Discurso del Papa al inicio de su
encuentro con los obispos de Suiza
El 7 de noviembre
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 7 diciembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 7 de noviembre en un
encuentro con los obispos de Suiza, que concluían así la visita pastoral «ad
limina apostolorum» interrumpida en el año 2005 a causa de la enfermedad de Juan
Pablo II. El Papa pronunció su discurso sin papeles.
* * *
Eminencias; excelencias;
queridos hermanos en el episcopado:
Ante todo quisiera saludaros de corazón y expresar mi alegría porque se nos
concede completar ahora la visita pastoral interrumpida en el año 2005, teniendo
así la posibilidad de trabajar juntos una vez más en todas las cuestiones que
nos preocupan.
Conservo aún un vivo recuerdo de la visita ad limina de 2005, cuando en la
Congregación para la doctrina de la fe hablamos juntos de problemas que
trataremos de nuevo durante estos días. Tengo muy presente el clima de
compromiso interior de entonces para hacer que la palabra del Señor sea viva y
llegue a los corazones de los hombres de nuestro tiempo, a fin de que la Iglesia
esté llena de vida. En nuestra difícil situación común a causa de una cultura
secularizada, tratamos de comprender la misión que el Señor nos ha encomendado y
de cumplirla lo mejor posible.
No he podido preparar un discurso elaborado. Ahora, con vistas a los grandes
conjuntos de problemas que afrontaremos, sólo quisiera hacer un "primer
intento", que no pretende presentar afirmaciones definitivas, sino sólo iniciar
el diálogo. Se trata de un encuentro entre los obispos de Suiza y los diversos
dicasterios de la Curia, en los que se hacen visibles y están representados los
diferentes sectores de nuestra misión pastoral. Sobre algunos de ellos quisiera
hacer algún comentario.
De acuerdo con mi pasado, comienzo con la Congregación para la doctrina de la
fe, o mejor, con el tema de la fe. Ya afirmé en la homilía que, en la difícil
situación de nuestro tiempo, la fe debe tener verdaderamente la prioridad. Tal
vez hace dos generaciones se podía dar por supuesta como algo natural: se crecía
en la fe; de algún modo, estaba sencillamente presente como parte de la vida y
no se debía buscar de modo especial. Era necesario plasmarla y profundizarla,
pero estaba presente como algo obvio.
Hoy resulta natural lo contrario, es decir, que en el fondo no es posible creer,
que de hecho Dios está ausente. En cualquier caso, la fe de la Iglesia parece
algo del pasado lejano. Así, también los cristianos activos tienen la idea de
que conviene elegir para sí, del conjunto de la fe de la Iglesia, los elementos
que consideran aún sostenibles hoy en día. Y sobre todo se busca con empeño
cumplir los deberes para con Dios mediante el compromiso por los hombres. Ahora
bien, esto es el inicio de una especie de "justificación mediante las obras": el
hombre se justifica a sí mismo y el mundo en el que realiza lo que parece
claramente necesario, pero falta la luz interior y el alma de todo.
Por eso, creo que es importante tomar nuevamente conciencia de que la fe es el
centro de todo: "Tu fe te ha salvado" ―"Fides tua te salvum fecit"―, decía con
frecuencia el Señor a los que curaba. Esos enfermos no se curaron porque fueron
tocados físicamente, por el gesto exterior, sino porque tuvieron fe. Y también
nosotros sólo podemos servir al Señor de un modo vivo si nuestra fe es fuerte y
si se hace presente en su abundancia.
En este contexto quisiera destacar dos puntos fundamentales. Primero: la fe es
sobre todo fe en Dios. En el cristianismo no se trata de una enorme carga de
diversas cosas; todo lo que dice el Credo y lo que el desarrollo de la fe ha
producido, sólo existe para hacer más claro a nuestra vista el rostro de Dios.
Dios existe y vive; en él creemos; ante él, con vistas a él, con él y de él
vivimos. Y en Jesucristo Dios está presente con nosotros, por decirlo así,
corporalmente.
Esta centralidad de Dios debe manifestarse de un modo completamente nuevo en
todo nuestro pensar y obrar. Es lo que después anima también las actividades,
las cuales, de lo contrario, fácilmente pueden degenerar en activismo y quedar
vacías. Esto es lo primero que quisiera destacar: que la fe en realidad mira
siempre hacia Dios, y así nos impulsa también a nosotros a mirar hacia Dios y a
ponernos en movimiento hacia él.
Lo segundo es que no podemos inventar nosotros mismos la fe, componiéndola con
elementos "sostenibles"; debemos creer juntamente con la Iglesia. No podemos
comprender todo lo que enseña la Iglesia; no todo tiene que estar presente en
toda vida. Sin embargo, es importante que, juntamente con los demás creyentes,
formemos el gran "Yo" de la Iglesia, su "Nosotros" vivo, constituyendo así la
gran comunidad de la fe, la gran asamblea en la que el Tú de Dios y el yo del
hombre verdaderamente se toquen; en la que el pasado de las palabras de la
Escritura se haga presente, los tiempos se compenetren recíprocamente, el pasado
sea presente y, abriéndose hacia el futuro, deje entrar en el tiempo el
resplandor de la eternidad, del Eterno.
Debemos tratar de poner verdaderamente en el centro de nuestras actividades esta
forma completa de la fe, expresada en el Credo: fe en la Iglesia y con la
Iglesia como sujeto vivo, en el que actúa el Señor. También hoy lo vemos de un
modo muy claro: el progreso, donde se ha promovido de modo exclusivo, sin
alimentar el alma, produce daños. Entonces las capacidades técnicas aumentan,
ciertamente, pero sobre todo generan nuevas posibilidades de destrucción.
Si, juntamente con la ayuda en favor de los países en vías de desarrollo,
juntamente con el desarrollo de todo lo que el hombre es capaz de hacer, de todo
lo que su inteligencia ha inventado y que su voluntad hace posible, no se
ilumina a la vez también su alma y no llega la fuerza de Dios, se aprende sobre
todo a destruir. Por eso, creo que debemos reavivar más aún nuestra
responsabilidad misionera: si estamos felices con nuestra fe, debemos sentirnos
obligados a hablar de ella a los demás. Luego queda en manos de Dios en qué
medida podrán acogerla los hombres.
De este tema quisiera pasar ahora a la "educación católica", aludiendo a dos
sectores. Algo que, a mi parecer, nos causa a todos "preocupación", en el
sentido positivo del término, es el hecho de que los futuros sacerdotes y los
demás profesores y anunciadores de la fe deberían tener una buena formación
teológica. Por consiguiente, hacen falta buenas facultades teológicas, buenos
seminarios mayores y profesores de teología competentes, que no sólo transmitan
conocimientos, sino que también formen en una fe inteligente, de manera que la
fe se convierta en inteligencia y la inteligencia en fe.
A este respecto, tengo un deseo muy específico. Nuestra exégesis ha hecho
grandes progresos; realmente sabemos mucho sobre el desarrollo de los textos,
sobre la subdivisión de las fuentes, etc.; sabemos qué significado puede haber
tenido la palabra en aquella época... Pero también vemos cada vez con mayor
claridad que la exégesis histórico-crítica, si se queda sólo en
histórico-crítica, remite la palabra al pasado, la convierte en una palabra de
aquellos tiempos, una palabra que de hecho en el fondo no nos habla. Así la
palabra queda fragmentada, pues precisamente se disuelve en muchas fuentes
diversas.
El Concilio, en la “Dei Verbum”, nos dijo que el método histórico-crítico es una
dimensión esencial de la exégesis, porque forma parte de la naturaleza de la fe,
dado que es un hecho histórico. No creemos simplemente en una idea; el
cristianismo no es una filosofía, sino un acontecimiento que Dios ha realizado
en este mundo; es una historia que él, de modo real, ha formado y forma como
historia juntamente con nosotros.
Por eso, en nuestra lectura de la Biblia el aspecto histórico debe estar
presente realmente en su seriedad y exigencia: debemos reconocer efectivamente
el evento, el hecho de que Dios "hace historia" con su obrar. Pero la “Dei
Verbum” añade que la Escritura, que por consiguiente debe leerse según los
métodos históricos, ha de leerse también como unidad y debe leerse en la
comunidad viva de la Iglesia.
Estas dos dimensiones faltan en grandes sectores de la exégesis. La unidad de la
Escritura no es un hecho puramente histórico-crítico, aunque el conjunto,
también desde el punto de vista histórico, es un proceso interior de la Palabra
que, leída y comprendida siempre de modo nuevo en el curso de sucesivas
relecturas sigue realizándose. Ahora bien, precisamente esta unidad es, en
definitiva, un hecho teológico: estos escritos son una única Escritura; sólo son
comprensibles a fondo si se leen en la analogía de la fe ―"analogia fidei”― como
unidad en la que hay un progreso hacia Cristo e, inversamente, Cristo atrae
hacia sí toda la historia; y si, por otra parte, esto encuentra su vitalidad en
la fe de la Iglesia.
Dicho de otra manera, me interesa mucho que los teólogos aprendan a leer y amar
la Escritura tal como lo quiso el Concilio en la “Dei Verbum”: que vean la
unidad interior de la Escritura ―hoy se cuenta con la ayuda de la "exégesis
canónica" (que sin duda se encuentra aún en una tímida fase inicial)― y que
después hagan una lectura espiritual de ella, la cual no es algo exterior de
carácter edificante, sino un sumergirse interiormente en la presencia de la
Palabra.
Me parece que es muy importante hacer algo en este sentido, contribuir a que,
juntamente con la exégesis histórico-crítica, con ella y en ella, se dé
verdaderamente una introducción a la Escritura viva como palabra de Dios actual.
No sé cómo realizarlo de forma concreta, pero creo que, sea en el ámbito
académico, sea en el seminario, sea en un curso de introducción, se pueden
encontrar profesores adecuados para que se realice este encuentro actual con la
Escritura en la fe de la Iglesia, un encuentro gracias al cual resulta posible
el anuncio.
El segundo sector es la catequesis, que, por una parte, ha hecho grandes
progresos metodológicos precisamente en los últimos cincuenta años, más o menos;
pero, por otra, se ha perdido mucho en la antropología y en la búsqueda de
puntos de referencia, de forma que a menudo no se alcanzan ni siquiera los
contenidos de la fe. Lo comprendo, pues incluso cuando yo era vicario parroquial
―hace 56 años― ya resultaba muy difícil anunciar la fe en la escuela pluralista,
con muchos padres y niños no creyentes, porque resultaba un mundo totalmente
extraño e irreal.
Naturalmente, hoy la situación ha empeorado aún. Con todo, es importante que en
la catequesis, tanto en la escuela como en la parroquia y en la comunidad, la fe
siga siendo plenamente valorada, es decir, que los niños aprendan verdaderamente
qué es la "creación", qué es "la historia de la salvación" realizada por Dios;
qué es, o mejor, quién es Jesucristo; qué son los sacramentos; cuál es el objeto
de nuestra esperanza...
Yo creo que todos debemos comprometernos seriamente, como siempre, en una
renovación de la catequesis en la que sea fundamental la valentía de dar
testimonio de la propia fe y de encontrar los modos adecuados para hacer que sea
comprendida y acogida, pues la ignorancia religiosa ha alcanzado un nivel
espantoso. Sin embargo, en Alemania los niños reciben catequesis al menos
durante diez años; siendo así, en el fondo deberían saber muchas cosas. Por
esto, desde luego debemos reflexionar seriamente sobre nuestras posibilidades de
encontrar modos de comunicar, aunque de modo sencillo, los conocimientos, a fin
de que la cultura de la fe esté presente.
Ahora paso a hacer algunas observaciones sobre el "culto divino". A este
respecto, el Año de la Eucaristía ha dado buenos resultados. Puedo decir que la
exhortación postsinodal ya va muy adelantada. Seguramente constituirá un gran
enriquecimiento. Además, se publicó el documento de la Congregación para el
culto divino sobre la correcta celebración de la Eucaristía, algo muy
importante. Creo que, por todo ello, cada vez resulta más claro que la liturgia
no es una "auto-manifestación" de la comunidad, la cual, como se dice, entra en
escena en ella, sino que, por el contrario, es el salir la comunidad de sí misma
y acceder al gran banquete de los pobres, entrar en la gran comunidad viva, en
la que Dios mismo nos alimenta.
Todos deberían tomar nueva conciencia de este carácter universal de la liturgia.
En la Eucaristía recibimos algo que nosotros no podemos hacer; entramos en algo
más grande, que se hace nuestro precisamente cuando nos entregamos a él tratando
de celebrar la liturgia realmente como liturgia de la Iglesia.
Luego, relacionado con esto, está el famoso problema de la homilía. Desde el
punto de vista puramente funcional, puedo entenderlo muy bien: tal vez el
párroco está cansado o ya ha predicado muchas veces, o es anciano y sus tareas
son superiores a sus fuerzas. Entonces, si hay un asistente para la pastoral que
es capaz de interpretar la palabra de Dios de modo convincente, surge
espontáneamente la pregunta: ¿por qué no debería hablar el asistente para la
pastoral, si lo puede hacer mejor y así la gente sacará mayor provecho?
Pero precisamente esta es la visión puramente funcional. En cambio, hay que
tener en cuenta el hecho de que la homilía no es una interrupción de la liturgia
para hacer un discurso, sino que pertenece al acontecimiento sacramental,
actualizando la palabra de Dios en el presente de esta comunidad. Es el momento
en que esta comunidad, como sujeto, quiere verdaderamente verse comprometida en
la escucha y la acogida de la Palabra. Esto significa que la homilía misma forma
parte del misterio, de la celebración del misterio y, por consiguiente, no se
puede separar de él.
Sin embargo, creo que también es importante sobre todo que el sacerdote no se
limite al sacramento y a la jurisdicción ―con la convicción de que todas las
demás funciones podrían realizarlas también otras personas―, sino que se
conserve la integridad de su ministerio. El sacerdocio sólo es una vocación
hermosa cuando se tiene una misión integral que cumplir, de la que no se pueden
quitar algunas funciones. Y desde siempre, incluso en el culto del Antiguo
Testamento, forma parte de esta misión el deber del sacerdote de unir al
sacrificio la Palabra, la cual es parte integrante del conjunto.
Desde el punto de vista meramente práctico, ciertamente debemos tratar de
proporcionar a los sacerdotes la ayuda necesaria para que puedan desempeñar de
modo correcto también el ministerio de la Palabra. En principio, es muy
importante esta unidad interior tanto de la esencia de la celebración
eucarística como de la esencia del ministerio sacerdotal.
El segundo tema que quisiera tocar en este contexto se refiere al sacramento de
la Penitencia, cuya práctica en estos últimos cincuenta años ha disminuido
progresivamente. Gracias a Dios existen claustros, abadías y santuarios, a los
cuales la gente va en peregrinación y donde su corazón se abre y está dispuesto
a confesarse.
Realmente es necesario volver a valorar este sacramento. Ya desde un punto de
vista meramente antropológico, es importante, por una parte, reconocer nuestras
culpas y, por otra, practicar el perdón. La falta generalizada de una conciencia
de la culpa es un fenómeno preocupante de nuestro tiempo. Por tanto, el don del
sacramento de la Penitencia no sólo consiste en recibir el perdón, sino también
en que ante todo nos damos cuenta de nuestra necesidad de perdón. Ya con esto
nos purificamos, nos transformamos interiormente y así también podemos
comprender mejor a los demás y perdonarlos.
Reconocer la propia culpa es algo elemental para el hombre; el que ya no
reconoce su culpa, está enfermo. Igualmente importante para él es la experiencia
liberadora que implica el recibir el perdón. El sacramento de la Reconciliación
es el lugar decisivo para realizar ambas cosas. Además, en él la fe se hace algo
plenamente personal; ya no se oculta en la colectividad. Si el hombre afronta el
desafío y, en su situación de necesidad de perdón, por decirlo así, se presenta
indefenso ante Dios, entonces realiza la experiencia conmovedora de un encuentro
totalmente personal con el amor de Jesucristo.
Por último, quisiera referirme al ministerio episcopal. De esto, en el fondo, ya
hemos hablado implícitamente durante todo el tiempo. Me parece importante que
los obispos, como sucesores de los Apóstoles, por una parte lleven
verdaderamente la responsabilidad de las Iglesias locales que el Señor les ha
encomendado, haciendo que en ellas la Iglesia crezca y viva como Iglesia de
Jesucristo. Por otra parte, deben abrir las Iglesias locales a la Iglesia
universal.
Considerando las dificultades que encuentran los ortodoxos con las Iglesias
autocéfalas, así como los problemas de nuestros amigos protestantes ante la
disgregación de las Iglesias regionales, caemos en la cuenta del gran valor que
tiene la universalidad, de la importancia de que la Iglesia se abra a la
totalidad, llegando a ser una única Iglesia en la universalidad. Por otra parte,
esto sólo lo puede realizar una Iglesia que en su propio territorio esté viva.
Esta comunión debe ser fomentada por los obispos, juntamente con el Sucesor de
Pedro, con el espíritu de una consciente sucesión en el Colegio de los
Apóstoles. Todos debemos esforzarnos continuamente por encontrar el debido
equilibrio en esta relación mutua, de forma que la Iglesia local viva su
autenticidad y, a la vez, la Iglesia universal reciba de ello un
enriquecimiento, a fin de que ambas den y reciban, y así crezca la Iglesia del
Señor.
Monseñor Grab habló ya de la difícil cuestión del ecumenismo. Es un ámbito que
encomiendo al corazón de todos vosotros. En Suiza debéis afrontar diariamente
esta tarea, que, aunque resulte difícil, es también fuente de gozo. Por una
parte, creo que son importantes las relaciones personales, en las que nos
reconocemos y nos estimamos los unos a los otros de modo inmediato como
creyentes, y como personas espirituales nos purificamos y nos ayudamos también
mutuamente. Por otra, como ha dicho también monseñor Grab, es necesario promover
los valores esenciales, fundamentales, de nuestra sociedad, procedentes de Dios.
En este campo, todos juntos ―protestantes, católicos y ortodoxos― tenemos una
gran tarea por realizar. Y me alegra constatar que cada vez se toma mayor
conciencia de esto.
En Occidente, la Iglesia que está en Grecia es la que, aunque de vez en cuando
tiene problemas con los latinos, dice cada vez más claramente: en Europa sólo
podemos realizar nuestra tarea si nos comprometemos todos juntos por la gran
herencia cristiana. También la Iglesia que está en Rusia lo ve cada vez con
mayor claridad. Asimismo, nuestros amigos protestantes son cada vez más
conscientes de este hecho. Yo creo que, si aprendemos a actuar juntos en este
campo, podemos realizar una buena parte de unidad, incluso donde la plena unidad
teológica y sacramental aún no es posible.
Para concluir, quisiera manifestaros una vez más mi alegría por vuestra visita,
deseándoos muchas conversaciones fructuosas durante estos días.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
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