Benedicto XVI rinde homenaje a la labor
evangelizadora de las mujeres
Homilía al visitar la parroquia de Santa Ana en el Vaticano (5 de febrero)
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 16 febrero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía
que Benedicto XVI pronunció dejando en buena parte a un lado los papeles al
visitar al parroquia de Santa Ana en el Vaticano el domingo 5 de febrero de
2006.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio que acabamos de escuchar comienza con un episodio muy simpático,
muy hermoso, pero también lleno de significado. El Señor va a casa de Simón
Pedro y Andrés, y encuentra enferma con fiebre a la suegra de Pedro; la toma de
la mano, la levanta y la mujer se cura y se pone a servir. En este episodio
aparece simbólicamente toda la misión de Jesús. Jesús, viniendo del Padre, llega
a la casa de la humanidad, a nuestra tierra, y encuentra una humanidad enferma,
enferma de fiebre, de la fiebre de las ideologías, las idolatrías, el olvido de
Dios. El Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura. Y lo hace en todos los
siglos; nos toma de la mano con su palabra, y así disipa la niebla de las
ideologías, de las idolatrías. Nos toma de la mano en los sacramentos, nos cura
de la fiebre de nuestras pasiones y de nuestros pecados mediante la absolución
en el sacramento de la Reconciliación. Nos da la capacidad de levantarnos, de
estar de pie delante de Dios y delante de los hombres. Y precisamente con este
contenido de la liturgia dominical el Señor se encuentra con nosotros, nos toma
de la mano, nos levanta y nos cura siempre de nuevo con el don de su palabra,
con el don de sí mismo.
Pero también la segunda parte de este episodio es importante; esta mujer, recién
curada, se pone a servirlos, dice el evangelio. Inmediatamente comienza a
trabajar, a estar a disposición de los demás, y así se convierte en
representación de tantas buenas mujeres, madres, abuelas, mujeres de diversas
profesiones, que están disponibles, se levantan y sirven, y son el alma de la
familia, el alma de la parroquia.
Como se ve en el cuadro pintado sobre el altar, no sólo prestan servicios
exteriores. Santa Ana introduce a su gran hija, la Virgen, en las sagradas
Escrituras, en la esperanza de Israel, en la que ella sería precisamente el
lugar del cumplimiento. Las mujeres son también las primeras portadoras de la
palabra de Dios del evangelio, son verdaderas evangelistas. Y me parece que este
episodio del evangelio, aparentemente tan modesto, precisamente aquí, en la
iglesia de Santa Ana, nos brinda la ocasión de expresar sinceramente nuestra
gratitud a todas las mujeres que animan esta parroquia, a las mujeres que sirven
en todas las dimensiones, que nos ayudan siempre de nuevo a conocer la palabra
de Dios, no sólo con el intelecto, sino también con el corazón.
Volvamos al evangelio: Jesús duerme en casa de Pedro, pero a primeras horas de
la mañana, cuando todavía reina la oscuridad, se levanta, sale, busca un lugar
desierto y se pone a orar. Aquí aparece el verdadero centro del misterio de
Jesús. Jesús está en coloquio con el Padre y eleva su alma humana en comunión
con la persona del Hijo, de modo que la humanidad del Hijo, unida a él, habla en
el diálogo trinitario con el Padre; y así hace posible también para nosotros la
verdadera oración. En la liturgia, Jesús ora con nosotros, nosotros oramos con
Jesús, y así entramos en contacto real con Dios, entramos en el misterio del
amor eterno de la santísima Trinidad.
Jesús habla con el Padre; esta es la fuente y el centro de todas las actividades
de Jesús; vemos cómo su predicación, las curaciones, los milagros y, por último,
la Pasión salen de este centro, de su ser con el Padre. Y así este evangelio nos
enseña el centro de la fe y de nuestra vida, es decir, la primacía de Dios.
Donde no hay Dios, tampoco se respeta al hombre. Sólo si el esplendor de Dios se
refleja en el rostro del hombre, el hombre, imagen de Dios, está protegido con
una dignidad que luego nadie puede violar.
La primacía de Dios. Las tres primeras peticiones del "Padre nuestro" se
refieren precisamente a esta primacía de Dios: pedimos que sea santificado el
nombre de Dios; que el respeto del misterio divino sea vivo y anime toda nuestra
vida; que "venga el reino de Dios" y "se haga su voluntad" son las dos caras
diferentes de la misma medalla; donde se hace la voluntad de Dios, es ya el
cielo, comienza también en la tierra algo del cielo, y donde se hace la voluntad
de Dios está presente el reino de Dios; porque el reino de Dios no es una serie
de cosas; el reino de Dios es la presencia de Dios, la unión del hombre con
Dios. Y Dios quiere guiarnos a este objetivo.
El centro de su anuncio es el reino de Dios, o sea, Dios como fuente y centro de
nuestra vida, y nos dice: sólo Dios es la redención del hombre. Y la historia
del siglo pasado nos muestra cómo en los Estados donde se suprimió a Dios, no
sólo se destruyó la economía, sino que se destruyeron sobre todo las almas. Las
destrucciones morales, las destrucciones de la dignidad del hombre son las
destrucciones fundamentales, y la renovación sólo puede venir de la vuelta a
Dios, o sea, del reconocimiento de la centralidad de Dios.
En estos días, un obispo del Congo en visita ad limina me dijo: los europeos nos
dan generosamente muchas cosas para el desarrollo, pero no quieren ayudarnos en
la pastoral; parece que consideran inútil la pastoral, creen que sólo importa el
desarrollo técnico-material. Pero es verdad lo contrario —dijo—, donde no hay
palabra de Dios el desarrollo no funciona, y no da resultados positivos. Sólo si
hay antes palabra de Dios, sólo si el hombre se reconcilia con Dios, también las
cosas materiales pueden ir bien.
El texto evangélico, con su continuación, confirma esto con fuerza. Los
Apóstoles dicen a Jesús: vuelve, todos te buscan. Y él dice: no, debo ir a las
otras aldeas para anunciar a Dios y expulsar los demonios, las fuerzas del mal;
para eso he venido. Jesús no vino —el texto griego dice: "salí del Padre"— para
traer las comodidades de la vida, sino para traer la condición fundamental de
nuestra dignidad, para traernos el anuncio de Dios, la presencia de Dios, y para
vencer así a las fuerzas del mal. Con gran claridad nos indica esta prioridad:
no he venido para curar —aunque lo hago, pero como signo—; he venido para
reconciliaros con Dios. Dios es nuestro creador, Dios nos ha dado la vida,
nuestra dignidad: a él, sobre todo, debemos dirigirnos.
Y, como dijo el padre Gioele, la Iglesia celebra hoy en Italia la Jornada por la
vida. Los obispos italianos han querido recordar en su mensaje el deber
prioritario de "respetar la vida", al tratarse de un bien del que no se puede
disponer: el hombre no es el dueño de la vida; es, más bien, su custodio y
administrador. Y bajo la primacía de Dios automáticamente nace esta prioridad de
administrar, de custodiar la vida del hombre, creada por Dios. Esta verdad de
que el hombre es custodio y administrador de la vida constituye un punto
fundamental de la ley natural, plenamente iluminado por la revelación bíblica.
Se presenta hoy como "signo de contradicción" con respecto a la mentalidad
dominante. En efecto, constatamos que, a pesar de que existe en general una
amplia convergencia sobre el valor de la vida, cuando se llega a este punto —es
decir, si se puede, o no, disponer de la vida—, dos mentalidades se oponen de
manera irreconciliable.
De una forma más sencilla podríamos decir: la primera de esas dos mentalidades
considera que la vida humana está en las manos del hombre; la segunda reconoce
que está en las manos de Dios. La cultura moderna ha enfatizado legítimamente la
autonomía del hombre y de las realidades terrenas, desarrollando así una
perspectiva propia del cristianismo, la de la encarnación de Dios. Pero, como
afirmó claramente el concilio Vaticano II, si esta autonomía lleva a pensar que
"las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin
referirlas al Creador", entonces se origina un profundo desequilibrio, porque
"sin el Creador la criatura se diluye" ("Gaudium et spes", 36). Es significativo
que el documento conciliar, en el pasaje citado, afirme que esta capacidad de
reconocer la voz y la manifestación de Dios en la belleza de la creación es
propia de todos los creyentes, independientemente de la religión a la que
pertenezcan.
Podemos concluir que el pleno respeto de la vida está vinculado al sentido
religioso, a la actitud interior con la que el hombre afronta la realidad,
actitud de dueño o de custodio. Por lo demás, la palabra "respeto" deriva del
verbo latino respicere (mirar), e indica un modo de mirar las cosas y las
personas que lleva a reconocer su realidad, a no apropiarse de ellas, sino a
tratarlas con consideración, con cuidado. En definitiva, si se quita a las
criaturas su referencia a Dios, como fundamento trascendente, corren el riesgo
de quedar a merced del arbitrio del hombre, que, como vemos, puede hacer un uso
indebido de ellas.
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos juntos la intercesión de santa Ana en
favor de vuestra comunidad parroquial, a la que saludo con afecto. Saludo en
particular al párroco, padre Gioele, y le agradezco las palabras que me ha
dirigido al inicio; saludo también a los religiosos agustinos, con su prior
general; saludo a monseñor Angelo Comastri, mi vicario general para la Ciudad
del Vaticano, a monseñor Rizzato, mi limosnero, y a todos los presentes, de modo
especial a los niños, a los jóvenes y a todos los que habitualmente frecuentan
esta iglesia. Que sobre todos vele santa Ana, vuestra patrona celestial, y os
obtenga a cada uno el don de ser testigos del Dios de la vida y del amor.
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede]