Homilía de Benedicto XVI en el Corpus Christi
ROMA, viernes, 16 junio 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este jueves por la tarde al
celebrar la misa de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
(Corpus Christi), en la Basílica de San Juan de Letrán.
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Queridos hermanos y hermanas:
En la víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus
manos --como hemos escuchado hace poco en el Evangelio-- y, tras pronunciar la
bendición, lo rompió y lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad, este es mi
cuerpo». Después tomó el cáliz, dio gracias, se lo dio y todos bebieron de él. Y
dijo: «Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos» (Marcos 14,
22-24). Toda la historia de Dios con los hombres se resume en estas palabras. No
sólo recuerdan e interpretan el pasado, sino que anticipan también el futuro, la
venida del Reino de Dios en el mundo. Jesús no sólo pronuncia palabras. Lo que
Él dice es un acontecimiento, el acontecimiento central de la historia del mundo
y de nuestra vida personal.
Estas palabras son inagotables. Quisiera meditar con vosotros en este momento en
un solo aspecto. Jesús, como signo de la presencia, escogió el pan y el vino.
Con cada uno de los dos signos se entrega totalmente, no sólo una parte de sí.
El Resucitado no está dividido. Él es una persona que, a través de los signos,
se acerca a nosotros y se une a nosotros. Los signos, sin embargo, representan
de manera clara cada uno de los aspectos particulares de su misterio y, con su
manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a
comprender algo más del misterio de Jesucristo. Durante la procesión y en la
adoración, nosotros miramos a la Hostia consagrada, la forma más sencilla de pan
y de alimento, hecho simplemente con algo de harina y de agua. La oración con la
que la Iglesia durante la liturgia de la misa entrega este pan al Señor lo
presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido
el cansancio humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien
siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es sólo un
producto nuestro, algo que nosotros hacemos; es fruto de la tierra y, por tanto,
es también un don. El hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; sólo
el Creador podía darle la fertilidad. Y ahora podemos también ampliar algo esta
oración de la Iglesia, diciendo: el pan es fruto de la tierra y al mismo tiempo
del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de
lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Y el agua, de la que tenemos
necesidad para preparar el pan, no la podemos producir nosotros. En un período
en el que se habla de la desertización y en el que escuchamos denunciar el
peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones sin
agua, volvemos a darnos cuenta de la grandeza del don del agua y de que no
podemos proporcionárnoslo por nosotros mismos. Entonces, al contemplar más de
cerca este pequeño pedazo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos
presenta como una síntesis de la creación. Se unen el cielo y la tierra, así
como actividad y espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hace
posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y de la existencia del
hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo,
comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este pedazo de pan como su
signo. La creación con todos sus dones aspira más allá de sí misma hacia algo
que es todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, más
allá de la síntesis de naturaleza y espíritu que en cierto sentido
experimentamos en el pedazo de pan, la creación está orientada hacia la
divinización, hacia los santos desposorios, hacia la unificación con el Creador
mismo.
Pero todavía no hemos explicado plenamente el mensaje de este signo de pan. El
Señor hizo referencia a su misterio más profundo en el Domingo de Ramos, cuando
le presentaron la petición de unos griegos que querían encontrarse con Él. En su
respuesta a esta pregunta, se encuentra la frase: «En verdad, en verdad os digo:
si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da
mucho fruto» (Juan 12, 24). En el pan, hecho de granos molidos, se esconde el
misterio de la Pasión. La harina, el grano molido, presupone el morir y el
resucitar del grano. El ser molido y cocido manifiesta una vez más el mismo
misterio de la Pasión. Sólo a través del morir llega el resurgir, llega el fruto
y la nueva vida. Las culturas del Mediterráneo, en los siglos anteriores a
Cristo, habían intuido profundamente este misterio. Basándose en la experiencia
de este morir y resurgir, concibieron mitos de divinidades, que muriendo y
resucitando daban nueva vida. El ciclo de la naturaleza les parecía como una
promesa divina en medio de las tinieblas del sufrimiento y de la muerte que se
nos imponen. En estos mitos, el alma de los hombres, en cierto sentido, se
orientaba hacia ese Dios que se hizo hombre, que se humilló hasta la muerte en
la cruz y que de este modo abrió para todos nosotros la puerta de la vida. En el
pan y en su devenir, los hombres han descubierto una especie de expectativa de
la naturaleza, una especie de promesa de la naturaleza de que esto habría tenido
que existir: el Dios que muere de este modo nos lleva a la vida. Ha sucedido
realmente con Cristo lo que en los mitos era una expectativa y lo que el mismo
grano esconde como signo de la esperanza de la creación. A través de su
sufrimiento y de su muerte libre, Él se convirtió en pan para todos nosotros y,
de este modo, en esperanza viva y creíble: Él nos acompaña en todos nuestros
sufrimientos hasta la muerte. Los caminos que Él recorre con nosotros y a través
de los cuales nos conduce a la vida son caminos de esperanza.
Al contemplar en adoración a la Hostia consagrada, nos habla el signo de la
creación. Entonces nos encontramos con la grandeza de su don; pero nos
encontramos también con la Pasión, con la Cruz de Jesús y su resurrección. A
través de esta contemplación en adoración, Él nos atrae hacia sí, penetrando en
su misterio, por medio del cual quiere transformarnos, como transformó la
Hostia.
La Iglesia primitiva encontró en el pan un signo más. La «Doctrina de los doce
apóstoles», un libro redactado en torno al año 100, refiere en sus oraciones la
afirmación: «Que así como este pan partido estaba esparcido sobre las colinas y
es reunido en una sola cosa, del mismo modo tu Iglesia sea reunida desde los
confines de la tierra en tu Reino» (IX, 4). El pan, hecho de muchos granos de
trigo, encierra también un acontecimiento de unión: el convertirse en pan de
granos molidos es un proceso de unificación. Nosotros mismos, de los muchos que
somos, tenemos que convertirnos en un solo pan, en su solo cuerpo, nos dice san
Pablo (1 Corintios 10, 17). De este modo, el pan se convierte al mismo tiempo en
esperanza y tarea.
De manera semejante también nos habla el signo del vino. Ahora bien, mientras el
pan hace referencia a lo cotidiano, a la sencillez y a la peregrinación, el vino
expresa la exquisitez de la creación: a través de este signo menciona la fiesta
de alegría que Dios quiere ofrecernos al final de los tiempos y que anticipa
ahora, siempre de nuevo. Pero el vino también habla de la Pasión: la vid tiene
que ser podada repetidamente para poder purificarse; la uva tiene que madurar
bajo el sol y la lluvia y tiene que ser pisada: sólo a través de esta pasión
madura un vino apreciado.
En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos
recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el
desierto. La Hostia es nuestro maná con el que el Señor nos alimenta, es
verdaderamente el pan del cielo, con el que Él verdaderamente se entrega a sí
mismo. En la procesión, seguimos este signo y de este modo le seguimos a Él
mismo. Y le pedimos: ¡guíanos por los caminos de nuestra historia! ¡Vuelve a
mostrar a la Iglesia y a sus pastores siempre de nuevo el camino justo! ¡Mira a
la humanad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes; mira el
hambre física y psíquica que le atormenta! ¡Da a los hombres el pan para el
cuerpo y para el alma! ¡Dales trabajo! ¡Dales luz! ¡Dales a ti mismo!
¡Purifícanos y santifícanos a todos nosotros! Haznos comprender que sólo a
través de la participación en tu Pasión, a través del «sí» a la cruz, a la
renuncia, a las purificaciones que tú nos impones, nuestra vida puede madurar y
alcanzar su auténtico cumplimiento. Reúnenos desde todos los confines de la
tierra. ¡Une a tu Iglesia, une a la humanidad lacerada! ¡Danos tu salvación!
¡Amén!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]