San Bonifacio, el apóstol de los Germanos
Catequesis del Papa Benedicto XVI, sobre la relación entre Cristo y la Iglesia y
los padres apostólicos. Miércoles 10 de marzo de 2009.
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy nos detenemos en un gran misionero del siglo VIII, que difundió el
cristianismo en Europa central, precisamente también en mi patria: san
Bonifacio, que ha pasado a la historia como “el apóstol de los Germanos”.
Poseemos no pocas noticias de su vida gracias a la diligencia de sus biógrafos:
nació de una familia anglosajona en Wessex alrededor del 675 y fue bautizado con
el nombre de Winfrido. Entró muy joven en el monasterio, atraído por el ideal
monástico. Poseyendo notables capacidades intelectuales, parecía dirigido a una
tranquila y brillante carrera de estudioso: fue profesor de gramática latina,
escribió algunos tratados, compuso también varias poesías en latín. Ordenado
sacerdote a la edad de cerca de treinta años, se sintió llamado al apostolado
entre los paganos del continente. Gran Bretaña, su tierra, evangelizada hacía
apenas cien años por los Benedictinos guiados por san Agustín, mostraba una fe
tan sólida y una caridad tan ardiente que enviaba misioneros a Europa central
para anunciar allí el Evangelio. En el 716 Winfrido, con algunos compañeros, se
dirgió a Frisia (la actual Holanda), pero se topó con la oposición del jefe
local y el tentativo de evangelización fracasó. Vuelto a su patria, no perdió
los ánimos y dos años después fue a Roma para hablar con el papa Gregorio II y
recibir directrices. El Papa, según el relato de un biógrafo, lo acogió “con el
rostro sonriente y con la mirada llena de dulzura”, y en los días siguientes
mantuvo con él “coloquios importantes” (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed.
Levison, pp. 13-14) y finalmente, tras haberle impuesto de nuevo el nombre de
Bonifacio, le confió con cartas oficiales la misión de predicar el Evangelio
entre los pueblos de Alemania.
Confortado y sostenido por el apoyo del Papa, Bonifacio se empeñó en la
predicación del Evangelio en aquellas regiones, luchando contra los cultos
paganos y reforzando las bases de la moralidad humana y cristiana. Con gran
sentido del deber escribía en una de sus cartas: “Estamos firmes en la lucha en
el día del Señor, porque han llegado días de aflicción y miseria... ¡No somos
perros mudos, ni observadores taciturnos, ni mercenarios que huyen ante los
lobos! Somos en cambio pastores diligentes que velan por el rebaño de Cristo,
que anuncian a las personas importantes y a las normales, a los ricos y a los
pobres la voluntad de Dios... en los tiempos oportunos e inoportunos...” (Epistulae,
3,352.354: MGH). Con su actividad incansable, con sus dotes organizadores, con
su carácter dúctil y amable a pesar de su firmeza, Bonifacio obtuvo grandes
resultados. El papa entonces “declaró que quería imponerle la dignidad
episcopal, para que así pudiese con mayor determinación corregir y devolver al
camino de la verdad a los equivocados, se sintiera apoyado por la mayor
autoridad de la dignidad apostólica y fuese más aceptado por todos en el oficio
de la predicación cuanto más parecía que por este motivo había sido ordenado por
el prelado apostólico” (Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, lib. I, p. 127).
Fue el mismo Sumo Pontífice quien consagró “Obispo regional” -es decir, para
toda Alemania- a Bonifacio, el cual retomó sus fatigas apostólicas en los
territorios confiados a él y extendió su acción también a la Iglesia de la Galia:
con gran prudencia restauró la disciplina eclesiástica, convocó varios sínodos
para garantizar la autoridad de los sagrados cánones, reforzó la necesaria
comunión con el Romano Pontífice: un punto que le llevaba especialmente en el
corazón. También los sucesores del papa Gregorio II le tuvieron en altísima
consideración: Gregorio III lo nombró arzobispo de todas las tribus germánicas,
le envió el palio y le dio facultad de organizar la jerarquía eclesiástica en
aquellas regiones(cf Epist. 28: S. Bonifatii Epistulae, ed. Tangl, Berolini
1916); el papa Zacarías le confirmó en su cargo y alabó su labor (cfr Epist. 51,
57, 58, 60, 68, 77, 80, 86, 87, 89: op. cit.); el papa Esteban III, apenas
elegido, recibió de él una carta en la que le expresaba su filial obsequio (cfr
Epist. 108: op. cit.).
El gran obispo, además de este trabajo de evangelización y de organización de la
Iglesia mediante la fundación de diócesis y la celebración de Sínodos, no dejó
de favorecer la fundación de varios monasterios, masculinos y femeninos, para
que fuesen como un faro para irradiar la fe y la cultura humana y cristiana en
el territorio. De los cenobios benedictinos de su patria había llamado monjes y
monjas que prestaron una ayuda validísima y preciosa en la tarea de anunciar el
Evangelio y de difundir las ciencias humanas y las artes entre las poblaciones.
Él de hecho consideraba que el trabajo por el Evangelio debía ser también
trabajo por una verdadera cultura humana. Sobre todo el monasterio de Fulda
-fundado hacia el 743- fue el corazón y en centro de irradiación de la
espiritualidad y de la cultura religiosa: allí los monjes, en la oración, en el
trabajo y en la penitencia, se esforzaban por tender a la santidad, se formaban
en el estudio de disciplinas sagradas y profanas, se preparaban para el anuncio
del Evangelio, para ser misioneros. Por mérito por tanto de Bonifacio, de sus
monjes y de sus monjas -también las mujeres tuvieron una parte muy importante en
esta obra de evangelización- floreció también esa cultura humana que es
inseparable de la fe y que revela su belleza. El mismo Bonifacio nos ha dejado
significativas obras intelectuales. Ante todo su copioso epistolario, donde las
cartas pastorales se alternan con las cartas oficiales y las de carácter
privado, que revelan hechos sociales y sobre todo su rico temperamento humano y
su profunda fe. Compuso también un tratado de Ars grammatica, en el que
explicaba las declinaciones, los verbos y la sintaxis del latín, pero que para
él era también un instrumento para difundir la fe y la cultura. Le atribuyen
también un Ars metrica, es decir, una introducción a cómo hacer poesía, y varias
composiciones poéticas y finalmente una colección de 165 sermones.
Aunque era ya avanzado en años -estaba cerca de los 80- se preparó para una
nueva misión evangelizadora: con unos cincuenta monjes volvió a Frisia, donde
había empezado su obra. Casi como presagio de su muerte inminente, aludiendo al
viaje de la vida, escribía a su discípulo y sucesor en la sede de Maguncia, el
obispo Lullo: “Deseo llevar a término el propósito de este viaje, no puedo en
modo alguno renunciar al deseo de partir. Está cerca el día de mi fin y se
aproxima el tiempo de mi muerte; dejado el despojo mortal, subiré al premio
eterno. Pero tú, hijo queridísimo, llama sin pausa al pueblo del laberinto del
error, lleva a cabo la edificación de la ya comenzada basílica de Fulda, y allí
depositarás mi cuerpo envejecido por largos años de vida” (Willibaldo, Vita S.
Bonifatii, ed. cit., p. 46). Mientras estaba comenzando la celebración de la
misa en Dokkum (en la actual Holanda septentrional), el 5 de junio del 754 fue
asaltado por una banda de paganos. Él, poniéndose delante con frente serena,
“prohibió a los suyos que combatieran diciendo: ´Cesad, hijos, de combatir,
abandonad la guerra, porque el testimonio de la Escritura nos advierte que no
devolvamos mal por mal, sino bien por mal. Este es el día deseado hace tiempo,
ha llevado el tiempo de nuestro final. ¡Ánimo en el Señor!´” (Ibid. pp. 49-50).
Fueron sus últimas palabras antes de caer bajo los golpes de sus agresores. Los
despojos del obispo mártir fueron llevados al monasterio de Fulda, donde
recibieron digna sepultura. Ya uno de sus primeros biógrafos se expresó sobre él
con esta afirmación: “El santo obispo Bonifacio puede llamarse padre de todos
los habitantes de Alemania, porque fue el primero en engendrarlos a Cristo con
la palabra de su santa predicación, les confirmó con el ejemplo y finalmente dio
la vida por ellos, caridad mayor que esta no puede darse” (Otloho, Vita S.
Bonifatii, ed. cit., lib. I, p. 158).
A distancia de siglos, ¿qué mensaje podemos recoger de la enseñanza y de la
actividad prodigiosa de este gran misionero y mártir? Una primera evidencia se
impone a quien se acerca a Bonifacio: la centralidad de la palabra de Dios,
vivida e interpretada en la fe de la Iglesia, Palabra que él vivió, predicó,
testimonió hasta el don supremo de sí mismo en el martirio. Estaba tan
apasionado de la Palabra de Dios que sentía la urgencia y el deber de llevarla a
los demás, incluso con riesgo personal suyo. Sobre ella apoyaba la fe en cuya
difusión se había empeñado solemnemente en el momento de su consagración
episcopal: “Yo profeso íntegramente la pureza de la santa fe católica y con la
ayuda de Dios quiero permanecer en la unidad de esta fe, en la que sin duda
alguna está toda la salvación de los cristianos” (Epist. 12, in S. Bonifatii
Epistolae, ed. cit., p. 29). La segunda evidencia, muy importante, que emerge de
la vida de Bonifacio es su fiel comunión con la Sede Apostólica, que era un
punto firme y central en su trabajo misionero, él siempre conservó tal comunión
como regla de su misión y la dejó casi como su testamento. En una carta al papa
Zacarías afirmaba: “Yo no dejo nunca de invitar y de someter a la obediencia de
la Sede Apostólica a aquellos que quieren permanecer en la fe católica y en la
unidad de la Iglesia romana y a todos aquellos que en esta misión Dios me da
como oyentes y discípulos” (Epist. 50: in ibid. p. 81). Fruto de este empeño fue
el firme espíritu de cohesión en torno al Sucesor de Pedro que Bonifacio
transmitió a las Iglesias en su territorio de misión, uniendo con Roma a
Inglaterra, Alemania, Francia y contribuyendo de modo tan determinante a poner
las raíces cristianas de Europa que habrían producido frutos fecundos en los
siglos sucesivos. Para una tercera característica Bonifacio se encomienda a
nuestra atención: él promovió el encuentro entre la cultura romano-cristiana y
la cultura germánica. Sabía de hecho que humanizar y evangelizar la cultura era
parte integrante de su misión de obispo. Transmitiendo el antiguo patrimonio de
valores cristianos, él implantó en las poblaciones germánicas un nuevo estilo de
vida más humano, gracias al cual se respetaban mejor los derechos inalienables
de la persona. Como auténtico hijo de san Benito, supo unir oración y trabajo
(manual e intelectual), pluma y arado.
El valiente testimonio de Bonifacio es una invitación para todos nosotros a
acoger en nuestra vida la Palabra de Dios como punto de referencia esencial, a
amar apasionadamente la Iglesia, a sentirnos corresponsables de su futuro, a
buscar la unidad en torno al Sucesor de Pedro. Al mismo tiempo, él nos recuerda
que el cristianismo, favoreciendo la difusión de la cultura, promueve el
progreso del hombre. Está en nosotros, entonces, estar a la altura de un
patrimonio tan prestigioso y hacerlo fructificar para bien de las generaciones
que vendrán.
Me impresiona siempre este celo suyo ardiente por el Evangelio: a los cuarenta
años sale de una vida monástica bella y fructífera, de una vida de monje y de
profesor, para anunciar el Evangelio a los sencillos, a los bárbaros; a los
ochenta años, una vez más, va a una zona donde prevé su martirio. Comparando
esta fe suya ardiente, este celo por el Evangelio, a nuestra fe tan a menudo
tibia y burocratizada, vemos qué hemos de hacer y cómo renovar nuestra fe, para
dar como don a nuestro tiempo la perla preciosa del Evangelio.