Benedicto XVI y el amor de Dios por el embrión humano
Discurso a los participantes en un Congreso
convocado por la Academia Pontificia para la Vida
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 9 marzo 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a los participantes en el
congreso organizado por la Academia Pontificia para la Vida sobre «El embrión
humano en la fase de preimplantación», el 27 de febrero de 2006.
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Venerados hermanos en el episcopado y en el
sacerdocio;
ilustres señores y señoras:
Dirijo a todos mi saludo deferente y cordial con ocasión de la asamblea general
de la Academia pontificia para la vida y del congreso internacional, recién
iniciado, sobre "El embrión humano en la fase de preimplantación". De modo
especial, saludo al cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo
pontificio para la pastoral de la salud, así como a monseñor Elio Sgreccia,
presidente de la Academia pontificia para la vida, al que agradezco las amables
palabras con las que ha puesto de relieve el interés particular de las temáticas
que se afrontan en esta circunstancia, y saludo al cardenal electo, Carlo
Caffarra, amigo desde hace mucho tiempo.
En efecto, el tema de estudio elegido para vuestra asamblea, "El embrión humano
en la fase de preimplantación", es decir, en los primeros días que siguen a la
concepción, es una cuestión sumamente importante hoy, tanto por sus evidentes
repercusiones sobre la reflexión filosófico-antropológica y ética como por sus
perspectivas de aplicación en el ámbito de las ciencias biomédicas y jurídicas.
Se trata, indudablemente, de un tema fascinante, pero difícil y arduo, dada la
naturaleza tan delicada del asunto en cuestión y la complejidad de los problemas
epistemológicos que conciernen a la relación entre la constatación de los hechos
en las ciencias experimentales y la consiguiente y necesaria reflexión sobre los
valores en el ámbito antropológico.
Como se puede comprender bien, ni la sagrada Escritura ni la Tradición cristiana
más antigua pueden contener exposiciones explícitas sobre vuestro tema. Sin
embargo, san Lucas, al narrar el encuentro de la Madre de Jesús, que lo había
concebido en su seno virginal hacía sólo pocos días, con la madre de Juan
Bautista, ya al sexto mes de embarazo, testimonia la presencia activa, aunque
escondida, de dos niños: "Cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el
niño en su seno" (Lc 1, 41). San Ambrosio comenta: Isabel "percibió la llegada
de María, y él (Juan) la llegada del Señor; la mujer, la llegada de la mujer; el
niño, la llegada del Niño" (Comm. in Luc., 2, 19. 22-26).
Con todo, aunque falten enseñanzas explícitas sobre los primeros días de vida de
la criatura concebida, es posible encontrar en la sagrada Escritura indicaciones
valiosas que despiertan sentimientos de admiración y aprecio del hombre recién
concebido, especialmente en quienes, como vosotros, se proponen estudiar el
misterio de la generación humana. En efecto, los libros sagrados quieren mostrar
el amor de Dios a cada ser humano aun antes de su formación en el seno de la
madre. "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que
nacieses, te tenía consagrado" (Jr 1, 5), dice Dios al profeta Jeremías. Y el
salmista reconoce con gratitud: "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el
seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son
admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma" (Sal 139, 13-14).
Estas palabras adquieren toda su riqueza de significado cuando se piensa que
Dios interviene directamente en la creación del alma de cada nuevo ser humano.
El amor de Dios no hace diferencia entre el recién concebido, aún en el seno de
su madre, y el niño o el joven o el hombre maduro o el anciano. No hace
diferencia, porque en cada uno de ellos ve la huella de su imagen y semejanza (cf.
Gn 1, 26). No hace diferencia, porque en todos ve reflejado el rostro de su Hijo
unigénito, en quien "nos ha elegido antes de la creación del mundo (...),
eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos (...), según el
beneplácito de su voluntad" (Ef 1, 4-6). Este amor ilimitado y casi
incomprensible de Dios al hombre revela hasta qué punto la persona humana es
digna de ser amada por sí misma, independientemente de cualquier otra
consideración: inteligencia, belleza, salud, juventud, integridad, etc. En
definitiva, la vida humana siempre es un bien, puesto que "es manifestación de
Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria" ("Evangelium
vitae", 34).
En efecto, al hombre se le dona una altísima dignidad, que tiene sus raíces en
el íntimo vínculo que lo une a su Creador: en el hombre, en todo hombre, en
cualquier fase o condición de su vida, resplandece un reflejo de la misma
realidad de Dios. Por eso el Magisterio de la Iglesia ha proclamado
constantemente el carácter sagrado e inviolable de toda vida humana, desde su
concepción hasta su fin natural (cf. ib., 57). Este juicio moral vale ya al
comienzo de la vida de un embrión, incluso antes de que se haya implantado en el
seno materno, que lo custodiará y nutrirá durante nueve meses hasta el momento
del nacimiento: "La vida humana es sagrada e inviolable en todo momento de su
existencia, también en el inicial que precede al nacimiento" (ib., 61).
Queridos estudiosos, sé bien con cuáles sentimientos de admiración y de profundo
respeto por el hombre realizáis vuestro arduo y fructuoso trabajo de
investigación precisamente sobre el origen mismo de la vida humana: un misterio
cuyo significado la ciencia será capaz de iluminar cada vez más, aunque es
difícil que logre descifrarlo del todo. En efecto, en cuanto la razón logra
superar un límite considerado insalvable, se encuentra con el desafío de otros
límites, hasta entonces desconocidos. El hombre seguirá siendo siempre un enigma
profundo e impenetrable. Ya en el siglo IV, san Cirilo de Jerusalén hacía la
siguiente reflexión a los catecúmenos que se preparaban para recibir el
bautismo: "¿Quién es el que ha preparado la cavidad del útero para la
procreación de los hijos?, ¿quién ha animado en él al feto inanimado? ¿Quién nos
ha provisto de nervios y huesos, rodeándonos luego de piel y de carne (cf. Jb
10, 11) y, en cuanto el niño ha nacido, hace salir del seno leche en abundancia?
¿De qué modo el niño, al crecer, se hace adolescente, se convierte en joven,
luego en hombre y, por último en anciano, sin que nadie logre descubrir el día
preciso en el que se realiza el cambio?". Y concluía: "estás viendo, oh hombre,
al artífice; estás viendo al sabio Creador" (Catequesis bautismal, 9, 15-16).
Al inicio del tercer milenio, siguen siendo válidas estas consideraciones, que
más que al fenómeno físico o fisiológico se refieren a su significado
antropológico y metafísico. Hemos mejorado enormemente nuestros conocimientos e
identificado mejor los límites de nuestra ignorancia; pero, al parecer, a la
inteligencia humana le resulta demasiado arduo darse cuenta de que, contemplando
la creación, encontramos la huella del Creador. En realidad, quien ama la
verdad, como vosotros, queridos estudiosos, debería percibir que la
investigación sobre temas tan profundos nos permite ver e incluso casi tocar la
mano de Dios. Más allá de los límites del método experimental, en el confín del
reino que algunos llaman meta-análisis, donde ya no basta o no es posible sólo
la percepción sensorial ni la verificación científica, empieza la aventura de la
trascendencia, el compromiso de "ir más allá".
Queridos investigadores y estudiosos, os deseo que logréis cada vez más no sólo
examinar la realidad objeto de vuestros esfuerzos, sino también contemplarla de
modo tal que, junto con vuestros descubrimientos, surjan además las preguntas
que llevan a descubrir en la belleza de las criaturas el reflejo del Creador. En
este contexto, me complace expresar mi aprecio y agradecimiento a la Academia
pontificia para la vida por su valioso trabajo de "estudio, formación e
información", del que se benefician los dicasterios de la Santa Sede, las
Iglesias locales y los estudiosos atentos a todo lo que la Iglesia propone en el
campo de la investigación científica y sobre la vida humana en su relación con
la ética y el derecho.
Por la urgencia y la importancia de estos problemas, considero providencial la
institución por parte de mi venerado predecesor Juan Pablo II de este organismo.
Por tanto, a todos vosotros, presidencia, personal y miembros de la Academia
pontificia para la vida, deseo expresaros con sincera cordialidad mi cercanía y
mi apoyo. Con estos sentimientos, encomendando vuestro trabajo a la protección
de María, os imparto a todos la bendición apostólica.
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