Homilía del Papa en la misa de entrega del anillo a los
15 nuevos cardenales
Fuente: Libreria Editrice Vaticana
Autor: S.S. Benedicto XVI
¡Venerados cardenales, patriarcas y obispos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas!
En esta víspera de la solemnidad de la Anunciación del Señor, el clima
penitencial de la Cuaresma deja lugar a la fiesta: hoy el Colegio de los
cardenales se enriquece con quince nuevos miembros. Os saludo con gran
cordialidad ante todo a vosotros, a quienes tengo la alegría de crear
cardenales, dando gracias al cardenal William Joseph Levada por los sentimientos
y pensamientos que en nombre de todos vosotros me acaba de expresar.
Con gusto saludo también a los demás señores cardenales, a los venerados
patriarcas, a los obispos, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas y los
numerosos fieles, en particular a los familiares, reunidos aquí para unirse, en
la oración y en la alegría cristiana, a los nuevos purpurados. Con un
reconocimiento especial acojo a las diferentes autoridades gubernamentales y
civiles, que representan a diferentes naciones e instituciones.
El consistorio ordinario público es un acontecimiento que manifiesta con gran
elocuencia la naturaleza universal de la Iglesia, difundida en todos los
rincones del mundo para anunciar a todos los Buena Nueva de Cristo Salvador. El
amado Juan Pablo II celebró nueve, contribuyendo de manera determinante a
renovar el Colegio cardenalicio, según las orientaciones que el Concilio
Vaticano II y el siervo de Dios Pablo VI habían dado. Si bien es verdad que a
través de los siglos han cambiado muchas cosas en lo que concierne al Colegio
cardenalicio, no han cambiado sin embargo la sustancia y la naturaleza esencial
de este importante organismo eclesial. Sus antiguas raíces y su desarrollo
histórico y su composición actual hacen que sea verdaderamente una especie de
«Senado», llamado a cooperar de cerca con el sucesor de Pedro en el cumplimiento
de las tareas ligadas a su ministerio apostólico universal.
La Palabra de Dios, que acaba de proclamarse, nos hace remontar al pasado. Con
el evangelista Marcos hemos regresado al origen mismo de la Iglesia y, en
particular, al origen del ministerio de Pedro. Con los ojos del corazón hemos
vuelto a ver al Señor Jesús, a cuya alabanza y gloria está totalmente orientado
el acto que estamos realizando. Ha pronunciado palabras que han traído a la
memoria la definición del romano pontífice que le gustaba a san Gregorio Magno:
«Servus servorum Dei» [siervo de los siervos de Dios, ndt.]. De hecho, Jesús, al
explicar a los doce apóstoles que deberían ejercer su autoridad de manera muy
diferente a la de los «jefes de las naciones», resume esta modalidad con el
estilo del servicio: «el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será
vuestro servidor (diákonos); y el que quiera ser el primero entre vosotros, será
esclavo de todos (aquí Jesús utiliza una palabra más fuerte, doulos)» (Marcos
10,43-44). La disponibilidad total y generosa para servir a los demás es el
signo distintivo de quien, en la Iglesia, es constituido como autoridad, pues
así sucedió con el Hijo del hombre, quien no «ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Marcos 10, 45). A pesar de ser
Dios, es más, movido precisamente por su divinidad, asumió la forma de siervo
--«formam servi»--, como explica admirablemente el himno a Cristo de la Carta a
los Filipenses (Cf. 2, 6-7).
El primer «siervo de los siervos de Dios» es, por tanto, Jesús. Tras Él y unidos
a Él, los apóstoles; y entre éstos, de manera especial, Pedro, a quien el Señor
confío la responsabilidad de guiar su rebaño. La tarea del Papa consiste en ser
el primer servidor de todos. El testimonio de esta actitud surge claramente de
la primera lectura de esta liturgia, que nos vuelve a proponer la exhortación de
Pedro a los «presbíteros» y a los ancianos de la comunidad (Cf. 1 Pedro 5, 1).
Es una exhortación hecha con esa autoridad que tiene el apóstol por haber sido
testigo de los sufrimientos de Cristo, Buen Pastor. Se percibe que las palabras
de Pedro provienen de la experiencia personal del servicio al rebaño de Dios,
pero antes aún se fundamentan en la experiencia del comportamiento de Jesús: en
su manera de servir hasta el sacrificio de sí mismo, en su humillación hasta la
muerte, y una muerte de cruz, confiando sólo en el Padre, que le exaltó en el
momento oportuno. Pedro, como Pablo, quedó íntimamente «conquistado» por Cristo
--«comprehensus sum a Christo Iesu» (Cf. Filipenses 3, 12)--, y como Pablo puede
exhortar a los ancianos con plena autoridad, pues ya no es él quien vive, sino
que es Cristo quien vive en él --«vivo autem iam non ego, vivit vero in me
Christus» (Gálatas 2, 20).
Sí, venerados y queridos hermanos, lo que afirma el príncipe de los apóstoles se
aplica particularmente a quien está llamado a revestirse con la púrpura
cardenalicia: «A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano
como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que
está para manifestarse» (1 Pedro 5, 1). Son palabras que, incluso en su
estructura esencial, recuerdan el misterio pascual, particularmente presente en
nuestro corazón en estos días de Cuaresma. San Pedro las aplica a sí mismo, en
cuanto «anciano como ellos» (sympresbýteros), dando a comprender que el anciano
en la Iglesia, el presbítero, por la experiencia alcanzada a través de los años
y de las pruebas afrontadas y superadas, tiene que estar particularmente
«sintonizado» con el dinamismo íntimo del misterio pascual. ¡Cuántas veces,
queridos hermanos, que dentro de poco recibiréis la dignidad cardenalicia,
habéis encontrado en estas palabras un motivo de meditación y de estímulo
espiritual para seguir las huellas del Señor crucificado y resucitado! Serán
comprometedoramente confirmadas de nuevo por lo que os exigirá vuestra nueva
responsabilidad. Al quedar unidos más de cerca al sucesor de Pedro, estaréis
llamados a colaborar con él en el cumplimiento de su peculiar servicio eclesial,
y esto os exigirá una participación más intensa en el misterio de la Cruz,
compartiendo los sufrimientos de Cristo. Y todos nosotros somos hoy testigos de
sus sufrimientos, en el mundo y también en su Iglesia, y precisamente de este
modo participamos también en su gloria. Esto os permitirá poder recurrir más
abundantemente a los manantiales de la gracia y difundir a vuestro alrededor más
eficazmente sus frutos benéficos.
Venerados y queridos hermanos, quisiera resumir el sentido de vuestra llamada en
la palabra que he puesto como centro de mi primera encíclica: «caritas». Se
asocia adecuadamente también al color de la púrpura cardenalicia. Que sea
siempre expresión de la «caritas Christi», estimulándoos a un amor apasionado
por Cristo, por su Iglesia y por la humanidad. Tenéis ahora un ulterior motivo
para tratar de revivir los mismos sentimientos que llevaron al Hijo de Dios
hecho hombre a derramar su sangre en expiación por los pecados de toda la
humanidad. Cuento con vosotros, venerados hermanos, cuento con todo el Colegio
del que pasáis a formar parte, para anunciar al mundo que «Deus caritas est», y
para hacerlo ante todo con el testimonio de sincera comunión entre los
cristianos: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor
los unos a los otros» (Juan 13, 35). Cuento con vosotros, queridos hermanos
cardenales, para hacer que el principio de la caridad pueda irradiarse y logre
vivificar a la Iglesia a todos los niveles de su jerarquía, en toda comunidad e
instituto religioso, en toda iniciativa espiritual, apostólica y de animación
social. Cuento con vosotros para que el esfuerzo común de poner la mirada en el
Corazón abierto de Cristo haga más seguro y veloz el camino hacia la unidad
plena de los cristianos. Cuento con vosotros para que gracias a la atenta
valoración de los pequeños y de los pobres, la Iglesia ofrezca al mundo de modo
incisivo el anuncio y el desafío de la civilización del amor. Todo esto me gusta
verlo simbolizado en la púrpura de la que estáis revestidos. Que sea realmente
símbolo del ardiente amor cristiano que refleja vuestra existencia.
Pongo este deseo en las manos maternales de la Virgen de Nazaret, de la que el
Hijo de Dios tomó la sangre que después derramaría en la Cruz como testimonio
supremo de su caridad. En el misterio de la Anunciación, que nos disponemos a
celebrar, se nos revela que por obra del Espíritu Santo, el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros. Que por intercesión de María descienda abundantemente
sobre los nuevos cardenales y sobre todos nosotros la efusión del Espíritu de
verdad y de caridad para que, conformados cada vez más con Cristo, podamos
dedicarnos incansablemente a la edificación de la Iglesia y a la difusión del
Evangelio en el mundo.
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 24 marzo 2006
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede
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