Discurso de Benedicto XVI a
diáconos permanentes
De la diócesis de Roma
CIUDAD DEL VAITCANO, viernes, 24 febrero 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos el discurso que dirigió el 18 de febrero Benedicto XVI a los diáconos
permanentes de la diócesis de Roma.
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Queridos diáconos romanos:
Me alegra particularmente este encuentro, que tiene lugar en el 25° aniversario
del restablecimiento del diaconado permanente en la diócesis de Roma. Saludo con
afecto al cardenal vicario, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en
nombre de todos. Saludo asimismo al obispo monseñor Vincenzo Apicella, hasta
ahora encargado del Centro diocesano para el diaconado permanente, y a monseñor
Francesco Peracchi, delegado del cardenal vicario, que desde hace varios años
sigue vuestra formación. Doy mi más cordial bienvenida a cada uno de vosotros y
a vuestras familias.
El apóstol san Pablo, en un famoso pasaje de la carta a los Filipenses, afirma
que Cristo "se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo" (Flp 2, 7).
Cristo es el ejemplo que debemos contemplar. En el evangelio dijo a sus
discípulos que no había venido "a ser servido, sino a servir" (cf. Mt 20, 28).
En particular, durante la última Cena, después de explicar nuevamente a los
Apóstoles que estaba en medio de ellos "como el que sirve" (Lc 22, 27), realizó
el gesto humilde, reservado a los esclavos, de lavar los pies a los Doce, dando
así ejemplo para que sus discípulos lo imitaran en el servicio y en el amor
recíproco.
La unión con Cristo, que es preciso cultivar a través de la oración, la vida sacramental y, en particular, la adoración eucarística, es de suma importancia para vuestro ministerio, a fin de que pueda testimoniar realmente el amor de Dios.
En
efecto, como escribí en la encíclica «Deus caritas est», «el amor puede ser
"mandado"» por Dios «porque antes es dado» (n. 14).
Queridos diáconos, acoged con alegría y gratitud el amor que el Señor siente por
vosotros y derrama en vuestra vida, y dad con generosidad a los hombres lo que
gratuitamente habéis recibido. La Iglesia de Roma tiene una larga tradición de
servicio a los pobres de la ciudad.
Durante estos años han aparecido nuevas formas de pobreza: en efecto, muchas
personas han perdido el sentido de la vida y no poseen una verdad sobre la cual
construir su existencia; numerosos jóvenes piden encontrar hombres que sepan
escucharlos y aconsejarlos en las dificultades de la vida. Junto a la pobreza
material, encontramos también una pobreza espiritual y cultural. Nuestra
diócesis, consciente de que el encuentro con Cristo "da un nuevo horizonte a la
vida y, con ello, una orientación decisiva" (ib., 1), está dedicando particular
atención al tema de la transmisión de la fe.
Queridos diáconos, os agradezco los servicios que con gran generosidad prestáis
en numerosas comunidades parroquiales de Roma, dedicándoos en especial a la
pastoral bautismal y familiar. Al enseñar el Evangelio de Cristo, que os entregó
el obispo el día de vuestra ordenación, ayudáis a los padres que piden el
bautismo para sus hijos a profundizar el misterio de la vida divina que se nos
ha dado y el de la Iglesia, la gran familia de Dios, mientras a los novios que
desean celebrar el sacramento del matrimonio les anunciáis la verdad sobre el
amor humano, explicando así que "el matrimonio basado en un amor exclusivo y
definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y,
viceversa" (ib., 11).
Muchos de vosotros trabajáis en oficinas, hospitales y escuelas: en estos
ambientes estáis llamados a ser servidores de la Verdad. Al anunciar el
Evangelio, podréis presentar la Palabra capaz de iluminar y dar sentido al
trabajo del hombre, al sufrimiento de los enfermos, y ayudaréis a las nuevas
generaciones a descubrir la belleza de la fe cristiana. De este modo, seréis
diáconos de la Verdad que hace libres, y guiaréis a los habitantes de esta
ciudad hacia el encuentro con Jesucristo. Acoger al Redentor en su vida es para
el hombre fuente de profunda alegría, una alegría que puede infundir paz también
en los momentos de prueba. Por consiguiente, sed servidores de la Verdad, para
ser portadores de la alegría que Dios quiere dar a cada hombre.
Pero no basta anunciar la fe sólo con palabras, porque, como recuerda el apóstol
Santiago, la fe "si no tiene obras, está realmente muerta" (St 2, 17). Por
tanto, es necesario que el anuncio del Evangelio vaya acompañado con el
testimonio concreto de la caridad, que "para la Iglesia (...) no es una especie
de actividad de asistencia social (...), sino que pertenece a su naturaleza y es
manifestación irrenunciable de su propia esencia" («Deus caritas est», 25). El
ejercicio de la caridad pertenece desde el inicio al ministerio diaconal: los
Siete, de los que hablan los Hechos de los Apóstoles, fueron elegidos para
servir a las mesas. Vosotros, que pertenecéis a la Iglesia de Roma, sois los
herederos de una larga tradición, en la que el diácono Lorenzo constituye una
figura singularmente hermosa y luminosa.
Son muchos los pobres; a menudo provienen de países muy lejanos de Italia;
llaman a la puerta de las comunidades parroquiales para pedir una ayuda
necesaria a fin de superar momentos de grave dificultad. Acoged a estos hermanos
con gran cordialidad y disponibilidad, y en la medida de vuestras posibilidades
tratad de ayudarles en sus necesidades, recordando siempre las palabras del
Señor: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis" (Mt 25, 40). Expreso mi gratitud a los que estáis comprometidos en
este silencioso y diario testimonio de la caridad. En efecto, a través de
vuestro servicio también los pobres perciben que forman parte de la gran familia
de los hijos de Dios, que es la Iglesia.
Queridos diáconos romanos, ojalá que, viviendo y testimoniando la infinita
caridad de Dios, vuestro ministerio esté siempre al servicio de la edificación
de la Iglesia como comunión. En vuestro trabajo os sostiene el afecto y la
oración de vuestras familias. Vuestra vocación es una gracia particular para
vuestra vida familiar, que de este modo está llamada a abrirse cada vez más a la
aceptación de la voluntad del Señor y a las necesidades de la Iglesia. El Señor
recompense la disponibilidad con la que vuestras esposas y vuestros hijos os
acompañan en vuestro servicio a toda la comunidad eclesial.
María, la humilde sierva del Señor, que dio al mundo al Salvador, y el diácono
Lorenzo, que amó al Señor hasta dar la vida por él, os acompañen siempre con su
intercesión. Con estos sentimientos, os imparto a cada uno la bendición
apostólica, que de buen grado extiendo a todos vuestros seres queridos y a todas
las personas con quienes os encontréis en vuestro ministerio.
[Traducción distribuida por la Santa Sede]