Lo que el Papa no pudo decir en La Sapienza

Paginas Digital ofrece a sus lectores un resumen del discurso que Benedicto XVI no pudo pronunciar personalmente en la Universidad de la Sapienza de Roma. Ayer se leyó el texto en un acto académico apoyado por el Gobierno de centro izquierda de Italia y por el alcalde de Roma, Walter Weltoni.

Durante siglos esta universidad ha señalado el camino y la vida de la ciudad de Roma, generando las mejores energías intelectuales en todos los campos del saber. Tanto en el tiempo en que, tras de su fundación por el Papa Bonifacio VIII, la institución dependía directamente de la autoridad eclesiástica, como después, cuando el Studium Urbis se desarrolló como institución del Estado italiano, vuestra comunidad académica ha conservado un gran nivel científico y cultural, que la coloca entre las universidades más prestigiosas del mundo. Desde siempre, la Iglesia de Roma mira con simpatía y admiración a este centro universitario, reconociendo su empeño, arduo y fatigoso, por la investigación y formación de las nuevas generaciones. En esta circunstancia, quiero expresar mi gratitud por vuestra invitación para venir a vuestra universidad a impartir una lección. Desde que la recibí, me surge sobre todo una pregunta: ¿Qué puede y debe decir un Papa en una ocasión como ésta? En la lección de Ratisbona hablé, sí, como Papa, pero sobre todo hablé en calidad de profesor de aquella mi universidad, tratando de unir los recuerdos del pasado con el presente. En la Universidad “Sapienza”, la antigua universidad de Roma, se me invita sin embargo propiamente como obispo de Roma, y por eso debo hablar como tal. Ciertamente, la “Sapienza” fue en un tiempo la universidad del Papa, pero hoy es una universidad laica, con esa autonomía que, a partir de su misma fundación, ha formado parte siempre de la naturaleza de la universidad, la cual debe guiarse exclusivamente por la autoridad de la verdad. En su libertad respecto de las autoridades política y eclesiástica, la universidad encuentra su razón de ser, su papel dentro también de la sociedad moderna, que necesita una institución así.

Vuelvo a mi pregunta de partida: ¿Qué puede y debe decir el Papa en su encuentro con la universidad de la ciudad? Reflexionando sobre esta cuestión, me parece que la pregunta incluye otras dos interrogantes, cuya clarificación debería conducir a la respuesta. Es necesario, de hecho, preguntarse: ¿Cuál es la naturaleza y la misión del Papado? Y también: ¿Cuál es la naturaleza y la misión de la universidad? No quisiera entretenerme ni entreteneros en largas disquisiciones sobre la naturaleza del Papado. Baste una breve alusión. El Papa es sobre todo obispo de Roma y como tal, en virtud de la sucesión del apóstol Pedro, tiene una responsabilidad episcopal respecto a toda la Iglesia católica. La palabra “obispo” –episkopos, cuyo significado inicial deriva de “vigilante”- ya aparece en el Nuevo Testamento unida al concepto bíblico de Pastor: aquél que, desde un punto elevado, mira a todos, tomando conciencia del camino justo y de la cohesión del rebaño. En este sentido, tal designación de su tarea orienta la mirada sobre todo hacia la comunidad creyente. El obispo –el pastor- es el hombre que se hace cargo de esta comunidad, que la conserva unida y la mantiene en el camino hacia Dios, indicado según la fe cristiana en Jesús –y no sólo indicado: Él mismo es para nosotros el camino. Pero esta comunidad de la cual el obispo se hace cargo –grande o pequeña- vive en el mundo. Sus condiciones, su camino, su ejemplo y su palabra influyen inevitablemente sobre la comunidad humana de la que forman parte. Cuanto más grande es, tanto más repercuten sus buenas condiciones y su eventual degradación en la humanidad entera. Vemos hoy con mucha claridad cómo las condiciones de las religiones y la situación de la Iglesia –sus crisis y sus renovaciones- actúan sobre el conjunto de la humanidad. Así el Papa, como pastor de su comunidad, constituye cada vez más una voz de la razón ética para la humanidad.

Aquí, sin embargo, emerge de pronto la objeción, según la cual el Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente a partir de la razón ética, sino que aportaría sus juicios desde la fe, y por eso no podría pretender que sus palabras tengan validez para los que no comparten esta fe. Debemos entonces volver sobre este argumento, porque aquí está la cuestión absolutamente fundamental: ¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una afirmación –sobre todo una norma moral- demostrarse como “razonable”? En este punto, querría observar brevemente que John Rawls, negando a las doctrinas religiosas el carácter de la razón “pública”, todavía ve en su razón “no pública” al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad inducida secularmente, ocultarse a quienes la sostienen. Él ve un criterio de esta racionalidad en el hecho de que doctrinas similares derivan de una tradición responsable y motivada, y que a lo largo del tiempo han desarrollado argumentaciones lo suficientemente buenas como para sostenerse. En esta afirmación me parece importante reconocer que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo histórico de la sabiduría humana, es también un signo de su razonabilidad y de su significado duradero. Frente a una razón ahistórica, la sabiduría de la humanidad como tal –la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas- se debe valorar como una realidad que no se puede echar impunemente al cesto de la historia de las ideas.

Volvemos a la pregunta inicial. El Papa habla como representante de una comunidad creyente, en la que durante los siglos de su existencia ha madurado una determinada sabiduría para la vida, habla como representante de una comunidad que custodia en sí misma un tesoro de conocimiento y de experiencia ética de gran importancia para la humanidad entera: en este sentido, habla como representante de una razón ética.

Pero ahora hay que preguntar: ¿Y qué es la universidad? ¿Cuál es su tarea? Ésta es una pregunta gigantesca, a la que, por una vez, puedo intentar responder casi de forma telegráfica con algunas observaciones. Puede decirse que el verdadero, íntimo, origen de la universidad está en el deseo de conocer que le es propio al hombre. Éste quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad. En este sentido se pueden ver las preguntas de Sócrates como el impulso del que nace la universidad occidental. Pienso por ejemplo –por mencionar sólo un texto- en el diálogo con Eutifrón, que delante de Sócrates defiende la religión mítica y su devoción. A lo que Sócrates contrapone la pregunta: “Tú crees que entre los dioses existe realmente una guerra, con combates y enfrentamientos terribles… ¿Debemos decir, Eutifrón, que efectivamente todo eso es verdad?” (6 b-c). En esta pregunta aparentemente poco devota –que sin embargo en Sócrates derivaba de una religiosidad más profunda y pura, de la búsqueda del Dios verdaderamente divino- los cristianos de los primeros siglos se han reconocido a sí mismos y a su camino. Han acogido su fe no de modo positivista o como la vía de salida para los deseos incumplidos, la han entendido como el disolverse de la niebla de la religión mitológica que deja al descubierto a aquel Dios que es Razón creadora y al mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, la pregunta de la razón sobre Dios como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero sentido del ser humano era para ellos no una forma problemática de falta de religiosidad sino que formaba parte de la esencia de su ser religiosos. No tenían necesidad, por tanto, de abandonar los interrogantes socráticos, sino que podían, es más, debían acogerlos y reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar el conocimiento de la verdad. Podía, más aún debía así, en el ámbito de la fe cristiana, en el mundo cristiano, nacer la universidad.

Es necesario dar un paso más. El hombre quiere conocer –quiere la verdad. La verdad se refiere sobre todo al ver, al comprender, de la theoría, como la llama la tradición griega. Pero la verdad nunca es sólo teórica. Agustín, al poner en relación las Beatitudes del Sermón de la Montaña con los dones del Espíritu mencionados en Isaías 11, habla de una reciprocidad entre scientia y tristitia: el solo saber, dice, nos hace tristes. Y de hecho, quien ve y aprende sólo aquello que sucede en el mundo termina triste. Pero la verdad es más que saber: el conocimiento de la verdad tiene como fin el conocimiento del bien. Éste es el sentido de los interrogantes socráticos: ¿Cuál es el bien que nos hace verdaderos? La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera: éste es el optimismo que vive en la fe cristiana, porque a ella se le ha concedido la visión del Logos, de la Razón creadora que, en la encarnación de Dios, se ha revelado como el Bien, como la Bondad misma.

En la teología medieval se produjo una discusión sobre la relación entre teoría y praxis, sobre la justa relación entre conocer y actuar –una discusión que aquí no debemos desarrollar. De hecho la universidad medieval con sus cuatro facultades presenta esta correlación. Comenzamos con la Facultad que, según la comprensión de entonces, era la cuarta, la de medicina. Aunque se consideraba más como “arte” que como ciencia, todavía, su introducción en el cosmos de la universitas significaba claramente que se la consideraba en el ámbito de la racionalidad, que el arte de curar caminaba bajo la guía de la razón y se sustraía del ámbito de la magia. Curar es una tarea que requiere siempre más de la sola razón, pero precisamente por esto necesita una conexión entre saber y poder, necesita pertenecer a la esfera de la ratio. Inevitablemente aparece la cuestión de la relación entre praxis y teoría, entre conocer y obrar, en la Facultad de derecho. Se trata de dar una forma justa a la libertad humana, que es siempre libertad en la comunión recíproca: el derecho es el presupuesto de la libertad, no su enemigo. Pero aquí emerge la pregunta: ¿Cómo se establecen los criterios de justicia que hagan posible una libertad para vivir juntos y sirvan al ser bueno del hombre? En este punto se impone un salto al presente: es la cuestión de cómo se puede establecer una norma jurídica que constituya un ordenamiento de la libertad, de la dignidad humana y de los derechos del hombre. Es la cuestión que nos ocupa hoy en los procesos democráticos de formación de opinión y que al mismo tiempo nos angustia de cara al futuro de la humanidad. Jürgen Habermas expresa, me parece, un gran consenso del pensamiento actual cuando dice que la legitimidad de una carta constitucional, como presupuesto de legalidad, derivaría de dos fuentes: de la participación política igualitaria de todos los ciudadanos y de la forma razonable en que se resuelvan los enfrentamientos políticos. Respecto a esta “forma razonable”, apunta que no puede ser sólo una lucha por conseguir mejores números, sino que debe caracterizarse por ser un “proceso de argumentación sensible a la verdad” (wahrheitssensibles Argumentationsverfahren). Es cierto, pero es muy difícil llevarlo a la práctica política. Los representantes de ese “proceso de argumentación” público son –lo sabemos- mayoritariamente los partidos como responsables de formar la voluntad política. De hecho, se ven obligados a buscar sobre todo la consecución de mayorías con las que velarán casi inevitablemente por los intereses que han prometido satisfacer, intereses que son propiamente particulares y no sirven verdaderamente a todos. La sensibilidad de la verdad siempre se ve superada por la sensibilidad de los intereses. Encuentro significativo el hecho de que Habermas hable de la sensibilidad por la verdad como elemento necesario en el proceso de argumentación política, reinsertando así el concepto de verdad en el debate filosófico y político.

Pero entonces surge inevitablemente la pregunta de Pilatos: ¿Qué es la verdad? ¿Y cómo se la reconoce? Si para ello se remite a la “razón pública”, como hace Rawls, le sigue necesariamente otra pregunta: ¿Qué es lo razonable? ¿Cómo una razón se demuestra verdadera? En todo caso, se hace evidente que, en la investigación del derecho de la libertad, de la verdad de una convivencia justa, deben ser escuchadas otras instancias diferentes a los partidos y grupos de interés, sin con ello querer mínimamente quitarles la importancia que tienen. Volvemos así a la estructura de la universidad medieval. Junto a la de Derecho estaba la Facultad de filosofía y la de teología, a las que se confiaba la investigación sobre el ser hombre en su totalidad y, con ello, la tarea de mantener despierta la sensibilidad por la verdad. Se podría decir sin más que éste es el sentido permanente y verdadero de ambas facultades: ser custodios de la sensibilidad por la verdad, no permitir que el hombre se desvíe de la búsqueda de la verdad. ¿Pero cómo corresponder a esta tarea? Ésta es una pregunta que siempre exige trabajo, pues nunca queda resuelta definitivamente. Así, en este punto, ni siquiera yo puedo ofrecer una respuesta, pero sí una invitación a seguir en camino con esta pregunta –en camino con los grande que a lo largo de toda la historia han luchado y buscado, con sus respuestas y con sus inquietudes, la verdad, que remite continuamente más allá de cualquier respuesta particular.

Teología y filosofía forman una peculiar pareja de gemelos en la que ninguna de las dos puede separarse totalmente de la otra y en la que cada una debe conservar su propia tarea e identidad. Es mérito histórico de Santo Tomás de Aquino –frente a la diversidad de respuestas de los Padres a causa de su contexto histórico- haber iluminado la autonomía de la filosofía y, con ella, el derecho y la responsabilidad propia de la razón que se interroga.