Cuarta de las cinco respuestas espontáneas que ofreció Benedicto XVI a otras
tantas preguntas de los sacerdotes de la diócesis de Albano, donde se encuentra
la residencia pontificia de Castel Gandolfo. El encuentro tuvo lugar el 31 de
agosto 2006.
--Don Angelo Pennazza, párroco en Pavona: Santidad, en el Catecismo de la
Iglesia católica leemos que "el Orden y el matrimonio, están ordenados a la
salvación de los demás. (...) Confieren una misión particular en la Iglesia y
sirven a la edificación del pueblo de Dios" (n. 1534). Esto nos parece realmente
fundamental no sólo para nuestra acción pastoral, sino también para nuestro modo
de ser sacerdotes. ¿Qué podemos hacer los sacerdotes para llevar a la práctica
pastoral esta afirmación y, según lo que usted mismo ha reafirmado
recientemente, cómo podemos comunicar de forma positiva la belleza del
matrimonio, de forma que siga siendo atractivo también para los hombres y las
mujeres de nuestro tiempo? La gracia sacramental de los esposos, ¿qué puede dar
a nuestra vida sacerdotal?
--BENEDICTO XVI: Se trata de dos grandes preguntas. La primera es: ¿cómo
comunicar a la gente de hoy la belleza del matrimonio? Vemos cómo muchos jóvenes
tardan en casarse en la iglesia, porque tienen miedo de hacer una opción
definitiva. Más aún, también tardan en casarse por lo civil. A muchos jóvenes, y
también a muchos no tan jóvenes, una opción definitiva les parece un vínculo
contra la libertad. Y su primer deseo es la libertad. Tienen miedo de fallar al
final. Ven muchos matrimonios fracasados. Tienen miedo de que esta forma
jurídica, como ellos la perciben, sea una carga exterior que apague el amor.
Es preciso ayudarles a comprender que no se trata de un vínculo jurídico, de una
carga que se asume con el matrimonio. Al contrario, la profundidad y la belleza
radican precisamente en el hecho de que es una opción definitiva. Sólo así el
matrimonio puede hacer madurar el amor en toda su belleza. Pero, ¿cómo
comunicarlo? Creo que es un problema que afrontamos todos nosotros.
Para mí, en Valencia —y usted, eminencia, podrá confirmarlo— un momento
importante no sólo fue cuando hablé de esto, sino también cuando se presentaron
ante mí diversas familias con más o menos hijos; una familia era casi una
"parroquia", con muchos niños. La presencia, el testimonio de estas familias fue
realmente mucho más fuerte que todas las palabras. Esas familias presentaron
ante todo la riqueza de su experiencia familiar: cómo una familia tan grande
resulta realmente una riqueza cultural, una oportunidad de educación de unos y
otros, una posibilidad de hacer que convivan juntas las diversas expresiones de
la cultura de hoy, la entrega, la ayuda mutua también en los momentos de
sufrimiento, etc...
Pero también fue importante el testimonio de las crisis que han sufrido. Uno de
esos matrimonios casi había llegado al divorcio. Explicaron cómo habían
aprendido a superar esa crisis, el sufrimiento ante la alteridad del otro, y
cómo habían aprendido a aceptarse de nuevo. Precisamente al superar el momento
de la crisis, del deseo de separarse, creció una nueva dimensión del amor y se
abrió una puerta hacia una nueva dimensión de la vida, que sólo podía abrirse
soportando el sufrimiento de la crisis. Esto me parece muy importante. Hoy se
llega a la crisis en el momento en que se constata la diversidad de
temperamentos, la dificultad de soportarse cada día, durante toda la vida.
Entonces, al final, se decide: separémonos.
A través de estos testimonios hemos comprendido que en la crisis, soportando el
momento en que parece que ya no se puede más, realmente se abren nuevas puertas
y una nueva belleza del amor. Una belleza hecha sólo de armonía no es una
verdadera belleza; le falta algo; es deficitaria. La verdadera belleza necesita
también el contraste. Lo oscuro y lo luminoso se completan. La uva para madurar
no sólo necesita el sol, sino también la lluvia; no sólo el día, sino también la
noche.
Los sacerdotes, tanto los jóvenes como los mayores, debemos aprender la
necesidad del sufrimiento, de la crisis. Debemos aguantar, trascender este
sufrimiento. Sólo así la vida resulta rica. Para mí el hecho de que el Señor
lleve por toda la eternidad los estigmas tiene un valor simbólico. Esos
estigmas, expresión de los atroces sufrimientos y de la muerte, son ahora sellos
de la victoria de Cristo, de toda la belleza de su victoria y de su amor por
nosotros.
Tanto los sacerdotes como las personas casadas debemos aceptar la necesidad de
soportar la crisis de la alteridad, del otro, la crisis en que parece que ya no
se puede convivir. Los esposos deben aprender juntos a seguir adelante, también
por amor a los hijos, y así conocerse de nuevo, amarse de nuevo, con un amor
mucho más profundo, mucho más verdadero. Así, en un camino largo, con sus
sufrimientos, realmente madura el amor.
Me parece que nosotros, los sacerdotes, podemos también aprender de los esposos,
precisamente de sus sufrimientos y de sus sacrificios. A menudo pensamos que
sólo el celibato es un sacrificio.
Pero, conociendo los sacrificios de las personas casadas —pensemos en sus hijos,
en los problemas que surgen, en los temores, en los sufrimientos, en las
enfermedades, en la rebelión, y también en los problemas de los primeros años,
cuando se pasan casi todas las noches en vela porque los niños lloran— debemos
aprender de ellos, de sus sacrificios, nuestro sacrificio. Y aprender juntos que
es hermoso madurar en los sacrificios y así trabajar por la salvación de los
demás.
Usted, don Pennazza, con razón ha citado el Catecismo, que afirma que el
matrimonio es un sacramento para la salvación de los demás: ante todo para la
salvación del otro, del esposo, de la esposa, pero también de los niños, de los
hijos y, por último, de toda la comunidad. Así el sacerdote madura también al
encontrarse con los demás.
Así pues, creo que debemos implicar a las familias. Las fiestas de la familia me
parecen muy importantes. Con ocasión de las fiestas conviene que aparezca la
familia, que se destaque la belleza de las familias. También los testimonios,
aunque quizá estén demasiado de moda, en ciertas ocasiones pueden ser realmente
un anuncio, una ayuda para todos nosotros.
Para concluir, a mi parecer sigue siendo muy importante que en la carta de san
Pablo a los Efesios las bodas de Dios con la humanidad a través de la
encarnación del Señor se realicen en la cruz, en la que nace la nueva humanidad,
la Iglesia. El matrimonio cristiano nace precisamente en estas bodas divinas.
Como dice san Pablo, es la concretización sacramental de lo que sucede en este
gran misterio. Así debemos seguir redescubriendo siempre este vínculo entre la
cruz y la resurrección, entre la cruz y la belleza de la Redención, e
insertarnos en este sacramento. Pidamos al Señor que nos ayude a anunciar bien
este misterio, a vivir este misterio, a aprender de los esposos cómo lo viven
ellos, a ayudarnos a vivir la cruz, de forma que lleguemos también a los
momentos de la alegría y de la resurrección.