Homilía de Benedicto XVI en el Domingo de Ramos, Jornada Mundial de la Juventud
La Cruz es el símbolo del auténtico amor, explica
CIUDAD
DEL VATICANO, domingo, 9 abril 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la misa del Domingo de
Ramos, XXI Jornada Mundial de la Juventud, que llevaba por tema: «Para mis pies
antorcha es tu palabra, luz para mi sendero» (Sal 118[119],105)
* * *
Desde hace veinte años, gracias al Papa Juan Pablo II, el Domingo de Ramos se ha
convertido de manera particular en el día de la juventud, el día en que los
jóvenes del todo el mundo salen al encuentro de Cristo, deseando acompañarle en
sus ciudades y sus países para que esté entre nosotros y pueda establecer en el
mundo su paz. Si queremos salir al encuentro de Jesús y caminar después con él
por su camino, tenemos que preguntar: ¿Por qué camino quiere guiarnos? ¿Qué nos
esperamos de él? ¿Qué se espera de nosotros?
Para comprender lo que sucedió el Domingo de Ramos y saber qué significa no sólo
para aquella época sino para todos los tiempos, resulta importante un detalle,
que para sus discípulos se convirtió en la clave para comprender aquel
acontecimiento cuando, después de Pascua, recordaron con una nueva mirada
aquellos días tumultuosos. Jesús entra en la Ciudad Santa a lomos de un asno, es
decir, el animal de la sencilla gente del campo, y además un asno que no le
pertenece, que ha tomado prestado para esta ocasión. No llega en una lujosa
carroza real, ni a caballo como los grandes del mundo, sino en un asno tomado
prestado. Juan nos cuenta que en un primer momento los discípulos no entendieron
esto. Sólo después de la Pascua se dieron cuenta de que de este modo Jesús
estaba cumpliendo los anuncios de los profetas, mostraba que su acción derivaba
de la Palabra de Dios y la llevaba a su cumplimiento. Se acordaron, dice Juan,
de que en el profeta Zacarías se lee: «No temas, hija de Sión; mira que viene tu
Rey montado en un pollino de asna» (Juan 12, 15; Cf. Zacarías 9, 9). Para
comprender el significado de la profecía y de este modo la acción de Jesús,
tenemos que escuchar todo el texto de Zacarías que sigue diciendo: «El suprimirá
los cuernos de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de
combate, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y
desde el Río hasta los confines de la tierra» (9,10).
De este modo, el profeta hace tres afirmaciones sobre el rey venidero.
En primer lugar, dice que será un rey de los pobres, un pobre entre los pobres y
para los pobres. La pobreza se entiende en este caso en el sentido de los «anawim»
de Israel, de esas almas creyentes y humildes que vemos alrededor de Jesús, en
la perspectiva de la primera bienaventuranza del Sermón de la montaña. Uno puede
ser materialmente pobre pero tener el corazón lleno del ansia de riqueza y del
poder que deriva de la riqueza. El hecho de que vive en la envidia y en la
avaricia demuestra que, en su corazón, forma parte de los ricos. Desea trastocar
la repartición de los bienes, pero para que él mismo se encuentre en la
situación que antes ocupaban los ricos. La pobreza en el sentido de Jesús --en
el sentido de los profetas-- presupone sobre todo la libertad interior de la
avaricia y del afán de poder. Se trata de una realidad más grande que una
repartición diferente de los bienes, que se limitaría al campo material, y que
haría aún más duros los corazones. Se trata, ante todo, de la purificación del
corazón, gracias a la cual se reconoce que la posesión es responsabilidad ante
los demás, que bajo laminada de Dios y se deja guiar por Cristo que, siendo
rico, se hizo pobre por nosotros (Cf. 2 Corintios 8, 9). La libertad interior es
el presupuesto para superar la corrupción y la avaricia que a estas alturas
devastan el mundo; esta libertad puede encontrarse sólo si Dios se convierte en
nuestra riqueza; sólo puede encontrarse en la paciencia de las renuncias
cotidianas, en las que se desarrolla como libertad auténtica. En el Domingo de
Ramos aclamamos al rey que nos indica el camino hacia esta meta, Jesús, y le
pedimos que nos lleve consigo en su camino.
En segundo lugar, el profeta nos muestra que este rey será un rey de paz: hará
que desaparezcan los carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los
arcos y anunciará la paz. En la figura de Jesús esto se concretiza con el signo
de la Cruz. Es el arco roto, en cierto sentido el nuevo, el auténtico arco iris
de Dios, que une el cielo y la tierra y tiende puentes entre los continentes
sobre los abismos. La nueva arma que Jesús pone en nuestras manos es la Cruz,
signo de reconciliación, signo del amor que es más fuerte que la muerte. Cada
vez que nos hacemos la señal de la Cruz tenemos que acordarnos de no responder a
la injusticia con otra injusticia, a la violencia con otra violencia; tenemos
que acordarnos de que sólo podemos vencer al mal con el bien, sin ofrecer mal
por mal.
La tercera afirmación del profeta es el preanuncio de la universalidad: el reino
del rey de la paz se extiende «de mar a mar… hasta los confines de la tierra».
La antigua promesa de la Tierra es sustituida aquí con una nueva visión: el
espacio del rey mesiánico ya no es un país determinado, que se separaría de los
demás, y que inevitablemente tomaría posición contra los demás países. Su país
es la tierra, el mundo entero. Superando toda delimitación, en la multiplicidad
de las culturas, crea unidad. Penetrando con la mirada en las nubes de la
historia, vemos aquí cómo emerge desde lejos en la profecía la red de las
comunidades eucarísticas que abraza a todo el mundo, una red de comunidades que
constituyen el «Reino de la paz» de Jesús, de mar amar hasta los confines de la
tierra. Él llega a todas las culturas y a todas las partes del mundo, por
doquier, a las miserables cabañas y a los pobres pueblos, así como al esplendor
de las catedrales. Por doquier él es el mismo, el Único, y de este modo todos
los orantes reunidos, en la comunión con él, están unidos también entre sí en un
único cuerpo. Cristo gobierna haciéndose nuestro pan y entregándose a nosotros.
De este modo construye su Reino.
Este nexo se resulta totalmente claro en otra frase del Antiguo Testamento que
caracteriza y explica lo sucedido en el Domingo de Ramos. La muchedumbre aclama
a Jesús: «¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Marcos 11,9;
Salmo 117[118], 25s). Esta frase forma parte del rito de la fiesta de las
cabañas, durante la cual los fieles se mueven en corro en torno al altar,
llevando en las manos ramos de palma, arrayán y sauce.
Ahora la gente lanza este grito ante Jesús, en quien ve quien viene en el nombre
del Señor: la expresión: «El que viene en nombre del Señor», de hecho, se había
convertido en la manera de designar al Mesías. En Jesús reconocen a quien
verdaderamente viene en el nombre del Señor y trae la presencia de Dios entre
ellos. Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a Jesús durante su
entrada a Jerusalén, se ha convertido con razón en la Iglesia en la aclamación a
quien, en la Eucaristía, nos sale al encuentro de una manera nueva. Saludamos a
quien en la Eucaristía siempre llega entre nosotros en el nombre del Señor
uniendo en la paz de Dios los confines de la tierra. Esta experiencia de la
universalidad forma parte de la Eucaristía. Dado que el Señor viene, nosotros
salimos de nuestras realidades exclusivistas y pasamos a formar parte de la gran
comunidad de todos los que celebran este santo sacramento. Entramos en su reino
de paz y aclamamos en él en cierto sentido a nuestros hermanos y hermanas, por
quienes viene para crear un reino de paz en este mundo lacerado.
Las tres características anunciadas por el profeta --pobreza, paz,
universalidad-- están resumidas en el signo de la Cruz. Por este motivo, y con
razón, la Cruz se ha convertido en el centro de las Jornadas Mundiales de la
Juventud. Hubo un período --y no quedado totalmente superado-- en el que se
rechazaba el cristianismo precisamente a causa de la Cruz. La Cruz habla de
sacrificio, se decía, la Cruz es signo de negación de la vida. Nosotros, sin
embargo, queremos la vida entera, sin restricciones y sin renuncias. Queremos
vivir, nada más que vivir. No nos dejamos limitar por los preceptos y las
prohibiciones --se decía y se sigue diciendo--; queremos riqueza y plenitud.
Todo esto parece convincente y seductor; es el lenguaje de la serpiente que nos
dice: «No os dejéis atemorizar! ¡Comed tranquilamente de todos los árboles del
jardín!». El domingo de los Ramos, sin embargo, nos dice que el auténtico gran
«sí» es precisamente la Cruz, que la Cruz es el auténtico árbol de la vida. No
alcanzamos la vida apoderándonos de ella, sino dándola. El amor es la entrega de
nosotros mismos y, por este motivo, es el camino de la vida auténtica
simbolizada por la Cruz. Hoy se entrega la Cruz que fue el centro de la Jornada
Mundial de la Juventud en Colonia a una delegación para que comience su camino
hacia Sydney, donde en el año 2008 la juventud del mundo quiere reunirse de
nuevo alrededor de Jesús para construir junto a él el reino de la paz. ¡De
Colonia a Sydney, un camino a través de los continentes y las culturas, un
camino a través de un mundo lacerado y atormentado por la violencia!
Simbólicamente es como el camino de mar a mar, desde el río hasta los confines
de la tierra. Es el camino de quien, con el signo de la Cruz, nos entrega la paz
y hace de nosotros portadores de su paz. Doy las gracias a los jóvenes que
llevarán por los caminos del mundo esta Cruz, en la que casi podemos tocar el
misterio de Jesús. Pidámosle que al mismo tiempo abra nuestros corazones para
que, siguiendo su cruz, nos convirtamos en mensajeros de su amor y de su paz.
Amén.
[Taducción del original italiano realizada por Zenit
© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]