Discurso de Benedicto XVI al
concluir su encuentro con los obispos de Suiza
El 9 de noviembre
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 7 diciembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 9 de noviembre al concluir
el encuentro con los obispos de Suiza. El Papa pronunció también este segundo
discurso sin papeles.
* * *
En primer lugar, quisiera daros las gracias a todos por este encuentro, que me
parece muy importante como ejercicio del afecto colegial, como manifestación de
nuestra responsabilidad común por la Iglesia y por el Evangelio en este momento
del mundo. Gracias por todo. Siento mucho que a causa de otros compromisos,
sobre todo de visitas ad limina ―en estos días toca el turno a los obispos
alemanes―, no he podido estar con vosotros. Realmente tenía el deseo de escuchar
la voz de los obispos suizos ―pero tal vez tendremos otras ocasiones― y
naturalmente de escuchar también el diálogo entre la Curia romana y los obispos
suizos: en la Curia romana también habla siempre el Santo Padre por su
responsabilidad con respecto a la Iglesia entera.
Así pues, gracias por este encuentro que, a mi parecer, nos ayuda a todos,
porque para todos es una experiencia de la unidad de la Iglesia, y también es
una experiencia de esperanza que nos acompaña en todas las dificultades que
afrontamos.
Quisiera pedir disculpas también por el hecho de que ya el primer día me
presenté sin un texto escrito; naturalmente, ya había pensado algunas cosas,
pero no encontré el tiempo para escribirlas. Sucede lo mismo en este momento; me
presento con esta pobreza, pero tal vez ser pobre en todos los sentidos conviene
también a un Papa en este momento de la historia de la Iglesia. En cualquier
caso, ahora no puedo pronunciar un gran discurso, como convendría después de un
encuentro con estos frutos.
En efecto, confieso que ya había leído la síntesis de vuestras discusiones y
ahora la he escuchado con gran atención. Me parece un texto muy ponderado y
rico; responde realmente a las preguntas fundamentales que nos ocupan, tanto por
lo que se refiere a la unidad de la Iglesia en su conjunto como a las cuestiones
específicas de la Iglesia en Suiza. Me parece que realmente traza el camino para
los próximos años y demuestra nuestra voluntad común de servir al Señor.
Se trata de un texto muy rico. Al leerlo pensé: en cierto sentido, sería absurdo
que yo volviera a hablar sobre estos temas, de los que se ha discutido durante
tres días con profundidad e intensidad. Veo en ese texto el resultado condensado
y rico del trabajo realizado; añadir algo más sobre los diversos puntos me
parece muy difícil, entre otras razones porque conozco el resultado del trabajo,
pero no he escuchado a los que han intervenido en las discusiones. Por eso pensé
que, esta tarde, al concluir, tal vez convenía volver una vez más sobre los
grandes temas que nos ocupan y que son, en definitiva, el fundamento de todos
los pequeños detalles, aunque, como es obvio, cada detalle es importante.
En la Iglesia la institución no es sólo una estructura exterior, mientras que el
Evangelio sería puramente espiritual. En realidad, el Evangelio y la institución
son inseparables, porque el Evangelio tiene un cuerpo y el Señor tiene un cuerpo
también en nuestro tiempo. Por eso, las cuestiones que a primera vista parecen
sólo institucionales, en realidad son cuestiones teológicas, y cuestiones
centrales porque en ellas se trata de la realización y concreción del Evangelio
en nuestro tiempo.
Por tanto, ahora conviene reafirmar una vez más las grandes perspectivas dentro
de las cuales se mueve toda nuestra reflexión. Con la indulgencia y la
generosidad de los miembros de la Curia romana, me permito volver a hablar en
alemán, porque tenemos unos traductores magníficos, y de otro modo quedarían
inactivos. He pensado en dos temas específicos, de los que ya he hablado y que
ahora quisiera profundizar un poco más.
Ante todo, tenemos el tema de "Dios". Me han venido a la mente las palabras de
san Ignacio: "El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza" (Carta
a los Romanos, III, 3). No deberíamos permitir que nuestra fe se disuelva en
demasiadas discusiones sobre múltiples detalles poco importantes; al contrario,
debemos tener siempre ante los ojos en primer lugar su grandeza.
Recuerdo que cuando iba yo a Alemania, en las décadas de 1980 y 1990, me pedían
entrevistas y siempre me daban por anticipado las preguntas. Se trataba de la
ordenación de mujeres, de la anticoncepción, del aborto y de otros problemas
como estos, que vuelven continuamente a la actualidad. Si nos dejamos arrastrar
por estas discusiones, entonces se identifica a la Iglesia con algunos
mandamientos o prohibiciones, y a nosotros se nos tacha de moralistas con
algunas convicciones pasadas de moda, y la verdadera grandeza de la fe no se
aprecia para nada. Por eso, creo que es fundamental poner de relieve
continuamente la grandeza de nuestra fe, un compromiso del que no debemos
permitir que nos aparten esas situaciones.
A este respecto, quisiera seguir completando ahora nuestras reflexiones del
martes pasado, insistiendo una vez más en que es importante sobre todo cuidar la
relación personal con Dios, con el Dios que se nos manifestó en Cristo. San
Agustín subrayó en repetidas ocasiones los dos aspectos del concepto cristiano
de Dios: Dios es “Logos” y Dios es “Amor”, hasta el punto de que se hizo
totalmente pequeño, asumiendo un cuerpo humano y al final se entregó como pan en
nuestras manos.
Estos dos aspectos del concepto cristiano de Dios deberíamos tenerlos siempre
presentes y hacerlos presentes. Dios es “Espíritu creador”, es “Logos”, es
razón. Por esto, nuestra fe es algo que tiene que ver con la razón; se puede
transmitir mediante la razón, y no tiene que esconderse ante la razón, ni
siquiera ante la de nuestro tiempo.
Pero precisamente esta razón eterna e inconmensurable no es sólo una matemática
del universo y mucho menos una “primera causa” que, después de haber provocado
el “Big bang”, se retiró. Al contrario, esta razón tiene un corazón, que le
impulsó a renunciar a su inmensidad, haciéndose carne. Y sólo en eso radica, a
mi entender, la última y verdadera grandeza de nuestra concepción de Dios.
Sabemos que Dios no es una hipótesis filosófica; no es algo que “tal vez”
existe; sino que nosotros lo conocemos y él nos conoce a nosotros. Y podemos
conocerlo cada vez mejor si permanecemos en diálogo con él.
Por eso, la pastoral tiene como misión fundamental enseñar a orar y aprenderlo
personalmente cada vez más. Hoy existen escuelas de oración, grupos de oración;
se ve que la gente la desea. Muchos buscan la meditación en alguna otra parte,
porque piensan que en el cristianismo no pueden encontrar la dimensión
espiritual. Nosotros debemos mostrarles de nuevo que esta dimensión espiritual
no sólo existe, sino que además es la fuente de todo.
Con este fin debemos multiplicar esas escuelas de oración, donde se enseñe a
orar juntos, donde se pueda aprender la oración personal en todas sus
dimensiones: como escucha silenciosa de Dios, como escucha que penetra en su
Palabra, que penetra en su silencio, que sondea su acción en la historia y en mi
persona; comprender también su lenguaje en mi vida y luego aprender a responder
orando con las grandes plegarias de los Salmos del Antiguo y del Nuevo
Testamento.
Las palabras para dirigirnos a Dios no las tenemos por nosotros mismos, sino que
nos han sido concedidas: el Espíritu Santo mismo ya ha formulado palabras de
oración para nosotros; podemos penetrar en ellas, orar con ellas, aprendiendo
así también la oración personal, aprendiendo cada vez más "a Dios" para tener
certeza de él, aunque calle; para alegrarnos en Dios.
Este íntimo estar con Dios y, por tanto, la experiencia de la presencia de Dios
es lo que nos permite experimentar continuamente, por decirlo así, la grandeza
del cristianismo, y luego nos ayuda también a atravesar todos los pequeños
detalles en los cuales, ciertamente, debemos vivirlo y realizarlo día a día,
sufriendo y amando, en la alegría y en la tristeza.
Desde esta perspectiva, a mi entender, se ve el significado de la liturgia
también precisamente como escuela de oración, en la que el Señor mismo nos
enseña a orar, en la que oramos con la Iglesia, tanto en la celebración sencilla
y humilde con unos cuantos fieles, como también en la fiesta de la fe. Ahora, en
las diversas conversaciones, he vuelto a comprobar precisamente cuán importante
es para los fieles, por una parte, el silencio en el contacto con Dios y, por
otra, la fiesta de la fe; cuán importante es poder vivir la fiesta.
También el mundo tiene sus fiestas. Nietzsche llegó a decir: sólo podemos hacer
fiesta si Dios no existe. Pero eso es absurdo: sólo puede haber una verdadera
fiesta si Dios existe y nos toca. Y sabemos que estas fiestas de la fe abren de
par en par el corazón de la gente y producen impresiones que ayudan con vistas
al futuro. En mis visitas pastorales a Alemania, Polonia y España he comprobado
nuevamente que allí la fe se vive como una fiesta y que acompaña luego a las
personas y las guía.
En este contexto quisiera mencionar otro hecho que me ha causado una impresión
muy profunda. En la última obra de santo Tomás de Aquino, inconclusa, el
“Compendium theologiae”, que quería estructurar sencillamente según las tres
virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, el gran doctor comenzó el capítulo
de la esperanza, y lo desarrolló parcialmente. Allí, por decirlo así, identifica
la esperanza con la oración: el capítulo sobre la esperanza es, al mismo tiempo,
el capítulo sobre la oración. La oración es esperanza en acto. De hecho, en la
oración se desvela la verdadera razón por la cual es posible esperar. Nosotros
podemos entrar en contacto con el Señor del mundo; él nos escucha y nosotros
podemos escucharlo a él. A esto aludía san Ignacio; y es lo que yo quería
recordaros una vez más: "El cristianismo no es obra de persuasión, sino de
grandeza" ―"Ou peismones to ergon, alla megethous estin ho Christianismos"―
(Carta a los Romanos, III, 3).
Lo realmente grande en el cristianismo es este poder entrar en contacto con
Dios, lo cual no dispensa de las cosas pequeñas y diarias, pero tampoco debe
quedar ocultado por ellas.
La segunda reflexión que me ha venido a la mente durante estos días atañe a la
moral. Escucho a menudo decir que hoy la gente tiene nostalgia de Dios, de
espiritualidad, de religión, y que se comienza a ver de nuevo a la Iglesia como
posible interlocutora, que puede dar una contribución a este respecto (ha habido
un período de tiempo en que esto, en el fondo, sólo se buscaba en las otras
religiones). Cada vez se toma mayor conciencia de que la Iglesia es una gran
portadora de experiencia espiritual; es como un árbol, en el que pueden anidar
las aves, aunque luego quieran de nuevo volar lejos, pero precisamente es el
lugar donde pueden descansar durante cierto tiempo.
En cambio lo que resulta muy difícil a la gente es la moral que la Iglesia
proclama. Sobre esto he reflexionado ―de hecho, ya reflexiono sobre ello desde
hace mucho tiempo― y veo cada vez con mayor claridad que, en nuestra época, en
cierto sentido, la moral se ha dividido en dos partes. No es que la sociedad
moderna sencillamente no tenga moral, sino que, por decirlo así, ha
"descubierto" y reivindica otra parte de la moral que tal vez no se ha propuesto
suficientemente en el anuncio de la Iglesia en los últimos decenios, y también
más. Son los grandes temas de la paz, la no violencia, la justicia para todos,
la solicitud por los pobres y el respeto de la creación.
Esto ha llegado a ser un conjunto ético que, precisamente como fuerza política,
tiene gran poder y constituye para muchos la sustitución o la sucesión de la
religión. En lugar de la religión, a la que se ve como metafísica y algo del más
allá ―tal vez incluso como algo individualista― entran los grandes temas morales
como lo esencial que luego confiere al hombre dignidad y lo compromete.
Esto es un aspecto; es decir, esta moralidad existe y fascina también a los
jóvenes, que se comprometen en favor de la paz, de la no violencia, de la
justicia, de los pobres y de la creación. Y realmente son grandes temas morales,
que por lo demás pertenecen también a la tradición de la Iglesia. Los medios que
se proponen para su solución, a menudo son muy unilaterales y no siempre son
aceptables, pero ahora no debemos detenernos en esto. Los grandes temas están
presentes.
La otra parte de la moral, que con frecuencia en la política se percibe de modo
muy controvertido, atañe a la vida. De esta moral forma parte el compromiso en
favor de la vida, desde la concepción hasta la muerte, es decir, su defensa
contra el aborto, contra la eutanasia, contra la manipulación y contra la
auto-legitimación del hombre a disponer de la vida.
A menudo se trata de justificar estas intervenciones con finalidades
aparentemente grandes: para utilidad de las generaciones futuras. Así se
presenta también como algo moral incluso el apropiarse de la vida misma del
hombre y manipularla. Pero, por otra parte, también existe la conciencia de que
la vida humana es un don que exige nuestro respeto y nuestro amor desde el
primer instante hasta el último, incluso cuando se trata de personas que sufren,
discapacitadas o débiles.
En este contexto se presenta también la moral del matrimonio y de la familia. El
matrimonio, por decirlo así, está cada vez más marginado. Conocemos el ejemplo
de algunos países, donde se han realizado modificaciones de la ley, según las
cuales el matrimonio ahora ya no se define como unión entre un hombre y una
mujer, sino como unión entre personas. De este modo, como es obvio, se destruye
la idea de fondo, y la sociedad, desde sus raíces, se transforma en algo
totalmente diverso.
La conciencia de que la sexualidad, el eros y el matrimonio como unión entre
hombre y mujer van juntos ―"los dos serán una sola carne" dice el Génesis―, se
debilita cada vez más; todo tipo de unión parece totalmente normal. Todo ello se
presenta como una especie de moralidad de la no-discriminación y como un modo de
libertad que se debe al hombre.
Así, como es obvio, la indisolubilidad del matrimonio se convierte en una idea
casi utópica, que precisamente también desmienten en la práctica muchas personas
de la vida pública. De este modo también la familia se desintegra
progresivamente. Desde luego, para el problema de la disminución impresionante
del índice de natalidad se dan múltiples explicaciones, pero con toda seguridad
también desempeña un papel decisivo el hecho de que se quiere tener la vida para
sí mismos, de que se confía poco en el futuro y de que precisamente se considera
que ya no es realizable la familia como comunidad duradera, en la que puede
crecer la generación futura.
Por consiguiente, en estos ámbitos nuestro anuncio choca contra una conciencia
contraria de la sociedad, por decirlo así, con una especie de anti-moralidad,
que se apoya en una concepción de la libertad vista como facultad de elegir
autónomamente, sin directrices prefijadas, como no-determinación, por tanto como
aprobación de todo tipo de posibilidades, presentándose así de modo autónomo
como éticamente correcto.
Pero la otra conciencia no ha desaparecido. Existe, y yo creo que debemos
esforzarnos por volver a unir estas dos partes de la moralidad y poner de
relieve que están inseparablemente unidas entre sí. Sólo si se respeta la vida
humana desde la concepción hasta la muerte es posible y creíble también la ética
de la paz; sólo entonces la no violencia puede expresarse en todas las
direccione; sólo entonces respetamos verdaderamente la creación; y sólo entonces
se puede llegar a la verdadera justicia.
Creo que en este aspecto tenemos una gran tarea por delante: por una parte, no
presentar el cristianismo como un simple moralismo, sino como un don en el que
se nos ha dado el amor que nos sostiene y nos proporciona la fuerza necesaria
para saber "perder la propia vida"; y, por otra, en este contexto de amor
donado, progresar también hacia las realizaciones concretas, las cuales siempre
tienen como fundamento el decálogo, que con Cristo y con la Iglesia debemos leer
en este tiempo de modo progresivo y nuevo.
Así pues, estos eran los temas que a mi parecer debía y podía añadir. Os
agradezco vuestra indulgencia y vuestra paciencia. Esperamos que el Señor nos
ayude a todos en nuestro camino.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
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