Hoy, durante 
	la Catequesis de los miércoles, el santo padreBenedicto XVI se encontró con 
	miles de fieles y peregrinos en el Aula Pablo VI, a quienes bendijo y 
	explicó un tema base para la fe del creyente:“Jesucristo mediador y plenitud 
	de toda la revelación”.
	Recordó cómo 
	el Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Divina Revelación 
	Dei Verbum, afirma que “la verdad íntima de toda la revelación de Dios 
	brilla para nosotros "en Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la 
	plenitud de toda la Revelación" (n. 2)”.
	También se 
	refirió al hecho de que el Antiguo Testamento narra cómo Dios, después de la 
	creación, “a pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de 
	querer ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de 
	su amistad, especialmente a través de la alianza con Abraham y el camino de 
	un pequeño pueblo, el de Israel, que Él elige no con los criterios del poder 
	terrenal, sino simplemente por amor”.
	Un 
	largo camino
	La historia 
	del pueblo de Israel –según el papa--, “es un largo camino en el que Dios se 
	da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones”. 
	Y explicó que para cumplir con esta tarea, Él se sirve de mediadores como 
	Moisés, los profetas, los jueces, “personas que comunican al pueblo su 
	voluntad, recordando la necesidad de ser fieles a la alianza y de mantener 
	viva la esperanza de la plena y definitiva realización de las promesas 
	divinas”.
	Con las 
	fiestas recientes de la Navidad, continuó, podemos ver que “la revelación de 
	Dios... llega a su punto máximo, a su plenitud”. Porque en Jesús de Nazaret, 
	“Dios realmente visita a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que 
	va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo unigénito, Dios mismo 
	se hizo hombre”.
	Pero Jesús 
	“no nos dice cualquier cosa de Dios, no habla simplemente del Padre, sino 
	que es la revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela así el rostro de 
	Dios”, reflexionó el Catequista universal.
	El 
	rostro del Padre
	Este 
	"revelar el rostro de Dios", el papa lo encuentra de modo muy claro en 
	Jesús, quien “al acercarse a la pasión (..) reafirma a sus discípulos, 
	exhortándoles a no tener miedo y a tener fe; después establece un diálogo 
	con ellos en el que habla Dios Padre (cf. Jn. 14,2-9)”.
	Basó esto en 
	el pasaje del evangelista Juan, donde el apóstol Felipe le pide a Cristo: 
	“Señor, muéstranos al Padre y nos basta”, que recibe como toda respuesta del 
	Maestro: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (cf. Jn. 
	14,8.9). Esta expresión –precisó--, “contiene de modo sintético la novedad 
	del Nuevo Testamento, aquella novedad que se apareció en la gruta de Belén: 
	Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en Jesucristo”.
	Hizo 
	referencia al alto número de veces que aparece el “rostro” de Dios en el 
	Antiguo Testamento, lo que da a entender al creyente que Dios tiene un 
	rostro, que es visible… Recordó aquella oración de bendición de Números 
	6,24-26, en que dice: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor 
	su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te 
	conceda la paz", lo que deja claro que “el esplendor del rostro divino es la 
	fuente de la vida, es aquello que nos permite ver la realidad, (es) la luz 
	de su rostro es la guía de la vida”.
	La 
	plenitud de la Revelación
	En una clara 
	contraposición al encuentro de Dios con Moisés ante la “zarza ardiente”, 
	narrada en el capítulo 33 del Éxodo, donde Dios oculta aún su rostro al 
	hombre, aunque le deja ver “sus espaldas”, el santo padre enseñó que “algo 
	nuevo sucede con la Encarnación... La búsqueda del rostro de Dios recibe un 
	cambio inimaginable, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, del 
	Hijo de Dios que se hizo hombre”.
	En Cristo 
	–prosiguió--, “se cumple el camino de la revelación de Dios iniciado con la 
	llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el 
	Hijo de Dios, y es a la vez "mediador y plenitud de toda la revelación" 
	(Const. Dogm. Dei Verbum, 2)”.
	Es por eso 
	que en Cristo “el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden”, 
	evidencia que se basa en la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena, 
	cuando le dice al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres ... Yo les 
	he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn. 17,6.26).
	Es así que, 
	“en Jesús la mediación entre Dios y el hombre también encuentra su 
	plenitud”, porque para Benedicto XVI, aún cuando en el Antiguo Testamento 
	hay una gran cantidad de figuras que han sido mediadores, sobre todo Moisés, 
	“Cristo no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino 
	que es "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Hb. 8,6; 
	9.15, 12.24)”.
	
	Seguir a Cristo
	El deseo de 
	conocer a Dios verdaderamente, “que es ver el rostro de Dios, está presente 
	en todos los hombres, incluso en los ateos”, aseguró el papa, porque todos 
	tenemos – a veces sin saberlo--, “este deseo de ver quién es Él, lo que es, 
	quién es para nosotros”.
	En el caso 
	de Cristo, explicó, “lo importante es que (le) sigamos; no solo en el 
	momento en el que tenemos necesidad, y cuando encontramos un lugar en 
	nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como tal”. Porque la vida del 
	hombre debe dirigirse “hacia el encuentro con Jesucristo, a amarlo; y, en 
	ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo, aquel amor que, a la 
	luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en 
	los débiles, en los que sufren”.
	Al final, 
	indicó como buen ejemplo de ello, a la pareja de discípulos de Emaús, “que 
	reconocen a Jesús al partir el pan, preparados durante el camino por Él”. 
	Enseñó así que para el cristiano, “la Eucaristía es la gran escuela en la 
	que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en una relación íntima con 
	Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final 
	de la historia, cuando Él nos llenará con la luz de su rostro”.
	 
	Texto 
	completo de la catequesis: 
	 
 
	  
	
	Durante la 
	habitual Audiencia de los miércoles, el papa Benedicto XVI se dirigió a los 
	peregrinos que llegaron hasta el Aula Pablo VI para escuchar sus enseñanzas. 
	Esta vez, el tema estuvo centrado en: “Jesucristo mediador y plenitud de 
	toda la revelación”. A continuación el mensaje íntegro para nuestros 
	lectores.
	*****
	Queridos 
	hermanos y hermanas:
	El Concilio 
	Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum, 
	afirma que la verdad íntima de toda la revelación de Dios brilla para 
	nosotros "en Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la plenitud de 
	toda la Revelación" (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, 
	después de la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia del 
	hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la 
	posibilidad de su amistad, especialmente a través de la alianza con Abraham 
	y el camino de un pequeño pueblo, el de Israel, que Él elige no con los 
	criterios del poder terrenal, sino simplemente por amor. Es una elección que 
	sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios que llama a algunos, no 
	por excluir a los demás, sino para que hagan de puente que conduzca hasta 
	Él: la elección es siempre elección para los demás.
	En la 
	historia del pueblo de Israel podemos seguir los pasos de un largo camino en 
	el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y 
	con acciones. Para este trabajo, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los 
	profetas, los jueces, personas que comunican al pueblo su voluntad, 
	recordando la necesidad de ser fieles a la alianza y de mantener viva la 
	esperanza de la plena y definitiva realización de las promesas divinas.
	Y es la 
	realización de estas promesas las que hemos contemplado en Navidad: es la 
	revelación de Dios que llega a su punto máximo, a su plenitud. En Jesús de 
	Nazaret, Dios realmente visita a su pueblo, visita a la humanidad de una 
	manera que va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo unigénito; 
	Dios mismo se hizo hombre. Jesús no nos dice cualquier cosa de Dios, no 
	habla simplemente del Padre, sino que es la revelación de Dios, porque es 
	Dios, y nos revela así el rostro de Dios. En el prólogo de su evangelio, san 
	Juan escribe: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está 
	en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn. 1,18).
	Quiero 
	centrarme en este "revelar el rostro de Dios". En este sentido, san Juan, en 
	su evangelio, nos relata un hecho significativo que hemos escuchado hoy. Al 
	acercarse a la pasión, Jesús reafirma a sus discípulos, exhortándoles a no 
	tener miedo y a tener fe; después establece un diálogo con ellos en el que 
	habla Dios Padre (cf. Jn. 14,2-9). A un cierto punto, el apóstol 
	Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn. 14,8). 
	Felipe es muy práctico y concreto, dice lo que nosotros también quisiéramos 
	decir: "queremos ver, muéstranos al Padre"; pide "ver" al Padre, ver su 
	rostro. La respuesta de Jesús es una respuesta no solo para Felipe, sino 
	también para nosotros y nos lleva al corazón de la fe cristológica; el Señor 
	le dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn. 14,9). Esta 
	expresión contiene de modo sintético la novedad del Nuevo Testamento, 
	aquella novedad que se apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, 
	Dios ha mostrado su rostro, es visible en Jesucristo.
	A lo largo 
	del Antiguo Testamento es recurrente el tema de la "búsqueda del rostro de 
	Dios", el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como Él es, 
	tanto así que el término hebreo pānîm, que significa "rostro", se 
	menciona no menos de 400 veces, y 100 de ellas se refiere a Dios: 100 veces 
	se refiere a Dios, por si queremos ver el rostro de Dios. Sin embargo, la 
	religión judía prohíbe todas las imágenes, porque Dios no puede ser 
	representado, como lo hacían los pueblos vecinos con el culto a los ídolos; 
	por lo tanto, con esta prohibición de las imágenes, el Antiguo Testamento 
	parece excluir totalmente el "ver" del culto y de la devoción. ¿Qué 
	significa entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de Dios, a 
	sabiendas de que no puede haber una imagen?
	La pregunta 
	es importante: por un lado quiere decir que Dios no puede ser reducido a un 
	objeto, como una imagen que se agarra con la mano, ni tampoco se puede poner 
	algo en el lugar de Dios; y por otro lado, sin embargo, se afirma que Dios 
	tiene un rostro, es decir, que es un "Tú" que puede entrar en una relación, 
	que no está cerrado en su Cielo para mirar desde lo alto a la humanidad. Sin 
	duda Dios está por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos 
	escucha, nos ve, habla, establece pactos, es capaz de amar. La historia de 
	la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta 
	relación de Dios que se revela progresivamente al hombre, que hace conocerse 
	a sí mismo, su rostro.
	Al comienzo 
	del año, el 1 de enero, hemos escuchado, en la liturgia, la hermosa oración 
	de bendición sobre el pueblo: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine 
	el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su 
	rostro y te conceda la paz" (Nm. 6,24-26). El esplendor del rostro divino es 
	la fuente de la vida, es aquello que nos permite ver la realidad; la luz de 
	su rostro es la guía de la vida.
	En el 
	Antiguo Testamento hay una figura a la que está conectado de una manera muy 
	especial el tema del "rostro de Dios"; se trata de Moisés, a quien Dios 
	escogió para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, para que le diera 
	la Ley de la alianza y guiarlos hacia la Tierra Prometida. Pues bien, en el 
	capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que Moisés tenía una relación 
	cercana y confidencial con Dios: "El Señor hablaba con Moisés cara a cara, 
	como habla un hombre con su amigo" (v. 11). En virtud de esta confianza, 
	Moisés le pregunta a Dios: "Déjame ver tu gloria", y la respuesta de Dios es 
	clara: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de 
	ti el nombre del Señor ... Pero mi rostro no podrás verlo, porque nadie 
	puede verme y seguir con vida ... Aquí hay un sitio junto a mí... verás mi 
	espalda; pero mi rostro no lo verás" (vv. 18-23). Por un lado, hay un 
	diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, está la imposibilidad, 
	en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es 
	limitada. Los Padres dicen que estas palabras: "tu solo puedes ver mis 
	espaldas", quiere decir: tú solamente puedes seguir a Cristo y siguiéndolo 
	ver por detrás de su espalda el misterio de Dios; a Dios se le puede seguir 
	viendo sus espaldas.
	Sin embargo, 
	algo nuevo sucede con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe 
	un cambio inimaginable, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, 
	del Hijo de Dios que se hizo hombre. En Él, se cumple el camino de la 
	revelación de Dios iniciado con la llamada de Abraham, Él es la plenitud de 
	esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, y es a la vez "mediador y 
	plenitud de toda la revelación" (Const. Dogm. Dei Verbum, 2), en Él 
	el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el 
	rostro de Dios y nos hace conocer el nombre de Dios. En la oración 
	sacerdotal de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He manifestado tu Nombre 
	a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn. 
	17,6.26).
	El término 
	"nombre de Dios" se refiere a Dios como Aquel que está presente entre los 
	hombres. A Moisés, frente en la zarza ardiente, Dios había revelado su 
	nombre, es decir, se había vuelto invocable, había dado una señal concreta 
	de su "ser" entre los hombres. Todo esto encuentra su realización y plenitud 
	en Jesús: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, 
	porque el que le ve a Él, ve al Padre, como le dice a Felipe (cf. 
	Jn. 14,9). El cristianismo --dice san Bernardo--, es la "religión de la 
	Palabra de Dios"; pero no, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo 
	encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En 
	la tradición patrística y medieval se usa una fórmula particular para 
	expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum 
	(cf. Rm. 9,28, en referencia a Is. 10,23), la Palabra corta, 
	abreviada y sustancial del Padre, quien nos ha dicho todo acerca de Él. En 
	Jesús toda la Palabra está presente.
	En Jesús la 
	mediación entre Dios y el hombre también encuentra su plenitud. En el 
	Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han desarrollado 
	esta función, sobre todo Moisés, el libertador, el guía, el "mediador" de la 
	alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf. Ga. 3,19; 
	Hch. 7 , 35; Jn. 1,17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es 
	simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es "el 
	mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Hb. 8,6; 9.15, 12.24), 
	"porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los 
	hombres, Cristo Jesús, hombre" (1 Tm. 2,5, Ga. 3,19-20). En Él podemos ver y 
	conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de "Abbà, 
	Padre"; en Él se nos da la salvación.
	El deseo de 
	conocer a Dios verdaderamente, que es ver el rostro de Dios, está presente 
	en todos los hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal vez sin saberlo, 
	este deseo de ver quién es Él, lo que es, quién es para nosotros. Pero este 
	deseo se realiza en el seguimiento de Cristo, así vemos las espaldas y 
	finalmente también vemos a Dios como un amigo, su rostro en el rostro de 
	Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no solo en el momento en el 
	que tenemos necesidad, y cuando encontramos un lugar en nuestras tareas 
	diarias, sino con nuestra vida como tal. Toda nuestra existencia se debe 
	dirigir hacia el encuentro con Jesucristo, a amarlo; y, en ella, debe tener 
	un lugar central el amor al prójimo, aquel amor que, a la luz del Crucifijo, 
	nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles, en los 
	que sufren. Esto solo es posible si el verdadero rostro de Jesús se ha hecho 
	familiar en la escucha de su Palabra, hablando interiormente; por que en el 
	entrar en esta Palabra, es que de verdad lo encontramos, y por supuesto en 
	el misterio de la Eucaristía.
	En el 
	evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de 
	Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados durante el 
	camino por Él; dispuestos gracias a la invitación que le hicieron para que 
	se quedara con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus 
	corazones; es así que al final, vieron a Jesús. También para nosotros, la 
	Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, 
	entramos en una relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a 
	dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos 
	llenará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esa plenitud, 
	a la espera gozosa que se cumpla realmente el Reino de Dios. Gracias.
	
	Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.