Benedicto XVI: En el ministerio
de Pedro se manifiesta la debilidad del hombre y la fuerza de Dios
Homilía en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, 29 de junio
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 3 julio 2006 (ZENIT.org).-
El jueves 29 de junio, solemnidad de San Pedro y San Pablo, patronos de Roma,
Benedicto XVI presidió por la mañana, en la basílica vaticana, una misa durante
la cual bendijo e impuso el palio a 27 arzobispos metropolitanos procedentes de
17 países: eran 11 de América, 8 de Europa, 5 de África y 3 de Asia.
Entre los presentes, un lugar destacado ocupaba la delegación la Iglesia de
Constantinopla, enviada por el patriarca ecuménico Bartolomé I, presidida por S.
E. Ioannis (Zizioulas), metropolita de Pérgamo.
Publicamos la homilía del Santo Padre.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
"Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). ¿Qué es lo
que dice propiamente el Señor a Pedro con estas palabras? ¿Qué promesa le hace
con ellas y qué tarea le encomienda? Y ¿qué nos dice a nosotros, al Obispo de
Roma, que ocupa la cátedra de Pedro, y a la Iglesia de hoy?
Si queremos comprender el significado de las palabras de Jesús, debemos recordar
que los evangelios nos relatan tres situaciones diversas en las que el Señor,
cada vez de un modo particular, encomienda a Pedro la tarea que deberá realizar.
Se trata siempre de la misma tarea, pero las diversas situaciones e imágenes que
usa nos ilustran claramente qué es lo que quería y quiere el Señor.
En el evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, Pedro confiesa su fe en
Jesús, reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios. Por ello el Señor le encarga
su tarea particular mediante tres imágenes: la de la roca, que se convierte en
cimiento o piedra angular, la de las llaves y la de atar y desatar. En este
momento no quiero volver a interpretar estas tres imágenes que la Iglesia, a lo
largo de los siglos, ha explicado siempre de nuevo; más bien, quisiera llamar la
atención sobre el lugar geográfico y sobre el contexto cronológico de estas
palabras.
La promesa tiene lugar junto a las fuentes del Jordán, en la frontera de Judea,
en el confín con el mundo pagano. El momento de la promesa marca un viraje
decisivo en el camino de Jesús: ahora el Señor se encamina hacia Jerusalén y,
por primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la ciudad santa es
el camino que lleva a la cruz: "Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus
discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos,
los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día" (Mt
16, 21).
Ambas cosas van juntas y determinan el lugar interior del Primado, más aún, de
la Iglesia en general: el Señor está continuamente en camino hacia la cruz,
hacia la humillación del siervo de Dios que sufre y muere, pero al mismo tiempo
siempre está también en camino hacia la amplitud del mundo, en la que él nos
precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra
y la presencia de su amor; está en camino para que mediante él, Cristo
crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios mismo.
En este sentido, Pedro, en su primera Carta, asumiendo esos dos aspectos, se
define "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está
para manifestarse" (1 P 5, 1). Para la Iglesia el Viernes santo y la Pascua
están siempre unidos; la Iglesia es siempre el grano de mostaza y el árbol en
cuyas ramas anidan las aves del cielo. La Iglesia, y en ella Cristo, sufre
también hoy.
En ella Cristo sigue siendo escarnecido y golpeado siempre de nuevo; siempre de
nuevo se sigue intentando arrojarlo fuera del mundo. Siempre de nuevo la pequeña
barca de la Iglesia es sacudida por el viento de las ideologías, que con sus
aguas penetran en ella y parecen condenarla a hundirse.
Sin embargo, precisamente en la Iglesia que sufre Cristo sale victorioso. A
pesar de todo, la fe en él se fortalece siempre de nuevo. También hoy el Señor
manda a las aguas y actúa como Señor de los elementos. Permanece en su barca, en
la navecilla de la Iglesia. De igual modo, también en el ministerio de Pedro se
manifiesta, por una parte, la debilidad propia del hombre, pero a la vez también
la fuerza de Dios: el Señor manifiesta su fuerza precisamente en la debilidad de
los hombres, demostrando que él es quien construye su Iglesia mediante hombres
débiles.
Veamos ahora el evangelio según san Lucas, que nos narra cómo el Señor, durante
la última Cena, encomienda nuevamente una tarea especial a Pedro (cf. Lc 22,
31-33). Esta vez las palabras que Jesús dirige a Simón se encuentran
inmediatamente después de la institución de la santísima Eucaristía. El Señor
acaba de entregarse a los suyos, bajo las especies del pan y el vino. Podemos
ver en la institución de la Eucaristía el auténtico acto de fundación de la
Iglesia. A través de la Eucaristía el Señor no sólo se entrega a sí mismo a los
suyos, sino que también les da la realidad de una nueva comunión entre sí que se
prolonga a lo largo de los tiempos "hasta que vuelva" (cf. 1 Co 11, 26).
Mediante la Eucaristía los discípulos se transformaran en su casa viva que, a lo
largo de la historia, crece como el nuevo templo vivo de Dios en este mundo.
Así, Jesús, inmediatamente después de la institución del Sacramento, habla de lo
que significa ser discípulos, el "ministerio", en la nueva comunidad: dice que
es un compromiso de servicio, del mismo modo que él está en medio de ellos como
quien sirve.
Y entonces se dirige a Pedro. Dice que Satanás ha pedido cribar a los discípulos
como trigo. Esto alude al pasaje del libro de Job, en el que Satanás pide a Dios
permiso para golpear a Job. De esta forma, el diablo, el calumniador de Dios y
de los hombres, quiere probar que no existe una religiosidad auténtica, sino que
en el hombre todo mira siempre y sólo a la utilidad.
En el caso de Job Dios concede a Satanás la libertad que había solicitado,
precisamente para poder defender de este modo a su criatura, el hombre, y a sí
mismo. Lo mismo sucede con los discípulos de Jesús, en todos los tiempos. Dios
da a Satanás cierta libertad. A nosotros muchas veces nos parece que Dios deja
demasiada libertad a Satanás; que le concede la facultad de golpearnos de un
modo demasiado terrible; y que esto supera nuestras fuerzas y nos oprime
demasiado. Siempre de nuevo gritaremos a Dios: ¡Mira la miseria de tus
discípulos! ¡Protégenos! Por eso Jesús añade: "Yo he rogado por ti, para que tu
fe no desfallezca" (Lc 22, 32).
La oración de Jesús es el límite puesto al poder del maligno. La oración de
Jesús es la protección de la Iglesia. Podemos recurrir a esta protección,
acogernos a ella y estar seguros de ella. Pero, como dice el evangelio, Jesús
ora de un modo particular por Pedro: "para que tu fe no desfallezca". Esta
oración de Jesús es a la vez promesa y tarea. La oración de Jesús salvaguarda la
fe de Pedro, la fe que confesó en Cesarea de Filipo: "Tú eres el Cristo, el Hijo
de Dios vivo" (Mt 16, 16).
La tarea de Pedro consiste precisamente en no dejar que esa fe enmudezca nunca,
en fortalecerla siempre de nuevo, ante la cruz y ante todas las contradicciones
del mundo, hasta que el Señor vuelva. Por eso el Señor no ruega sólo por la fe
personal de Pedro, sino también por su fe como servicio a los demás. Y esto es
exactamente lo que quiere decir con las palabras: "Y tú, una vez convertido,
confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32).
"Tú, una vez convertido": estas palabras constituyen a la vez una profecía y una
promesa. Profetizan la debilidad de Simón que, ante una sierva y un siervo,
negará conocer a Jesús. A través de esta caída, Pedro, y con él la Iglesia de
todos los tiempos, debe aprender que la propia fuerza no basta por sí misma para
edificar y guiar a la Iglesia del Señor. Nadie puede lograrlo con sus solas
fuerzas.
Aunque Pedro parece capaz y valiente, fracasa ya en el primer momento de la
prueba. "Tú, una vez convertido". El Señor le predice su caída, pero le promete
también la conversión: "el Señor se volvió y miró a Pedro..." (Lc 22, 61). La
mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Él,
"saliendo, rompió a llorar amargamente" (Lc 22, 62).
Queremos implorar siempre de nuevo esta mirada salvadora de Jesús: por todos los
que desempeñan una responsabilidad en la Iglesia; por todos los que sufren las
confusiones de este tiempo; por los grandes y los pequeños: Señor, míranos
siempre de nuevo y así levántanos de todas nuestras caídas y tómanos en tus
manos amorosas.
El Señor encomienda a Pedro la tarea de confirmar a sus hermanos con la promesa
de su oración. El encargo de Pedro se apoya en la oración de Jesús. Esto es lo
que le da la seguridad de perseverar a través de todas las miserias humanas. Y
el Señor le encomienda esta tarea en el contexto de la Cena, en conexión con el
don de la santísima Eucaristía. En su realidad íntima, la Iglesia, fundada en el
sacramento de la Eucaristía, es comunidad eucarística y así comunión en el
Cuerpo del Señor. La tarea de Pedro consiste en presidir esta comunión
universal, en mantenerla presente en el mundo como unidad también visible. Como
dice san Ignacio de Antioquía, él, juntamente con toda la Iglesia de Roma, debe
presidir la caridad, la comunidad del amor que proviene de Cristo y que supera
siempre de nuevo los límites de lo privado para llevar el amor de Cristo hasta
los confines de la tierra.
La tercera referencia al Primado se encuentra en el evangelio de san Juan (Jn
21, 15-19). El Señor ha resucitado y, como Resucitado, encomienda a Pedro su
rebaño. También aquí se compenetran mutuamente la cruz y la resurrección. Jesús
predice a Pedro que su camino se dirigirá hacia la cruz. En esta basílica,
erigida sobre la tumba de Pedro, una tumba de pobres, vemos que el Señor
precisamente así, a través de la cruz, vence siempre. No ejerce su poder como
suele hacerse en este mundo. Es el poder del bien, de la verdad y del amor, que
es más fuerte que la muerte. Sí, como vemos, su promesa es verdadera: los
poderes de la muerte, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia
que él ha edificado sobre Pedro (cf. Mt 16, 18) y que él, precisamente de este
modo, sigue edificando personalmente.
En esta solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, me dirijo de modo
especial a vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido de
numerosos países del mundo para recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro.
Os saludo cordialmente a vosotros y a las personas que os acompañan.
Saludo, asimismo, con particular alegría a la delegación del Patriarcado
ecuménico presidida por su eminencia Ioannis Zizioulas, metropolita de Pérgamo,
presidente de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre
católicos y ortodoxos. Expreso mi agradecimiento al Patriarca Bartolomé I y al
Santo Sínodo por este signo de fraternidad, que pone de manifiesto el deseo y el
compromiso de progresar con más rapidez por el camino de la unidad plena que
Cristo imploró para todos sus discípulos.
Compartimos el ardiente deseo expresado un día por el Patriarca Atenágoras y el
Papa Pablo VI: beber juntos del mismo cáliz y comer juntos el mismo Pan, que es
el Señor mismo. En esta ocasión imploramos de nuevo que nos sea concedido pronto
este don. Y damos gracias al Señor por encontrarnos unidos en la confesión que
Pedro hizo en Cesarea de Filipo por todos los discípulos: "Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo". Esta confesión queremos llevarla juntos al mundo de hoy.
Que nos ayude el Señor a ser, precisamente en este momento de nuestra historia,
auténticos testigos de sus sufrimientos y partícipes de la gloria que está para
manifestarse (cf. 1 P 5, 1). Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
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