Discurso del Papa al tercer
grupo de obispos de México en visita «ad Limina Apostolorum»
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 23 septiembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos
el discurso que dirigió el Papa Benedicto XVI al tercer grupo de obispos de
México, con quienes se encontró en la mañana de este viernes, recibidos estos
días, en audiencias separadas, con ocasión de su visita «ad Limina Apostolorum».
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Queridos hermanos en el Episcopado:
Me alegra recibiros hoy, Pastores de la Iglesia de Dios, venidos desde las sedes
metropolitanas de Jalapa, México, Puebla y Tlalnepantla, y de las diócesis
sufragáneas, para realizar la visita ad Limina, venerable institución que
contribuye a mantener vivos los estrechos vínculos de comunión que unen a cada
Obispo con el Sucesor de Pedro. Vuestra presencia aquí me hace sentir también
cercanos a los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de vuestras Iglesias
particulares. Agradezco las amables palabras del Señor Cardenal Norberto Rivera
Carrera, Arzobispo de México, con las que ha expresado vuestro afecto y estima,
haciéndome partícipe de las propias inquietudes y proyectos pastorales. A ello
correspondo pidiendo al Señor que en vuestras diócesis y en todo México se
acreciente siempre la fe, la esperanza, la caridad y el valiente testimonio de
todos los cristianos.
Basados en la fuerza de las promesas del Señor y en la asistencia de su
Espíritu, estáis llamados, como sucesores de los Apóstoles, a ser los primeros
en llevar a cabo la misión confiada por Él a su Iglesia. Tanto individualmente
como de manera colegial realizáis un análisis constante de la sociedad mexicana,
porque sois conscientes de que el ministerio episcopal os impulsa a valorar las
realidades temporales para iluminarlas desde la fe. A este respecto, el Obispo
contempla vigilante a los fieles y a toda la sociedad desde la perspectiva del
Evangelio. Al escuchar "lo que el Espíritu dice a las Iglesias" (Ap 2,7),
sentís el deber de hacer un sereno discernimiento sobre las diversas
circunstancias, las iniciativas o la pasividad, que lamentablemente afecta a
veces al pueblo de Dios, sin descuidar tampoco los graves problemas y las
aspiraciones más profundas de la sociedad.
El centro de la República Mexicana es la región donde se asentaron los antiguos
pueblos indígenas y donde empezó la acción misionera de la Iglesia,
extendiéndose a las demás regiones. La vida urbana está marcada por la
convivencia de múltiples culturas y costumbres de sus habitantes. En las grandes
ciudades se encuentran importantes centros de la vida económica, universitaria y
cultural, así como las instituciones políticas y legislativas, de donde irradian
su influencia al resto de la nación. Al mismo tiempo, en ellas la vida es
compleja por las diversas clases sociales a las que la pastoral diocesana debe
atender sin discriminación, cuidando de manera prioritaria a quienes se
encuentran en situación de gran pobreza, soledad o marginación. Todos estos
grupos sociales forjan el rostro urbano y constituyen un continuo desafío para
la tarea pastoral, cuya planificación debe atender también a los hermanos que
emigran, cada vez en mayor número, del ambiente rural al urbano en busca de una
vida más digna. Esta realidad, con sus problemas acuciantes, ha de suscitar la
sensibilidad de sus Pastores. Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, "es
necesario, por tanto, conocer y comprender el mundo en el que vivimos, sus
expectativas, sus aspiraciones y su índole muchas veces dramática" (Gaudium
et spes, 4).
En este contexto, el Obispo ha de fomentar y consolidar la comunión, de modo que
los fieles se sientan llamados con mayor intensidad hacia la vida comunitaria,
haciendo que la Iglesia sea "la casa y la escuela de la comunión" (Novo
millennio ineunte, 43). La Iglesia será así capaz de responder a las
esperanzas del mundo con el testimonio de la experiencia cristiana de unidad. Os
animo, pues, en tan delicada tarea, en la cual no se ha de olvidar nunca la
comunión cristiana de bienes.
Vuestro ministerio pastoral se ha de dirigir a todos, tanto a los fieles que
participan activamente en la vida de la comunidad diocesana como a las personas
que se han alejado y que buscan el sentido de la propia vida. Por eso os invito
a proseguir sin desaliento en la función de enseñar y anunciar a los hombres el
Evangelio de Cristo (cf. Christus Dominus, 11). El Obispo, al proponer la
Palabra de Dios para iluminar la conciencia de los fieles, ha de hacerlo con un
lenguaje y una forma apropiada a nuestro tiempo, "que dé una respuesta a las
dificultades y problemas que más oprimen y angustian a los hombres" (ibíd.
13). En la sociedad actual, que da muestras tan visibles de secularismo, no
debemos caer en el desánimo ni en la falta de entusiasmo en los proyectos
pastorales. Recordad que el Espíritu os da las fuerzas necesarias. Tened
confianza en Él, que es "Señor y dador de vida".
Los sacerdotes son los estrechos colaboradores en vuestro ministerio pastoral.
Ellos participan de vuestra importantísima misión y, además, "en la celebración
de todos los sacramentos, los presbíteros están unidos jerárquicamente con su
obispo de diversas maneras. Así lo hacen presente, en cierto sentido, en cada
una de las comunidades de los fieles" (Presbyterorum Ordinis, 5). Tenéis
que dedicar los mejores desvelos y energías a los sacerdotes. Por eso os aliento
a estar siempre cerca de cada uno, a mantener con ellos una relación de amistad
sacerdotal, al estilo del Buen Pastor. Ayudadles a ser hombres de oración
asidua, tanto en el silencio contemplativo que nos aleja del ruido y de la
dispersión de las múltiples actividades, como en la celebración devota y diaria
de la Eucaristía y de la Liturgia de las Horas, que la Iglesia les ha
encomendado para bien de todo el Cuerpo de Cristo. La oración del sacerdote es
una exigencia de su ministerio pastoral, porque para la comunidad es
imprescindible el testimonio del sacerdote orante, que proclama la trascendencia
y se sumerge en el misterio de Dios. Preocupaos por la situación particular de
cada sacerdote animándolo a proseguir con gozo y esperanza por el camino de la
santidad sacerdotal, ofreciéndole la ayuda que necesite y fomentando también la
fraternidad entre ellos. Que a ninguno le falten los medios necesarios para
vivir dignamente su sublime vocación y ministerio. Cuidad también con particular
esmero la formación de los seminaristas y promoved con entusiasmo la pastoral
vocacional.
Ante un panorama cambiante y complejo como el actual, la virtud de la esperanza
está sometida a dura prueba en la comunidad de los creyentes. Por eso mismo
hemos de ser apóstoles esperanzados, que confían con alegría en las promesas de
Dios. Él nunca abandona a su pueblo, sino que lo llama a conversión para que su
Reino se haga realidad. Reino de Dios quiere decir no sólo que Dios existe y
vive, sino que está presente y actúa en el mundo. Es la realidad más íntima y
decisiva en cada acto de la vida humana, en cada momento de la historia. El
diseño y realización de los programas pastorales deben reflejar, pues, esta
confianza en la presencia amorosa de Dios en el mundo. Esto ayudará a los laicos
católicos a ser capaces de afrontar el creciente secularismo y participar de
manera responsable en los asuntos temporales, iluminados por la Doctrina Social
de la Iglesia.
Queridos Hermanos, una vez más os aseguro mi profunda comunión en la oración,
con una firme esperanza en el futuro de vuestras diócesis, en las que se
manifiesta una gran vitalidad. Que el Señor os conceda la alegría de servirlo,
guiando en su nombre a las Iglesias diocesanas que se os han confiado. Que
Nuestra Señora de Guadalupe, Reina y Madre de México, os acompañe y proteja
siempre. A vosotros y a vuestros fieles diocesanos imparto con gran afecto la
Bendición Apostólica.
[Texto original en español]