Homilía de Benedicto XVI al celebrar misa en Varsovia
VARSOVIA, viernes, 26 mayo 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este viernes durante la
celebración eucarística en la Plaza Pilsudski de Varsovia.
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¡Sea alabado Jesucristo!
Queridos hermanos y hermanas en Cristo Señor: «junto con vosotros deseo elevar
un canto de gratitud a la Divina Providencia, que me permite hoy estar aquí como
peregrino». Con estas palabras, hace 27 años, comenzó su homilía en Varsovia mi
querido predecesor, Juan Pablo II. Las hago mías y doy gracias al Señor que me
ha concedido poder llegar hoy a esta histórica Plaza. Aquí, en la vigilia de
Pentecostés, Juan Pablo II pronunciaba las significativas palabras de la
oración: «Que baje tu Espíritu y renueve la faz de la tierra». Y añadió, «¡De
esta tierra!». En este mismo lugar fue despedido en una solemne ceremonia
fúnebre el gran primado de Polonia, el cardenal Stefan Wyszynski, de quien en
estos días recordamos el vigésimo quinto aniversario de su muerte.
Dios unió a estas dos personas no sólo mediante la misma fe, la misma esperanza
y el mismo amor, sino también mediante las mismas vivencias humanas, que unieron
a ambos íntimamente con la historia de este pueblo y de la Iglesia que vive en
él.
Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II escribió al cardenal Wyszynski: «En
la Sede de Pedro no estaría este Papa polaco, que hoy lleno de temor de Dios,
pero también de confianza, comienza el nuevo pontificado, sin tu fe, que no se
doblegó ante la prisión y el sufrimiento, sin tu heroica esperanza, sin tu
confianza hasta el final en la Madre de la Iglesia; sin Jasna Góra y sin todo
este período de historia de la Iglesia en nuestra Patria, ligado a tu servicio
de obispo y de primado» (Carta de Juan Pablo II a los polacos, 23 de octubre de
1978). ¿Cómo no dar gracias a Dios por lo que sucedió en vuestra patria, en el
mundo entero, durante el pontificado de Juan Pablo II? Ante nuestros ojos han
tenido lugar cambios de enteros sistemas políticos, económicos y sociales. La
gente de varios países ha reconquistado la libertad y el sentido de la dignidad.
«No olvidemos las grandes obras de Dios» (Cf. Salmo 78, 7). Yo también os doy
las gracias por vuestra presencia y por vuestra oración. Gracias al cardenal
primado por las palabras que me ha dirigido. Saludo a todos los obispos aquí
presentes. Me alegra el ver la participación del señor presidente y de las
autoridades estatales y locales. Abrazo con el corazón a todos los polacos que
viven en la patria y en el extranjero.
«¡Permaneced firmes en la fe!». Acabamos de escuchar las palabras de Jesús: «Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro
Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad»
(Juan 14, 15-17a). Con estas palabras Jesús revela el profundo lazo que existe
entre la fe y la profesión de la Verdad Divina, entre la fe y la entrega a
Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los
mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del
Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que pone en
armonía los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y les hace
capaces de amar a los hermanos como Él los ha amado. La fe es un don, pero al
mismo tiempo es una tarea.
«Él os dará otro Consolador - el Espíritu de Verdad». La fe, como conocimiento y
profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, «viene de la predicación, y
la predicación, por la Palabra de Cristo», dice san Pablo (Romanos 10, 17). A lo
largo de la historia de la Iglesia, los apóstoles han predicado la palabra,
preocupándose por entregarla intacta a sus sucesores, quienes a su vez la han
transmitido a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos
predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad
a la verdad de la palabra de Cristo. De este modo, del cuidado de la verdad ha
nacido la Tradición de la Iglesia. Al igual que en los siglos pasados, también
hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, querrían
falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según
ellos, son demasiado incómodas para el mundo moderno. Se trata de dar la
impresión de que todo es relativo: incluso las verdades de fe dependerían de la
situación histórica y del juicio humano. Pero la Iglesia no puede acallar al
Espíritu de Verdad. Los sucesores de los apóstoles, junto con el Papa, son los
responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están
llamados a compartir esta responsabilidad, aceptando sus indicaciones
autorizadas. Todo cristiano está obligado a confrontar continuamente sus propias
convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia en
su compromiso por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando ésta es
exigente y humanamente difícil de comprender. No tenemos que caer en la
tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las
Sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede abrir a la adhesión a
Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.
De hecho, Cristo dice: «Si me amáis…». La fe no significa sólo aceptar un cierto
número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la
vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación
íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquél que nos ha amado
antes (Cf. 1 Juan 4, 11), hasta la entrega total de sí mismo. «La prueba de que
Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros» (Romanos 5, 8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande,
sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a
Cristo? Quiere decir fiarse de Él, incluso en la hora de la prueba, seguirle
fielmente incluso en el Vía Crucis, con la esperanza de que pronto llegará la
mañana de la resurrección. Si confiamos en Él no perdemos nada, sino que ganamos
todo. Nuestra vida adquiere en sus manos su verdadero sentido. El amor por
Cristo se expresa con la voluntad de poner en sintonía la propia vida con los
pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión
interior, basada en la gracia de los Sacramentos, reforzada con la oración
continua, con la alabanza, con la acción de gracias y la penitencia. No puede
faltar una atenta escucha de las inspiraciones que Él suscita a través de su
Palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, de las
situaciones de vida de todos los días. Amarlo quiere decir permanecer en diálogo
con Él, para conocer su voluntad y realizarla prontamente.
Pero vivir la propia fe como relación de amor con Cristo significa estar
dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este
motivo, Jesús ha dicho a los apóstoles: «Si me amáis guardaréis mis
mandamientos». Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor
Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador
había inscrito en el corazón del hombre y que había formulado en las tablas de
los Diez Mandamientos. « No penséis que he venido a abolir la Ley y los
Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el
cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o una tilde de la Ley sin que
todo suceda» (Mateo 5, 17-18). Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad
el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el
amor a Dios y al prójimo: «amar [a Dios] con todo el corazón, con toda la
inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más
que todos los holocaustos y sacrificios» (Marcos 12, 33). Es más, Jesús en su
vida y en su misterio pascual ha llevado a cumplimiento toda la ley. Uniéndose a
nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros
el «yugo» de la ley, y de este modo se convierte en una «carga ligera» (Mateo
11, 30). Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores
de quienes tratan de vivir profundamente la fe: Bienaventurados los pobres de
espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia,
los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los
perseguidos por causa de la justicia… (Cf. Mateo 5,3-12)
Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se revela como
amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza
de cada uno y cada una de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en
todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en
constructor de la verdadera «civilización del amor», en la que Cristo es el
centro. Hace 27 años, en este lugar, Juan Pablo II dijo: «Polonia se ha
convertido en nuestros tiempos en tierra de testimonio especialmente
responsable» (Varsovia, 2 de junio de 1979). Os lo pido, cultivad este rico
patrimonio de fe que os han transmitido las generaciones precedentes, el
patrimonio del pensamiento y del servicio de ese gran polaco, el Papa Juan Pablo
II. Sed fuertes en la fe, transmitidla a vuestros hijos, dad testimonio de la
gracia que habéis experimentado de un modo tan abundante a través del Espíritu
Santo en vuestra historia. Que María, Reina de Polonia, os muestre el camino
hacia su Hijo y os acompañe en el camino hacia un futuro feliz y lleno de paz.
Que no falte nunca en vuestros corazones el amor por Cristo y por su Iglesia.
¡Amén!