Palabras del papa en la
audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 12 febrero 2012 (ZENIT.org).- La audiencia general de Benedicto XVI, este miércoles, tuvo lugar a las 10,30 de la mañana en el Aula Pablo VI, donde el santo padre se encontró con grupos de fieles y peregrinos procedentes de Italia y del mundo. En su discurso, el papa, continuando el ciclo de catequesis sobre la oración, centró su meditación en la oración de Jesús en la inminencia de la muerte. Ofrecemos a continuación el texto íntegro del discurso del papa.
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Queridos hermanos y
hermanas:
En nuestra escuela de
oración, el miércoles pasado, hablé sobre la oración de Jesús en la cruz
tomada del Salmo 22: “Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Ahora
quisiera seguir meditando sobre la oración de Jesús en la cruz, en la
inminencia de lamuerte y me gustaría centrarme hoy en la narración que
encontramos en el evangelio de san Lucas. El evangelista nos ha transmitido
tres palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales --la primera y la
tercera--, son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La segunda, por
el contrario, consiste en la promesa hecha al llamado buen ladrón
crucificado con él; respondiendo a la oración del ladrón, Jesús le asegura:
“Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lc. 23, 43). En Lucas
están entrelazadas sugestivamente las dos oraciones que Jesús agonizante
dirige al Padre y la acogida de la súplica que le dirige el pecador
arrepentido. Jesús invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la oración de
este hombre que a menudo es llamado latro poenitens, "el ladrón
arrepentido."
Detengámonos en estas tres oraciones de Jesús.
La primera la pronuncia inmediatamente
después de ser clavado en la cruz, mientras los soldados se están
dividiendo sus vestidos como triste recompensa de su servicio. En cierto
modo, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. San Lucas
escribe: “Llegados al lugar llamado
Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y
otro a la izquierda. Jesús decía «Padre, perdónales, porque no saben lo que
hacen» Se repartieron sus vestidos, echando a suertes.” (23,33-34).
La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión, pide perdón
por sus verdugos. Con esto, Jesús cumple en primera persona lo que había
enseñado en el Sermón de la Montaña cuando dijo: “Pero
yo les digo a los que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los
que los odien.” (Lc. 6,27) y también había prometido a los que
supieran perdonar: “su recompensa será
grande, y serán hijos del Altísimo” (v.35). Ahora, desde la cruz, no
solo perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre
intercediendo en su favor.
Esta actitud de Jesús
encuentra una “imitación” conmovedora en el relato de la lapidación de san
Esteban, el primer mártir. Esteban, llegando a su fin, “dobló las rodillas y
dijo con fuerte voz: 'Señor, no les tengas en cuenta este pecado'. Y
diciendo esto, murió”. (Hch 7,60): esta fue su última palabra. La
comparación de la oración de perdón de Jesús con la del protomártir es
significativa. Esteban se dirige al Señor resucitado y le pide que su muerte
--un gesto claramente definido por la expresión “este pecado”--, no se la
impute a sus asesinos. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no solo pide
perdón por sus verdugos, sino que también ofrece una lectura de lo que está
sucediendo. En sus palabras, de hecho, los hombres que lo crucifican "no
saben lo que hacen" (Lc. 23,34). Él sitúa la ignorancia, el "no saber", como
la razón para la petición de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja
abierto el camino a la conversión, como es el caso de las palabras que dijo
el centurión ante la muerte de Jesús: “Ciertamente este hombre era justo"
(v. 47), era el Hijo de Dios. “Sigue siendo un consuelo para todos los
tiempos y para todos los hombres el hecho de que el Señor, tanto sobre
aquellos que realmente no sabían --los verdugos--, como los que sabían y lo
condenaron, pone la ignorancia como la razón para pedir perdón, la ve como
una puerta que se nos puede abrir hacia la conversión.” (Gesù di Nazaret,
II, 233).
La segunda palabra de Jesús
en la cruz reportada por san Lucas es una palabra de esperanza, es la
respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con Él. El
buen ladrón frente a Jesús volvió en sí y se arrepiente, se da cuenta que
está frente al Hijo de Dios, que revela el rostro mismo de Dios, y le pide:
“Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (v. 42). La respuesta
del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición y le dice: “Yo te
aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (v. 43). Jesús es consciente de
entrar directamente en la comunión con el Padre y de volver a abrir el
camino al hombre hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta
da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el
último momento de la vida, y que la oración sincera, incluso después de una
vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el
regreso del hijo.
Pero detengámonos en las
últimas palabras de Jesús agonizante. El evangelista dice: “Era ya cerca de
la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la
tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús,
dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y,
dicho esto, expiró” (vv. 44-46). Algunos aspectos de esta narración son
diferentes a la imagen ofrecida en Marcos y en Mateo. Las tres horas de
oscuridad no se describen, mientras que en Mateo se relacionan con una serie
de eventos apocalípticos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros,
los muertos que resucitan (cf. Mt 27,51-53). En Lucas, las horas de
oscuridad tienen su causa en el eclipsarse del sol, pero en ese momento se
da el desgarramiento del velo del templo. De este modo, el relato de Lucas
presenta dos signos, con cierto paralelismo con el cielo y el templo. El
cielo pierde su luz, se hunde la tierra, mientras que en el templo, el lugar
de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege el santuario. La
muerte de Jesús está explícitamente caracterizada como un evento cósmico y
litúrgico; en particular, marca el inicio de un nuevo culto, en un templo no
construido por hombres, porque es el mismo cuerpo de Jesús muerto y
resucitado, el que reúne a los pueblos y los une en el sacramento de su
cuerpo y de su sangre.
La oración de Jesús, en
este momento de sufrimiento, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”, es un
fuerte grito de extrema y total confianza en Dios. Esta oración expresa el
pleno conocimiento de no ser abandonado. La invocación inicial “Padre”,
recuerda su primera declaración de niño de doce años. Entonces había
permanecido tres días en el templo de Jerusalén, cuyo velo ahora está
rasgado. Y cuando sus padres le habían expresado su preocupación, él
respondió: “Y ¿por qué me buscaban? ¿No saben que yo debía estar en la casa
de mi Padre?” (Lc. 2,49). De principio a fin, lo que determina por completo
el sentir de Jesús, su palabra y su acción, es su relación única con el
Padre. En la cruz Él vive plenamente, en el amor, esta relación filial con
Dios, que anima su oración.
Las palabras pronunciadas
por Jesús, después de la invocación “Padre”, retoman una expresión del salmo
31: “En tus manos mi espíritu encomiendo” (Sal. 31,6). Estas palabras, sin
embargo, no son una simple cita, sino más bien muestran una firme decisión:
Jesús se “entrega” al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son
una oración de “entrega”, llena de confianza en el amor de Dios. La oración
de Jesús antes de su muerte es trágica, como lo es para cada hombre, pero al
mismo tiempo, está impregnada por aquella profunda calma que viene de la
confianza en el Padre y del deseo de entregarse totalmente a Él. En
Getsemaní, cuando entró en la lucha final y en la oración más intensa y
estaba a punto de ser “entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44), su
sudor se hizo “como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc.
22,44). Pero su corazón era totalmente obediente a la voluntad del Padre, y
por eso “un ángel venido del cielo” había venido a confortarlo (cf. Lc.
22,42-43). Ahora, en sus últimos momentos, Jesús se dirige al Padre,
diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su
existencia. Antes de partir para el viaje a Jerusalén, Jesús había insistido
a sus discípulos: “Escuchen estas palabras: el Hijo del hombre va a ser
entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44). Ahora, que la vida está por
dejarlo, sella en la oración su decisión final: Jesús permitió ser entregado
“en manos de los hombres”, pero es en las manos del Padre donde ponesu
espíritu; así, --como dice el evangelista Juan--, todo se ha cumplido, el
supremo acto de amor ha llegado a su fin, al límite que va más allá del
límite.
Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los últimos momentos de su vida terrena ofrecen indicaciones exigentes a nuestra oración, pero abren también a una confianza serena y a una esperanza firme. Jesús que pide al Padre que perdone a aquellos que lo están crucificando, nos invita al difícil gesto de orar también por aquellos que nos hacen mal, que nos han dañado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine sus corazones; y nos invita a tener, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene hacia nosotros: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, decimos todos los días en el Padre Nuestro. Al mismo tiempo, Jesús, en el momento extremo de la muerte se entrega totalmente en las manos de Dios Padre, nos da la certeza de que, mientras más duras sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, no caeremos nunca fuera de las manos de Dios, esas manos que nos crearon, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque están conducidas por un amor infinito y fiel. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela Vidal
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