramos en la catedral de Freising postrados en el suelo se
invocó a todos los santos en favor nuestro, me pesaba la conciencia de la
pobreza de mi existencia ante esta tarea. Sí, era un consuelo el hecho de que se
invocara sobre nosotros la protección de los santos de Dios, de los vivos y de
los muertos. Sabía que no estaría solo.
Y ¡qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después, durante la
liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del obispo: "Ya no os
llamo siervos, sino amigos". He experimentado profundamente que él, el Señor, no
es sólo el Señor, sino también un amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me
abandonará. Estas palabras se pronunciaban entonces en el contexto de la
concesión de la facultad de administrar el sacramento de la Reconciliación y
así, en nombre de Cristo, de perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos
escuchado hoy en el Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede
su Espíritu, el Espíritu Santo: "A quienes les perdonéis los pecados, les quedan
perdonados...". El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la
Misericordia divina. Da la posibilidad de volver a comenzar siempre de nuevo. La
amistad de Jesucristo es amistad de Aquel que hace de nosotros personas que
perdonan, de Aquel que nos perdona también a nosotros, que nos levanta
continuamente de nuestra debilidad y precisamente así nos educa, nos infunde la
conciencia del deber interior del amor, del deber de corresponder a su confianza
con nuestra fidelidad.
En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del
encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede
tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús
de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn
20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios
herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el
signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos
tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir
continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas
y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que
es él: "Señor mío y Dios mío"! Nosotros debemos dejarnos herir por él.
Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón
vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar sólo la fatiga
diaria que a nosotros, como hijos de Adán, se nos ha impuesto. Pero si abrimos
nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar
continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros
precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes. Al
aumentar el peso de la responsabilidad, el Señor ha traído también nueva ayuda a
mi vida. Constato siempre con alegría y gratitud cuán grande es el número de los
que me sostienen con su oración; de los que con su fe y su amor me ayudan a
desempeñar mi ministerio; de los que son indulgentes con mi debilidad,
reconociendo también en la sombra de Pedro la luz benéfica de Jesucristo. Por
eso, en esta hora, quisiera dar gracias de corazón al Señor y a todos vosotros.
Quisiera concluir esta homilía con la oración del santo Papa León Magno, la
oración que, precisamente hace treinta años, escribí sobre el recordatorio de mi
consagración episcopal: "Pedid a nuestro buen Dios que fortalezca la fe,
incremente el amor y aumente la paz en nuestros días. Que me haga a mí, su
humilde siervo, idóneo para su tarea y útil para vuestra edificación, y me
conceda prestar un servicio tal que, junto con el tiempo que se me conceda,
crezca mi entrega. Amén".
[Traducción distribuida por la Santa Sede
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