Homilía de Benedicto XVI al clausurar el Congreso
Eucarístico Nacional Italiano
Sin la Eucaristía no se puede vivir, asegura
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 29 mayo 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este domingo durante la misa
que presidió en la explanada de Marisabella al clausurar el XXIV Congreso
Eucarístico Nacional italiano.
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«Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba Sión a tu Dios» (Salmo responsorial). La
invitación del salmista, de la que también se hace la Secuencia, expresa muy
bien el sentido de esta celebración eucarística: nos hemos reunido para alabar y
bendecir al Señor. Ésta es la razón que ha llevado a la Iglesia italiana a
encontrarse aquí, en Bari, con motivo del Congreso Eucarístico Nacional. Yo
también he querido unirme hoy a todos vosotros para celebrar con particular
relieve la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo y de este modo rendir
homenaje a Cristo en el Sacramento de su amor, y reforzar al mismo tiempo los
vínculos de comunión que me unen con la Iglesia que está en Italia y con sus
pastores. En esta importante cita eclesial también hubiera querido estar
presente mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II. Sentimos que él está
cerca de nosotros y que con nosotros glorifica a Cristo, buen Pastor, a quien él
puede contemplar ya directamente.
Os saludo con afecto a todos vosotros, que participáis en esta solemne liturgia:
al cardenal Camillo Ruini y a los demás cardenales presentes, al arzobispo de
Bari, monseñor Francesco Cacucci, a los obispos de Apulia y a los numerosos
obispos que han acudido de todas las partes de Italia; a los sacerdotes, a los
religiosos, a las religiosas y a los laicos, en particular a aquellos que han
cooperado con la organización del Congreso. Saludo también a las autoridades que
con su presencia subrayan que los Congresos Eucarísticos forman parte de la
historia y de la cultura del pueblo italiano.
Este Congreso Eucarístico, que hoy llega a su conclusión, ha querido volver a
presentar el domingo como «Pascua semanal», expresión de la identidad de la
comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema escogido, «Sin
el domingo no podemos vivir», nos remonta al año 304, cuando el emperador
Diocleciano prohibió a los cristianos, so pena de muerte, poseer las Escrituras,
reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus
asambleas. En Abitene, pequeña localidad en lo que hoy es Túnez, en un domingo
se sorprendió a 49 cristianos que, reunidos en la casa de Octavio Félix,
celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Arrestados,
fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino.
En particular, fue significativa la respuesta que ofreció Emérito al procónsul,
tras preguntarle por qué habían violado la orden del emperador. Le dijo: «Sine
dominico non possumus», sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la
Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las
dificultades cotidianas y no sucumbir. Después de atroces torturas, los 49
mártires de Abitene fueron asesinados. Confirmaron así, con el derramamiento de
sangre, su fe. Murieron, pero vencieron: nosotros les recordamos ahora en la
gloria de Cristo resucitado.
Tenemos que reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la
experiencia de los mártires de Abitene. Tampoco es fácil para nosotros vivir
como cristianos. Desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que nos
encontramos, caracterizado con frecuencia por el consumismo desenfrenado, por la
indiferencia religiosa, por el secularismo cerrado a la trascendencia, puede
parecer un desierto tan duro como ese desierto «grande y terrible» (Deuteronomio
8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del Libro del
Deuteronomio. Dios salió en ayuda del pueblo judío en dificultad con el don del
maná para darle a entender que «no sólo de pan vive el hombre, sino que el
hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Deuteronomio 8, 3). En el
Evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado cuál es el pan al que Dios quería
preparar al pueblo de la Nueva Alianza con el don del maná. Aludiendo a la
Eucaristía, dijo: «Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron
vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre» (Juan 6,
58). El hijo de Dios, haciéndose carne, podía convertirse en Pan y de este modo
ser alimento de su pueblo en camino hacia la tierra prometida del Cielo.
Tenemos necesidad de este Pan para afrontar los esfuerzos y cansancios del
viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerza de
Él, que es el Señor de la vida. El precepto festivo no es por tanto un simple
deber impuesto desde el exterior. Participar en la celebración dominical y
alimentarse del Pan eucarístico es una necesidad para el cristiano, quien de
este modo puede encontrar la energía necesaria para el camino que hay que
recorrer. Un camino que, además, no es arbitrario: el camino que Dios indica a
través de su ley va hacia la dirección inscrita en la esencia misma del hombre.
Seguirlo significa para el hombre realizarse a sí mismo, perderlo es perderse a
sí mismo.
El Señor no nos deja solos en este camino. Él está con nosotros; es más, desea
compartir nuestro destino hasta ensimismarse con nosotros. En el coloquio que
nos acaba de referir el Evangelio, dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí, y yo en él» (Juan 6, 56). ¿Cómo no alegrarnos por una promesa
así? Sin embargo, hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en
vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: «¿Cómo puede éste darnos a
comer su carne?» (Juan 6, 52). A decir verdad, aquella actitud se ha repetido
muchas veces a lo largo de la historia. Parecería que, en el fondo, la gente no
tiene ganas de tener a Dios tan cerca, tan disponible, tan presente en sus
vicisitudes. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, más bien alejado.
Se plantean entonces cuestiones que quieren demostrar que en definitiva una
cercanía así es imposible. Pero mantienen toda su claridad gráfica las palabras
que Cristo pronunció precisamente en aquella circunstancia: «En verdad, en
verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su
sangre, no tenéis vida en vosotros» (Juan 6, 53). Frente al murmullo de
protesta, Jesús habría podido retroceder con palabras tranquilizadoras: «Amigos
--hubiera podido decir--, ¡no os preocupéis! He hablado de carne, pero es sólo
un símbolo. Lo que quiero decir es sólo una profunda comunión de sentimientos».
Pero Jesús no recurrió a estos endulzamientos. Mantuvo con firmeza su
afirmación, incluso ante la defección de muchos de sus discípulos (Cf. Juan 6,
66). Es más, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos
apóstoles, con tal de no cambiar para nada el carácter concreto de su discurso:
«¿También vosotros queréis marcharos?» (Juan 6, 67), preguntó. Gracias a Dios,
Pedro dio una respuesta que hoy asumimos también nosotros, con plena conciencia:
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan 6, 68).
En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no
es estática. Es una presencia dinámica, que nos hace suyos, nos asimila a él. Lo
había comprendido muy bien Agustín, quien, al provenir de una formación
platónica, le había costado mucho en aceptar la dimensión «encarnada» del
cristianismo. En particular, él reaccionaba ante la perspectiva de la «comida
eucarística», que le parecía indigna de Dios: en las comidas comunes el hombre
se hace más fuerte, pues es él quien asimila la comida, haciendo de ella un
elemento de la propia realidad corporal. Sólo más tarde Agustín comprendió que
en la Eucaristía sucedía exactamente lo opuesto: el centro es Cristo que nos
atrae hacia sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de nosotros una
sola cosa con él (Cf. Confesiones, VII, 10, 16). De este modo, nos introduce en
la comunidad de los hermanos.
Aquí afrontamos una ulterior dimensión de la Eucaristía, que quisiera tocar
antes de concluir. El Cristo con el que nos encontramos en el sacramento es el
mismo aquí en Bari, como en Roma, como en Europa, América, África, Asia,
Oceanía. Es el único y el mismo Cristo quien está presente en el Pan eucarístico
de todo lugar de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarnos con él
junto a todos los demás. Sólo podemos recibirle en la unidad. ¿No es esto lo que
nos ha dicho el apóstol Pablo en la lectura que acabamos de escuchar?
Escribiendo a los corintios, afirma: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un
solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Corintios 10, 17).
La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor si no comulgamos
entre nosotros. Si queremos presentarnos a Él, tenemos que salir al encuentro
los unos de los otros. Para ello es necesario aprender la gran lección del
perdón: no hay que dejar que se apodere del espíritu la polilla del
resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro,
de la comprensión, de la posible aceptación de sus excusas, del generoso
ofrecimiento de las propias.
La Eucaristía, repitámoslo, es sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los
cristianos están divididos precisamente en el sacramento de la unidad. Con mayor
motivo, por tanto, apoyados por la Eucaristía, tenemos que sentirnos estimulados
a tender con todas las fuerzas hacia esa plena unidad que Cristo deseó
ardientemente en el Cenáculo. Precisamente aquí, en Bari, ciudad que custodia
los huesos de san Nicolás, tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos
cristianos de Oriente, quisiera confirmar mi voluntad de asumir como compromiso
fundamental el de trabajar con todas las energías en la reconstitución de la
plena y visible unidad de todos los seguidores de Cristo. Soy consciente de que
para ello no bastan las expresiones de buenos sentimientos. Se requieren gestos
concretos que entren en los espíritus y agiten las conciencias, invitando a cada
uno a esa conversión interior que es el presupuesto de todo progreso en el
camino del ecumenismo (Cf.
Discurso de
Benedicto XVI a los representantes de las iglesias y comunidades cristianas y de
otras religiones no cristianas, 25 de abril de 2005). Os pido a todos que
emprendáis con decisión el camino de ese ecumenismo espiritual, que en la
oración abre las puertas al Espíritu Santo, el único que puede crear la unidad.
Queridos amigos venidos a Bari desde varias partes de Italia para celebrar este
Congreso Eucarístico, tenemos que redescubrir la alegría del domingo cristiano.
Tenemos que redescubrir con orgullo el privilegio de poder participar en la
Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo
tuvo lugar el primer día de la semana, que para los judíos era el día de la
creación del mundo. Precisamente por este motivo el domingo era considerado por
la primitiva comunidad cristiana como el día en el que tuvo inicio el mundo
nuevo, el día en el que con la victoria de Cristo sobre la muerte comenzó la
nueva creación. Reuniéndose en torno a la mesa eucarística, la comunidad se iba
modelando como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquia llamaba a los
cristianos «aquellos que han alcanzado la nueva esperanza», y los presentaba
como personas «que viven según el domingo» («iuxta dominicam viventes»). Desde
esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: «¿Cómo podremos vivir sin
aquél a quien esperaron los profetas?» («Epistula ad Magnesios», 9, 1-2).
«¿Cómo podremos vivir sin él?». Escuchamos el eco de la afirmación de los
mártires de Abitene en estas palabras de san Ignacio: «Sine dominico non
possumus». De aquí surge nuestra oración: que los cristianos de hoy vuelvan a
encontrar la conciencia de la decisiva importancia de la celebración dominical y
que sepamos sacar de la participación en la Eucaristía el empuje necesario para
un nuevo compromiso en el anuncio al mundo de Cristo «nuestra paz» (Efesios 2,
14). ¡Amén!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]